23. El año próximo en Jerusalén
DON RODRIGO y su escudero, don Enrique de Santoñán, cubiertos por turbantes a la turca y con dos galabiyas de colores oscuros, que no desean llamar la atención de quien no se debe, caminan por la avenida principal que comunica la gran mezquita de Santa Sofía con el antiguo palacio de los sultanes, ahora abandonado y donde las enredaderas trepan seguras de ser las dueñas del territorio. Lo hacen para desviarse hasta el barrio judío en el que los musulmanes tienen prohibido penetrar por orden terminante de su sultán. Éste quiere que los hebreos vivan allí en paz y sin que nada les moleste, que ellos son sus valedores en las cuentas del Estado y sus préstamos le valen para cubrir la soldada de los ejércitos que necesita para frenar el ataque de los temibles tártaros del khan.
Una vez allí, los turbantes son suplidos por las quipás y las galabiyas por túnicas blancas con rayas azules que adquieren en el mercado, pues este se abre como la puerta del barrio a la entrada del mismo. No regatea don Rodrigo que sabe que los judíos, al contrario de los musulmanes, marcan sus precios sin que esta posibilidad exista para ellos.
—Enrique, ved por qué camino seguir, que don Abraham Bresanel nos dejó mapa con que proseguir desde aquí, más todo se vuelve turbio entre gentes tan numerosas —el conde tuerce el gesto. No era conocedor de la prole de Judá que de Sefarad, que para él es Castilla y Aragón, salió para dejar indefensas las dos coronas unificadas, que tal desafuero habrán de pagar sus reyes al dejar ir a los que los dos reinos controlaban y sus finanzas se habrán de resentir mucho por ello.
Don Enrique abre el mapa enrollado que le diese el hebreo y ve la línea que serpentea por el enorme barrio judío, hasta dar con una cruz que señala la casa en la que podrán hospedarse y, desde allí, salir en busca de su amada hija, que ahora es don Alonso de Pechuán. Se dirigen como a ciegas por los vericuetos que recorren la microurbe, en busca de la protección prometida. Las mujeres visten en entera libertad, con colores vistosos como no lo hiciesen en Castilla a causa de la prohibición real y de la Santa Inquisición, que las persiguiera por tal ostentación, solo destinada a los cristianos viejos. Los varones lucen joyas en sus dedos y estrellas de seis puntas en colgantes de oro y con letras bajo ellas. La riqueza obtenida en Estambul les ha permitido, en escasos meses, recuperar la opulencia de antaño en Castilla y Aragón, que ahora servirá para combatir a los cristianos al prestarle sus dineros al sultán para adquirir una flota de galeras con la que los hostigará de continuo. Se tropiezan con hombres y mujeres en las estrechas callejuelas, sorprendentemente limpias, y en las que las fachadas pintadas de azul se separan más que en el resto de la ciudad. Un mundo aparte crece y florece en Estambul, sin estorbo alguno.
—Ved, don Enrique, que estos hebreos saben lo que es la limpieza y el orden y creo, por vez primera, que hemos cometido un error garrafal al echarlos de las dos coronas, que ellos traen prosperidad al lugar en el que moran. Ved sino cómo crecen los niños, cómo juegan en paz y cómo las hembras de su raza visten de colores, que flores semejan ser.
—En este viaje, don Rodrigo, he comprendido muchas cosas que antaño creí eran bien otras… mas ignoro aún las razones de los reyes que echan a tan convenientes varones, capaces de crear un mundo en meses allá por donde moren sus hijos. He de reconocer que mi opinión sobre su raza es diferente a cuando embarqué con vos, mi señor —reconoce el joven.
—Hacéis bien hijo, que yo conocí allí, en Castilla, a tantos hebreos que comencé a verlos como mis hermanos y no sentí sino piedad al verlos partir, que mi alma misma se compungía al ver su partida y ayudé a cuantos pude, que muchos no fueron.
Caminan por las empedradas calles que se van angostando a medida que avanzan, bajando la pendiente suave que conduce hasta la antigua muralla bizantina en la que muriera el último emperador del tal imperio. Una casa apartada se alza en medio de la plazuela, con un cruce que separa tres calles ante ella, pintada en color rosado y azul que contrasta con el resto. Es la señalada por Abraham Bresanel, que allí acaba la línea trazada por su mano en el mapa.
—Creo, mi señor don Rodrigo, que hemos llegado al final del camino elegido por vuestro amigo hebreo. Samuel me relató, en una de nuestras muchas conversaciones a bordo de la galera, que su casa era de tal color que resaltaba contra el azul del cielo y ello era porque deseaban sus moradores estar más cerca de Yavéh, su Dios, cuando el prometido Mesías llegase y les reconociese con mayor facilidad.
El padre de doña Isabel deja escapar un profundo suspiro.
—Entonces, hijo, hemos de llamar, que abrirá alguien que conocerá nuestro peregrinar por tierras extrañas como nadie sabe hacer… —se acerca el conde a la puerta de noble madera, que de roble es, y golpea con fuerza con el aldabón que de ella cuelga. Lo hace tres veces, que es lo convenido, y unos pasos suenan al poco tras ella. Una anciana mujer, de vientre hinchado y rostro afable que le recuerda al aya de su hija, Inés, abre y los mira con rostro limpio. Al descubrirlos de tan distinto porte a lo habitual, comprende que extraños deben ser, mas no hostiles, ya que ¿quién conoce la casa de Bresanel?
—¿Qué buscáis, señores, que no conozco vuestros nombres? —inquiere la judía, que no parece asustarse ante ellos.
—Somos amigos de don Abraham Bresanel, que nos dio tal dirección por si necesario nos fuese usar de la tal —anuncia con voz grave don Rodrigo—. Es menester saber si podemos penetrar en vuestro hogar, que varones de paz somos y no traeremos el daño a esta santa casa, que Dios bendiga.
La mujer les franquea el paso y ellos entran con la timidez en sus maneras, así como con el deseo de comer y descansar reflejado en sus cansados rostros, que en mueca sonríen. Ascienden relajados, siguiéndola, por una estrecha escalera que los lleva hasta la segunda planta, donde una balconada se abre a la calle y en la amplia estancia, decorada con buen gusto y muebles de maderas nobles, los deja mientras se dedica a dar las órdenes precisas para que les den algo de comer y ropas limpias, que han de alojarles bajo su techo como únicamente los hebreos conocen de la hospitalidad que les da fama. Sonríe sin preguntarles nada, que ellos como ningún otro son sabedores de lo difícil que resulta responder a preguntas indiscretas, que la vida quitan de ser contestadas. Dos mujeres jóvenes, acompañadas de un muchacho que no pasará de los quince, suben con ropas dobladas y de buen lino, y se las dan a la de más edad que parece, a ojos de los forasteros, que es quién gobierna la casa. El mancebo les entrega las ropas que ellas no deben tocar, y las dos más jóvenes se retiran entre risitas recriminadas por la severa mirada de la de más edad.
Queda el muchacho en compañía de ellos dos y les pregunta qué se puede hacer para serles de ayuda. Es varón de ojos negros y profundos, que la noche parece habitar en ellos, y solo un brillo de inteligencia asoma y le da color a ellos. Su cabello, ensortijado y corto, lo cubre una quipá y viste ropas ligeras. Sabe que su sonrisa es su mejor arma.
—Señores, este es un bario de recovecos y ramificaciones que vuelven loco a quien no lo conoce… Si deseáis recorrerlo, yo me ofrezco como guía en tal menester, que es como palma de mi mano y sé caminar por las calles de este barrio —se ofrece, solícito. Su sonrisa de pícaro le cae en gracia a don Rodrigo, que hijos varones no tuvo, y es razón por la que se vuelve condescendiente con el mozalbete. Le entrega el mapa que Bresanel le diese en la galera, antes de partir, y aquél lo escudriña con mirada concentrada, para ver de sacarle provecho.
—Señor, estas líneas solo marcan cómo llegar a esta casa, que don Abraham Bresanel conoce los peligros que acechan en todas partes al pueblo que de Dios somos, y tuvo a bien no marcar sino lo imprescindible en él —le pone al noble aragonés el mapa en la palma de su mano, mientras espera su decisión.
—Sabio proceder, que nuca se sabe quién ha de ser el que lea aquello que se desea solo para ojos amigos. Dinos, pues, muchacho, qué camino hemos de tomar para con David Behjat dar, que le traemos buenas nuevas de Sefarad.
—Es el hijo de Solomon, el médico del sultán, amigo de Miriam, la hija de Abravanel, que son parientes. Bresanel es tío de su padre, y así David vive cerca de esta casa, que toda la familia ocupa la manzana de casas que se extiende por el barrio como una lengua. Descansad un poco y comed lo que os traigan, que ahora ellos se hallarán en palacio y no podríais verlos. Cuando llegue David con su padre, os haré llamar y marcharemos a su encuentro sin dilación alguna.
De las manos de las dos jóvenes, los cristianos toman los alimentos aliñados de manera extraña para ellos, que saben a especias y desprenden fragancias desconocidas para tales caballeros de Castilla. Ellas los dejan solos y así se abandonan al sueño reparador que les devuelva las energías perdidas. Se derraman sobre los jergones de lana mullida que los abrazan y los envolverán en orbes oníricos que los lleven aún más lejos si cabe. No quiere don Rodrigo que la consciencia le abandone, mas es poderoso Morfeo que le engaña con promesas falsas de mundos no concebidos.
Sueña don Enrique de Santoñán con ser el señor del castillo que sus armas sean capaces de tomar y vestirse como su padre hiciese durante su gobierno de la isla, que ahora se le aparece como entre fuegos y humaredas que salen de los torreones, formando columnas que ascienden al cielo como ofrenda a un dios pagano. Su sueño resulta inquieto y el sudor empapa su cuerpo que brilla como nácar al sol. Se remueve en el lecho y acaba por ceder a la presión muscular que, por puro cansancio, le rinde sin que espada alguna pueda salvarlo de su abrazo. Su cuerpo se relaja tanto que queda colgando una de sus piernas por un costado del jergón que le sirve de lecho, en posición como de muerto.
El bullicio y el cotidiano resonar de los carros, al arrastrar pesadas cargas por el adoquinado del barrio hebreo, los despiertan, que es don Rodrigo el primero en ponerse en pie y estirarse como un lince ibérico haría antes de salir de caza. Se libra de las ropas que lleva y luego se lava con la ayuda de la jofaina y la palangana, desnudo y sin que nada, que no sea el pensamiento de hallar a su hija, le ocupe la mente, ni siquiera doña Marcia. Don Enrique, el hijo pequeño de ésta, se despereza lentamente y sale de su letargo como un cachorro que, perezoso, lamenta la llegada del día que clarea a ojos vistas.
—Es un día nuevo, don Enrique. Hemos de dar comienzo a la búsqueda de ese judío que a maltraer lleva a mi hija, que por causa de su amor estamos en Estambul como ladrones de hombres, que la muerte nos ronda y hemos de cuidar de salir indemnes.
—Dadme un pequeño margen de tiempo para lavarme y estoy con vos, don Rodrigo. Y mi espada… ¿dónde está mi espada? —pregunta el joven, que el arma es de antigua como su familia y le tiene cariño a aquella como amo a su perro fiel.
Llaman con golpes suaves a la puerta, que deben ser mujeres previsoras, pues, de ser varones, penetrarían sin llamar, que es costumbre en ellos. Ante sus ojos les sirven manjares exquisitos que no saben apreciar en lo que valen, que les son extraños como la tierra que pisan. Un olor diferente a cuantos conocen llena la estancia y las mujeres se llevan las prendas que yacen en el suelo, con sumisión que desconocen en otras mujeres que cristianas no sean. Éber, que así se llama el quinceañero que les desea servir de guía, aparece con sus espadas limpias que brillan al ser heridas por la luz solar que penetra a raudales por el amplio ventanal de la estancia. Sonríe satisfecho y recibe sin ambages la reprimenda de don Enrique que no concibe separarse de su arma afilada por el propio Dios, para servirle a Él y no pasar por manos paganas ni de infieles que pertenezcan a la raza deicida que lo clavó en la cruz.
El mozalbete judío baja la cabeza, que no comprende la razón de tanta ira y creyó hacer bien al limpiar las armas de los caballeros, pues oyó decir a otros de su edad que es lo que hacen los escuderos de los caballeros nobles y a estos les place.
—No seáis demasiado duro con el mancebo, que solo pretendía ser de utilidad y servirnos bien. Somos invitados y es nuestro deber —le riñe el conde a don Enrique de Santoñán— ser respetuosos con los miembros de esta casa que hospitalidad nos ofrecen… —Acto seguido se dirige a su nuevo guía—. Dile a la señora de la casa que estamos sumamente agradecidos por tanta generosidad, muchacho, y ¡ten! —le entrega dos monedas de plata en compensación por el trabajo de limpiar las espadas.
Se da la vuelta el joven hebreo y es llamado por don Enrique que ya siente el mordisco del remordimiento en su alma misma.
—Ten esto en compensación, que soy torpe en mis modales y he de pedirte perdón por ser de maneras bruscas que en modo alguno mereces, sino agradecimiento por tal trabajo —deposita en sus manos una moneda de oro puro, que guarda algunas regalo de su padre en tiempos en que ambos eran uña y carne.
Éber mira atentamente el brillo del metal que a los hombres vuelve locos y le da las gracias efusivamente, que lo abraza como a hermano sin que este pueda evitarlo. Es costumbre en el muchacho hacer tal cuando un varón le hace gran favor y desde aquel instante será su sombra, que el Dios de Israel le da como hermano a quien Él desea.
—Creo que os habéis ganado un hermano nuevo, don Enrique de Santoñán, que las obras generosas dan tal resultado y el egoísmo a la pobreza lleva —ríe a carcajada abierta el conde que ve la sorpresa pintada en la faz del atónito escudero, hijo de noble gobernador del rey don Fernando.
Las calles están llenas de color y vida, y los azules que contrastan con los blancos, diferenciándose de los musulmanes en tal color. Son calmantes sus fachadas que le comunican con el alma que Dios le diese y se siente en casa, en plena armonía con el resto de los hombres que no miran su credo ni su posición entre ellos. Los lleva Éber por una milla de calle, diciéndoles quién vive en cada casa, que son todos parientes de don Isaac Abravanel y de don Abraham Bresanel, que patriarcas al estilo de los que conociesen ellos en sus horas de estudio religioso, bajo el férreo dominio del fraile de turno, en la Biblia. No se decide nada sin su consentimiento y hablan por todos en frente de los gentiles, que lo son todos aquellos que, como don Rodrigo, no son de religión judía, ni prosélitos tampoco.
—No os ofendáis, señores, que no es por insultarles que lo digo, sino por informaros de las costumbres que aquí tenemos —aclara Éber, quien teme la reacción del más joven de ellos, pues ha demostrado ser más radical.
Cuando por fin llegan a la casa en que viven la joven Miriam y su padre Isaac, el muchacho que hace de guía los deja diciéndoles que ahora ya saben regresar y él esperará en la casa. Los dos varones castellanos miran en torno suyo y aspiran el aire como si les faltase, antes de llamar al aldabón de bronce dorado que pende de la puerta. Dos golpes secos y al poco unos pasos precipitados le dicen a don Rodrigo que alguien se acerca a abrirles. Una hermosa hembra los mira con ojos inteligentes y negros cabellos que le caen por los hombros hasta la cintura, ataviada de túnica azul celeste ceñida por cinto negro y sus brazos cubiertos por un chal que, recatada, le hace aparecer ante los varones. Es la hija de Isaac Abravanel.
—¿Qué deseáis, señores? Ésta es la casa de Isaac Abravanel, consejero de su majestad el sultán Beyazid II —les dispara a los desconocidos cada palabra, como intentando defenderse de quien pudiera resultar hostil.
—Lo sabemos, buena mujer. Yo soy Rodrigo de Pechuán y él es mi escudero, don Enrique de Santoñán. Viajamos en busca de mi hija doña Isabel.
—Lo siento, no conozco a ninguna mujer con ese nombre —la bella judía hace ademán de cerrar la puerta.
—Lo sé, pero quizás sí conozcáis a David Behjat, que es hijo del médico del sultán —insiste con ceño el mayor de los dos cristianos.
—¿Qué queréis de él? —responde ella, recelosa.
—Solo saber si ha visto a mi hija… Os ruego que nos ayude, pues estamos consternados por la desaparición de mi hija y… —el conde titubea un poco—. ¿Creéis que su padre no haría otro tanto por su persona? —trata de que sus palabras le lleguen al corazón, esperando que se ablande su rostro y colabore con ellos.
—Pasad, que hablaremos más tranquilos dentro —les responde tensa, que conoce de los desvelos de su padre para con ella y le sabe mal despedirlos sin escuchar al menos cuanto tengan que decirle.
Suben los tres por la estrecha escalera que parece ser un elemento común en las casa del barrio judío y, una vez sentados a la mesa de roble sobre la que reina una menorá, comienzan su relato, que Miriam desconoce el vínculo existente entre Isabel y David. Ante ello, cree ver desplomarse el mundo ante sus ojos sin que nada pueda evitarlo, sintiendo que se le desgarra el alma al conocer la razón de la huida de Isabel y la frialdad de David para con las mujeres del barrio hebreo, incluyéndola a ella que dudaba de si era visitada por su hijo Saúl o bien tenía algún interés por ella. Ahora la verdad más cruda se abre camino y su cielo parece ennegrecido por terribles presagios y sentimientos encontrados.
El conde le cuenta cómo su única hija salió de Castilla ayudada por un gran amigo de la familia que es la punta de lanza de las galeras del Levante aragonés y del que dependen las defensas de tal zona del Mediterráneo. Que nada saben de ella ni de sus acompañantes desde que llegasen a Estambul; que más bien parece como si la tierra se los hubiese tragado. Por más señas le dice que viste de varón y su aya, por demás, también.
—No sé nada de ese grupo de cristianos, pero David llegará cuando el sol se ponga —señala Miriam, intentando disimular su tremenda decepción—. Hoy es día grande para él, pues cumplirá con su labor de médico del sultán por vez primera. Mi padre podrá decir a sus mercedes algo más si tenéis la bondad de esperarlo, que aun yace en su lecho agotado por el día de ayer en que el sultán lo retuvo más de lo habitual.
—Lo que vos nos ordenéis haremos, señora, que nada sino esperar será lo peor que hagamos en esta nuestra desdicha —conviene don Rodrigo de Pechuán.
Miriam, ocultando el llanto que pugna por salir de sus bellos ojos, cierra tras de sí la puerta que comunica con el corredor en que se halla la habitación de su padre y llora desconsolada antes de llamar, que no desea ver la desnudez de éste. Cuando escucha su voz, entra solícita en la estancia para explicar que dos extraños gentiles cristianos, venidos de Sefarad, preguntan por David, el hijo de Solomon.
Al oír el nombre del conde, el anciano se incorpora lo más rápido que puede y le pide con premura a su hija que le ayude a vestirse con algo que le confiera la dignidad propia del señor de la casa. Aparece ante los dos cristianos ataviado con un manto blanco cruzado por sendas rayas azules, una a cada costado, cayendo por los hombros, y les interroga con la mirada antes de hacerlo con las palabras. Lo que ve le emociona, pues es conocedor de los méritos que para con los de su religión realizó el conde en Castilla y Aragón, que no fueron pocos los que lograron escapar de las garras de la Inquisición por su influencia y que a punto estuvo de costarle sus propiedades y la vida misma.
—Es un gran honor el que le concedéis a mi casa, don Rodrigo, que sois benefactor nunca olvidado de los que me son amados. Por vos tengo a mi propia hija, a la que habéis conocido, viva entre mis brazos. Decidme qué se os ofrece en tierras extrañas que ambos, sin duda, Sefarad añoramos.
—Mi señor Abravanel, tesorero de la reina doña Isabel, sois vos quien menos esperaba hallar en esta casa que Dios guarde. Es por mi hija que ando recorriendo los mares y la tierra, que nada sé de su persona y mi alma se halla contrita por tal suceso. Busco con desesperación a quien creo me dará sobre ella razón, que no es otro que David Behjat.
—David está en la Corte de Beyazid II porque hoy es su primer día como médico oficial del sultán. Llegará al anochecer, mas su padre os recibirá como a un hijo que os debe tanto como nosotros. Llegaron hace meses los últimos diez mil hebreos de Sefarad expulsados por los reyes y se instaló su familia cerca de esta casa, que dispusimos de suficiente tiempo para preparar su llegada.
—Solo cumplí con mi deber de cristiano, que muchos olvidan la caridad que se le debe al débil a pesar de que no crea en el mismo Dios —replica el noble con convicción—. Feliz me hizo el saber de vuestra salida y de que vuestra familia se hallaba fuera del alcance del Santo Oficio, que no siempre atina con su quehacer.
Isaac Abravanel afirma con la cabeza.
—Todos tenemos el mismo Dios, hijo mío, solo que algunos intentan adorarlo según su propio criterio y no según las normas estipuladas por Él —asegura el judío con tono pesaroso, que cambia luego—. Pero comed algo con nosotros, que os hemos de llevar a la casa de los Behjat y allí os darán lo que tanto anheláis, noticias de vuestra hija, que sé lo que se siente en el alma misma cuando se pierde lo que más se ama.
Los cuatro comen, servidos por dos mujeres que suben los alimentos prescritos para el señor Isaac y para su hija, colocando delante de los nobles castellanos carne, verduras y vino, este que regalo fuera del sultán como prenda de agradecimiento por sus servicios. Los ojos de Miriam solo ven los del conde y teme perder a quien ama desde que llegase de Sefarad. Mas no cabe dentro de sí sentimiento taimado que debe, y le duele hacerlo, colaborar en el encuentro del hombre que ama con su prometida, que de seguro él perdida tenía la esperanza de poderla recuperar de tan lejos que se hallaba de su persona, en el otro extremo del Mare Nostrum. Miriam únicamente piensa que quizás el año próximo pueda estar en la añorada Jerusalén… Solo tal pensamiento logra calmarla cuando todo se derrumba en derredor suyo.