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Leia Organa Solo estaba empezando a desear llegar al final del largo viaje en el caza B expandido mientras permanecía inmóvil y en silencio al lado del almirante Ackbar. Los dos estaban sentados en la pequeña cabina que olía a metal mientras la nave avanzaba a toda velocidad por el hiperespacio.
Ser Ministra de Estado mantenía a Leia en un estado de actividad incesante que la obligaba a ir de un acontecimiento diplomático a una recepción en una embajada, y de allí a remediar una emergencia política. Leia saltaba obedientemente de un punto a otro de la galaxia apagando incendios y ayudando a Mon Mothma a mantener unida una frágil alianza en el vacío que había dejado la caída del Imperio.
Leia ya había repasado docenas de veces los hologramas de referencia básica del planeta Vórtice, pero no lograba concentrarse en el Concierto de los Vientos al que se disponía a asistir. Los deberes diplomáticos la mantenían alejada de Coruscant durante un tiempo excesivo, y Leia aprovechaba los momentos de tranquilidad para pensar en su esposo Han y en Jacen y Jaina, sus gemelos. Llevaba demasiado tiempo sin sostener en los brazos al pequeño Anakin, quien seguía viviendo en el aislamiento protector de Anoth, el planeta secreto.
Parecía como si cada vez que Leia intentaba pasar una semana, un día o incluso una hora a solas con su familia, hubiera algo que la interrumpía. Leia se enfurecía cada vez que eso ocurría, pero no podía mostrar sus auténticos sentimientos porque las exigencias de la política la obligaban a llevar una máscara de impasibilidad.
Cuando era más joven, Leia había dedicado toda su vida a la Rebelión. Había trabajado entre bastidores en su calidad de princesa de Alderaan y como hija del senador Bail Organa, y se había enfrentado a Darth Vader y al Imperio, y más recientemente, al Gran Almirante Thrawn. Pero de eso ya hacía mucho tiempo, y últimamente había empezado a sentirse desgarrada entre sus deberes como Ministra de Estado y sus deberes como esposa de Han Solo y madre de tres hijos. Una vez más, Leia acababa de permitir que la Nueva República tuviera preferencia sobre su familia.
El almirante Ackbar movió con fluidez sus manos de anfibio, manipulando varias palancas de control en su asiento de la cabina de pilotaje al lado de Leia.
—Vamos a salir del hiperespacio —dijo con su voz ronca y gutural.
El alienígena de piel color rosa salmón parecía estar muy cómodo y a gusto dentro de su uniforme blanco. Ackbar hizo girar sus gigantescos ojos vidriosos de un lado a otro como si quisiera abarcar hasta el último detalle de su nave. Leia no le había visto dar muestras de la más mínima inquietud ni una sola vez durante todas las horas que había durado su viaje.
Ackbar y el resto de habitantes del planeta acuático Calamari habían sufrido mucho bajo la bota de hierro del Imperio. Habían aprendido a guardar silencio sin dejar de prestar atención a cada detalle, y también habían aprendido a tomar sus propias decisiones y cómo actuar después para llevarlas a la práctica. Ackbar había sido un leal miembro de la Rebelión, y había jugado un papel decisivo en el proceso de desarrollo de los cazas B que habían hecho tantos estragos entre los escuadrones de los cazas TIE imperiales.
Leia le observó pilotar el caza modificado, un aparato de aspecto no muy maniobrable, y pensó que Ackbar parecía formar parte de aquella nave que daba la impresión de ser toda alas y torretas turboláser instaladas alrededor de una carlinga doble. La dotación de calamarianos de Ackbar, unos alienígenas parecidos a peces que obedecían diligentemente las órdenes de Terpfen, su astromecánico jefe, había expandido el antiguo monoplaza convirtiéndolo en la lanzadera diplomática personal de Ackbar y había añadido un asiento de pasaje.
Leia volvió la mirada hacia la cúpula de las ventanillas de la carlinga y vio cómo los nudos multicolores del hiperespacio se disipaban y eran sustituidos por un panorama tachonado de estrellas. Los motores subluminícos entraron en acción, y el caza B avanzó a toda velocidad hacia el planeta Vórtice.
La tela del uniforme de gala de Leia se le pegaba a la piel con un roce desagradablemente húmedo, y trató de ajustar los pliegues para estar un poco más cómoda. Ackbar seguía concentrado en la maniobra de aproximación al planeta, y Leia sacó su cuaderno de datos de un bolsillo y colocó la delgada placa plateada sobre su regazo.
—Es precioso —dijo mientras contemplaba el planeta que se extendía por debajo de ellos.
La bola azul y gris metálico flotaba en el espacio, un orbe solitario carente de lunas. Su atmósfera mostraba los complejos bordados de muchos bancos de nubes y sistemas de tormentas, y también se podían distinguir las espirales de nubes lanzadas a toda velocidad que se arremolinaban formando huracanes terriblemente potentes.
Leia no había olvidado los datos astronómicos referentes al planeta que le habían proporcionado. La pronunciada inclinación del eje planetario producía severos cambios estacionales. Al comienzo del invierno, los gases atmosféricos que se congelaban daban como resultado la rápida formación de un enorme casquete polar. La repentina caída en la presión causaba inmensas corrientes de aire en un efecto muy parecido al de un torrente que se precipitara por un desagüe, y las nubes y el vapor salían disparados en dirección sur con la potencia de un ariete para llenar la zona vacía en la que se había solidificado la atmósfera.
Los vors, humanoides de huesos huecos con un conjunto de alas tan delicadas que parecían hechas de encaje en la espalda, pasaban la estación de las tormentas en el suelo, refugiados en moradas semisubterráneas que asomaban de la superficie formando promontorios redondeados. Pero los vors también conmemoraban la llegada de los vientos, y lo hacían con una celebración cultural que había llegado a ser conocida en toda la galaxia.
Leia decidió repasar los detalles una vez más antes de que descendieran y empezara la recepción diplomática, y rozó los iconos incrustados en el marco de mármol sintético de su cuaderno de datos. La Ministra de Estado de la Nueva República no podía permitirse el lujo de dar ningún traspiés político.
Una imagen traslúcida apareció entre un centelleo iridiscente y fue aumentando de tamaño y emergiendo de la pantalla plateada hasta convertirse en una proyección miniaturizada de la Catedral de los Vientos. Los vors habían construido una enorme estructura etérea que había desafiado los vendavales huracanados que hacían estragos a través de su atmósfera y había resistido los terribles vientos tempestuosos durante siglos. Delicada e increíblemente compleja, la Catedral de los Vientos brotaba del suelo como un castillo hecho con cristales delgados como cáscaras de huevo. Miles de pasarelas serpenteaban a través de las cámaras huecas, las torretas y los pináculos. La luz del sol caía sobre la estructura con un sinfín de destellos, reflejando los campos ondulantes de pastizales agitados por el viento que se extendían sobre las llanuras circundantes.
Al comienzo de la estación de las tormentas, las ráfagas de viento entraban por millares de aberturas de distintos tamaños practicadas en los delicados muros y creaban una música melancólica e impregnada de ecos al deslizarse por conductos de varios diámetros.
La música del viento nunca llegaba a repetirse del todo, y los vors sólo permitían que su catedral la crease una vez al año. Durante el concierto, miles de vors entraban volando en los pináculos y conductos del viento o trepaban hasta ellos, abriendo y cerrando las válvulas atmosféricas para dar forma a la música igual que si fuese una escultura, una obra de arte creada por los sistemas climatológicos del planeta de las tormentas y la raza que lo habitaba.
Leia fue pasando archivos en el cuaderno holográfico. La música de los vientos llevaba décadas sin ser oída, y no había sonado desde que el senador Palpatine anunció la instauración de su Nuevo Orden y se autodeclaró Emperador. Los vors se habían opuesto a los excesos imperiales, y habían sellado los orificios de su catedral negándose a permitir que creara música para nadie.
Pero aquella estación de los vientos los vors habían invitado a representantes de la Nueva República a que vinieran a escuchar la música.
Ackbar abrió un canal de comunicaciones y acercó su rostro de pez al receptor vocal. Leia vio cómo las diminutas protuberancias sensoras que rodeaban su boca se iban moviendo mientras hablaba.
—Pista de descenso de la Catedral de Vórtice, aquí el almirante Ackbar —dijo el calamariano—. Estamos en órbita, y nos aproximamos a su posición.
La voz de un vor surgió de la rejilla, un seco canturreo que hacía pensar en dos ramitas frotándose la una con la otra.
—Lanzadera de la Nueva República, estamos transmitiendo coordenadas de descenso que toman en consideración la fuerza del viento y los sistemas de tormenta que se hallan en su trayectoria de bajada. Nuestras turbulencias atmosféricas son totalmente impredecibles y bastante peligrosas. Le rogamos que siga las instrucciones con toda exactitud.
—Entendido. —Ackbar se reclinó en su asiento. Sus grandes omóplatos rozaron los surcos acolchados del respaldo, y cruzó las tiras del arnés de seguridad sobre su pecho—. Será mejor que te pongas el arnés, Leia —dijo—. Creo que vamos a tener un descenso un poquito movido.
Leia apagó su holocuaderno y lo guardó en el compartimiento lateral de su asiento. Después se puso el arnés, sintiéndose aprisionada por las tiras, y tragó una honda bocanada del aire reciclado que olía a rancio. La sombra casi imperceptible de olor a pescado que flotaba en la atmósfera de la carlinga indicaba que el calamariano estaba un poco preocupado.
Ackbar guió su caza B hacia la atmósfera repleta de torbellinos del planeta Vórtice, yendo directamente hacia los sistemas de tormentas sin apartar la mirada de ellos ni un instante.
Ackbar sabía que los humanos eran incapaces de leer expresiones en los rostros calamarianos, y esperaba que Leia no se diera cuenta de lo nervioso que le ponía tener que volar a través de una climatología tan infernal.
Leia no sabía que Ackbar se había ofrecido como voluntario para aquella misión porque pilotar la nave que transportaría a una personalidad tan destacada como la Ministra de Estado era una tarea tan delicada que sólo confiaba en él mismo para llevarla a cabo, y no había ningún vehículo que le inspirase más confianza que su caza B personal.
Ackbar hizo girar sus ojos marrones hacia adelante para observar las capas de nubes que se estaban aproximando rápidamente a ellos. La nave se abrió paso a través de los estratos exteriores de atmósfera, y entró velozmente en las turbulencias. Los afilados bordes de las alas del caza hendieron el aire y dejaron una estela de viento detrás de ellas. Los bordes de las alas no tardaron en ponerse de un color rojo cereza debido a la fricción causada por el veloz descenso.
Ackbar sujetaba firmemente los controles con sus manos-aletas, concentrado al máximo para reaccionar deprisa, tomar decisiones en fracciones de segundo y asegurarse de que todo funcionaba correctamente. Aquel descenso no era de los que permitían errores. Movió su ojo derecho hacia abajo para examinar las coordenadas de descenso que había transmitido el técnico vor.
La nave empezó a vibrar y temblar. Ackbar sintió que el estómago le daba un vuelco cuando una corriente de aire ascendente surgió de la nada y los arrastró varios centenares de metros hacia arriba, dejándolos caer después en un pronunciado picado hasta que el calamariano consiguió recuperar el control del aparato. Los puños impalpables de las nubes golpeaban las mirillas de transpariacero, dejando regueros de humedad condensada que se desplegaban rápidamente hasta evaporarse.
Ackbar hizo un barrido de los paneles de control con su ojo izquierdo y verificó las lecturas. No había ninguna luz roja. Su ojo derecho retrocedió un poco para lanzar una rápida mirada de soslayo a Leia, que permanecía rígidamente inmóvil y silenciosa, unida a su asiento por las tiras negras del arnés. Sus ojos oscuros parecían casi tan enormes como los de un habitante de Mon Calamari, pero había ido apretando los labios hasta que formaron una delgada línea blanca. Parecía un poco asustada, pero tenía una confianza tan grande en las capacidades como piloto de Ackbar que no se atrevía a dejarlo traslucir. Hasta el momento Leia no había dicho ni una palabra por temor a que eso pudiera distraerle.
El caza B fue descendiendo en una prolongada espiral para esquivar una gigantesca perturbación ciclónica. El viento se aferró a las temblorosas alas del caza, haciendo que el casco se bambolease de un lado a otro. Ackbar extendió los alerones secundarios en un intento de recobrar la estabilidad, y ocultó las torretas láser dentro del casco para reducir todo lo posible la resistencia al viento que ofrecía el caza B.
—Nuestras pantallas indican que se ha salido del curso, lanzadera de la Nueva República —dijo la voz frágil y quebradiza del controlador de tráfico espacial vor, quedando casi ahogada por el rugido del viento—. Efectúe correcciones.
Ackbar movió su ojo izquierdo para comprobar la lectura de las coordenadas, y vio que el caza espacial se había desviado del rumbo. El calamariano no perdió la calma, e intentó llevar el aparato hacia el vector correcto. Apenas podía creer que se hubiera desviado tanto, a menos que hubiera leído mal las coordenadas cuando las recibió.
Ackbar estaba dirigiendo el caza B hacia un muro de nubes que se movían en una veloz espiral, cuando de repente fueron embestidos por una galerna huracanada que hizo girar locamente el casco e incrustó a Ackbar en el respaldo de su asiento. El caza siguió girando de manera incontrolable, azotado por la terrible tempestad.
Leia dejó escapar un grito ahogado, pero cerró la boca casi enseguida y tensó los labios. Ackbar tiró de las palancas con todas sus fuerzas al mismo tiempo que disparaba las toberas estabilizadoras, llevando a cabo una maniobra que pretendía hacer girar el caza en sentido contrario a las agujas del reloj para contrarrestar los locos giros provocados por la fuerza del vendaval.
El caza B respondió poco a poco, y las toberas estabilizadoras fueron frenando su incontrolable descenso. Ackbar alzó la mirada y vio que estaba rodeado por un torbellino de neblina. No tenía ni idea de qué dirección era arriba y cuál abajo. Desplegó el juego de alas perpendiculares de su aparato y las fijó en una posición que le proporcionaría una mayor estabilidad de vuelo. El caza respondía con lentitud, pero los paneles le dijeron que las alas habían quedado colocadas tal como deseaba.
—Tenga la bondad de responder, lanzadera de la Nueva República.
El vor no parecía nada preocupado.
Ackbar por fin consiguió enderezar el caza B, pero descubrió que había vuelto a perder su alineación con las coordenadas. Alteró el rumbo y fue volviendo hacia ellas, intentando reducir al mínimo las sacudidas y vibraciones. Echó un vistazo a los paneles de altitud y la preocupación hizo que se le secara la boca de repente al ver lo mucho que habían descendido.
El roce con la atmósfera había hecho que el metal del casco se pusiera de color anaranjado y echara humo. Los rayos zigzagueaban en todas direcciones a su alrededor. Bolas azules de electricidad estática surgían repentinamente de las puntas de las alas y se disipaban en el aire. Las lecturas de los sistemas de control desaparecieron engullidas por estallidos de estática, y volvieron a aparecer un instante después. El flujo de energía a la carlinga se debilitó, pero la luz recobró la intensidad normal en cuanto los sistemas de reserva entraron en acción.
Ackbar corrió el riesgo de lanzar otra rápida mirada de soslayo a Leia, y vio que tenía los ojos muy abiertos y que estaba luchando desesperadamente contra el miedo y la impotencia. Sabía que era una mujer de acción y que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarle a salir de aquel lío..., pero no había nada que pudiera hacer. Si no le quedaba más remedio. Ackbar podía eyectar el asiento de Leia poniéndola a salvo, pero todavía no estaba dispuesto a perder su caza B. El calamariano creía que aún era capaz de hacerlo bajar intacto.
Y entonces las nubes se desgarraron ante él tan repentinamente como si fueran un trapo mojado que alguien acababa de arrancar de sus ojos. Las llanuras azotadas por los vientos de Vórtice se extendían debajo del caza, enormes extensiones de tierra recubiertas de hierba púrpura y marrón dorado. Los pastizales parecían ondular lentamente de un lado a otro mientras el viento deslizaba sus dedos invisibles por entre los tallos. Círculos concéntricos de refugios vor parecidos a búnkers rodeaban el centro de su civilización.
Ackbar oyó el jadeo ahogado que lanzó Leia cuando el asombro logró abrirse paso a través del terror que sentía. La enorme Catedral de los Vientos destellaba con un hervidero de luces y sombras en continúa agitación, y las nubes desfilaban a toda velocidad sobre ella. La gigantesca estructura parecía demasiado delicada para poder resistir el embate de las tormentas. Criaturas aladas subían y bajaban velozmente por los lados de las cámaras cilíndricas, abriendo pasadizos para que el viento pudiera soplar por ellos y crear la famosa música de la catedral. Ackbar pudo oír las débiles y lejanas notas impregnadas de una dulzura melancólica y casi fantasmal.
—Está siguiendo un curso equivocado, lanzadera de la Nueva República. Esto es una emergencia. Debe abortar su descenso.
Ackbar quedó perplejo al ver que las coordenadas del panel habían vuelto a cambiar. Luchó con los controles, pero el caza B no respondió a sus órdenes. La Catedral de los Vientos se hacía más grande a cada segundo que pasaba.
Ackbar movió un ojo hacia arriba para atisbar por la cúpula de la mirilla, y vio que un ala perpendicular había quedado inmovilizada en un ángulo muy pronunciado que estaba ofreciendo la máxima resistencia posible al viento. El ala chocaba con la turbulencia, y tiraba del caza espacial desviándolo continuamente hacia la derecha.
Sus paneles de control insistían en que las dos alas se habían desplegado correctamente, pero sus ojos le estaban diciendo otra cosa.
Ackbar volvió a luchar con los controles e intentó enderezar el ala en un esfuerzo desesperado para recuperar el control. Ackbar sintió cómo la mitad inferior de su cuerpo se enfriaba con una peculiar sensación de cosquilleo cuando canalizó todas sus reservas de energía hacia su mente y sus manos, que seguían aferrando las palancas de control.
—Algo anda terriblemente mal aquí —dijo.
Leia volvió la mirada hacia una ventanilla.
—¡Vamos en línea recta hacia la catedral!
Un alerón se dobló y empezó a desprenderse del casco de plastiacero, arrastrando cables de alimentación detrás de él a medida que se desprendía. Hubo un diluvio de chispas, y el viento arrancó más placas del casco.
Ackbar logró contener el grito que quería salir de su garganta. Las luces de los paneles de control se debilitaron de repente y se apagaron. Oyó un zumbido chirriante, y todos los paneles principales de la carlinga dejaron de funcionar. Ackbar activó el sistema de control secundario que había diseñado personalmente para su caza B.
—No lo entiendo —dijo, y el pequeño recinto de la carlinga hizo que su voz sonara todavía más gutural que de costumbre—. La nave acaba de ser revisada a fondo... Mis mecánicos calamarianos fueron los únicos que la tocaron.
—Lanzadera de la Nueva República... —insistió la voz del vor por la radio.
Los cuerpos multicolores de los vors empezaron a bajar apresuradamente por los lados de la Catedral de los Vientos, huyendo lo más deprisa posible al ver que la nave se lanzaba sobre ellos. Algunas criaturas emprendieron el vuelo, y otras se quedaron inmóviles con los ojos clavados en el caza B que se aproximaba a toda velocidad. La inmensa estructura cristalina contenía a millares de vors.
Ackbar movió los controles hacia la derecha primero y hacia la izquierda después, desesperado y dispuesto a intentarlo todo para que el caza B se desviara del curso que estaba siguiendo, pero los controles no respondieron. Todos los sistemas se habían quedado sin energía.
No podía levantar ni bajar las alas de la nave. Se había convertido en un gigantesco peso muerto que se precipitaba sobre la catedral. Ackbar conectó las baterías de reserva poniéndolas al máximo. Sabía que no podrían hacer nada por los subsistemas mecánicos, pero al menos le permitirían envolver el caza B en un escudo anticolisiones de máxima potencia.
Y antes de hacerlo, podría salvar a Leia.
—Lo siento, Leia —dijo—. Diles que lo siento...
Pulsó un botón del panel de control que hizo abrirse todo el lado derecho de la carlinga, creando una abertura en el casco y haciendo salir despedido por ella el asiento instalado en el caza B modificado.
Mientras lanzaba a Leia hacia las garras de los vientos. Ackbar oyó el aullido del vendaval que entraba por la abertura de la carlinga. El escudo de energía se activó con un zumbido mientras seguía cayendo hacia la colosal estructura cristalina. El motor del caza se había incendiado y estaba envuelto en humo.
Ackbar siguió mirando hacia delante hasta el final, y sus enormes ojos de calamariano no parpadearon ni una sola vez.
Leia se encontró volando por los aires. El asiento eyectable había salido despedido a tal velocidad que la había dejado sin respiración.
El viento se adueñó de su asiento y lo hizo girar tan deprisa que Leia ni siquiera pudo gritar. Los haces repulsores del mecanismo de seguridad del asiento entraron en acción, y Leia se sintió delicadamente sostenida por una mano invisible que empezó a bajarla poco a poco hacia los grandes tallos de hierba parecidos a látigos que se agitaban debajo de ella en las praderas.
Alzó la mirada y pudo ver la lanzadera B de Ackbar en el último instante antes de que se estrellara. El caza se precipitó hacia el suelo con un gemido estridente y dejando una estela de humo, bajando tan velozmente como si fuese una limadura metálica atraída por un potente imán.
El tiempo pareció detenerse, y durante un momento interminable Leia oyó el melancólico aletear de los vientos que silbaban a través de millares de cámaras cristalinas. La brisa se intensificó un poco, haciendo que la música pareciese convertirse en un repentino jadeo de terror. Los cuerpos alados de los vors se debatieron locamente e intentaron emprender el vuelo, pero la gran mayoría no consiguió reaccionar lo bastante deprisa.
El caza B de Ackbar se incrustó en los niveles inferiores de la Catedral de los Vientos, abriéndose paso a través de ellos con la potencia incontenible de un meteoro. El retumbar del impacto hizo estallar las torres cristalinas, convirtiéndolas en una granizada de cuchillos afilados como navajas de afeitar que salieron despedidos en todas direcciones. El sonido del cristal que se hacía añicos, el rugido de los fragmentos rotos, el aullido del viento, los gritos de los vors que perecían degollados por las dagas de cristal... Todo se combinó para formar el sonido más terrible que Leia había oído en toda su vida.
La estructura cristalina pareció tardar una eternidad en desmoronarse, y torre tras torre se fueron desplomando hacia el centro de la Catedral de los Vientos.
Los vendavales seguían soplando y arrancaban notas cada vez más sombrías a las columnas huecas, y la melodía cambió poco a poco. La música se fue convirtiendo en un gemido que se debilitaba progresivamente, hasta que sólo quedó un puñado de tubos de cristal intactos esparcidos sobre los escombros cristalinos.
Y el asiento eyectable fue bajando lentamente hasta el suelo, y se posó sobre la hierba que se agitaba entre susurros mientras Leia lloraba con sollozos incontenibles que parecían desgarrarla por dentro.