EPÍLOGO[19]

Estos son prácticamente todos los relatos que he publicado. Omito «El rinoceronte sagrado de Uganda» (1932), por atípico. Ojalá hubiera más, y no solo porque sería más rico si los hubiera, sino porque, para alguien como yo, acostumbrado hasta cierto punto a la novela de longitud estándar (que para mí se sitúa en el territorio de las 75 000 palabras) y también a producir con bastante regularidad, escribir algo de una longitud distinta, algo que apenas requiere dos páginas para tener entidad, no deja de ser trabajo, sí, pero es como trabajar en vacaciones. De repente, uno pasa de hacer malabares con veinte bolos a la vez a que le den permiso para usar solo dos. Y, si se cae alguno de los dos bolos, ¿qué importa? Se pueden archivar sine die, o incluso descartar, un par de páginas malas, pero un par de cientos… En fin, espero que eso no me pase nunca.

Si los relatos lo liberan a uno de la angustia, ¿por qué no escribir más? O, quizá, ¿por qué no limitarse a escribir relatos? En parte porque (o precisamente por ese motivo, sospecho) raramente se me ocurren ideas o puntos de partida para ellos, como resulta obvio. Y no es que las ideas para las novelas se presenten con más frecuencia, pero, en mi caso, sí con la suficiente rapidez (¡toco madera!). Casi al mismo tiempo que me sobreviene alguna de esas ideas, sé que constituirá el germen de una de esas narraciones. Por ejemplo, en el momento en el que se me ocurrió la palabra que Courtenay le dice a Barnes cerca del final de «La casa del promontorio» supe que tenía un cuento, y también que sería, o llegaría a ser, una historia del servicio secreto. Y cuando, en cierta ocasión, en Tottenham Court Road un taxi ignoró a un asiático y en su lugar me paró a mí, supe que ahí había una novela, y también que trataría sobre un tipo rico con ideas progresistas.

No obstante, basta un vistazo para comprobar que la clase de relatos que escribo guarda una fuerte afinidad con la que podría considerarse su hermana mayor: la novela. Su tamaño es diferente, pero sus proporciones internas, los roles representados mediante el diálogo, la narrativa o la descripción son similares, y hacen que los dos géneros se lean de manera similar. Y los relatos pueden considerarse novelas condensadas, en el sentido de que sería posible, por muy salvajemente aburrido que fuera el resultado (y el proceso), extenderlos hasta que prácticamente alcanzaran la longitud estándar de una de ellas. Por ejemplo, el relato «Querida ilusión» podría haber comenzado describiendo la vida anterior de Potter en el almacén de madera, e incluso parte de su matrimonio, pero a Sue Macnamara no se la podría encajar ahí, y la estructura interna quedaría deformada. La única de estas historias que necesariamente tenía que empezar y terminar tal y como lo hace es «La vida de Mason» —aunque esto también se podría aplicar a los cuatro textos de ciencia ficción sobre la bebida—. En cualquier caso, las peculiaridades intrínsecas de los relatos —el efecto, el pedazo de vida sin pulir, el paisaje con figuras pero sin personajes— no me atraen demasiado. Esta colección es en realidad una astilla del banco de trabajo de un novelista. Digo esto sin autocomplacencia. Una novela puede requerir, de hecho en determinados sentidos lo hace, no solo un esfuerzo más sostenido, sino también más intenso que un cuento. Aun así, un volumen de relatos de Kipling, por ejemplo Life’s Handicap., puede competir duramente en méritos con Retrato de una dama, Tess, la de los d’Urberville, La locura de Almayer o cualquier otra novela de la época. En realidad, pocos escritores se mueven con la misma facilidad en ambos géneros. Aunque Graham Greene parece que lo consiguió.

La mención de Kipling me lleva a preguntarme si hoy en día le resultaría tan fácil como en 1890 publicar «Sin el beneficio del clero» o cualquier otra obra maestra del libro citado anteriormente en una revista. En aquella época, y durante mucho tiempo después, florecieron en Gran Bretaña y en los Estados Unidos publicaciones semanales y mensuales dedicadas por entero o en su mayoría a la nueva ficción, principalmente al relato. Ahora, un relato, sea cual sea su longitud, tiene que luchar para encontrar un lugar junto a los artículos políticos, las entrevistas con directores de cine, las columnas sobre cocina y el porno blando. Igual de triste es el hecho de que una colección de relatos en tapa dura o blanda a menudo tiene menos éxito comercial que una novela del mismo autor. Esto último, según me explicó en una ocasión un editor (no uno mío) refleja el disgusto de los lectores por tener que familiarizarse con un grupo nuevo de personajes una docena de veces a lo largo del libro, en lugar de lidiar con la ardua tarea una única vez al principio. ¿Tendrá esa afirmación algo de verdad? ¿Han empeorado los lectores? Al fin y al cabo, ahora hay más. ¿O es que han empeorado los escritores de relatos? Al fin y al cabo, los escritores de los demás géneros lo han hecho. Pero se siguen leyendo, o al menos comprando, novelas. Aunque, de nuevo, no tantas de tapa dura. Tal vez el puritanismo residual que engendra la reticencia a soltar 11,95 libras esterlinas en una simple historia (en un libro de cierta longitud) engendre el rechazo absoluto cuando la mercancía son un montón de pequeñas historias. Tal vez.

Mi segunda explicación parcial posible toma otro hecho en consideración: resulta obvio que el relato de la década de los ochenta debe destacar entre múltiples culos y tetas impresos en papel couché, etc., pero también entre esos pálidos y enfermizos remedos actuales de las antiguas revistas de ficción victorianas como son las publicaciones periódicas subvencionadas por el Arts Council o por cualquier otra institución similar. Un escritor, o cualquier otro tipo de artista, que en parte o en su mayoría no depende de complacer al público, que tiene de hecho garantizado su sueldo independientemente de la calidad de su producto, se siente tentado por la autocomplacencia y la pereza. Este tipo de autor puede divagar a su santa voluntad en prosa o en verso (o algo que él considera verso) y que le paguen igualmente. Pero cuando el escritor ha de subsistir de las ventas de su libro, de que su público, un público mayoritario, se lo compre (aunque sea solo la edición en tapa blanda), se resiste y elige la novela, que al menos por ahora no tiene que competir con esas publicaciones del Arts Council.

La reflexión anterior tiene en cualquier caso el mérito de sacar a colación un tercer factor: cuando la gente se niega a comprar algo, normalmente lo hace porque no ve suficiente mérito en lo que se le ofrece. Me atrevo a suponer que en la actualidad el término «relato» se ha convertido por derecho propio en un elemento disuasorio para el consumidor, igual que lo han hecho las palabras «estudio conflictivo» en un contexto diferente. Y este tipo de rumores, como el de considerar el relato un género menor, se extiende como la pólvora. Los escritores de relatos necesitan otro Kipling que restaure su imagen. Pero si Rudyard resucitara, tendría infinidad de asuntos mucho más urgentes que atender.

Al volver a publicar estos textos he seguido la política de no alterar nada sustancial, limitándome a completar omisiones y rectificar errores estilísticos y objetivos. Por ejemplo, «¿Qué o quién era eso?» mantiene su forma original de guión radiofónico. Permítanme comentar aquí que la retransmisión produjo unas interesantes y, en cierto modo, terribles secuelas. Mi intención había sido la de hacer creer a los oyentes que se trataba de una historia real hasta que hubieran pasado tres cuartas partes de la narración y, en ese momento, con suerte, obligarlos a cambiar por completo su impresión inicial durante los últimos minutos. El detalle de la cruz se incluyó en parte para conseguir que se descartara la veracidad del relato de forma inevitable y definitiva. En opinión de algunos, muy lamentablemente, no consiguió su objetivo. Un viejo amigo, también novelista, el fallecido Bruce Montgomery («Edmund Crispin»), me llamó por teléfono porque quería saber si la historia era realmente cierta. Al darse cuenta de mi asombro, cambió de tercio completamente y me preguntó cuántas copas me había tomado cuando me topé con el hombre verde. Un productor de televisión contactó conmigo para proponerme emitirlo en un nuevo programa de fenómenos sobrenaturales. Yo le pregunté cómo sugería que empezara. «Bueno —respondió—, he pensado que podríamos empezar por llevar las cámaras al local». Yo dije: «¡Al local! ¿Qué local?», y entonces se produjo un gran silencio.

El más divertido y aterrador de estos casos fue una carta de algo que se denominaba a sí mismo Unidad de Investigación de la Experiencia Religiosa, Manchester College, Oxford, director sir Alister Hardy, Miembro de la Royal Society. El autor de la carta, que no era el tal sir Alister, decía que él y sus colegas estaban recopilando ejemplos de coincidencias extrañas y otros fenómenos parecidos, me pedía más detalles de mi «experiencia», y añadía que hasta el momento no habían tenido conocimiento de nadie que hubiera experimentado «una serie de acontecimientos tan asombrosos y extraordinarios como los que usted ha descrito». Eso espero. Otro sujeto se atrevió a decir que estaba bastante claro que nos encontrábamos ante un caso de «biubicación», lo que también provocó que se comentara hasta la saciedad el hecho de mi supuesto don de la ubicuidad. Un ejemplo perfecto de la creencia popular de que darle a algo un nombre latino ayuda en gran medida a explicarlo. «Mami, hay un monje flotando en el aire. ¿Cómo lo hace?». «Se llama levitación, cariño». «Ah, vale».

Me sentí tentado de engañar a este tipo, pero la compasión o la pereza intervinieron. Al final, creo recordar, la Unidad de Investigación de la Experiencia Religiosa o sus amanuenses acabaron publicando un compendio de acontecimientos asombrosos y extraordinarios. Si no me equivoco de libro, fue objeto de numerosas muestras de reconocimiento. Y no resulta en absoluto sorprendente. Mucha gente se siente incómoda en un universo en el que no parece haber nada sobrenatural, nada más allá de esta vida, ninguna fuerza por descubrir, ningún Dios. Me compadezco de ellos. Yo mismo tampoco encuentro esta ausencia reconfortante, pero desearía que hubiera un poco menos de avidez, de credulidad. También deseo, en vano, que esas personas, también otras, se enfrenten un poco más directamente a lo que implica creer algo, o creer en algo.

Los admiradores de la ciencia ficción recordarán, igual que muchos otros, cómo, una noche de 1938, Orson Welles retransmitió en una emisora de radio de Nueva York una adaptación de su casi homónima obra La guerra de los mundos. Lo llevó a cabo de un modo inteligente, como una sucesión de partes informativos, hasta que, casi al final, supuestos comentaristas reales describen cómo los horribles invasores de Marte se abren paso hacia la ciudad con violencia. Según se cuenta, cundió el pánico entre miles de oyentes: huyeron por las calles, sitiaron las estaciones de autobús, condujeron hacia el campo… Esto fue una muestra de credulidad, sí, y quizá también de estupidez —noticias así no se emitirían por un solo canal, etc.—, pero también demostró una determinada coherencia. Si, por cualquier extraño motivo, alguien llega a creer realmente que estamos sufriendo una invasión extraterrestre, entonces está actuando lógica y consecuentemente al intentar huir, está actuando conforme a los efectos de su convicción.

Nadie, que yo sepa, se asustó de ese modo o condujo hasta Cornualles como resultado de la emisión radiofónica de mi relato. Y aquellos que dijeron que pensaban que la historia era cierta, o podía ser cierta, respondieron de modo ilógico e inapropiado. Imagínense otra situación de este tipo: si vieran a un hombre devolviendo a la vida a otro declarado clínicamente muerto sin posibilidad de que se tratara de un error (y eso sería menos extraordinario que lo que yo describí por la radio), no me parece que la respuesta apropiada fuese algo como: «¡Qué interesante! Puede que llame por teléfono a ese tipo dentro de uno o dos días para ver si averiguo un poco más sobre el tema». No; de llamar a alguien por teléfono sería al arzobispo de Canterbury, o puede que hasta cogiera un avión para ir al Vaticano en busca del artífice del milagro, y al encontrarse frente a él le dijera: «Maestro, venderé todo lo que tengo y le seguiré». Esas reacciones a mi retransmisión constituyen una pequeña prueba más de que, cuando se trata de una cuestión debatible de esta índole, desde la existencia de los fantasmas hasta el valor de la quiromancia, la línea entre la creencia y el escepticismo se vuelve borrosa. ¿Es la astrología verdad o mentira? Muchos dirían que ahí hay algo, muchos más de los que tienen en cuenta el más insignificante de sus consejos prácticos. ¿Creen en la teoría de que la Tierra es plana? Sí y no. Así es como se propaga la locura.

He oído decir que las tres primeras historias incluidas aquí forman parte de una novela inacabada o descartada, y que «Sangre en las venas» proviene de un borrador de mi novela That Uncertain Feeling. Ninguna de las dos cosas es cierta.

— FIN —