BEYAZID II, echado entre cojines de seda ribeteados en oro y plata, permanece abstraído y muy lejos de las mujeres que le acarician y le dan de comer uvas en la boca, tratando de ganarse su favor como sea con tal de tener la posibilidad de acostarse con él y tener un hijo, que les daría la posición de reina y esposa legales y las situaría en el ala más privada del harén. Su mente vaga por tierras lejanas donde sus hombres luchan y mueren en un desigual enfrentamiento que tienen perdido de antemano.

Sobehia, la madre del sultán, aparece seguida de dos enormes eunucos que son de su total confianza, que hasta han asesinado a sus rivales cuando fue preciso; le mira con preocupación que la del sultán es la suya propia. Sabe que los avances militares del khan que se hace llamar ostentosamente khan de khanes por haber reunido, como antaño hiciese Tamerlán, a las tribus más ariscas de las estepas que van desde la India a Turquía, como plaga de langosta irresistible. Beyazid, que es hombre de Estado, conoce el letal peligro que se cierne sobre el Imperio Otomano que ha heredado, y cavila sobre la forma de detener la amenaza. La solución a sus problemas está en manos de un infiel… Quizás Alá haya decidido que, de esta manera, su orgullo sea rebajado y así mostrarle que es Él quien decide y no su altiva persona. Se levanta de repente, como poseído por una nueva personalidad que lo dominase, y con gesto brusco despacha a las concubinas, acercándose a su madre.

—Tú… tú eres quien me servirá de nexo entre los cristianos y el khan de khanes… Ven, sígueme. Tengo algo que comunicar al embajador del khan.

Sobehia tiembla de terror, pues conoce a su hijo muy bien y sabe que cuando le ocurre tal cosa, solo el poder de la fuerza es la solución que suele ocurrírsele. La vez anterior, y solo hubo otra, ordenó la muerte de sus dos hermanastros y el destierro de su hermanastra a tierras griegas en las peladas montañas de Meteoras. Allí sigue ésta, bajo la protección de monjes cristianos que, de vez en cuando, le son de utilidad al sultán.

—Manda venir al gran visir del reino y a los ulemas. Y también a los cristianos que me sirven; que se les rinda respeto y reverencia a causa de su rango de bajá.

La actitud de Beyazid recibe una inclinación reverente de su madre que comprende, inteligentemente, que se halla ante el sultán y no ante su hijo; obedece a un plan previamente establecido en su cerebro y va a jugarse todo a una carta.

El sultán se da la vuelta y camina como lo haría el gran Darío el Grande hacia su trono, con la altivez que revela el peligro en sus ojos inyectados en sangre, y luego se sienta envarado con la columna rígida y las manos apoyadas en los reposabrazos, demostrando así la majestad de un soberano omnipresente y todopoderoso que rige bajo su férula el Imperio Otomano. El trono de oro, cuajado de turquesas azules como el cielo en primavera, refleja su gloria y bajo su manto de seda blanca y roja, con dibujos geométricos, late el corazón de un rey que actuará como debe en pro de su pueblo.

Los ulemas, sabedores del malestar del sultán, se sitúan a los lados de este y son llamados los bajás, entre los que llegan al cabo, don Felipe de Leizo, don Alonso de Pechuán y don Javier de Soto acompañados del caballero de la Orden Hospitalaria, que el aya es ataviada de tal, además de don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán que a su izquierda quedan para no ofender a los creyentes que aconsejan al sultán. Las luces del salón de palacio brillan, deseosas de ver lo que sus dueños harán y la guardia de lanceros del sultán rodea la cámara tras los pesados cortinajes, en espera de órdenes reales.

Se levanta Beyazid II y, de nuevo, le recolocan el manto que refleja el verde del Islam y cae de costado como es el uso de los reyes de Occidente. Después, con cetro en su mano anillada y altivo, ordena que entre el embajador del kahn de khanes.

Con la cabeza alta penetra despreciativo Siro, el mongol que debiera ser khan en lugar de su tío, seguido de cinco soldados fornidos y de rostro cruel que en batalla nunca fueron vencidos. Queda ante el monarca turco, a prudente distancia, con una sonrisa sarcástica dibujada en su faz.

—¿Ya habéis decidido cómo entregaréis las tierras que se os reclaman como pago por no invadir vuestro imperio? —pregunta, con un deje despectivo, e incide luego—: diré a mi señor el khan que…

Antes de que acabe de hablar, el sultán ordena salir al verdugo de detrás de una cortina y, con un solo gesto, le dice cuál es su víctima. El diplomático mongol, que no espera tan decisiva actuación, intenta sacar el alfanje de su vaina, pero antes de darse cuenta su cabeza está rodando por los suelos del gran salón. Los cinco mongoles restantes extraen sus armas y se sitúan en círculo ante el monarca, con la intención de acercarse lentamente y cogerlo por sorpresa para usarlo de rehén. Es en ese instante cuando la virilidad del sultán, tan en entredicho puesta por los orientales, sale a relucir al sacar su arma de entre el manto y se lanza a la lucha como hiciese de joven, que del primer tajo corta el brazo de uno de los extranjeros y al segundo la cabeza, que rueda junto a la del embajador. Grita el gran turco:

—¡Alá es Dios y Mahoma su profeta! ¡Muerte a los infieles!

El terror aflora en los rostros de los que están con don Felipe de Leizo, que creen llegada la hora de rendir cuentas al Altísimo y se juntan como pueden, rezando lo que saben. La lucha cesa pronto y el suelo, bañado con la sangre de cinco mongoles, se torna rojo carmesí mientras los soldados de la Guardia Imperial, que tienen órdenes precisas, se retiran sin causar daño alguno a los cristianos. Un pequeño ejército de servidores entra y limpia, casi en el acto, la sucia sangre de los retadores y el sultán se sienta en su trono con la majestad de un emperador que lo es.

—No temáis, amigos míos, que solo he decidido limpiar de enemigos mi imperio y vosotros seréis recompensados con algo más que oro y privilegios. Os prometo que, de servirme bien, todos los cristianos presos en Estambul serán puestos en libertad, y así ha de saberse que los compraré allá de donde se encuentren para cumplir la promesa hecha ante los ulemas, en el nombre sagrado de Alá. Enviad las órdenes que os den estos hombres de mi entera confianza y que no tengan queja de vosotros, que peligran las cabezas de quienes les contradigan. Los mongoles serán rechazados y restablecidas las fronteras más allá de las anteriores, que se ha de castigar a tan atrevido reyezuelo que se hace llamar khan de khanes. Veremos de qué está hecha su espada.

Sobehia reza en silencio, observando desde la celosía que se abre al gran salón del trono, y tiembla al pensar en la respuesta del khan al saber de tal ofensa que es la peor que se le puede hacer a un monarca. Desciende acompañada de dos de sus hijas y de los inseparables eunucos que son su sombra, que desea saber de su señor el sultán y del corazón de su hijo qué es lo que planea que tan seguro se siente al ordenar la muerte de los retadores mongoles. Sabe que Beyazid, siempre comedido, se halla en una encrucijada peligrosa y se juega el Imperio Otomano a una carta que le dará la victoria o la perdición.

Los cadáveres de los mongoles son enviados, con el único superviviente, en cinco asnos de vuelta a su tierra y con un mensaje claro de parte del sultán. La guerra está servida y no habrá misericordia de parte del vencedor. Sucio, herido y humillado, el correo mongol cabalga en una montura indigna de tan noble estirpe que le viera nacer, a la sombra del khan mismo, y se jura venganza sangrienta de poder alcanzar la persona del sultán.