BORIS Y EL CORONEL
I
Edward Saxton era miembro y director de estudios del Departamento de Inglés en un pequeño colegio privado de Cambridge, a la vez que profesor de dicha asignatura en esa misma universidad. Se había especializado en la obra de Thomas Gray, William Collins, Oliver Goldsmith y otros poetas del siglo XVIII que por aquel entonces eran considerados colectivamente como precursores del movimiento romántico, y llevaba más de quince años impartiendo un curso sobre ellos. Los acontecimientos narrados aquí tuvieron lugar en 1962, cuando Edward, un sujeto bastante alto y con una joroba perceptible, tenía cuarenta y cinco años.
Seguía viviendo en el mismo sitio en que lo hacía cuando su mujer murió repentinamente dos años antes, una especie de antiguo molino situado en un pueblo a unos kilómetros al este de Cambridge. Tenía un cupé verde y muchos días, durante la temporada escolar, se dedicaba a conducirlo él mismo sin rumbo fijo. Uno de esos días de finales de primavera llegó a la sala del colegio donde daba clase unos pocos minutos antes de la hora en la que estaba previsto que apareciera su primer alumno.
Este alumno era distinto de los demás en más de un sentido. Para empezar, se trataba de una chica, estudiante universitaria en uno de los colleges femeninos. También de modo atípico, estaba tan interesada en el tema que, además de una hora semanal de tutoría con su director de estudios del departamento, había acordado que le enseñaría a Edward su trabajo cuatro veces durante el trimestre. Esto se debía en parte a las cualidades intelectuales de Edward y en parte al tercer rasgo que le confería singularidad: era familiar suyo.
Lucy Masterman era sobrina de Louise, la mujer fallecida de Edward, la hija de su hermano mayor, que ahora estaba en su segundo año de universidad y tenía casi veinte años. Era testaruda, morena, de mejillas sonrosadas, y tenía unos grandes ojos marrones atentos a todo, un rasgo que Louise compartía con ella. Seguía conservando la naturalidad que mostraba de niña, aunque en ciertas ocasiones Edward había llegado a pensar que ella la utilizaba a su antojo cuando trataba con académicos de pelo cano como él.
Y con esa naturalidad le saludó al llegar, puntual como siempre. De hecho, aquella mañana había sido incluso más espontánea de lo habitual, si es que eso era posible. Cuando después echó la vista atrás le dio la sensación de que Lucy había pasado a leerle sin más preámbulos «El uso del cuarteto rimado en la Elegía de Gray», pues tal era el título de su ensayo. Ilustraba su exposición con algunos ejemplos:
Dejó atrás las refriegas y las turbas febriles
sus anhelos más sobrios ya nunca se apartaron
del valle de la vida, sereno, y sus rediles
y el callado tenor de su senda guardaron.
El comentario de Lucy a este fragmento sugería que los sencillos habitantes de la aldea de Gray podrían haberse sorprendido al recibir un tributo tan oneroso, con sus ritmos regulares e intensos y su tendencia al epigrama. Una estrofa como la siguiente, continuó, debió de sonarles más relajada y comprensible:
Y si uno regresara cuyo afán veleidoso
una vez del trabajo del campo lo alejara
tal vez alguien bregase por ser más bondadoso
y muchos en su mesa su presencia anhelaran.
La emoción que invadió a Edward al escuchar estos últimos cuatro versos le resultaba completamente desconocida, y no tenía nada que ver con otras emociones de carácter bien distinto que le embargaron después. Había alcanzado su punto álgido justo en el momento en el que Lucy terminó de leer el último verso, y más tarde fue incapaz de recordar cómo había logrado poner freno a sus sentimientos. Por un instante volvió a ser joven, a ese momento en que todo parecía posible. Lucy hizo una pausa y él le pidió, como si de un decreto real se tratase, que parara durante un minuto y, con un movimiento raro en él, se levantó y paseó a lo largo de la habitación.
—Lucy —dijo con su habitual tono apocado, cuando después de casi medio minuto consiguió reponerse—, ¿sabías que esa estrofa no aparece en ninguna edición conocida de la Elegía?
Él ya había notado que ella se sonrojaba con facilidad. Y eso fue lo que sucedió en ese preciso instante.
—Pensé que podría tratarse de una estrofa descartada de uno de los manuscritos existentes.
—El llamado manuscrito Eton tiene siete estrofas de esas características, pero ninguna de ellas se asemeja en absoluto a los cuatro versos que acabas de leerme.
Ella se sonrojó aún más, pero no dijo nada.
—En cualquier caso, Gray nunca habría escrito esos versos —prosiguió él.
—Parece usted muy seguro de ello.
—Tú también lo estarás, querida, cuando escuches en ellos lo que yo he escuchado. Vuelve a leerlos en voz alta. —En cuanto ella hubo terminado, Edward dijo—: ¿Lo notas? ¿Te suena bien?
—Bueno…
—¿Qué hay de las rimas?
Ella volvió a mirar la hoja de papel y esta vez se dio cuenta de algo.
—¡Oh!
—Precisamente. «Veleidoso» y «bondadoso» componen una rima consonante o perfecta, si bien un poco trivial. «Alejara» y «anhelaran», a pesar de la similitud de las palabras a simple vista, no componen el mismo tipo de rima, algo que cualquier hablante notaría inmediatamente. —Si en el comportamiento habitual de Edward se apreciaban siempre ciertas dosis de vaguedad o preocupación, en ese momento no se vislumbraba ninguna de las dos cosas.
Puede que Lucy lo notara. Dijo con vacilación:
—«Alejara» rima con «amansara» y «abrazara»…
—Y «atufara». Y «anhelaran» con «anegaran» y «allanaran», y con miles de palabras más. Ningún poeta del siglo XVIII, sin duda no uno tan quisquilloso e instruido como Gray, podría haber contemplado una rima como esa.
—Así que mi sentencioso cuarteto es falso.
—Eso me temo. Es obra de un hablante contemporáneo medio, intuyo, con ciertas nociones, aunque no profundas, de la lírica inglesa de ese período, e indudablemente con poco oído para la poesía. Para empezar, ¿no será tuyo, Lucy?
—No. Lo encontré en casa, en el armario de una de las habitaciones de invitados, entre otras hojas de papel para escribir a máquina, que es lo que en realidad estaba buscando, papel para escribir a máquina. Lo había visto allí hacía siglos, y lo había olvidado hasta que me hizo falta… Me refiero al papel para escribir a máquina, claro. Lo típico. Y allí, entre las demás, encontré esa hoja con la estrofa mecanografiada.
—Pero ¿quién la había mecanografiado? ¿Quién la había escrito? ¿Tienes alguna idea?
—En realidad, no. Algún invitado, supongo. No paso mucho tiempo en casa, ya sabe. De hecho, no estoy allí casi nunca.
—¿Puedo ver el papel que encontraste?
Lucy dudó.
—Lo tiré. Probablemente lo escribió alguien que participaba en una de esas competiciones del fin de semana del New Statesman o de cualquier otra revista. Ya sabe: «Escriba unos versos del tipo de este o aquel poema tan conocido».
—Es muy posible. —Esta explicación, como los dos últimos comentarios de Lucy, no satisfizo a Edward, pero la ligera niebla de tedio en la que habitualmente se encontraba inmerso había empezado a filtrarse de nuevo, y durante unos instantes fue incapaz de comprender, e incluso de creer, que cuatro versos que ahora le parecían de lo más corriente hubieran provocado en él tal entusiasmo—. Pero… ¿qué te movió a incluirlo en tu ensayo así, de una forma que sugiriera con tantísima fuerza que era una parte auténtica del poema de Gray?
—¡Oh, eso ha sido bastante estúpido por mi parte! —Lucy pareció sentirse algo incómoda ante esa pregunta—. La verdad es que me preguntaba si lo detectaría y, por supuesto, lo hizo en cuanto terminé de leerlo, ¿no?
—Casi. Pero sigo sin entender qué esperabas ganar con tu pequeño engaño.
—Nada en absoluto. No era más que una broma.
La reacción de Edward ante esta información indicó que las bromas no le resultaban ajenas, aunque había perdido la costumbre de responder a ellas: le costó reírse.
—Eso había pensado yo —dijo, riendo al fin—. Pero parece que se ha vuelto contra ti, querida Lucy.
—¿Qué? Oh, ya veo. Sí, supongo que un poco sí. En cierto sentido.
—Bueno, será mejor que sigamos, ¿no?
Y un segundo después Lucy ya estaba explicando que la transmisión del sentido entre las estrofas dieciséis y diecisiete era un caso único en todo el poema, y pronunciándose sobre lo que eso significaba. Era un ensayo bien escrito, mostraba una auténtica sensibilidad hacia la literatura, una sensibilidad de la que Lucy siempre había hecho gala. Cuando terminó de leerlo y discutirlo con Edward, acordaron que para su siguiente reunión debía considerar si el comentario de Johnson era adecuado: «En todas las odas de Gray hay una especie de esplendor con el que es difícil lidiar y que desearíamos que no existiera».
Ya se estaba levantando para irse cuando Edward insistió:
—¿De verdad que no tienes ni la más remota idea de quién escribió en ese pedazo papel la pseudo-Elegía que encontraste?
—Ninguna en absoluto, me temo. Como ya le he dicho, no paso mucho tiempo en mi casa.
—Habría sido interesante saberlo.
No se habló más del asunto por el momento.
* * *
Unas semanas más tarde, Edward estaba sentado en la sala común de su colegio bebiendo una copa de jerez antes de la cena. Era algo que hacía normalmente cuando cenaba allí, que era la mayoría de las noches, no porque le atrajeran especialmente el precio de la comida o la compañía, sino porque los prefería a la alternativa: una cena solitaria preparada por él mismo en la cocina de su viejo molino. Visitaba asiduamente a varias parejas de amigos casados tanto en el propio Cambridge como en sus alrededores, en el campo, pero no era el tipo de hombre al que le gustara acordar una cita fija para que sus amigos lo alimentaran. De vez en cuando cenaba en algún otro colegio, y una o dos veces al trimestre pasaba el fin de semana en casa de su cuñado, pero la noche en cuestión estaba en el lugar donde solía pasar las noches.
A lo largo de los años la presencia de Roger Ashby, miembro del Departamento Historia Europea Moderna, en el sillón contiguo al suyo se había convertido en algo cotidiano en esas veladas. A Edward no le molestaba en absoluto, excepto cuando Ashby comentaba lo parecidas que eran las circunstancias en las que se encontraban, dado que él se había divorciado de su mujer cuatro años antes y no se había vuelto a casar. Por suerte, esta no resultó ser una de tales ocasiones. En lugar de ello, preguntó con cierto retintín si Edward había leído el periódico del día.
—Todavía no —dijo Edward. Ya le había explicado a Ashby en más de una ocasión que leer el periódico era algo que le gustaba hacer en casa, justo antes de dormir, con un pequeño tentempié nocturno y una copa.
—Seguro que te interesa. Hay un tipo que afirma haber descubierto unos versos hasta ahora desconocidos de la Elegía de Gray. Si no me equivoco, mi querido e infatigable compañero, ese es uno de los poemas en los que estás especializado, ¿no?
—Me interesa mucho, claro. ¿Cita el periódico el pasaje en cuestión?
—Sí, pero me temo… Oh, discúlpame.
Mientras Ashby cruzaba la habitación y volvía a su sitio, Edward sintió en su interior otro arrebato, por llamarlo así, de la misma emoción que lo había invadido cuando Lucy empezó a recitar su estrofa espuria. Ahora, como entonces, le resultó difícil quedarse quieto.
—Sí —dijo Ashby, pasando a las páginas centrales del periódico que había cogido y preparándose, obviamente, para leer la parte en cuestión en voz alta.
Edward se lo impidió diciendo:
—Déjame ver si adivino esos versos.
—Creía que habías dicho que no…
—Aun así, tengo una intuición. ¿Me dejas intentarlo?
Ashby cedió de buen talante, y se mantuvo en silencio mientras Edward recitaba palabra por palabra lo que le había leído Lucy en su tutoría. Ese alarde de buena memoria no despertó la admiración de Ashby, que mantenía la vista fija en lo que tenía frente a él y movía la cabeza hacia los lados, vacilante.
—¿Eso es todo? —preguntó finalmente.
—Sí. ¿He acertado?
Tras negar de nuevo con la cabeza, Ashby dijo:
—Bueno, tal vez sea mejor que me limite a leerte lo que pone aquí.
—Preferiría verlo con mis propios ojos —dijo Edward. Confiaba más bien poco en la voluntad o la capacidad del otro hombre para leer cualquier cosa en voz alta sin incluir sus propios comentarios al respecto. El modo en que estaban dispuestas las palabras en la página distorsionaba su forma de estrofa, pero su mente pronto rectificó y leyó:
Y si uno retornase cuyo risible sueño
del honrado trabajo muy lejos lo tentara
tal vez nadie le hablara al pasar su peceño
ni al fin de la jornada su amistad implorara.
De noche está seguro en su catre aldeano,
de día pisa el suelo que lo ha visto brotar,
y contempla algún sitio todavía a desmano
para sus viejos huesos en su patria sembrar.
Edward asimiló estos versos antes de echar un vistazo al resto del artículo. Este informaba de que las dos estrofas citadas habían visto la luz entre un montón de papeles manuscritos en la biblioteca de una casa de Londres cuyo nombre no le resultaba en absoluto familiar. La autenticidad de los documentos no podía confirmarse aún, pero estaba siendo certificada por expertos en literatura del siglo XVIII y en historia de materiales de escritura. El descubridor de los papeles deseaba permanecer en el anonimato mientras se llevaba a cabo la verificación, aunque él mismo era una autoridad reconocida en la poesía de ese período.
Ashby había permanecido en silencio desde que Edward empezara a leer, cosa rara en él. Estaba tan concentrado en la lectura que no se había dado cuenta de que se había marchado y volvía ahora con dos copas de jerez, haciendo caso omiso a la protesta de Edward de que un vaso antes de la comida era lo máximo que se permitía.
—¿Te has formado ya una opinión acerca de la autenticidad de esos versos? —preguntó Ashby.
—Mi primera impresión —dijo Edward cuidadosamente— es que me parece poco probable que su autor sea Thomas Gray. —Seguía perturbado por esta secuela inesperada de la estrofa de Lucy, como él la había denominado, y por lo que esta podría significar.
—Está claro que no eres uno de los expertos a los que ha consultado el descubridor anónimo. Lo cual resulta un poco sorprendente, ¿no? Considerando tu reconocido prestigio.
—Gracias, Roger, pero hay bastantes más personas que gozan por lo menos del mismo prestigio.
—¿En serio? En cualquier caso, menos preparados que tú para detectar una falsificación.
—Eso también es posible, por supuesto.
—Aunque una falsificación exitosa de la misma época tendría mucho valor.
—Hoy en día una falsificación razonablemente minuciosa y físicamente atractiva de un poema tan famoso, aunque se haya reconocido abiertamente que se trata de una falsificación, valdría una suma considerable de dinero, especialmente en los Estados Unidos. Sería interesante echarle un vistazo a ese manuscrito. Me pregunto si…
Lo que Edward se preguntaba en ese momento competía sin éxito con el zumbido del teléfono del salón. Responderlo era una de las aficiones de Ashby. Atravesó la habitación, abriéndose paso entre parejas de catedráticos viejos y jóvenes y uno o dos clérigos, y contestó al aparato. Cuando colgó, tenía los ojos puestos en Edward.
—Llamada de Suffolk para ti en la portería —dijo Ashby—. Una tal señorita Masterman.
Edward tardó aún menos en coger el auricular en la portería de lo que había tardado en apropiarse del periódico. Todavía respiraba con dificultad cuando preguntó quién era.
—Aquí su alumna y familiar favorita —dijo la joven y conocida voz—. ¿Cómo está?
—Bien, pero ¿por qué no estás en Cambridge?
—Estoy repasando para los exámenes, por supuesto, especialmente para Metafísica. Han pasado siglos desde la última vez que le vimos por aquí. Estaba pensando que si está usted libre… ¿por qué no viene a la hora de siempre el viernes?
—Mi querida Lucy, no se me ocurre nada que me apetezca más hacer.
La calidez de la respuesta de Edward claramente pilló un poco por sorpresa a Lucy.
—¡Oh! —dijo—. Vaya, ¡qué buenas noticias! Aunque me temo que le resultará terriblemente aburrido, solo yo y mis ancianos padres…
—La situación ideal.
—¿De verdad? Iba a ofrecerle un aliciente, pero parece que no necesita ninguno.
—¿Qué tipo de aliciente?
—Solo que tengo algo más que contarle acerca de…, se acuerda, eso de la Elegía de Gray. Ya sabe, esa estrofa falsa que incluí en mi ensayo.
Estuvo a punto de exigirle que se lo dijera en ese mismo instante, pero pensó que, dadas las circunstancias, lo mejor sería contenerse. En lugar de eso, le preguntó:
—¿Has visto el periódico de hoy?
—Sí, ¿por qué?
—Mira otra vez. Página 7.
—Un segundo intento más exitoso, o al menos un intento posterior. Lucy se había acomodado en el salón de sus padres en una de esas posiciones en cuclillas imposibles para cualquier varón normal al oeste de Suez.
—¿Estamos seguros de eso? ¿Tiene alguna importancia?
—Una cosa así siempre es importante —dijo Edward desde el sofá—. No, no estamos seguros, ¡cómo podríamos llegar a estarlo!… Pero hay fuertes indicios en el hecho de que esta vez ha evitado esa pobre rima que encontramos en tu texto. Parece ser que él también la detectó. ¿Puedo echarle otro vistazo a lo que me enseñaste?
—Mi texto, ¡caramba! —dijo Lucy pasándole la hoja mecanografiada.
—Hmmm. Sí, esto es solo un borrador, buen material para un trabajo definitivo, probablemente con una o dos versiones previas. Una primera pista que tú nos has proporcionado…
—Gracias, tío Edward.
—¿Estás segura de que no hay otros fragmentos circulando por ahí?
—Tan segura como es posible sin echar abajo la casa entera ladrillo a ladrillo.
—Está bien, Lucy. Bueno, aquí está. Daría lo que fuera por saber quién ha maquinado todo esto.
—¿De verdad? ¿Qué haría usted si lo supiera? ¿Qué beneficios podría traerle?
—Llámalo curiosidad. O instinto. Simplemente quiero saberlo.
—¿Ayudaría en algo descubrir quién mecanografió el texto?
—¿Qué dices? ¡Por supuesto que ayudaría! Cien, mejor mil a uno a que se trata de la misma persona. ¿Por qué? Supongo que no vas a decirme que sabes quién fue… No creo que pudiera soportar otra emoción.
Lucy se levantó de un salto de la alfombra y se sentó junto a Edward, girándose hacia él con la mayor naturalidad.
—Me temo que he estado guardándomelo para decírselo cara a cara.
—Como el texto mecanografiado. Está bien, pero, por favor, resúmelo todo lo que puedas.
—Por supuesto. ¿Por quién me toma? Lo primero que hice fue rastrear la máquina de escribir. Eso fue fácil.
Sacó una hoja que, aunque un poco arrugada, se asemejaba bastante a la que él sostenía en la mano. Edward las comparó.
—Son muy similares —dijo después de un par de minutos.
—Más que similares. Mire las «d» de «veleidoso» y «bondadoso». La parte abultada tiene una pequeña fisura cerca del borde inferior. ¿Ve? Y las «s» en toda la página, muy separadas, hacia la derecha. Y la «h», casi como una «n».
Después de un corto intervalo, Edward dijo:
—Sí, ya lo veo. Pero qué…
—Pertenece a mi padre. En cuanto vi el original, reconocí su máquina de escribir. Alguien que pasó aquí el fin de semana se la pidió prestada una tarde. ¿Quiere saber quién fue?
—Bueno, llegados a este punto, supongo que sí.
—Bien. Se llama coronel Orion Procope. —Deletreó el apellido—. Tres sílabas, el acento en la primera —explicó—. ¿Le dice algo ese nombre?
—Hay un restaurante en París que se llama así, pero me temo que nunca he oído hablar de ese individuo.
—Tengo la impresión de que delante hay un sir, o puede que incluso haya un lord por ahí, y estoy bastante segura de que hay una cruz militar detrás. Está claro que hizo algo muy valiente en el desierto. ¿Mejor así?
—Lo siento.
—Bueno, por lo menos lo he intentado. Eso sí, el coronel, que es como quiere que se dirijan a él, Orion Procope tiene el aspecto de, ya sabe, alguien que cambia de nombre con cierta frecuencia. En cualquier caso, tendrá la oportunidad de juzgarlo por sí mismo dentro de un rato.
—¡¿Qué?!
—Ahora soy yo la que lo siente —dijo Lucy, sin que pareciera sentirlo demasiado—. Sí, viene a cenar. Prometo que esta es mi última sorpresa.
—Al menos por este fin de semana. Bueno, eso es un consuelo.
Antes de que fueran a cambiarse para la cena, Lucy desveló algo más acerca del valeroso coronel. Su casa no estaba muy lejos, pasado Suffolk, cerca de la costa. Vivía solo, «aparte, por supuesto, de los pescadores que pasaban por allí de vez en cuando», según Lucy. Lo habían invitado a pasar el fin de semana un par de veces ese año, y había ido a comer o cenar algún domingo, como mucho… Puede que jamás lo hubieran convidado de no haber sido por la aparente situación de soledad en la que se encontraba, «y puede que ni siquiera lo hubieran hecho si mamá no fuera una blandengue». Había conocido al padre de Lucy en el transcurso de algún negocio «mortalmente aburrido» en la City de Londres… Sabían poco de él, era un hombre de pocas palabras.
Edward solía alojarse siempre en la misma habitación, en el extremo este de la casa; la misma al menos desde la muerte de Louise. Durante algunos meses, había creído que nunca sería capaz de volver allí, pero, una vez decidió intentarlo, no le resultó tan difícil. En aquella época, de hecho, aquel lugar solo era para él un sitio en el que había pasado algunos momentos felices con ella. Ahora, en cambio, lo valoraba más por lo que era en sí mismo: por su amplitud, aunque no era ni muy grande ni muy antiguo, y por su silencio. Le gustaba esa parte de East Anglia, donde nunca hacía sol durante mucho tiempo, pero cuyo cielo siempre era inundado momentáneamente por la luz en algún momento del día, un cielo que Constable nunca había olvidado.
Por supuesto, también asociaba ese sitio a Lucy. Ahora que se encontraba momentáneamente fuera de su vista, le resultaba más fácil pensar en ella, y también considerar con algo de objetividad el parecido que guardaba con su tía: el tono de su piel, la expresión de su rostro, con esos ojos redondos y esas cejas arqueadas… Un parecido que se acentuaba incluso más por su forma de caminar, derecha pero con la cabeza un poco gacha. Le había dado la impresión de que la mirada de esos ojos marrones se había vuelto más directa recientemente, aunque ahora no estaba seguro. Pero tenía que reconocer que al principio solo la había visto como una versión de Louise…
Se estaba anudando la corbata frente al tocador cuando, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento lejano a través de la ventana que daba al Este. Enseguida distinguió un vehículo que se aproximaba descendiendo una colina baja. Desapareció durante unos segundos antes de reaparecer y entrar en la propiedad: se trataba de un coche de aspecto caro pintado de un azul muy oscuro adornado con toques de carmesí. Después de detenerse, un poco más adelante del lugar donde Edward se encontraba, y no debajo de él, durante un corto período de tiempo no ocurrió nada más. Luego, un hombre bastante joven con un traje negro y una gorra de chófer se bajó del asiento del conductor, y otro, de más o menos la edad de Edward, del asiento del pasajero. Lo que pudo ver de este último le indicó que se trataba de un hombre de aspecto corriente vestido con un esmoquin, ni alto ni bajo, con una espesa cabellera castaña que parecía conservar casi por completo su color, aunque algo en el coronel Procope hizo que Edward se apartara precavidamente de la ventana.
No hubo ni rastro de esa sensación cuando al fin se lo presentaron. De hecho, el coronel le causó una impresión favorable por su actitud abiertamente franca y la contenida amabilidad con la que saludó a los tres Masterman. Cuando se acercó a Edward, consiguió transmitirle su satisfacción por conocer a alguien de quien había oído hablar tan bien. Su aspecto bastante poco militar, un resto de barba incipiente cerca de una oreja y la corbata mal anudada hacían que más bien recordara a uno de los colegas de Edward, o a la idea que normalmente se tiene de ellos. Tal vez podría haberse objetado que hablaba demasiado bajo para lo que se consideraría unos modales perfectos.
El primer tema de conversación que Edward recordó después surgió durante la cena, y llegó precedido por una fugaz mirada de advertencia, o de furia, que Lucy le dirigió.
—Oh, coronel —dijo—, ¿tengo razón al creer que consiguió usted una medalla por algo valeroso que hizo en la guerra?
Antes de responder, Procope la miró fijamente pero sin volverse hacia ella; solo unos segundos después giró la cabeza: un ardid ligeramente desconcertante que no realizaba por primera vez esa noche, según había podido observar Edward.
—¿Una medalla? —repitió con jocosa pomposidad—. Vamos, si cualquier hijo de vecino consigue una… Lo que me dieron fue una condecoración, ¿eh? La vieja Cruz Militar, ya sabes. De hecho, Lucy querida, creo lo sabes de sobra.
—Quería asegurarme. Resulta que estaba hablando con una de mis compañeras cuando casualmente salió usted en la conversación y ella me dijo que estaba bastante segura de que recordaba que su padre le había contado que había conocido a alguien con su nombre u otro parecido en algún sitio durante la guerra del norte de África…
—Cuando recobres el aliento, dime en qué unidad estaba. —El coronel le dirigió una mirada vagamente conspiratoria a la madre de Lucy, Kate Masterman, que le respondió con una sonrisa. Sin duda aquellos dos se llevaban bien, pensó Edward, pero de un modo amistoso, sin que por parte de Kate se percibiera ningún rastro de la blandenguería que su hija había descrito.
Lucy pareció rebuscar en su memoria.
—¿Podría haber sido una Rata del Desierto?
—Sin duda. Aunque yo no tenía mucho que ver con ellos. Pertenecían estrictamente a la 7.a División Acorazada; yo estuve con la 10.a la mayor parte del tiempo.
—Es verdad. Edward también estuvo en el desierto, ¿verdad, tío?
—Solo durante un par de semanas —dijo Edward con tono desalentador. Había visto suficiente acción, pero lo más cerca que había estado del desierto había sido Anzio, en Italia.
Si Lucy había esperado acorralar de algún modo a Procope, obligarlo a mostrarse excesivamente reservado o locuaz, debía de sentirse decepcionada. En aproximadamente cinco minutos había demostrado que tenía experiencia de primera mano luchando en el norte de África o, al menos, que había sido informado concienzudamente por alguien que sí la tenía. Ya se tratara de una cosa o de la otra, Edward fue totalmente incapaz de considerarlo el tipo de hombre que podría haber intentado falsificar un par de estrofas de la Elegía de Gray. Por otro lado, tenía que admitir que sí daba el perfil de una persona con tendencia a cambiar de nombre, como había dicho Lucy. Edward también compartió esa sensación, e incluso le pareció detectar algo falso en el amistoso adiós que el individuo le dedicó a Kate cuando las dos mujeres abandonaron la mesa.
Así que, por todos estos motivos, Edward se quedó más que sorprendido cuando escuchó a Procope decir, casi en cuanto se hubo cerrado la puerta:
—Tengo entendido que es usted una gran autoridad en Thomas Gray, doctor Saxton. El tipo que escribió la Elegía.
—Supongo que se podría decir así. Como sea, es muy amable de su parte haberse informado, coronel.
Procope puso una de sus caras raras.
—Bueno, he de reconocer que lo he hecho. Y bien, supongo que usted piensa que Gray es un poeta bastante bueno; de otro modo, no se habría tomado la molestia de dedicar tanto tiempo a estudiarlo.
—Sí, creo que como mínimo es bastante bueno.
—Lo siento. Por supuesto, sé que soy un auténtico lo-que-usted-consideraría un profano, un amateur, pero siempre me ha llamado la atención el viejo zagal de pelo cano y todo ese mundo de la poesía. Hubo un tiempo en el que era capaz de recitar estrofas completas que me sabía de memoria. No te inquietes, Toby, no me dispongo a invadir tu comedor con una lectura poética.
Toby Masterman hizo un comentario inofensivo. A ojos de Edward, el aspecto de este era indiscutiblemente más parecido al de un militar que el de su invitado, pero en ningún caso era el prototipo de soldado apuesto que uno tiende a asociar a esa profesión: rechoncho, rubicundo… Su cuerpo voluptuoso era tan diferente del de su difunta hermana que, aunque en el pasado le había resultado ligeramente cómico, ahora casi agradecía que no le recordara constantemente a ella. Parecía inaudito que él hubiera engendrado a Lucy.
Después de una o dos palabras laudatorias sobre el oporto que circulaba en ese momento, Procope dijo con renovada vivacidad:
—Considerando todo esto, me siento afortunado por haberme topado con un experto como usted, doctor Saxton, justo cuando acaba de publicarse esa noticia en el periódico sobre las estrofas adicionales del poema que parecen haber surgido de la nada. Naturalmente, la habrá leído. Dígame, extraoficialmente, por así decirlo, ¿qué opina de esas estrofas? Aunque, por descontado, entendería perfectamente que no quisiera comprometerse hasta tener más información al respecto.
Edward intentó no olvidar en ningún momento que la pregunta provenía del supuesto autor de las estrofas en cuestión.
—Bueno —dijo con cautela—, en cuanto al mérito poético, lo que leí no me pareció demasiado bueno; en todo caso, muy por debajo del nivel general de la Elegía, pero es verdad que lo que Gray escribió me resulta tan familiar que he perdido la objetividad. Lo que intento decir es que resulta difícil comparar lo conocido con lo desconocido.
—Yo soy bastante inútil para esas cosas. Pero valoro su opinión, incluso se la pido, porque arroja algo de luz sobre una cuestión que, admito, me interesa muchísimo: la autenticidad de esos ocho versos. ¿Cuál fue su reacción cuando los leyó por primera vez? ¿Son realmente de Gray? Según su punto de vista, claro…
A Edward le dio la sensación de que lo mejor era evitar una respuesta definitiva.
—Eso es más complicado —dijo—. No me corresponde a mí opinar. No conozco suficiente a los contemporáneos de Gray de menor nivel para estar seguro por completo.
—Es usted demasiado modesto, doctor Saxton. Debe usted de inclinarse hacia un lado u otro.
—No me gustaría comprometerme a nada sin volver a echar un vistazo a esas estrofas.
—Eso tiene fácil arreglo. —Procope sacó una cartera de la que cogió cuidadosamente un pulcro recorte de periódico—. Como se suele decir, da la casualidad de que…
Edward trató de fingir cierto interés mientras miraba de nuevo lo que Roger Ashby ya le había descubierto esa misma semana. Sintió que se sonrojaba hasta tal punto que habría podido rivalizar con Lucy, e hizo lo posible por simular un ataque de tos. Era extraordinariamente difícil leer las palabras impresas sin dejar de mirar hacia donde apuntaban.
—Lo siento, Toby —dijo Procope—, terminaremos enseguida.
—Tomaos vuestro tiempo, estoy muy cómodo aquí.
—Leíste el artículo, ¿no? ¿Qué crees?
—Creo que el oporto lo tienes tú —dijo Toby.
Puede que las circunstancias en las que leía las estrofas en ese momento hicieran que Edward inmediatamente observara en ellas algo que no había percibido antes, algo que lo sumió en una agonía aún mayor por tener que continuar disimulando. Decidió que, ya que tenía que decir algo, lo mejor sería decir la verdad.
—En mi opinión, estos versos no son obra de Thomas Gray —dijo.
—¡Ah! ¡Gracias! Le agradezco, doctor Saxton, que haya pronunciado el tipo de veredicto que yo tenía la ligera esperanza de que usted pronunciaría.
En lugar de ser honesto y mirar con los ojos como platos al coronel, Edward trató de limitarse a observarlo con educado interés y expectación.
—Como acabo de decirle, soy un completo amateur en asuntos literarios, y me interesan solamente una o dos cosas, pero, incluso así, o quizá por esa misma razón, me complace que un profesional confirme mi juicio subjetivo.
Esta vez Edward consiguió decir:
—Sí, ya veo.
—Asumo que se han puesto en contacto con usted y le han pedido su opinión de experto. ¿No? Bueno, no se preocupe, lo harán. Y, cuando lo hagan, espero que denuncie usted esta impúdica falsificación y se desvele toda la verdad. Aunque, igual que antes, solo tengo una leve esperanza. He de reconocer que, aunque el tema ha despertado mi curiosidad, a nivel personal me da igual si esos versos son auténticos o falsos. Absolutamente igual. Ni siquiera he apostado nada. ¿Qué tienes que decir a eso, Toby?
—Digo que deberíamos considerar unirnos a las damas.
Después de que el coronel se marchara y Lucy subiera a acostarse, Edward se reunió con Toby y Kate en un rincón del salón para tomar la última copa. En el exterior de la casa, la quietud era absoluta.
—Un tipo interesante, el coronel Procope —soltó Edward a modo de anzuelo.
Pero no pescó nada. Kate dijo que pensaba que el coronel era bastante patético, Toby añadió algo más, una suerte de disculpa alegando que los vecinos escaseaban, y el tema se agotó antes de que Edward pudiera contar su ocurrencia de que el tipo le recordaba a un minifundista deshonesto. Un momento después, Kate le preguntó a Edward cómo veía a Lucy, y en este punto Toby se revolvió en su silla como dando a entender que con lo que habían hablado acerca de su hija en esos días ya tenía más que suficiente.
Esta vez, Edward habló con cautela:
—Yo la veo bien —dijo, aunque no le sorprendió oír a Kate decir que su aspecto exterior era una minucia en comparación con el bienestar interior o la falta de él que parecía haberse apoderado de su hija en los últimos tiempos. Al parecer era en este sentido en el que Lucy daba motivos de preocupación, puesto que acababa de romper súbitamente con un casi-prometido de lo más conveniente.
—Y sin ningún motivo en especial —dijo Kate—. Se limitó a alegar que de repente se había vuelto un terrible aburrimiento.
—Juro por Dios que lo fue desde el principio —dijo Toby—. Un engreído, eso es lo que era. Maldita sea, deja que la niña cometa errores y cambie de opinión de vez en cuando. Todavía no tiene ni veinte años.
—No se trata solo de eso, y lo sabes muy bien. No le gusta ninguno de los jóvenes de su edad, y nunca le han gustado. Pensaba que Cambridge le abriría los ojos, pero, desde ese punto de vista, ha resultado un fracaso absoluto.
—Oh, Katie, dale un respiro a la pobre cría… Necesita tiempo.
—Si hay algo que yo pueda hacer… —dijo Edward.
—Es muy tierno por tu parte, querido Edward, pero tengo la impresión de que a esa niña tú le pareces alguien tremendamente distante y mayor. Por supuesto, te aprecia muchísimo, pero como a un tío lejano, que al fin y al cabo es lo que eres. Ya haces bastante por ella estimulando su interés por la literatura.
Y eso debería bastarle a cualquier tío, pensó Edward un poco más tarde, mientras se desvestía en su habitación. Apagó la luz y miró hacia afuera, al paisaje silencioso. En un rincón de su mente se escondía una emoción y algo que ansiaba con levísimo entusiasmo. La emoción se debía a Gray y a Procope, y ese algo que ansiaba era la perspectiva de discutirlo con Lucy. Pero un entusiasmo, sea cual sea su magnitud, fruto de esa perspectiva no podía ser más que producto de la costumbre y la memoria.
—Y estoy bastante seguro de que lo decía en serio —le dijo Edward a Lucy a la mañana siguiente, mientras finalizaba el relato de su conversación con el coronel Procope.
—Pero eso es imposible —dijo ella.
—Supongamos que al coronel le da absolutamente lo mismo que esas estrofas sean o no auténticas. No le importaría que se demostrara que lo son o que se las considerara así. Veamos si puedes encontrar motivos para…
Dejó de hablar, pues le pareció que ella había dejado de escuchar. Habían llegado a la cancela cerrada con el pequeño candado y ahora estaban entrando. Lucy hizo tintinear el mango del cubo que llevaba y el suave sonido bastó para atraer la atención de un gran caballo que había junto a un seto lejano. El animal inmediatamente llegó trotando hasta ellos con lo que a Edward le pareció un ímpetu excesivo. Visto de cerca, tenía el tamaño aproximado de un alce adulto, de color predominantemente marrón rojizo, aunque con la crin y la cola negras y unos grandes dientes blanquecinos, que sobresalían de modo prominente mientras respiraba con agitación. Después, le dio un cabezazo a Edward en el pecho y, sin la menor ceremonia, empezó a devorar el contenido del cubo.
—¿Te acuerdas de Boris? —dijo Lucy y, cuando Edward la miró desconcertado, añadió con leve impaciencia—: Ya sabes, por Boris Godunov.
—Pensaba que se llamaba Virginia, por Virginia Woolf.
—Esa era la yegüecita que tenía hace siglos. Ya murió. Ahora es el turno de Boris.
Y tanto que era el turno de Boris, en tanto en cuanto la atención de Lucy se dirigía exclusivamente hacia él, sin que sobrara ni un poco para Edward. A continuación lanzó una cuerda sobre el cuello del caballo y en un segundo estaba montada sobre él. Durante un momento se quedó ahí sentada muy quieta y derecha. Parecía más alta que antes; Edward casi contuvo la respiración ante su actitud solemne y poderosa. Entonces se alejó, y volvió a ser de nuevo una chica al trote y a medio galope en el potrero de su padre. Él, Toby, había profetizado que el caballo le sobraría en cuanto encontrara al hombre adecuado.
En cuanto pudo, el hombre con el que se encontraba en ese momento dijo:
—Ahora, Lucy, quiero que hagas un experimento por mí. —Mientras ella cerraba la cancela tras ellos, él sacó su copia de las estrofas, pero no se la entregó inmediatamente—. Intenta olvidar que esto puede ser parte de la Elegía de Gray. Comprueba si eres capaz de olvidar el hecho de que está en verso, lo cual no debería resultarte tan difícil, considerando lo mal que lo ha publicado el periódico. Vamos. No tienes ni idea de lo puede ser esto, acabas de encontrártelo escrito en un bloc en este mismo momento. Venga, aquí lo tienes.
Lucy se detuvo en el camino de grava para leer. A él le pareció un milagro que ella pudiese leer sin ayuda extra y con luz diurna normal, viviendo como vivía él en un mundo en el que todos usaban gafas, la mayoría todo el tiempo, como era su caso. Ansioso, intentó meterle prisa sugiriéndole que se limitara a prestar atención al significado de lo que tenía ante sus ojos, pero ella habló al mismo tiempo y, con un gesto de la cabeza que condenaba su propia torpeza, Edward le indicó que continuara.
—Lo que dice… Si alguien se ha equivocado o ha acudido al lugar equivocado y quiere volver sobre sus pasos, volver al inicio del camino, estaría completamente… —dijo Lucy.
—Seguro. Es la mejor palabra que se podría haber elegido. Aunque no es en absoluto el estilo de Gray, es una especie de juego de palabras, latín securus, se más cura, libre de cuidado, también en moderno secure, en un estado de seguridad, no expuesto al riesgo de movimientos o vigilancia hostil y encubierta.
—De hecho el mensaje parece ser…
Edward estaba demasiado emocionado para dejarla terminar:
—El mensaje. Eso es lo que es. Un mensaje. Buen trabajo. De repente anoche lo vi claro. ¿Cuál es la característica que distingue a ese periódico de cualquier otro? Está bien, hay varios, pero el que nos interesa se distribuye a nivel mundial.
—Llega muy lejos.
—Si quisieras enviarle un mensaje a alguien a quien no pudieras localizar, de quien ni siquiera pudieras decir con seguridad en qué país se encuentra, ¿qué medio mejor que ese? En realidad, ¿qué otro medio existe? Que se probara que se trata o no de una falsificación, te resultaría absolutamente indiferente. Puede que incluso dejaras borradores del mismo tirados por ahí.
—Siempre y cuando el destinatario lo viera.
—Cierto es que tendrías que asumir ese riesgo, pero casi podrías apostar a que lee el periódico cada día. Claro que tendría que mostrar algún tipo de interés en la literatura, pero con algo como la Elegía no tendría que ser un experto en el tema. Y no se pierde nada, pues si no se recibe respuesta al mensaje, aún se puede pensar en alguna otra opción.
Ya habían llegado a la carretera cuando Lucy dijo:
—Está bien, cuéntame el resto, sea lo que sea.
—¿Cómo sabes que aún hay más?
—Porque no estoy ciega ni sorda. Vamos, tío Edward, dispara.
—Muy bien, allá va. Uno. El coronel Procope, Cruz Militar. Cuando te dije que nunca había oído hablar de nadie con ese nombre, estaba diciendo la verdad. Pero nada más verlo supe que lo había visto antes, y en algún contexto siniestro. No recordé ningún detalle más hasta que esta mañana me desperté acordándome de quién era y de dónde lo había visto. Seguía sin poder recordar su verdadero nombre, y sabía que no lo había visto en persona, sino en unas pocas fotografías, que, en cualquier caso, pertenecían a un contexto siniestro.
»Dos. Guy Burgess y Donald Maclean. ¿Te dicen algo esos nombres, Lucy?
—No demasiado. ¿No eran esos espías comunistas de los que se habló mucho hace unos años?
—Hace once años, para ser precisos, en 1951. En cualquier caso, fue entonces cuando los descubrieron y huyeron a Rusia, donde deben de estar ahora.
—Ah, sí… Nuestras fuerzas de seguridad metieron la pata hasta el fondo.
—En realidad, no. Era fin de semana y no fueron capaces de conseguir que nadie firmara las órdenes de arresto. A eso se le llama cumplir la ley al pie de la letra.
—Eso tiene algo de metedura de pata.
—Estoy de acuerdo en que algo así jamás habría ocurrido en Rusia.
—Hmmm. Acepto el reproche —dijo Lucy—. Pero ¿cómo sabes tú lo de las órdenes?
—No es un secreto. Pero la respuesta a tu pregunta nos lleva al punto tres: Edward Saxton, doctor en Literatura. ¿Dónde está ese pub del que he oído hablar tanto?
—Se ve desde aquí.
—Es verdad. Antes de que lleguemos, permíteme que te cuente que durante esa época hice algunos trabajos para el M15, al que a partir de este momento tú y yo llamaremos simplemente «la empresa», ¿me sigues? No estoy a tu altura en lo que respecta a revelar misterios, pero no te contaré el resto hasta que tenga una cerveza en la mano.
El bar era fresco, oscuro y silencioso. Edward y Lucy llevaron sus copas hasta una ventana que daba a un tramo poco frecuentado de la carretera y a un seto verde con un bosque detrás. Los colores parecían más vivos bajo el sol templado. No se respiraba el humo de la gasolina, solo aromas campestres. Edward dio un sorbo satisfecho a su cerveza.
—Uno acaba cansándose de beber vino día sí, día también —dijo él—. Aunque lleva tiempo, supongo. Ahora, déjame que te cuente brevemente. Hace años ayudé un poco a la empresa con el fin de intentar localizar el falso patriotismo entre los antiguos hombres de Cambridge… Puede que recuerdes que tanto Burgess como Maclean habían sido estudiantes en esa universidad. Pero hubo otros que nunca fueron investigados, o no hasta ese momento… Media docena, entre los que se encontraba el coronel Procope, que escapó de la acusación por falta de pruebas. Nada pudo probarse contra él o su amigo íntimo, o puede que fuera más que un amigo íntimo, al que yo conocía como Green, aunque era obvio que el tal Green estaba a cargo de algo que no conocíamos, porque él también se esfumó a Rusia solo tres semanas después de que lo hicieran los buenos de Guy y Donald. Green estudiaba Inglés en Cambridge, lo cual puede denotar cierto interés en la literatura, aunque estoy de acuerdo en que…
—Intuyo que Green sigue en Rusia. Pero si lee el mensaje del coronel, muy pronto lo tendremos de vuelta.
Edward frunció el ceño con preocupación.
—Ojalá pudiéramos hacer algo más, pero no creo que ahora mismo estemos en condiciones de actuar.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso?
—Honestamente, no veo que podamos dar ninguno. Solo tenemos conjeturas, y lamento decir que no parece que a nadie se le esté pasando por la cabeza que en el trasfondo del asunto haya algo ilegal. Sería interesante pinchar el teléfono de Procope, pero eso tampoco es viable. Lo único que podemos hacer es no quitarle ojo al periódico.
—¿Ayudaría saber cómo consiguió que publicaran la noticia?
—Hablaré con la empresa.
Lucy miró a Edward, que le sostuvo la mirada. Dijo:
—Nunca te tomé por un…
—Ten cuidado.
—… comerciante, además de un experto en Gray.
—Hay comerciantes de todas las formas y colores. ¿A qué hora es el almuerzo?
Cuando salían, el propietario saludó a Edward cortésmente con la cabeza y le dijo a Lucy:
—¿Cómo está mi viejo amigo Boris?
—Oh, está bien, gracias, señor Littlejohn.
—¿Ya lo has llevado a hacer una excursión en condiciones?
—He pensado que quizá la semana que viene.
—Le gustará —dijo el propietario, quien con su elegante traje y aspecto generalmente cuidado parecía el urbanita que no era. Dejando una herradura pulida sobre el mostrador, añadió:— En cualquier caso, aquí tienes un regalo para él.
—¡Oh, le va a encantar! La clavaré en la puerta de su establo.
II
El repaso, especialmente de los metafísicos, y el mal tiempo se aliaron para posponer el día en el que Lucy clavó ceremoniosamente la herradura en la puerta del establo de Boris. Pero, cuando ese día llegó, era tan claro y luminoso, y el pronóstico del tiempo tan prometedor, que planeó una excursión en condiciones con él para el día siguiente.
A las seis ya estaba en pie. Se puso su viejo abrigo de tweed encima del camisón y fue a buscar al caballo a su establo, que estaba frente a la cocina, y le echó pienso y maíz en el comedero. Un rocío denso destellaba sobre la hierba, el cielo estaba cubierto por un ligero velo, aunque era azul y estaba despejado, y reinaba esa quietud que se notaba siempre al inicio de un hermoso día de calor. Ya casi lista para salir, se preparó un copioso desayuno compuesto por un huevo frito, beicon y tomates, lo más sensato antes de una jornada a caballo. Se dedicó a ojear el periódico, que para entonces ya había llegado, mientras comía.
Le llamó la atención una pequeña nota que decía que había quedado demostrado que las presuntas estrofas adicionales de la Elegía de Gray, de cuyo hallazgo se había informado hacía poco, eran una falsificación moderna. La petición por parte del descubridor de permanecer en el anonimato se había respetado. Esta información reavivó el interés casi desaparecido de Lucy por el asunto, e incluso le trajo una visión del coronel Orion Procope reaccionando con total indiferencia a la noticia, pero la apartó de su mente mientras se hacía unos sándwiches de queso cheddar, con cebolla picada y montones de pepinillos dulces. Cuando hubo terminado, preparó un termo de té, reservando el suficiente para llevarlo a la habitación de sus padres con unas pocas galletas de arrurruz que ella personalmente encontraba de lo más aburridas.
El reloj del abuelo que había en el vestíbulo dio las ocho: hora de cepillar y ensillar. La silla de montar de Lucy, un regalo de cumpleaños, seguía el patrón de las del ejército, lo cual significaba, entre otras cosas, que tenía ganchos suficientes para colgar una mochila con sus provisiones, un morral con las cosas de Boris, su jersey de pescador negro y una manta para él. El caballo se dio cuenta de inmediato de que estaba lista, así que procedió a salir. Un minuto más tarde, Lucy estaba conduciendo a Boris hacia la carretera, y su figura, en la postura erguida que Edward conocía tan bien, impresionaba bastante más con los pantalones de montar de sarga, la camisa de hombre y el pelo recogido hacia atrás bajo un pañuelo verde oscuro.
El sol fue ganando en intensidad, y los dos estaban disfrutando mucho, sobre todo cuando cabalgaban a través de la pradera o la floresta. Disfrutaban tanto que Lucy empezó a pensar que conseguiría satisfacer su esperanza de llegar a la costa para enseñarle el mar a Boris antes de que se hiciera hora de volver, puede que incluso pudieran galopar juntos por la arena si la marea estaba baja, o incluso nadar. Le había estado hablando desde que salieron, y cuando le mencionó estas posibilidades, él giró las orejas para escucharla, pero al preguntarle qué opinaba, no pareció demostrar mayor interés.
Lucy recordaba, de otras salidas previas con Virginia, que en algún lugar del camino había un buen sitio para descansar y, efectivamente, poco después de la una llegaron a un lugar a la sombra que contaba con una zona de pasto cerca de la carretera y con una especie de acequia que pasaba por encima de un arroyo, pequeño pero con la suficiente agua para que Boris pudiera limpiarse el barro de las pezuñas. Después de aflojarle la cincha, le dio su morral, y él masticó con satisfacción, apartando las moscas con la cola. Ella se comió los sándwiches, se bebió la mitad del té y leyó un capítulo de su ejemplar de bolsillo de Doctor Zhivago. Antes de continuar, se subió a la silla y lo dejó pacer en la hierba durante unos minutos.
Cuando ya estaba segura de que le quedaba bastante poco para ver el mar, se percató de que se dirigía más o menos directamente hacia el pueblo en el que vivía el coronel Procope. Le bastó un vistazo al mapa que llevaba en su mochila para comprobar que por la ruta más corta estaban aproximadamente a unas dos horas de viaje. Esa ruta, sin embargo, incluía un tramo de carretera bastante largo y, aunque Boris nunca se quejaba, ella sabía que prefería evitar ir por carretera, así que unos minutos más tarde giró a un lado para dar un rodeo. Solo entonces se le ocurrió preguntarse en qué momento había decidido ir a buscar al coronel y qué esperaba conseguir. No encontró respuesta para ninguna de las dos preguntas, y pronto las apartó de su mente para poder disfrutar de la vista del follaje y las flores iluminados por el sol y del balsámico placer de montar un caballo sano, fuerte y noble. Pero, aun así, siguió un sendero curvo que llevaba al pueblo de Procope.
Cuando por fin llegó, comprobó que había poco que ver: unos cuantos cottages reformados, algunas casas modernas de lo más aburridas, una iglesia decorada con el pedernal de costumbre, pero también una oficina de Correos. Ese, obviamente, fue el primer lugar al que acudió. Hasta ella llegaba el sonido de una música rock a todo volumen; ató a Boris a un poste y se adentró en aquel lugar, repleto de tarjetas postales, chocolatinas, sellos y formularios para telegramas.
En lugar de con una mujer vieja y gorda con gafas y un lápiz detrás de la oreja, Lucy se encontró con una chica un poco mayor que ella que llevaba unos pantalones oscuros y una camiseta con el nombre y el logo de una marca de cigarrillos estadounidenses. También inesperadamente, aquella mujer bajó la música casi por completo sin que se lo pidiera, y le dio la bienvenida con una sonrisa.
—¿El coronel Procope? —dijo en cuanto oyó el nombre—. Derecho bajando por la pendiente, al final del camino a la izquierda, más o menos a medio kilómetro otra vez a la izquierda. Calcula unos veinte minutos a pie. Supongo que a caballo irás más rápido. Ese de ahí es tu caballo, ¿no?
—Gracias. Sí.
—¿Trabajas en un centro de equitación?
—No. No, es mío. Lo tengo en casa y yo misma cuido de él.
—Qué bonito… —dijo la joven vagamente. Miró por la ventana y después por encima de su hombro antes de volver a dirigir su mirada hacia Lucy y de nuevo a lo lejos—. Eh… perdona que te lo pregunte, pero ¿eres amiga de su excelentísimo coronel?
—Por supuesto que no. Mis padres lo ven de vez en cuando, pero es una relación de vecinos.
Lucy pensó que su descripción había sonado un poco hueca, aunque estaba claro que había tranquilizado a la otra chica, que dijo, sonriendo de nuevo:
—He pensado que no eras, bueno, su tipo, por así decirlo. Eh…, no es que sea muy popular por aquí ahora mismo.
—¿Qué ha pasado?
—Nunca se le ha tenido en gran estima, pero justo el otro día fue demasiado lejos. Uno de los críos del pueblo, el joven Tommy, bueno, no es más que un niño en realidad, tampoco es demasiado listo, ya me entiendes… Bueno, el caso es que Tommy estaba jugando cerca de la casa del coronel, cosas de niños, ya sabes… No estaba haciendo nada malo, pero su señoría montó en cólera, le gritó que le daría una paliza si no se esfumaba inmediatamente. Luego se rio y dijo que no era más que una broma.
Lucy se quedó pensando un minuto.
—¿Te contó Tommy todo eso?
—Su madre tuvo que sacarlo de allí a rastras.
—Qué mala suerte tuvo el pobre Tommy… ¿Te contó algo más?
—No. ¡Ah, sí!, una cosa: dijo que había algo raro en el cobertizo que el coronel tiene en el jardín.
—Hmmm. Raro, ¿en qué sentido? Supongo que no lo explicó.
—En realidad, no. Algo acerca de un agujero. Su madre dice que parecía asustado.
De repente, el tono de la chica de detrás del mostrador se volvió reticente, como si estuviera arrepentida de haber contado tantas cosas. Lucy lo captó enseguida, así que compró un par de galletas de chocolate y se marchó.
Veinte minutos después, las galletas se encontraban en el interior de Boris, y él, bajo una sombra mientras Lucy estaba sentada contemplando los dominios del coronel Procope, desde un lugar que quedaba fuera del alcance de la vista de este. Estos consistían en un cottage revestido de piedra no especialmente bonito, un par de construcciones anexas de madera y un pedazo de tierra con un bosquecillo en un extremo y una entrada abierta a la carretera o al camino. Se trataba de un camino rústico pero funcional, que por un lado se convertía en una simple pista y por el otro llevaba hasta un puente que cruzaba un arroyo de tamaño considerable. En la parte más alejada del pequeño valle, una carretera de más envergadura conducía hacia el oeste, a Ipswich, Cambridge y otras ciudades importantes.
No se percibía movimiento alguno alrededor o cerca del cottage, ni siquiera a través de los modestos aunque útiles prismáticos que Lucy llevaba habitualmente en su mochila y que hasta el momento no le habían mostrado nada más espectacular que un extraño par de aves acuáticas que estaban construyendo sus nidos. Lo más probable es que tampoco hubiera nadie en el cottage. El espíritu de aventura que la había alentado desde su llegada al pueblo comenzaba a apagarse, dejándola sumida en una especie de recuerdo de proezas más infantiles, aventuras de la mente basadas en la lectura y las divagaciones de la imaginación. Estaba a punto de suspender su infructuosa vigilancia, volver a montar a Boris y encaminarse a casa —ya era demasiado tarde para acercarse hasta la costa—, cuando un gran coche azul oscuro que había vislumbrado al otro lado del valle volvió a aparecer, esta vez en dirección al cottage. A su debido momento aminoró la marcha, atravesó la entrada y se detuvo; de él se bajó una figura que reconoció sin ayuda de sus prismáticos como el excéntrico coronel. Lucy había supuesto que alguna de las construcciones de madera debía de ser un garaje, pero, si así era, Procope no hizo uso de él. En vez de eso, fue a abrir la puerta de un pequeño cobertizo. Ahora a través de los prismáticos, observó cómo el coronel miraba con suspicacia a ambos lados antes de disponerse a abrirla. Aunque Lucy no temía que la descubrieran mientras estuviera quieta, aquella exhaustiva inspección por parte del coronel le resultaba inquietante. Este tardó un minuto completo en llevarla a cabo y, tras ese intervalo de tiempo, entró en el cobertizo y, por supuesto, cerró la puerta tras él. No había ni rastro de su joven chófer, ni de ninguna otra persona.
Lucy esperó infructuosamente. Ya estaba a punto de marcharse de nuevo cuando vio que se abría la puerta del cobertizo y que Procope salía de él. Después de cerrarla con llave, volvió a repetir su ceremonia de escrutinio previo, se desplazó hasta su cottage, que quedaba fuera del alcance de la vista de Lucy, y supuestamente entró en él por la puerta principal. Tras otros diez minutos sin incidentes, Lucy abandonó su puesto de vigilancia; fue a tranquilizar a Boris, que estaba atado plácidamente a un árbol próximo, y después bajó caminando por la pendiente cubierta de hierba hacia la morada de Procope, esperando que, en el mejor de los casos, aquel le lanzara un grito desafiante en cualquier momento. No ocurrió nada. Seguía sin ocurrir nada cuando llegó al cobertizo y escudriñó a través de una pequeña ventana.
El interior estaba oscuro, y su propio reflejo obstaculizaba sus intentos por distinguir cualquier cosa, aunque enseguida encontró un punto desde el que al menos se le ofrecía una perspectiva limitada. Eso sí, no tan limitada como para no poder vislumbrar una estrecha zanja cavada en el suelo de tierra en un extremo del cobertizo. Así que ese era el agujero que había visto el joven Tommy: una zanja. Pero ¿por qué había una zanja dentro del cobertizo? ¿Se trataba de verdad de una zanja?
El corazón de Lucy había empezado a latir muy deprisa. Intentando no pensar, solo actuar, volvió corriendo hasta donde estaba Boris y lo montó. Hizo una especie de semicírculo, hacia abajo y en sentido contrario, por la pendiente hasta que se encontró de nuevo en el camino del pueblo, aproximándose hacia la casa de Procope. Desmontó a la entrada, después de haber dedicado unos segundos a elaborar un poco la excusa de que se encontraba en el distrito y tenía algo de tiempo libre, por lo que había decidido hacerle una visita improvisada con la esperanza de encontrarlo en casa.
La puerta delantera del cottage tenía una anticuada campana que hacía que en algún lugar del interior sonara una especie de tintineo sin melodía. Llamó, pero pasó tanto tiempo sin que ocurriera nada que estaba a punto de hacer un segundo intento cuando la puerta se abrió de par en par, mostrando al coronel Procope.
El sol, que ya iba bajando, iluminó con claridad una ávida mirada de bienvenida en su rostro, que enseguida dio paso al desconcierto, a la consternación, e incluso a la ira.
—¿Qué quieres? —inquirió—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella tenía el sol a la espalda y su presencia allí ni se le pasaba por la cabeza al coronel. Además, llevaba la cabeza cubierta, y él nunca le había dedicado más de dos miradas seguidas. Todo esto se le ocurrió a Lucy más tarde; en ese momento, solo era consciente era de que él no la había reconocido. De repente, le pareció importante no ser identificada.
—Lo siento, señor —dijo, intentando parecer y sonar tosca y torpe—, pero me preguntaba si podría darme algo de agua para mi caballo.
—¡Por supuesto que no! ¡Fuera de aquí! —Gritaba, y sus fieros ojos, doblemente desconocidos bajo el espeso pelo castaño, lanzaban fuego—. Si no te vas antes de que termine de hablar —su tono de voz se elevó casi hasta chillar y una salpicadura de saliva la golpeó en la mejilla—, te prometo que te echaré a mis fieros perros y ¡dejaré que hagan lo que quieran contigo!
A Lucy no le hizo falta fingir que se encontraba extremadamente desconcertada y asustada. Ya estaba de nuevo sobre la silla y había recorrido a medio galope unos cien metros en dirección al pueblo cuando se paró a pensar que unos perros como los que Procope había descrito sin duda habrían organizado un escándalo tremendo ante la llegada de un visitante inesperado. Todavía más tarde se le ocurrió que nadie necesitaba pedir agua para ningún caballo teniendo un río a menos de cien metros de distancia, pero eso ahora ya no importaba.
Volvió a la oficina de Correos a tiempo de conseguir algo de cambio e inmediatamente llamó por teléfono al college de Edward, donde el portero le aconsejó que llamara al viejo molino. Al final, consiguió localizar a Edward, que escuchó su relato de los acontecimientos sin hacer ninguna pregunta, excepto dónde podía encontrarla cuando llegara, en poco menos de una hora. Lucy fue directamente al punto de encuentro, un pub en el extremo más alejado del parque del pueblo que era bastante agradable, aunque no tanto como el del señor Littlejohn, y se bebió muy lentamente media pinta de shandy (bien cargada de limonada).
Poco a poco, su emoción fue menguando, y con ella se esfumó la sensación de seguridad que le había proporcionado creer que había pillado al coronel a punto de cometer alguna terrible atrocidad. Sin duda había reaccionado con una ira desproporcionada a la inocente intrusión de un extraño, puesto que de eso se había tratado a sus ojos, y tal vez eso mismo le había ocurrido con el joven Tommy. Existían una docena de explicaciones posibles. El coronel era reservado con respecto a su cobertizo, dentro del cual había cavado una zanja, y esa zanja podría haberle parecido a una imaginación febril como la suya —ahora lo admitía ante sí misma— una tumba. Y, además, podría haber muchas otras cosas que ella desconocía. Él, el coronel, se había inventado ocho versos al estilo de un poema de hacía más de doscientos años para enviarle un mensaje a un amigo que con toda probabilidad había sido un espía. ¿Cómo había llamado Edward a esa idea? Conjetura, quizá callándose una palabra aún más burda. Lucy no se atrevía a pensar cómo llamaría a sus más recientes elucubraciones.
El corazón le pesó todavía más cuando Edward por fin llegó. Por su forma de recorrer el bar con la mirada, de localizarla, de acercarse, de saludarla con un toque de condescendencia, inmediatamente supo que no se había tomado su historia en serio. Había ido hasta allí por motivos meramente paternalistas, para darle apoyo moral y para tranquilizarla. Conscientemente, no tomó ninguna postura cuando ella, a petición suya, procedió a relatarle lo que había ocurrido.
—Así que, según tú —dijo Edward después de escucharla—, sorprendiste al coronel justo cuando su amigo Green, tras recibir el mensaje y actuar conforme a él, estaba a punto de llegar, ser asesinado y enterrado en el cobertizo del jardín. Bien, pero ¿por qué querría el coronel asesinar a su viejo amigo tratando de persuadirlo de una forma tan elaborada para que viniera hasta aquí?
—No lo sé —dijo Lucy, añadiendo rotundamente—: pero eso no significa que no exista un motivo.
—Cierto. ¿Cómo crees que el coronel podría haber sabido con tanta exactitud cuándo llegaría Green después de un viaje tan largo y complicado? ¿Y cómo podría haber inducido a Green a hacerle una visita?
—Tiene teléfono.
—Otra vez cierto. Si, efectivamente, Green iba a aparecer, podría haberlo hecho a casi cualquier hora de cualquier día…
—Sí.
—Pero da la casualidad de que tú metiste las narices allí a la hora exacta en la que esperaba su llegada.
Lucy dijo enérgicamente:
—Así es, tal vez ocurrió de esa forma, y no es ningún argumento contra la manifestación de una coincidencia poco probable observar que esa manifestación, aunque perfectamente posible, es poco probable.
—Cierto por tercera vez. Creo. Ahora me voy a tomar un vaso grande de whisky. ¿Y tú? ¿Te apetece algo más fuerte?
—No, gracias. —Estaba levemente sorprendida—. Para… ¿para qué?
—Para coger fuerzas con las que enfrentarte a la dura prueba que se avecina, o para lo que bien puede acabar siendo una. Ahora mismo nos vamos a casa del coronel a ver si lo pillamos in fraganti.
—¿Ah, sí? ¿No sería mejor esperar a que oscureciese?
—Entonces estará alerta, y quiero ver la zona de día. Cuanto antes lleguemos, mejor.
Cuando Edward regresó del mostrador con su whisky, ella dijo:
—¿Le has hablado, ya sabes, a tus amigos de la empresa de todo este asunto?
Él vaciló un segundo.
—No.
—Porque no quieres parecer ridículo, tan ridículo como mi historia… Eso es lo que piensas.
De repente se puso serio y la miró como nunca antes lo había hecho; tomó las manos de ella entre las suyas sin presión pero con firmeza.
—Que tu historia tenga algo de sentido es poco concebible. Y así es como tú te sientes, ¿verdad? Pero sería estúpido si lo dejara aquí. Y sería aún más estúpido si no hiciera nada para devolverte la confianza que depositaste en mí cuando me pediste que viniera a ayudarte.
Ella no estaba segura de comprender completamente el significado que se escondía detrás de sus palabras, pero sí su tono, y respondió:
—Estoy preparada. Cuando quieras.
Le dedicó una amplia sonrisa mientras la miraba fijamente, otra expresión nueva, y le apretó las manos durante un segundo.
—Bien. ¿Y dónde está ese caballo tuyo?
—Supongo que te refieres a Boris. Está en el parque que hay aquí afuera, o al menos ahí estaba la última vez que miré.
—Sí, me había parecido verlo —dijo sin mucha convicción. Cuando iba a levantarse, recordó su whisky y lo apuró—. Está bien. Orden de marcha. Tú vas delante con Boris. Yo os sigo en mi fiel cupé, pero me gustaría pararme y dejarlo en algún sitio donde no estorbe por lo menos a un par de cientos de metros del objetivo. ¿Es posible?
—Pasaremos por un puente que cruza un río a nuestra derecha. Un poco después, desmontaré en un punto en el que deberías poder salir del camino.
Edward asintió y se marcharon sin más dilación. Fuera, se separaron en silencio: Edward fue hasta su coche y Lucy hasta Boris, que no mostró ningún resentimiento por haber tenido que esperarla durante una larga hora de aburrimiento, aunque obviamente se moría por salir de allí. Antes de poner el pie en el estribo, Lucy le dijo:
—Bueno, esto probablemente no nos conducirá a nada en absoluto, pero, por otra parte, puede que nos encontremos en una situación en la que tengas que hacer algo bastante serio y adulto, y voy a depender de ti. ¿Estás preparado?
Curvó la cabeza juguetonamente demostrando que estaba preparado para cualquier cosa.
—Vale. A paso ligero.
A su espalda, escuchó cómo Edward encendía el motor, pero no se volvió. Bajaron por la leve pendiente, salieron al camino, cruzaron el puente. Aún había bastante luz, pero no faltaba mucho para que se hiciera de noche. Desde aquella distancia ya se vislumbraba el cottage del coronel Procope. Poco después, Lucy desmontó tal como habían acordado y llevó a Boris hasta un lugar en el terreno de algún particular donde no lo molestarían ni lo verían desde la carretera. Allí, lo ató a un poste con una cuerda lo suficientemente larga para que pudiera pastar sin enredarse, le dio un poco de pan que había guardado y le acarició la frente y el hocico. Le dijo que estuviera tranquilo y que no se preocupara, porque volvería a por él. El corazón le latía muy deprisa de nuevo, esta vez por el miedo, no del coronel o de lo que pudiera hacer, sino de que no estuviera haciendo nada, nada fuera de lo normal, de que resultara que no estuviera haciendo nada que justificara todo ese embrollo.
La actitud de Edward, cuando se unió a él en el camino, no la ayudó a sentirse más segura. Su aire de seria concentración, su atento escrutinio aquí y allá le demostraron de nuevo que no estaba haciendo sino seguirle la corriente. Puede que incluso estuviera ensayando ya el regaño indulgente que le dedicaría a causa de su agitada imaginación, su atracción por la fantasía y su tendencia al sensacionalismo. Así que lo que de hecho ocurrió cuando llegaron al cottage los sorprendió y conmocionó a un tiempo.
Antes de que Lucy pudiera preguntarse lo que Edward tenía en mente, se oyó un fuerte chillido dentro de la casa. Era un sonido muy distinto a cualquiera que hubiese escuchado antes en una película o imaginado leyendo un libro; podía provenir de un hombre o de una mujer, incluso de un animal, y le provocó a Lucy un violento hormigueo en la nuca, caliente o frío, no sabía definirlo. También se escucharon otros ruidos, que bien podían deberse a cuerpos golpeando contra muebles. En algún lugar de la parte trasera se abrió una puerta. Edward la agarró por el brazo y la llevó unos pocos metros en esa dirección antes de agazaparse detrás de un arbusto y de arrastrarla a su lado. Oyeron otro grito, ni de cerca tan alto como el primer chillido, y entonces un hombre que les resultaba desconocido salió tambaleándose de forma parecida a como lo haría alguien que intentase caminar por la cubierta de un barco con mal tiempo. No había llegado muy lejos cuando cayó al suelo al lado de un barril de agua, aunque sus brazos y sus piernas seguían moviéndose.
Hasta ese momento, las cosas parecieron discurrir con lentitud, pero entonces se aceleraron de una forma increíble. Otro hombre, que tenía sangre en la frente y que reconocieron como el coronel Procope, salió corriendo del cottage y se abalanzó sobre el que estaba en el suelo. Era difícil distinguir los detalles de lo que pasaba, pero enseguida se escuchó una voz y el primer hombre dejó de moverse. El coronel se puso de pie y se quedó parado un momento; se meció levemente mientras respiraba de forma entrecortada y miró al otro, que estaba muerto. Lucy no había visto un muerto nunca, pero en cuanto vio a aquel hombre no le cupo duda de que lo estaba. Entonces, el coronel cogió el cadáver por las muñecas con tranquilidad y comenzó a arrastrarlo boca arriba hacia el cobertizo.
—Ese es Green —murmuró Edward a Lucy. E inmediatamente se levantó de un salto y corrió hacia las dos figuras. Ella lo siguió. Procope se volvió, vio a Edward y le propinó tal puñetazo que lo dejó en el suelo a cuatro patas. Lucy fue hacia el coronel, que le pegó en la mandíbula con el puño. Ella también cayó al suelo, se le nubló la vista y sintió que iba a vomitar. Para cuando empezó a reponerse, el coronel Procope ya se había metido en su carísimo coche y se había alejado a toda velocidad, esparciendo grava en todas direcciones al incorporarse al camino. Edward lo seguía a cierta distancia, pero cuando Lucy lo alcanzó ya había abandonado la persecución.
—¡Maldita sea! —dijo—. No puede ir muy lejos, pero…
—Nunca se sabe. ¡Vamos! —dijo ella, y lo adelantó corriendo.
Edward llegó hasta donde estaba ella.
—Nunca lo atraparé con mi coche.
—Tengo otra idea. —Una que pensó que sería inútil, aunque valía la pena intentarlo.
—No servirá de nada.
—Tú solo corre.
Lucy pronto tomó la delantera. Había sido campeona de los cien y los doscientos veinte metros en su último año en el colegio, pero ahora corría más rápido que entonces, a pesar de su ropa de montar. Incluso es posible que su velocidad se incrementara cuando vio delante de ella que el coronel Procope había cruzado el puente y estaba dando marcha atrás para darle la vuelta a su coche. En un determinado momento debió de calársele, puesto que escuchó el repiqueteo del motor de arranque. Para entonces, Lucy ya había avanzado bastante en su propia carrera: se precipitó hacia Boris lo más rápido que pudo, lo desató y lo llevó hasta el camino a tiempo de encontrarse con un Edward sonrojado y sin respiración.
—¡Monta detrás de mí! —dijo desde la silla. Podía ver cómo el coche del coronel estaba cruzando el puente.
—¿Qué estás…?
—Haz lo que te digo.
De algún modo, consiguió subir. Aparentemente impasible ante la doble carga, Boris bajó veloz hasta el río y comenzó a atravesar tenazmente el arroyo de unos diez metros de anchura bajo el peso de sus dos jinetes. El agua, tan fría que quemaba, le llegaba a Lucy hasta las rodillas. Ese fue el fin de los sándwiches que le quedaban. Edward abrazaba firmemente su cintura con los brazos. Ella escuchó el coche que se aproximaba. Entonces llegaron al otro lado y Edward se bajó torpemente. Subió a todo correr la pequeña pendiente hasta el borde del camino, metiéndose la mano en el bolsillo mientras avanzaba. Se dio la vuelta y se puso frente al coche, y lo que vino a continuación pareció suceder todo al mismo tiempo. Lucy oyó un fuerte ruido similar a una pequeña explosión o una especie de choque brusco y, de nuevo, aunque nunca antes había oído disparar un revólver, reconoció el sonido. El coche viró alejándose de ella, después en su misma dirección, y a punto estuvo de atropellarla antes de dirigirse hacia la orilla del río, donde se detuvo tan bruscamente como si se hubiera topado con un muro de ladrillo.
Boris, que había sobrellevado los acontecimientos del último minuto con la calma de un caballo policía, resopló. Edward volvió donde estaba Lucy y tomó sus manos con más fuerza que antes. En ese momento, su aspecto le recordó al Edward de hacía unos años, un jugador de criquet notable con, recordaba haber oído, un estilo de bateo agresivo. Sin ningún motivo del que fuera consciente, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—No estoy pensando en él —dijo, sin saber si se refería a Green o al coronel Procope o a los dos juntos.
—Yo tampoco —dijo Edward.
A su lado, Boris pisoteó la tierra y resopló con satisfacción.
III
—Hay noticias —dijo Edward—. La bala no solo no lo alcanzó a él, sino tampoco su coche. ¿Puntería? Nunca fui siquiera capaz de aprender cómo sostener una de esas cosas.
—Fue una suerte. Pero ¿qué ocurrió?
—Bueno, digamos que hizo girar el volante con la idea de que yo no acertara el tiro, vio que se había pasado, volvió en dirección contraria, también se pasó, y condujo directo hasta estrellarse contra una piedra que probablemente ni siquiera había visto. Iba a tal velocidad que el golpe que se dio en la cabeza resultó mortal de necesidad. Otras reacciones anteriores del difunto coronel ya nos indicaban que no era precisamente un hombre que actuara con sangre fría ante las dificultades o los peligros repentinos.
Lucy miró por la ventana del pub hacia el verde seto, ahora más vivo bajo la luz del sol que lo iluminaba que la última vez que lo había visto.
—Supongo que nunca sabremos qué tenía Green que hizo que el coronel se tomara tantas molestias para deshacerse de él.
—O lo que el coronel pensaba que tenía: sus cálculos distaban mucho de ser infalibles. ¡Qué tipo tan estúpido, además de extremadamente desagradable! Nuestros amigos de la…, eh… Nuestros colegas de la competencia estaban avisados de que no debían confiarle nada de gran importancia. No, creo que tampoco nos complacería mucho que nos contaran el secreto del coronel Procope. ¡Qué nombre tan ridículo! ¿Puedo tentarte con otra de esas?
—Gracias, Edward, dentro de un momento. —Siguió bebiendo a sorbitos—. ¿Sabes? Cuando te llamé por teléfono aquella tarde, y conseguí que vinieras a encontrarte conmigo… Ahora me doy cuenta de que todo era una fantasía, de verdad. Solo quería vivir una bonita aventura de libro contigo. Cosas de colegiala.
Edward dijo rápidamente, antes de tener tiempo para pensárselo mejor:
—Reconozco que esa idea se me pasó por la cabeza, pero no me molestó en absoluto. Quería verte. Eso era suficiente.
—Ah, pero trajiste tu pistola…
—Sí. —Rio—. El entrenamiento de la empresa. Lema: más vale prevenir que curar. Bueno, tuviste tu aventura, ¿no?
—Sin duda. Eso también fue una suerte.
—No lo habrías conseguido de no ser por Boris. ¿Cómo está?
—Ah, está bien, gracias. —Habló con prisa y sin efusión.
—¿Qué pasa? Venga, Lucy, ¿es que le pasa algo?
—No, está como un roble. Es solo que… he decidido ponerlo a la venta la semana que viene.
—¿Qué? —Edward estaba francamente sorprendido—. ¿Puede saberse por qué?
—Ya soy mayorcita para tener un caballo.
Edward asintió lentamente. Creyó recordar algún comentario que su padre había hecho al respecto.
—Bueno, supongo que tú lo sabrás mejor que nadie. ¿Estás ya lista para esa copa?
—¿Se llegó a saber algo más sobre esa falsificación? —preguntó Roger Ashby.
Edward levantó la mirada de su sillón y su vaso de jerez.
—¿Falsificación?
—Sí, esos versos de la Elegía de Gray. Parecías convencido de que eran obra de algún falsificador.
—¡Ah! Sí, se demostró que mis sospechas estaban bien fundadas. Al menos así lo confirmó una nota que se publicó en el periódico.
—¿En serio? No me enteré. ¿Quién fue el falsificador? ¿Lo dijeron?
—No. Probablemente alguien bastante poco conocido o incluso un extraño. Un mero aficionado. —Edward vaciló un momento, y después continuó—: Por extraño que parezca, justo el otro día me encontré por casualidad con el tipo que sacó los versos a la luz. Me tropecé con él en una fiesta. Me sorprendió comprobar que se mostraba bastante poco comunicativo. Mi impresión fue que se había dado cuenta de que le habían tomado el pelo.
Ashby no pidió que le aclarara la última frase.
—Daría lo que fuera por saber cómo consiguió que publicaran todo ese montón de basura. ¿Amigos en las altas esferas?
—Tal vez. Un colega está investigándolo. Ahora he de dejarte. Tengo que ver a un hombre por un asunto de un caballo.
—¿Un caballo? Eso no te va nada, Edward.
—Ah, yo no apostaría por eso, te lo aseguro. Voy a comprarlo. Con la intención de devolvérselo al vendedor como una especie de regalo.
—¿El cumpleaños de alguien?
—Supongo que podría considerarse un regalo de compromiso.