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Han pensó que las regiones polares de Coruscant le recordaban bastante a Hoth, el planeta helado de Hoth, pero había una diferencia crucial. Han estaba allí en compañía de su joven amigo Kyp Durron porque así lo había decidido y para disfrutar de unas vacaciones mientras Leia partía con el almirante Ackbar en otra de sus misiones diplomáticas.
Han se encontraba en la cima de los escarpados riscos de hielo blanco azulado, sintiéndose caliente y cómodo dentro de su chaquetón aislante color gris alquitrán y sus guantes rojos provistos de un sistema calefactor. Las auroras eternamente presentes en el cielo purpúreo emanaban telones irisados repletos de chispazos y centelleos que se refractaban en el hielo. Han tragó una profunda bocanada de aquel aire limpio y seco, y tan frío que casi pudo sentir cómo se le encogían los pelitos de la nariz.
Se volvió hacia Kyp, que estaba junto a él.
—¿Preparado para empezar, chico?
El joven de dieciocho años y oscura cabellera se inclinó por quinta vez para ajustar las sujeciones de sus turboesquís.
—Eh... Casi —dijo Kyp.
Han se inclinó hacia adelante para contemplar la brusca pendiente de hielo de la pista para turboesquís. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta mientras la observaba, pero no estaba dispuesto a permitir que se le notara que tenía un poco de miedo.
Glaciares blanco azulados relucían bajo la tenue claridad de aquel crepúsculo que duraba meses. Las máquinas taladradoras habían trabajado durante mucho tiempo royendo profundos túneles en las gruesas capas de hielo, y las excavadoras habían creado grandes terrazas en los riscos durante el proceso de explotación hidrológica de aquellas montañas de nieve que tenían centenares de años de antigüedad. La nieve y el hielo habían sido derretidos con hornos de fusión, y después el agua había sido transportada hasta las áreas metropolitanas densamente pobladas de las zonas templadas mediante cañerías de dimensiones titánicas.
—¿Realmente crees que seré capaz de hacer esto? —preguntó Kyp, irguiéndose y aferrando sus palos deflectores.
Han se rió.
—Verás, chico, teniendo en cuenta que has sido capaz de sacarnos de un cúmulo de agujeros negros pilotando una nave a ciegas... Sí, creo que también sabrás arreglártelas en una pista para turboesquís del planeta más civilizado de la galaxia.
Kyp contempló a Han con una sonrisa en sus ojos oscuros. El chico siempre le recordaba mucho a Luke Skywalker de joven. Kyp Durron no se había separado de él desde que Han le había rescatado de su esclavitud en las minas de especia de Kessel. Años de cautiverio imperial, que no hizo nada para merecer, habían hecho que Kyp se perdiera los mejores años de su vida, y Han se había jurado a sí mismo que le compensaría por todo ese tiempo perdido.
—Vamos, chico —dijo.
Se inclinó hacia adelante y conectó los motores de sus turboesquís. Han aferró los palos deflectores con sus manos protegidas por los gruesos guantes y los activó. Un instante después notó la aparición repentina del campo repulsor que emanaba de cada punta y que hacía que los palos quedaran suspendidos en el aire para permitirle mantener el equilibrio.
—De acuerdo —dijo Kyp, y conectó los motores de sus turboesquís—. Pero olvidémonos de la pista para niños, ¿eh?
El joven dio la espalda a la espaciosa calzada de hielo y señaló una pista lateral que se extendía a lo largo de varias cornisas bastante traicioneras y sobre el hielo quebradizo de un glaciar medio derretido para acabar pasando por encima de una cascada helada y terminar en una zona de recepción y rescate. El parpadeo rojizo de las balizas láser indicaba con toda claridad el trazado de aquella peligrosa pista.
—¡Ni lo sueñes, Kyp! Es demasiado...
Pero Kyp ya se había lanzado hacia adelante y estaba descendiendo a toda velocidad por la pendiente.
—¡Eh! —gritó Han. Sintió que se le formaba un vacío en el estómago, y por un momento estuvo seguro de que acabaría teniendo que recoger el cuerpo destrozado de Kyp en algún punto del trayecto. Pero ya no le quedaba más elección que salir disparado en persecución del muchacho—. Has cometido una auténtica estupidez, chico...
Cristales de nieve pulverulenta salieron despedidos por detrás de los turboesquís de Kyp cuando se inclinó hacia adelante, rozando el suelo de vez en cuando con sus palos deflectores. Conservaba el equilibrio como un auténtico experto, sabiendo de manera intuitiva qué debía hacer en cada momento. Han sólo llevaba un segundo de vertiginoso descenso, pero ya había comprendido que Kyp quizá tuviera más posibilidades de sobrevivir a aquel viaje que él.
Han bajó a toda velocidad por la pendiente con el hielo y la nieve siseando detrás de él como un chorro de aire comprimido. De repente se encontró con un promontorio helado que le hizo salir volando por los aires, y giró locamente sobre sí mismo mientras agitaba sus palos deflectores en todas direcciones. Los diminutos cohetes estabilizadores de su cinturón consiguieron enderezarle justo a tiempo, un instante antes de que volviera a caer sobre la nieve. Han siguió bajando por la pendiente tan deprisa como un rebaño de banthas en estampida.
Entrecerró los ojos detrás de sus gafas para el hielo, y se concentró al máximo en la complicada tarea de mantenerse erguido. El paisaje parecía demasiado nítido, y Han podía distinguir con toda claridad cada montaña nevada de bordes afilados como cuchillos y los destellos de una pared de hielo. Era como si cada detalle pudiera ser el último que veía en su vida.
Kyp se desvió hacia la derecha y dejó escapar un ruidoso grito de placer al meterse en el tramo más peligroso de la pista para turboesquís. El grito rebotó tres veces en los escarpados riscos, creando otros tantos ecos antes de apagarse definitivamente.
Han empezó a maldecir la temeridad del joven, pero un instante después se sintió invadido por una repentina oleada de cálido afecto hacia él al comprender que en realidad era justo lo que había esperado de Kyp. Decidió disfrutar al máximo de la experiencia, y respondió al grito de Kyp con otro mientras viraba para seguirle.
Las balizas láser se encendían y se apagaban, guiando a los imprudentes turboesquiadores con sus parpadeos de advertencia a lo largo del camino. La superficie ondulada susurraba bajo la blandura invisible de los campos repulsores de sus turboesquís.
El camino de hielo parecía haberse acortado de repente delante de ellos, y después seguía discurriendo a un nivel distinto. Han se percató del peligro un momento antes de llegar al precipicio.
—¡Un risco! —gritó.
Kyp se inclinó tanto que pareció haberse convertido en un componente más de sus turboesquís. Pegó los palos deflectores a los costados, y después activó los cohetes traseros de sus esquís. El joven salió disparado por el borde del precipicio, y fue bajando en una larga y suave trayectoria curva hasta llegar al punto en el que se reanudaba el sendero.
Han activó sus cohetes justo a tiempo y se lanzó por encima del vacío. Su estómago cayó en un picado todavía más veloz del que podía provocar el tirón de la gravedad, y el viento hizo temblar los pliegues de la capucha de su chaquetón.
Han sólo tuvo tiempo de tragar una bocanada de aire mientras la meseta de hielo subía a toda velocidad hacia él para recibir sus turboesquís con un estrepitoso chasquido, y tensó los dedos sobre sus palos deflectores en un esfuerzo desesperado por no perder el equilibrio.
Una cinta de nieve tan fina que parecía polvo apareció de repente ante ellos obstruyendo su camino. Kyp bajó bruscamente sus palos reflectores, saliendo disparado hacia arriba y salvando limpiamente el obstáculo.., pero Han se incrustó en él.
La nieve cubrió sus gafas y le cegó. Han se tambaleó y movió locamente sus palos deflectores de un lado a otro. Consiguió deslizar una mano enguantada sobre los cristales de sus gafas justo a tiempo de girar a la izquierda y evitar chocar con un monolito de hielo que sobresalía del suelo.
Han todavía no había tenido tiempo de recuperar el equilibrio cuando salió disparado por encima de un abismo que se abrió de repente debajo de él. Durante un momento que le pareció eterno se encontró contemplando un precipicio que parecía medir un millón de kilómetros de profundidad, y después aterrizó al otro lado. Un instante después oyó un golpe ahogado detrás de él cuando un bloque de nieve que debía de llevar siglos allí perdió su precario asidero en la pared y se precipitó por el abismo.
Kyp acababa de encontrarse con una lengua de glaciar repleta de rocas. Las balizas láser de aquella zona estaban mucho más espaciadas, como si se hubieran dicho que sus esfuerzos eran inútiles y hubiesen decidido permitir que los turboesquiadores lo bastante temerarios para llegar hasta allí escogieran el camino a seguir sin su ayuda. Los turboesquís de Kyp empezaron a chocar con pequeños promontorios de nieve y hielo, y los impactos hicieron que se tambaleara de un lado a otro. El joven incrementó la intensidad del campo repulsor para mantenerse un poco más por encima de la superficie.
La lengua del glaciar empezó a volverse todavía más escarpada, y no tardó en quedar llena de nieve muy granulosa que había sido llevada hasta allí por el viento. Han no paraba de murmurar quejas y maldiciones ahogadas entre dientes. Logró conservar el equilibrio sin saber muy bien cómo, pero Kyp había perdido parte de la ventaja que le llevaba y Han no tardó en encontrarse respirando la estela de nieve pulverizada que dejaba el chico. Estaba cada vez más cerca de Kyp y no paraba de acelerar..., y de repente la carrera volvió a tener un significado para él. Cuando estuvieran sentados en la cantina intercambiando historias un rato después, Han ya se las arreglaría de alguna manera para convencerse a sí mismo de que toda la experiencia había resultado increíblemente divertida.
De repente Han sintió aquel mismo impulso de cometer una temeridad que había maldecido antes en Kyp, y activó sus cohetes para salir disparado hacia adelante en una brusca aceleración que acabó colocándole al lado del joven.
Estaban llegando a un gigantesco campo de nieve. La gran extensión de blancura reluciente que se extendía ante ellos no mostraba ni una sola huella de turboesquís a pesar de que hacía más de un mes que aquellos parajes de clima tan frío no conocían una nevada, lo cual indicaba con toda claridad que había muy pocos esquiadores que fuesen lo suficientemente amantes de los riesgos como para tratar de recorrer aquella pista tan peligrosa.
La zona de rescate y recepción delimitada con cordones se desplegaba delante de ellos como un santuario. Contenía equipo de comunicaciones, barracones con sistemas de calefacción, androides médicos en modalidad de reposo que podían ser activados al instante y un viejo puesto de bebidas calientes que se había quedado sin clientela hacía ya mucho tiempo. La meta por fin estaba a la vista... ¡Lo habían conseguido!
Kyp le lanzó una rápida mirada de soslayo, y Han pudo ver las finas arrugas de tensión que rodeaban sus ojos entrecerrados. El joven se encogió sobre sus turboesquís y los puso a plena potencia. Han se inclinó hacia adelante para disminuir al máximo la resistencia que ofrecía al aire. Surtidores de nieve impoluta salían despedidos en todas direcciones a su alrededor, siseando en sus oídos.
La hilera de balizas láser se apagó de repente como otros tantos ojos metálicos que se cerraran al unísono. Han no tuvo tiempo para preguntarse qué podía haber ocurrido, porque de repente la lisa manta de nieve que se extendía ante él se hinchó para volver a derrumbarse casi enseguida.
Un rechinar atronador acompañó el repentino estrépito de unos gigantescos motores. Chorros de vapor brotaron del campo de nieve repentinamente alterado, y el reluciente morro rojizo de una perforadora térmica emergió de un agujero en el centro de la blancura. La punta en forma de sacacorchos siguió girando mientras roía el hielo sólido para acabar de abrirse paso a través de él.
—¡Cuidado! —gritó Han.
Pero Kyp ya se había desviado hacia la izquierda, apoyándose con todas sus fuerzas en un palo deflector mientras acuchillaba el aire con el otro. Han encendió sus cohetes estabilizadores y salió disparado hacia la derecha en el mismo instante en que la colosal máquina procesadora de hielo agrandaba un poco más la abertura del túnel por el que había emergido y se aferraba a las paredes con sus orugas tractoras provistas de pinchos.
Han pasó a toda velocidad junto al pozo surgido de la nada, y sintió cómo una ráfaga de vapor caliente le rozaba las mejillas. Los cristales de sus gafas quedaron cubiertas de vapor, pero logró llegar a la cascada de hielo, el último obstáculo que se interponía entre él y la línea de llegada. El borde del precipicio estaba lleno de hileras de carámbanos parecidos a cables colgantes que habían ido formándose allí a lo largo de los siglos durante los cortos deshielos primaverales.
Kyp se lanzó sobre el borde del río congelado volviendo a encender los cohetes de sus dos turboesquís en el mismo instante. Han le imitó y pegó sus palos deflectores a los costados mientras veía cómo la nieve subía hacia él con la velocidad del rayo, y siguió contemplándola hasta que la dura capa blanca y el fondo de sus turboesquís entraron en contacto con un golpe seco que resonó a lo largo de los campos de hielo, produciendo un sinfín de ecos que se confundieron con los que acompañaron el aterrizaje de Kyp.
Los dos siguieron avanzando unos momentos a toda velocidad, y después fueron girando para frenar hasta que se detuvieron delante del grupo de barracones prefabricados. Kyp echó hacia atrás la capucha de su chaquetón y empezó a reír. Han se apoyó en sus palos deflectores, sintiendo cómo todo su cuerpo temblaba a causa del alivio y de una sobredosis de emociones. Después también empezó a reírse.
—Eso ha sido una auténtica estupidez, chico —consiguió decir por fin.
—Oh, ¿sí? —Kyp se encogió de hombros—. ¿Y quién ha sido lo bastante estúpido como para seguirme? Después de haber estado en las minas de especia de Kessel, no me parece que bajar por una pequeña pendiente en turboesquís sea demasiado peligroso... Eh, cuando volvamos quizá podríamos pedirle a Cetrespeó que nos calculara cuáles son las probabilidades de bajar por esa pista y llegar al final del trayecto enteros.
Han meneó la cabeza y contempló a Kyp con una sonrisa torcida en los labios.
—No me interesan las probabilidades —replicó—. Lo hicimos, y eso es lo único que importa.
Kyp clavó la mirada en la lejanía helada. Sus ojos parecieron seguir las líneas rectas como flechas que trazaban los conductos de agua no reflectantes, rodeados a intervalos regulares por estaciones de bombeo y conexiones de presión.
—Me alegra mucho que nos hayamos divertido tanto, Han —dijo mientras contemplaba algo que sólo él parecía poder ver—. Desde que me rescataste lo he pasado tan bien que... Bueno, es como si llevara una vida entera recuperándome de todo lo que me había ocurrido antes.
La intensa emoción que captó en el tono de voz de Kyp hizo que Han se sintiera un poco incómodo, e intentó ponerle de mejor humor.
—Bueno, chico, tú jugaste un papel tan importante en nuestra huida como yo.
Kyp no parecía haberle oído.
—He estado pensando en lo que dijo Luke Skywalker cuando descubrió mi capacidad para utilizar la Fuerza —murmuró—. Sé muy poco sobre ella, pero parece estar llamándome... Podría prestar un enorme servicio a la Nueva República. El Imperio ha arruinado mi vida y destruyó a mi familia, así que me encantaría tener una ocasión de cobrarme las deudas pendientes que tengo con él.
Han trazó saliva. Ya había entendido lo que estaba intentando decirle el chico.
—Así que crees estar preparado para irte a estudiar con Luke y los otros candidatos Jedi, ¿eh?
Kyp asintió.
—Preferiría quedarme aquí y dedicar el resto de mi vida a divertirme, pero...
—Ya sabes que te lo mereces, ¿no? —le interrumpió Han en voz baja y suave.
Pero Kyp meneó la cabeza.
—Creo que ha llegado el momento de que empiece a tomarme un poco en serio a mí mismo. Si realmente poseo el don de utilizar la Fuerza, no puedo permitirme no sacarle provecho.
Han le puso una mano en el hombro y apretó con fuerza, sintiendo la delgadez de Kyp a través de sus gruesos guantes.
—Me ocuparé de buscarte una buena nave para que vayas a Yavin 4.
El zumbido de unos haces repulsores rompió el silencio que había seguido a sus palabras. Han alzó la mirada y vio aproximarse a un androide mensajero que avanzaba por encima de los campos de hielo a tal velocidad que parecía un proyectil cromado. El androide fue en línea recta hacia ellos.
—Si tiene algo que ver con la estación de turboesquí, presentaré una protesta formal por lo de esa máquina minera que salió del hielo —masculló Han—. Podríamos habernos matado.
Un instante después el androide mensajero se detuvo por encima de ellos, bajó hasta quedar al nivel de los ojos de Han y abrió un panel sensor en su estructura.
—Le ruego que confirme la identificación, general Solo —dijo con su voz monótona y asexuada—. Bastará con una comparación vocal.
Han dejó escapar un gemido.
—¡Oh, vamos, estoy de vacaciones! No quiero que me molesten con deberes diplomáticos de ninguna clase...
—Comparación vocal satisfactoria. Gracias —dijo el androide—. Prepárese para recibir el mensaje codificado.
El androide siguió flotando delante de Han y empezó a proyectar una imagen holográfica sobre la limpia blancura de la nieve. Han reconoció al instante la silueta de Mon Mothma gracias a sus cabellos castaño rojizos, y se irguió mientras ponía cara de sorpresa. La Jefe de Estado rara vez se comunicaba directamente con él.
—Han... —dijo Mon Mothma en voz baja y llena de preocupación. Han se dio cuenta al instante de que le había llamado por su nombre en vez de usar el tratamiento formal de su rango, y sintió cómo un puño de miedo surgía de la nada y le apretaba el estómago—. Te envío este mensaje porque ha habido un accidente. La lanzadera del almirante Ackbar se ha estrellado en el planeta Vórtice. Leia iba a bordo con él, pero se encuentra a salvo y no ha sufrido ningún daño. El almirante la lanzó fuera del aparato en el asiento eyectable antes de perder el control y acabar chocando con un centro cultural de grandes dimensiones del planeta. El almirante Ackbar también consiguió activar los escudos de energía de su nave, pero toda la estructura quedó destruida. Hasta el momento, se ha confirmado la muerte de trescientos cincuenta y ocho vors entre los restos.
—Es un día trágico para todos nosotros. Han, vuelve inmediatamente a la Ciudad Imperial. Creo que Leia puede necesitarte tan pronto como haya regresado.
La imagen de Mon Mothma tembló y se disolvió en una nube de copos de nieve de estática que se esfumaron en el aire.
—Gracias —dijo el androide mensajero—. Aquí tiene su recibo.
Una ranura escupió una diminuta ficha azul, que cayó sobre la nieve a los pies de Han.
Han mantuvo la mirada fija en el androide mientras éste giraba sobre sí mismo y se alejaba en dirección al campamento base, y después hundió la ficha azul en la nieve con la base de un turboesquí. Estaba muy afectado. Todas las intensas emociones que acababa de experimentar y toda la alegría que había vivido al lado de Kyp acababan de evaporarse, dejando en su interior únicamente el peso insoportable del temor.
—Ven, Kyp —dijo—. Tenemos que irnos.
Cetrespeó estaba pensando que si su centro de control motriz lo hubiese permitido, en aquellos momentos todo su cuerpo dorado estaría temblando de frío. Sus unidades térmicas internas no habían sido diseñadas para enfrentarse a las gélidas regiones polares de Coruscant.
Era un androide de protocolo y dominaba con fluidez más de seis millones de formas de comunicación distintas. Era capaz de llevar a cabo un número increíble de tareas distintas, y en aquellos instantes todas y cada una de ellas le parecían más atractivas que cuidar de un par de niños de dos años y medio totalmente imposibles de controlar y que lo consideraban como un mero juguete con el que entretenerse.
Cetrespeó había llevado a los gemelos a la zona de juegos que se extendía debajo de las laderas cubiertas de nieve, donde podrían montar en tauntauns domesticados. El pequeño Jacen y su hermana Jaina parecían estarlo pasando en grande con aquellas criaturas enormes y torpes que no paraban de bufar y gruñir, y el ranchero umguliano que había traído los peludos animales a Coruscant también parecía muy satisfecho de la marcha de su negocio.
Después Cetrespeó había aguantado estoicamente cuando los gemelos insistieron en transformarle en un «androide de nieve» y dejaron su resplandeciente cuerpo metálico oculto bajo un montón de capas de nieve. Aún podía sentir la presencia de los cristales de hielo que se habían formado dentro de sus articulaciones. Cetrespeó aumentó la capacidad de captación de sus sensores ópticos, y tuvo la impresión de que el metal dorado con el que estaba construido había adquirido un tono decididamente azulado debido a las bajas temperaturas.
Los gemelos estaban dando vueltas por una pista para trineos, riendo y chillando mientras rebotaban contra las protecciones acolchadas a bordo de un deslizador de las nieves para niños. Cetrespeó les esperó durante un buen rato al final de la pista, y después inició el largo ascenso colina arriba remolcando el deslizador para que los niños pudieran repetir la diversión. Se sentía igual que un androide de trabajos manuales de baja capacidad cuya potencia de computación fuese demasiado reducida para comprender lo penosa que llegaba a ser su existencia.
—Oh, cómo deseo que el amo Solo vuelva pronto... —dijo.
Llegó al comienzo de la rampa y aseguró a Jacen y Jaina en sus asientos, cerciorándose de que estaban cómodos y bien sujetos. Los gemelos alzaron la cabeza al unísono contemplándole con sus caritas de mejillas sonrosadas. Los humanos afirmaban encontrar tonificante el frío invernal, pero Cetrespeó estaba deseando que sus constructores lo hubieran provisto de lubricantes dotados de una mayor eficiencia en situaciones de bajas temperaturas.
—Y ahora tened mucho cuidado durante el descenso, niños —dijo—. Os estaré esperando al final de la pista y os subiré hasta aquí... —Hizo una pausa—. Otra vez.
Después dio un empujón al deslizador y lanzó a los niños pendiente abajo. Jacen y Jaina rieron y chillaron mientras el vehículo giraba y se bamboleaba y los chorros de nieve salían despedidos por toda la pista. Cetrespeó empezó a bajar por la larga rampa con veloces zancadas.
Cuando llegó al final de la pista, los gemelos ya estaban intentando quitarse los arneses. Jaina había conseguido abrir una hebilla a pesar de que el empleado de la estación de alquiler de equipos había asegurado a Cetrespeó que los arneses eran totalmente a prueba de niños.
—¡No toquéis los arneses, niños! —ordenó.
Cetrespeó volvió a cerrar la hebilla del arnés de Jaina y conectó el campo de repulsión que se extendía por debajo del deslizador. Después agarró las asas y volvió a iniciar el ascenso por la pendiente en dirección a la plataforma de lanzamiento.
Apenas llegó arriba los dos gemelos gritaron «¡Otra vez!» en el mismo instante, como si tuvieran una conexión mental. Cetrespeó decidió que había llegado el momento de prevenir a los niños contra los peligros de un exceso de diversiones, pero una lanzadera repleta de pasajeros llegó a la plataforma antes de que hubiera podido componer un discurso que tuviera los niveles adecuados de firmeza y vocabulario. Han Solo salió de ella con los turboesquíes encima del hombro izquierdo y echó hacia atrás la capucha de su chaquetón gris. Kyp Durron salió del transporte inmediatamente detrás de él.
Cetrespeó alzó un brazo dorado.
—Estamos aquí arriba —dijo—. ¡Estamos aquí, amo Solo!
—¡Papá! —exclamó Jaina, y Jacen coreó su exclamación una fracción de segundo después.
—Gracias al cielo —dijo Cetrespeó, y empezó a soltar las tiras de los arneses protectores.
—Nos vamos enseguida —dijo Han.
Fue hacia ellos con el rostro inexplicablemente lleno de preocupación. Cetrespeó dio un paso hacia adelante disponiéndose a iniciar su letanía de quejas, pero Han dejó caer los turboesquís en los brazos del androide.
—¿Ocurre algo, amo Solo? —preguntó Cetrespeó, intentando sostener los pesados esquís sin que se le cayeran.
—Lamento tener que acortar vuestras vacaciones de esta manera, niños, pero debemos volver a casa —dijo Han sin prestar ninguna atención al androide.
Cetrespeó se irguió cuan alto era.
—Me alegra mucho oírle decir eso, señor —observó—. No es mi intención quejarme, pero no he sido diseñado para soportar temperaturas tan extremas.
Un segundo después sintió un impacto en la parte de atrás de la cabeza, y una bola de nieve de dimensiones considerables se esparció sobre su espalda.
—¡Oh! —exclamó Cetrespeó, y alzó los brazos en un gesto de alarma, faltando muy poco para que se le cayeran los turboesquís—. ¡Debo protestar, amo Solo! —dijo.
Jacen y Jaina rieron y se apresuraron a coger otra bola de nieve para arrojársela al androide.
Han se volvió hacia los gemelos.
—Dejad de jugar con Cetrespeó. Tenemos que volver a casa.
Lando Calrissian se encontraba en los hangares de reparaciones del reconstruido Palacio Imperial de Coruscant, y no conseguía entender cómo se las arreglaba Chewbacca para meter su enorme cuerpo peludo por el angosto túnel de mantenimiento del Halcón Milenario. Lando, de pie en el pasillo, veía al wookie como una masa de pelaje marrón incrustada entre el generador de energía auxiliar, el compensador de aceleración y el generador del escudo antiimpactos.
La llave hidráulica que Chewbacca estaba utilizando se le escurrió entre los dedos, y el wookie soltó un chillido. La herramienta rebotó y cayó con una serie de golpes metálicos para acabar deteniendose en un lugar totalmente inaccesible. El wookie gruñó, y un instante después dejó escapar un segundo chillido al golpearse la cabeza con una cañería de refrigeración.
—¡No, no, Chewbacca! —dijo Lando, echando hacia atrás su elegante capa mientras metía el brazo en el túnel de mantenimiento e intentaba señalar los circuitos—. ¡Eso va ahí, y esto va aquí!
Chewbacca soltó un rugido gutural en wookie indicando que no estaba de acuerdo con él.
—Mira. Chewie, yo también conozco esta nave tan bien como la palma de mi mano... Supongo que ya sabes que fui su dueño durante algunos años, ¿verdad?
Chewbacca emitió una retahíla de sonidos ululantes que crearon ecos en el pequeño recinto.
—De acuerdo, hazlo a tu manera. Utilizaré las escotillas de acceso externo del casco y recuperaré tu llave hidráulica. ¿Quién sabe? Puede que encontremos un montón de trastos más perdidos por ahí...
Lando giró sobre sí mismo, fue hacia la rampa de entrada y bajó por ella hasta entrar en la cacofonía de peticiones formuladas a gritos y ruidos de motores que hacía vibrar el hangar de naves espaciales. La atmósfera estaba impregnada de un fuerte olor a aceite que la volvía casi irrespirable, y también se podían percibir los olores de los refrigerantes gaseosos y los vapores que brotaban de los tubos de escape de aparatos de todos los modelos y tamaños imaginables, desde las pequeñas lanzaderas diplomáticas hasta los mercantes de grandes dimensiones. Ingenieros humanos y alienígenas trabajaban en sus naves. Ugnaughts bajitos y rechonchos desaparecían por las escotillas de acceso o parloteaban entre sí, solicitando herramientas y diagramas para reparar motores que no funcionaban correctamente.
La cuadrilla de astromecánicos calamarianos cuidadosamente seleccionada por el almirante Ackbar estaba supervisando las modificaciones especiales en las naves más pequeñas de la flota de la Nueva República. Terpfen, el jefe de mecánicos de Ackbar, iba de una nave a otra con la tablilla de situación interna del hangar en la mano, verificando las reparaciones solicitadas y examinando el trabajo con sus vidriosos ojos de pez.
Lando abrió la escotilla de acceso externa del casco del Halcón. La llave hidráulica salió por el hueco con un tintineo metálico y cayó en sus manos extendidas, junto con ciberfusibles quemados, un cambiador de hiperimpulsión averiado y el envoltorio de un paquete de comida deshidratada.
—¡Ya la tengo, Chewbacca! —gritó.
La respuesta del wookie apenas pudo oírse fuera de la pequeña escotilla de acceso al túnel.
Lando inspeccionó las quemaduras y marcas negras esparcidas sobre el maltrecho casco del Halcón. La nave parecía ser una gigantesca colección de remiendos y reparaciones. Lando deslizó una mano encallecida a lo largo del casco acariciando el metal.
—Eh, ¿qué le estás haciendo a mi nave?
Lando apartó rápidamente la mano del Halcón y giró sobre sí mismo con una expresión entre sorprendida y culpable en la cara para ver a Han Solo viniendo hacia él. Chewbacca rugió un saludo atronador desde el túnel de mantenimiento.
El rostro de Han mostraba toda una tormenta de preocupación y mal humor mientras cruzaba el suelo lleno de herramientas y piezas sueltas del hangar de reparaciones.
—Necesito mi nave ahora mismo —dijo—. ¿Está lista para volar?
Lando puso los brazos en jarras.
—Estaba haciendo unas cuantas reparaciones y modificaciones, viejo amigo. ¿Cuál es el problema?
—¿Y quién te ha dicho que hicieras ninguna modificación en el Halcón? —Han parecía inexplicablemente enfadado—. Tenemos que despegar ahora mismo, Chewie. ¿Por qué has permitido que este payaso metiera las narices en mis motores?
—¡Espera un momento, Han! No sé si recuerdas que hubo un tiempo en el que esta nave me pertenecía —dijo Lando, sin tener ni idea de qué podía haber provocado tal ira en su amigo—. Y además, ¿quién sacó esta nave de Kessel? ¿Quién te ayudó a salir de aquel lío cuando estabas siendo perseguido por la flota imperial?
Cetrespeó entró a toda prisa en el hangar de reparaciones con su cuerpo metálico tan tieso y envarado como de costumbre.
—Ah, general Calrissian... Saludos —dijo.
Lando no hizo ningún caso del androide.
—Perdí el Dama Afortunada rescatando tu nave —siguió diciendo—. Creo que eso merece un poquito de gratitud, ¿no te parece? De hecho, y dado que sacrifiqué mi nave para salvarte el pellejo, pensé que quizá me lo agradecerías lo suficiente como para devolverme el Halcón.
—¡Oh, cielos! —exclamó Cetrespeó—. Esa idea quizá merezca ser tomada en consideración y meditada, amo Solo.
—Cierra el pico, Cetrespeó —dijo Han sin volver la mirada ni un solo instante hacia el androide.
—Parece que tienes un pequeño problema emocional, Han —dijo Lando.
Acompañó sus palabras con una sonrisa que sabía irritaría todavía más a su amigo, pero Han se había saltado todas las normas de la cortesía con sus secas acusaciones, y Lando no estaba dispuesto a permitir que se saliera con la suya.
Han parecía encontrarse a punto de estallar. Lando no entendía por qué estaba tan trastornado.
—Mi problema es que has estado saboteando mi nave —dijo Han—. No quiero que vuelvas a ponerle un solo dedo encima nunca más, ¿entendido'? Consíguete una nave. Teniendo en cuenta que aún no te has gastado esa recompensa de un millón de créditos que obtuviste en las carreras de amorfoides de Umgul, creo que podrías comprar la nave que te dé la gana y dejar de trastear en la mía.
—Una idea excelente, señor —intervino Cetrespeó, siempre dispuesto a ayudar—. Es cierto, general Calrissian. Con esa cantidad de dinero podría comprarse una nave realmente magnífica.
—Silencio, Cetrespeó —dijo Lando, y volvió a ponerse las manos en las caderas—. No quiero comprar otra nave, viejo amigo —añadió, poniendo un énfasis lleno de sarcasmo en las dos últimas palabras—. Si no puedo tener la Dama Afortunada, entonces quiero el Halcón. Tu esposa es la Ministra de Estado, Han. Puedes conseguir que el gobierno te proporcione el medio de transporte que más te apetezca... ¿Por qué no te consigues un caza de último modelo recién salido de los astilleros calamarianos?
—Estoy seguro de que sería factible, señor —se mostró de acuerdo Cetrespeó.
—Cierra el pico, Cetrespeó —repitió Han sin apartar los ojos de Lando—. No quiero ninguna antigualla. El Halcón es mío y sólo mío.
Lando fulminó a Han con la mirada.
—Me lo ganaste en una partida de sabacc, y si quieres que te sea sincero..., viejo amigo... siempre he sospechado que hiciste trampas.
Han se puso lívido y dio un paso hacia atrás.
—¿Me estás acusando de hacer trampas? —exclamó—. ¡Me habían llamado granuja, pero nunca me han llamado tramposo! De hecho, tengo entendido que tú ganaste el Halcón en una partida de sabacc antes de que yo apareciese en escena —añadió en voz baja y amenazadora—. ¿Acaso no le ganaste las minas de gas de la Ciudad de las Nubes de Tibanna al antiguo Barón Administrador en otra partida de sabacc? ¿Qué pudiste poner sobre la mesa como apuesta para que el Barón Administrador se jugara las minas? Eres un condenado estafador, Lando, y será mejor que lo admitas.
—¡Y tú eres un pirata! —dijo Lando.
Dio un paso hacia adelante con los puños tensos a los lados. Lando Calrissian se había labrado toda una reputación como experto jugador.
Chewbacca gruñó dentro del Halcón y produjo una serie de estrepitosos ruidos metálicos al salir del angosto pasadizo. El wookie bajó tambaleándose por la rampa de acceso, se detuvo y se agarró a los pistones del mecanismo.
Han y Lando ya estaban lo bastante cerca el uno del otro para empezar a darse puñetazos cuando Cetrespeó consiguió interponerse entre ellos.
—Discúlpenme, caballeros, pero me estaba preguntando si me permitirían hacer una sugerencia... —dijo—. Si es cierto que los dos ganaron la nave en una partida de sabacc, y si ahora no están conformes con la forma en que terminaron esas partidas, quizá podrían limitarse a jugar otra partida de sabacc para resolver este problema de una vez por todas.
Cetrespeó volvió sus relucientes sensores ópticos primero hacia Lando y luego hacia Han.
—He venido aquí para recoger mi nave, pero ahora has convertido esto en una cuestión de honor —dijo Han.
Lando sostuvo la mirada de Han sin inmutarse.
—Puedo vencerte cualquier día de la semana, Han Solo.
—Éste no —dijo Han, bajando la voz todavía más—. Pero no estoy dispuesto a conformarme con una mera partida de sabacc. Así que jugaremos al sabacc aleatorio.
Lando enarcó las cejas, pero siguió sosteniéndole la mirada a Han.
—¿Y quién se encargará de llevar las cuentas? Han movió el mentón hacia un lado.
—Utilizaremos a Cetrespeó como nuestro modulador —dijo—. El viejo Bastón Dorado no es lo suficientemente listo para hacer trampas.
—Pero señor, la verdad es que no cuento con la programación necesaria para... —empezó a decir Cetrespeó.
—¡Cierra el pico, Cetrespeó! —gritaron al unísono Han y Lando. —Muy bien. Han —dijo Lando un momento después—. Hagámoslo antes de que pierdas el valor.
—Tú habrás perdido algo más que eso antes de que esta partida haya terminado, Lando —dijo Han.
Lando se ocupó de preparar las cartas y la mesa de sabacc mientras Han Solo expulsaba al último integrante del grupito de burócratas que había estado disfrutando de un rato de descanso en la salita.
—Fuera —dijo llevándolos hacia la puerta—. ¡Venga, largo! Tenemos que utilizar este sitio durante un rato.
Hubo protestas y objeciones formuladas en toda una variedad de lenguajes, pero Han se mantuvo inflexible y fue dirigiendo a los burócratas hacia la salida con suaves empujones.
—Presentad una queja a la Nueva República. —Después cerró la puerta, activó los sellos y se volvió hacia Lando—. ¿Todavía no has terminado?
La estancia era muy distinta de las salas de juego de atmósfera asfixiante y saturada por el humo del tabaco en las que Han solía jugar al sabacc, como aquel garito subterráneo donde había ganado un planeta para Leia en un intento de conseguir su afecto.
Lando desplegó sobre la mesa un puñado de cartas rectangulares con pantallas cristalinas incrustadas entre dos capas de metal.
—Si tú estás listo, yo también lo estoy, viejo amigo. —Pero parecía un poco inquieto—. Han, ya sabes que en realidad no es necesario que hagamos esto...
Han olisqueó el aire y arrugó la nariz al captar los intensos olores de las neblinas desodorizantes y los perfumes de los embajadores.
—Sí, ya lo sé —replicó—. Pero Leia ha tenido un accidente durante una de sus misiones diplomáticas, y quiero que vuelva a casa conmigo en vez de hacerlo a bordo de un navío hospital.
—¿Leia está herida? —exclamó Lando, poniéndose en pie y mirándole con cara de sorpresa—. Así que por eso estabas tan trastornado... Olvídalo y llévate la nave. Sólo te estaba tomando el pelo. Ya jugaremos al sabacc en alguna otra ocasión.
—¡No! —replicó Han—. Jugaremos ahora, o de lo contrario nunca conseguiré que me dejes en paz. Ven de una vez, Cetrespeó. ¿Por qué tardas tanto?
El androide dorado emergió de la terminal de ordenadores que había al fondo de la sala de reposo, pareciendo tan nervioso y alterado como de costumbre.
—Ya estoy aquí, amo Solo —dijo—. Sólo estaba revisando la programación concerniente a las reglas del juego.
Han tecleó la petición de bebidas en la consola del androide camarero, sonriendo para sí mientras seleccionaba un cóctel afrutado que estaba haciendo furor entre las solteronas —con una flor tropical azul de adorno incluida— para Lando, y una cerveza con especias para él. Después se sentó, deslizó el cóctel sobre la superficie de la mesa en dirección a Lando y tomó un sorbo de su cerveza.
Lando probó su copa, torció el gesto y se obligó a sonreír.
—Gracias, Han —dijo—. ¿Doy cartas?
Ya tenía la baraja de sabacc en la mano, y empezó a inclinarse sobre el campo proyector de la mesa.
—Todavía no. —Han alzó una mano—. Cetrespeó, comprueba que las superficies de esas cartas no presentan ningún factor de orden y que son totalmente aleatorias.
—Pero señor, seguramente...
—Haz lo que te he dicho, ¿de acuerdo? Queremos estar totalmente seguros de que nadie cuenta con una ventaja injusta... ¿No es así, viejo amigo?
Lando se las arregló para mantener su sonrisa forzada mientras entregaba las cartas a Cetrespeó, que las metió en el difusor de aleatoriedad colocado en un lado de la mesa.
—Han quedado completamente desordenadas, señor —anunció el androide.
Después Cetrespeó repartió meticulosamente cinco de las delgadas cartas metálicas a Lando y otras tantas a Han.
—Como ya saben, van a jugar al sabacc aleatorio, que es una combinación de varias formas del juego —dijo Cetrespeó, como si estuviera recitando la programación que acababa de introducir en sus bancos de datos—. Existen cinco conjuntos de reglas distintos ordenados mediante el azar, y un conjunto es sustituido por otro a intervalos de tiempo totalmente irregulares determinados por el ordenador que genera el factor de azar... ¡En este caso, yo!
—¡Conocemos las reglas! —gruñó Han, aunque en realidad no estaba tan seguro de ello como quería aparentar—. Y también sabemos qué hay en juego.
Los ojos de Lando se encontraron con los suyos desde el otro extremo de la mesa, y Han sintió el peso de la mirada de aquellas pupilas insondables que parecían tan duras como el pedernal.
—El ganador se lleva el Halcón —dijo Lando—. El perdedor... Bueno, a partir de ahora el perdedor tendrá que utilizar los transportes públicos de Coruscant.
—Muy bien, señores —dijo Cetrespeó—. Activen sus cartas. El primer jugador que llegue a los cien puntos será declarado ganador. Nuestra primera ronda se jugará según… —El androide guardó silencio durante unos momentos mientras su circuito aleatorio llevaba a cabo una selección de entre la lista de reglas que ya había sido sometida a un proceso de ordenación aleatoria previo—. Sí, según las reglas alternativas del Casino de la Ciudad de las Nubes.
Han contempló las imágenes que fueron apareciendo en sus cartas mientras su mente funcionaba a toda velocidad intentando recordar en qué se diferenciaban las reglas del Casino de la Ciudad de las Nubes de las utilizadas en la variedad Estándar Bespiniano del juego. Sus ojos no se apartaron ni un instante de las cartas de los cuatro palos existentes en el sabacc —espadas, monedas, recipientes y báculos—, con sus distintos valores positivos y negativos, que le habían tocado en suerte.
—Cada jugador puede escoger una, y sólo una, de sus cartas para llevar a cabo un cambio de orientación —dijo Cetrespeó—. Después haremos el recuento para averiguar quién se ha acercado más a una puntuación de veintitrés positivo o negativo o al cero.
Han siguió contemplando sus cartas concentrándose al máximo, pero no encontró ningún conjunto cuya suma de valores pudiera dar una puntuación adecuada. Los labios de Lando estaban curvados en una gran sonrisa, pero naturalmente no había que olvidar que Lando siempre sonreía de aquella manera cuando jugaba a las cartas. Han tomó un sorbo de su cerveza con especias y escogió una carta.
—¿Listo? —preguntó, y alzó los ojos para mirar a Lando.
Lando presionó el diminuto botón de aleatoriedad que había en la esquina inferior izquierda de una carta. Han le imitó, y vio cómo la imagen del ocho de monedas parpadeaba y se alteraba hasta convertirse en el doce de recipientes. Sumado al nueve de recipientes que tenía en su mano, había alcanzado un total de veintiuno. No era gran cosa, pero cuando vio que Lando contemplaba su nueva carta con el ceño fruncido se permitió albergar la esperanza de que resultaría suficiente.
—Veintiuno —dijo, depositando las cartas sobre la mesa.
—Dieciocho —replicó Lando sin dejar de fruncir el ceño—. Obtienes la diferencia.
—¡Cambio de reglas! ¡El tiempo fijado ha transcurrido! —anunció Cetrespeó—. Tres puntos a favor del amo Solo. La próxima ronda se juega con..., con el sistema Preferido de la Emperatriz Teta.
Han contempló su nueva mano de cartas, muy complacido al ver que tenía una excelente combinación. Pero si su memoria no le estaba traicionando, según las reglas de la Emperatriz Teta los jugadores intercambiaban una carta escogida al azar, y cuando Lando alargó la mano para coger una carta del lado derecho Han pensó que podría sustituir la suya por un Comandante de Espadas... pero no logró ligar la mano. Lando ganó la ronda y obtuvo una pequeña ventaja, pero Cetrespeó intervino gritando de nuevo «¡Cambio de reglas!» antes de que pudieran sumar los totales. La siguiente ronda se jugó según las reglas del Estándar Bespiniano, y Lando logró doblar su ventaja.
Han se maldijo a sí mismo mientras contemplaba las pésimas cartas que le tocaron en la mano siguiente. No tenía ni idea de cuáles debía conservar y cuáles no, pero el reloj aleatorio del cerebro electrónico de Cetrespeó obligó al androide a anunciar otro cambio de reglas antes de que Han pudiera tomar una decisión.
—Ahora le toca el turno al Gambito Corelliano, señores...
Han lanzó un grito de deleite, pues las nuevas reglas hacían que sus cartas encajaran a la perfección unas con otras formando una combinación totalmente distinta.
—¡Te pillé! —exclamó, y puso su mano sobre la mesa.
Lando soltó un gruñido y mostró una carta que le costó perder catorce puntos en el nuevo sistema de puntuación a pesar de que había sido muy valiosa tan sólo unos momentos antes.
Han fue acumulando una cierta ventaja durante las manos siguientes, y después perdió terreno cuando las reglas cambiaron de nuevo y entró en vigor la variedad Casino de la Ciudad de las Nubes, que prohibía cualquier clase de cambio de cartas. Cuando eso ocurrió, Han acababa de alargar la mano para coger una de las cartas de Lando en el mismo instante en el que Lando escogía una de las cartas de Han para llevar a cabo el cambio de aleatoriedad. Los dos se quedaron totalmente inmóviles.
—Vuelve a decirnos bajo qué reglas jugamos, Cetrespeó.
—No es necesario, ya que ha transcurrido un nuevo intervalo de tiempo —respondió el androide dorado—. Cambio al Estándar Bespiniano. No, esperen... ¡Otro intervalo de tiempo! ¡Volvemos a las reglas de la Emperatriz Teta!
Han y Lando volvieron a contemplar sus cartas, cada vez más confusos y sintiendo que empezaba a darles vueltas la cabeza. Han tomó otro sorbo de su cerveza con especias y Lando apuró su brebaje de frutas torciendo el gesto. La flor azul había empezado a desarrollar raicillas que se retorcían y serpenteaban por el fondo de la copa.
—¿Puedes repetirnos las puntuaciones, Cetrespeó? —preguntó Lando.
—Por supuesto, señores. Después de haber hecho los cálculos correspondientes al último cambio de reglas, el total es de noventa y tres puntos para el amo Solo y de ochenta y siete para el general Calrissian.
Han y Lando se miraron fijamente.
—La última mano, viejo amigo —dijo Han.
—Disfruta de tus últimos segundos como propietario del Halcón Milenario, Han —dijo Lando.
—Reglas del Gambito Corelliano, caso especial de la última mano —anunció Cetrespeó.
Han intentó recordar qué ocurría en la última mano del Gambito Corelliano y sintió que le empezaba a palpitar la cabeza. Un instante después vio cómo Lando fijaba el valor de una sola de sus cartas y se preparaba para colocar el resto de su mano en el campo de flujo del centro de la mesa de sabacc.
Han estudió sus cartas de más valor, Equilibrio y Moderación, cada una de las cuales le colocaría por encima de los cien puntos. Pulsó el botón fijador de la carta de Equilibrio dejándola configurada en once puntos, y después metió el resto de su mano en el campo de flujo.
Han y Lando se inclinaron sobre el campo y contemplaron con los ojos llenos de tensión y expectativa cómo las imágenes de las cartas cambiaban a toda velocidad, pasando de un valor a otro con tal rapidez que las figuras apenas podían distinguirse hasta que acabaron estabilizándose una por una.
Lando se encontró contemplando una mano de cartas de valores numéricos bastante bajos que no tenía nada de espectacular, mientras que Han obtuvo la mejor mano que le había tocado en suerte durante toda la partida. El campo de flujo le había dejado únicamente con figuras, y su nueva mano se componía del Fallecimiento, la Resistencia, la Estrella y la Reina del Aire y la Oscuridad, junto con la carta de Equilibrio que había fijado previamente. Su puntuación rebasaba limpiamente la meta acordada, con lo que Lando quedaba totalmente derrotado.
Han lanzó un grito de júbilo en el mismo instante en que Cetrespeó anunciaba otro cambio de reglas. Han se volvió hacia el androide dorado y lo fulminó con la mirada mientras aguardaba en silencio.
—Esta mano se jugará según las reglas de la Variación Ecclessis Figg —dijo Cetrespeó.
Han y Lando se miraron el uno al otro, y sus bocas se movieron al unísono articulando las mismas palabras.
—¿Qué cuernos es la Variación Figg? —murmuraron los dos.
—En la última ronda, los valores de todas las cartas impares son sustraídos de la puntuación final en vez de ser añadidos a ella —explicó Cetrespeó—. En su caso, amo Solo, eso significa que obtiene diez puntos por la Resistencia y la Reina del Aire y la Oscuridad, pero que pierde un total de cuarenta y uno por el Equilibrio, la Estrella y el Fallecimiento.
Cetrespeó hizo una breve pausa antes de seguir hablando.
—Me temo que ha perdido, señor. El general Calrissian obtiene dieciséis puntos con una puntuación total de ciento tres, en tanto que su puntuación final queda reducida a sesenta y dos.
Han parpadeó y contempló con expresión aturdida su jarra de cerveza con especias medio vacía mientras Lando celebraba su triunfo dando un puñetazo sobre la mesa.
—Ha sido una partida magnífica, Han —dijo—. Y ahora ve a recoger a Leia. ¿Quieres que vaya contigo?
Han seguía con la mirada fija en su mesa o en la jarra de cerveza, en cualquier cosa que no fuese Lando. Se sentía totalmente vacío por dentro. Aquel día horrible no sólo había traído consigo la noticia de la tragedia sufrida por Leia, sino que también le había hecho perder la nave de la que había sido propietario durante más de una década.
—Quédatela, es tuya —farfulló, y por fin consiguió alzar la vista para que sus ojos se encontraran con los de Lando.
—Vamos. Han... Estás muy trastornado. Para empezar, no tendrías que haber apostado el Halcón. Basta con que...
—No, Lando. El Halcón es tuyo. No soy un tramposo, y me metí en esta partida de sabacc sabiendo lo que me jugaba en ella. —Han se puso en pie, y dio la espalda a Lando olvidándose de la cerveza que aún quedaba dentro de su jarra—. Autoriza un cambio de registro de propiedad para el Halcón, Cetrespeó. Ah, y será mejor que te pongas en contacto con el control central de transportes. Consigue un transporte diplomático para Leia, ¿de acuerdo? Parece que no podré ir a recogerla después de todo...
Lando se removió nerviosamente en su asiento.
—Yo... Eh... Cuidaré del Halcón lo mejor posible, Han. No sufrirá ni un arañazo.
Han fue hacia la puerta de la sala de reposo sin decir ni una palabra más, desactivó los sellos y salió a los pasillos llenos de ecos.