UN TIRÓN DEL HILO
I
—Debe de ser maravilloso no necesitar ayuda nunca. Simplemente, no puedo ni siquiera llegar a imaginar algo así.
—Yo también tengo lo mío. —Daniel Davidson intentó igualar el tono de chanza de su mujer—. Precisamente tú deberías darte cuenta de que necesito ayuda todo el tiempo, constantemente. A todas las horas del día y también de la noche, aunque esto último no sé cómo podría demostrarlo.
—¡Oh, vamos! Ya sabes a qué me refiero: ayuda externa.
—El tipo de ayuda que yo necesito también es externa, pero sí, querida, claro que sé a qué te refieres. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
Todos los días, a la hora del desayuno, él le hacía la misma pregunta, pregunta a la que generalmente ella respondía con una corta evasiva. Pero aquel día respondió con otra pregunta:
—¿Qué aspecto tengo?
Daniel observó a su esposa. Vio a una mujer de aspecto lozano de treinta y pocos años con una tupida melena castaña y una mirada despierta que parecía sonreír permanentemente. En ese momento se esforzaba infructuosamente para que las comisuras de sus labios languidecieran.
—A mí me parece que estás bien —dijo—, pero la verdad es que…
—La verdad es que siempre lo estoy. Mi alegre carita, como la llamaste una vez poéticamente, siempre rebosante del júbilo de la primavera. ¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza, Daniel, aunque solo sea un momento, que tal vez esté fingiendo? ¿Nunca lo has pensado? En realidad tampoco importa mucho si lo has hecho…
—Solo al principio. Y enseguida dejé de hacerlo. —No necesitaba preguntar qué se suponía que estaba fingiendo—. Pero todavía no me has dicho cómo te encuentras.
—Oh, terriblemente mal, gracias —dijo Ruth Davidson con tranquilidad—. Como sin duda habrás notado, he renunciado a intentar que mi voz muestre mi verdadero estado de ánimo. Con ser una perfecta desgraciada es suficiente, no tiene ningún sentido esforzarse en sonar como una. Y, lo que es más, no estoy hecha para ser una completa infeliz. Es como si esto le estuviera ocurriendo a la persona equivocada. Lo siento, mi amor.
—Entonces, ¿la nueva medicación no te va bien?
—Aún es un poco pronto. Pero me arriesgaré a decir que, bueno, puede que las nubes se estén levantando un poco. Ya sabes que nada me gustaría más que asegurarte que todo se va a solucionar, pero ya hemos pasado por eso demasiadas veces. —Ruth atravesó la pequeña cocina del sótano con las tazas de té sucias en las manos, las dejó en el fregadero y les echó agua por encima. Todavía de espaldas, le dijo a Daniel—: Igual que no hay nada que desee más que ser una mujer normal, con un marido que le gusta mucho y que también le atrae físicamente. Espero no tener que convencerte de eso.
—En absoluto, querida —dijo Daniel cuidadosamente. Y es que debía tener cuidado de que no se le escapase la más mínima muestra de cansancio por haber escuchado esos mismos argumentos, hasta en los detalles más nimios, infinitas veces antes—. ¿Cuándo vas a ver a Eric? —Esa misma pregunta, aunque con un nombre distinto al final, también se había repetido en multitud de ocasiones.
—Pensamos que hoy podría ser un buen día. Ya llevo dos semanas con la nueva medicación, pero, claro, puedo esperar un poco más hasta ver cómo me siento… —Ruth se interrumpió antes de revelar las pocas esperanzas que tenía de experimentar alguna mejoría.
—Tienes cita, ¿verdad?
—A las dos. Pero no me importa cancelarla si crees que es lo mejor.
Daniel afirmó con rotundidad que estaba seguro de que lo mejor sería no cancelar la cita, en parte para ayudar a Ruth a tomar una decisión y en parte porque el doctor Eric Margolis le había causado una buena impresión y tenía la esperanza de que tal vez sí pudiera hacer algo por ella. Así que, en teoría, cuanto más lo viera, mejor. Eric había demostrado ser diferente a sus predecesores. Empleaba un enfoque metódico del que no hacía alardes, simplemente se limitaba a describir su amplia experiencia, con muchos casos exitosos, en el tratamiento de las enfermedades depresivas como la que Ruth parecía sufrir. Eso a Daniel lo había convencido, o lo había convencido todo lo que podía llegar a convencerlo.
Aunque había sido hacía casi seis años, a menudo todavía recordaba con claridad la tarde en que su esposa había entrado en su despacho y, disculpándose profusamente por interrumpirlo, le había confesado que la mayor parte del tiempo se sentía desdichada y, con frecuencia, tensa y nerviosa sin ningún motivo del que ella fuera consciente. A lo largo de su vida en común, él rara vez había visto que a ella se le escapara una lágrima, pero había llorado desconsoladamente mientras le contaba que esperaba no ser nunca una carga para él. Daniel intentó no dejar entrever que durante todo aquel tiempo lo había sospechado. Por una vez, y durante unos pocos minutos, se presentaba ante él sin la cara y la voz que ella mostraba al mundo, o más bien con una cara y una voz totalmente distintas: no la Ruth real, sino otra Ruth con la que él tenía miedo de encontrarse de nuevo, pero a la que, por suerte, nunca había vuelto a ver. Tal vez Eric Margolis había averiguado cómo conseguir que aquella criatura patética y sin iniciativa descansara. Mientras tanto, él, Daniel, seguía actuando como siempre, con atención y sin olvidar la petición de su mujer de no sacar el tema bajo ninguna circunstancia.
Reflexiones de este tipo llenaron la parte de la mañana que no dedicó a terminar y revisar su artículo acerca de la ética del castigo. A las doce cogió sus papeles y fue a despedirse de Ruth. Sabía que ella le preguntaría si quería acompañarla a ver a Margolis, aunque, como de costumbre, ya había decidido que prefería ir sola, así que Daniel se limitó a contestar que tenía que llevar su artículo a la oficina y que probablemente después se pasaría por el Sussex para tomar un sándwich con alguno de los chicos.
Daniel se puso una corbata roja que hacía juego con su camisa de cuadros rojos y blancos, se atusó su pelo largo y rubio y salió de la casa. Era un hombre grande de aspecto saludable con unos brillantes ojos azules que a veces vagaban de forma distraída. Costaba imaginarlo como el profesor de Ciencias de secundaria que había sido antes de casarse. El matrimonio vivía en una de las casas adosadas de mediados de la época victoriana que formaba parte de la hilera que se prolongaba unos doscientos metros más antes de llegar a la calle principal con sus cafés, sus pequeños restaurantes italianos y griegos, sus puestos de periódicos y sus videoclubes. La estación de metro hacia la que se dirigía, y que tenía una fachada de azulejos bastante fea, estaba frente a un pub de lo más selecto.
Casi había llegado cuando vislumbró a un hombre de mediana edad que estaba frente al muro de azulejos estudiando un pedazo de papel que tal vez contuviera alguna dirección. Este hecho, y su impermeable con cinturón, sugería que se trataba de un extranjero. Daniel estaba seguro de que no lo había visto antes, así que, cuando el hombre levantó la vista del papel mientras él se acercaba e hizo un gesto de reconocimiento, se sorprendió sobremanera.
—Hola, Leo —dijo el desconocido con acento estadounidense. Su expresión combinaba placer, asombro y algún sentimiento menos agradable que no pudo identificar—. ¿No estás un poco lejos de casa?
—¿Qué? Me llamo Daniel Davidson. Lo siento, pero debe de haberme confundido con otra persona.
—¿Me estás diciendo que no eres Leo Marzoni? Pero… Habla más, por favor.
—No sé qué quiere que diga. Me temo que no le conozco.
—Pero, excepto por el acento británico, tiene la misma voz que Leo. —Para entonces, el hombre del impermeable se encontraba visiblemente inquieto—. Si usted es… el señor Davidson, entonces debe de tener un doble. ¿Tal vez un hermano gemelo?
—No tengo hermanos. Ni tampoco dobles, que yo sepa. Lo siento, no puedo ayudarle.
—Señor, ¿sería usted tan amable de decirme a qué se dedica? ¿Su profesión?
—Por supuesto. Soy clérigo.
—¿Clérigo? ¿Se refiere usted a sacerdote?
—Sacerdote de la Iglesia de Inglaterra, sí.
—¡Oh, Dios mío! —dijo el estadounidense muy rápido—. Discúlpeme. —Y se alejó a toda prisa doblando la esquina de la estación para no volver.
Esta respuesta ante su oficio dejó a Daniel más desconcertado si cabe que el hecho de que lo confundieran con Leo nosequé. Sin duda se podían encontrar varias explicaciones aburridas para esa confusión, o confusión aparente, tales como que se estuviera realizando un estudio del carácter británico o que alguien hubiera hecho algún tipo de apuesta. Pero nada justificaba la sincera alarma que el hombre había mostrado al final. Daniel no tardó mucho, mientras iba desde la parte oeste de la capital hacia algún lugar en el centro, en olvidar por completo el asunto. Viajaba en metro por dos motivos: el primero era financiero y, el segundo, un motivo de peso pero oscuro, tenía que ver con el ejemplo de vida que creía que debía dar un sacerdote, aunque en ese viaje tenía suficiente con pensar en su incapacidad para ayudar a su mujer.
Entre unas cosas y otras, hoy era más consciente de lo normal de que era un maldito clérigo, como seguía sintiéndose inclinado a llamarse a sí mismo en momentos impenitentes y distraídos. En el edificio del periódico, el editor lo saludó con su acérrima cordialidad habitual intentando demostrar que él, Greg Macdonald, no era de los que valoraban menos a un tipo solo porque este hubiera decidido dedicar su vida a Dios. O esa impresión le daba a Daniel. El otro hombre, más pequeño, que estaba en la oficina de Macdonald parecía a punto de marcharse, pero cambió de opinión cuando comprendió quién era Daniel y a qué se dedicaba. Mientras Macdonald leía el artículo sobre el castigo, este hombre más pequeño continuó examinando a Daniel con lo que él pensaba que era disimulo. Por la cara que ponía mientras realizaba su escrutinio, parecía que lo hubieran lanzado al espacio o puesto en manos de un asesino en serie. Daniel se había acostumbrado a ese tipo de reacción, aunque raras veces resultaba tan evidente.
Macdonald terminó de leer y, muy serio, asintió durante un rato. Después dijo, todavía con seriedad:
—Perfecto, Dan. Tan bueno como tus otros artículos. Gracias. —Y continuó más alegremente—: Solo un par de detalles. La ley mosaica. La gente pensará que tiene algo que ver con los mosaicos. ¿Podemos llamarla ley presentada por Moisés?
—¿Sabrán quién era Moisés?
—Más les vale. Me figuro que la mayoría lo sabrán. Este es un periódico serio. Muy bien, si no tienes ninguna objeción… ¡Ah, sí! Penología.
—Pensarán que tiene algo que ver con el pito —dijo el hombre pequeño, riéndose estruendosamente y mirando a Daniel a los ojos.
—Jesús, ¿todavía estás aquí? —Macdonald se retorció en su silla—. ¿Es que no me has oído decir que el Sun ya lo publicó la semana pasada? Bueno, pues así fue y ya te lo he explicado. Y ahí tienes el teléfono, por si se te ocurre cualquier otra cosa.
—Un placer —dijo Daniel mientras el hombre pequeño salía.
—El número tres en la sección de espectáculos —dijo Macdonald—. Lo siento. Odio a todos estos listillos que no hacen otra cosa que provocar.
—En realidad es una forma de mostrar su respeto.
—Supongo que tú te encontrarás a menudo con este tipo de gente.
—No tanto como me gustaría, o debería gustarme.
—¿Quieres decir que prefieres los provocadores a los indiferentes?
—Eso creo —dijo Daniel—. Pero también hay grados de indiferencia, ¿sabes? Prefiero que esté basada en hechos. Por ejemplo, el papa me resulta bastante indiferente, pero tengo claro quién es y por qué.
—No conozco a muchos sacerdotes, Dan, pero tú eres el único de ellos al que no le importa hablar de religión. Y, aun así, es extraño, a mí me pareces más un jugador de criquet o un corredor de carreras que…
—Que un maldito clérigo. Sé que lo dices con cariño. ¿Te sirve «estudio de los métodos de castigo» en vez de «penología»?
Cuando llegaron al Sussex, comprobaron que ya estaban allí el pilluelo entrado en años que trabajaba como ayudante del editor y el distinguido tipo de aspecto académico que se ocupaba de la sección de astrología, a quien se consideraba responsable de las sustanciosas ventas —que seguían aumentando— del periódico. Saludaron a Daniel de forma más cordial que Macdonald, aunque también más incómoda, como si el pastor hubiera salido mal parado de una acusación de andar con prostitutas. Pero se comportaron de modo muy natural cuando pidieron whisky en su presencia, y ni siquiera dirigieron una mirada a su cerveza de jengibre cuando se la sirvieron, y mucho menos se miraron con complicidad el uno al otro. Daniel simpatizó con su vergüenza, no los culpó por sentirla, y respetó los esfuerzos que hicieron por ocultarla. Enseguida desaparecería y, en cualquier caso, él ya casi había dejado de percibirla, algo de lo cual ya iba siendo hora.
Él y Macdonald se instalaron, con sus sándwiches, en una mesita cerca de la pared. Tras un par de minutos, Macdonald dijo:
—¿Has leído el último artículo de ese tipo, el obispo de Kesteven, despotricando otra vez?
—Sí, lo he leído. ¿Quieres que escriba algo sobre el asunto o sobre él? Ya se han publicado algunas cosas.
—Eso nos da igual. He pensado que podría estar bien como tema de tu próximo artículo. La importancia de la responsabilidad individual. Te va perfectamente, Dan.
—Podría ser divertido.
—¿Cómo es el tipo? ¿Lo conoces?
—Un poco, sí. «Llámame Barry» Kesteven es un hombre agradable y hablador un poco mayor que yo, de cuarenta y pocos. Sería un propietario de videoclub excelente, de esos que te apartan cosas que creen que te van a gustar. Para nada lo que uno esperaría de un siervo del diablo.
Macdonald sonrió levemente.
—¿Lo dices en serio?
—¿El qué? ¿Que el diablo existe? Y tanto, y te aconsejo que tú también lo creas si sabes lo que te conviene. Está bien, haré lo de Barry. Por favor, envíame una fotocopia de lo que dijo o escribió. ¿Te traigo algo del bar?
Daniel volvió con otra cerveza de jengibre para él y un whisky para Macdonald, que le preguntó:
—¿Desde cuándo…?
—Ah, debe de hacer… Lo siento, hace bastante tiempo que no llevo la cuenta. Hmmm, hará ocho años el próximo 10 de agosto. No, de hecho ese fue el día en que tomé alcohol por última vez, así que el día en que empecé a beber cerveza de jengibre tuvo que ser el 11.
—¿Fue antes o después de conocer a Ruth?
—Acababa de pasar mi segunda semana sin beber alcohol cuando apareció. Así es como eran las cosas en aquella época.
No había ningún indicio de verdadero interés en la voz o en la actitud de Macdonald cuando preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
—Como siempre, pero hay pequeñas señales que muestran que está empezando a animarse.
Daniel siempre decía algo parecido cuando la gente le preguntaba, simplemente para evitar darles a los demás otro pequeño motivo de tristeza.
—Bien —dijo Macdonald cuando pareció que Daniel no añadiría nada más—. Espero no haber…
—En absoluto. Es solo que no hay nada nuevo.
Cuando Daniel volvió a casa se le pasó por la cabeza telefonear a Eric Margolis para asegurarse de que efectivamente no había nada nuevo en lo referente al estado mental de Ruth, pero luego no se decidió. Los dos pisos inferiores de la casa de los Davidson estaban vacíos. Habían vivido allí desde que se mudaron, unas pocas semanas después de casarse, y durante algún tiempo se había preguntado cómo habría encajado un niño en aquel lugar, aunque ya había dejado de hacerlo. Se preparó un té y esperó a que Ruth regresara. Al final, en vista de su retraso, supuso que debía de haber ido a visitar a alguna otra persona, tal vez a su hermana, que vivía en Westbourne Park. La pareja que vivía en los pisos superiores estaba trabajando, y los únicos ruidos que se oían provenían de fuera del edificio. Cuando se terminó su té, subió a la primera planta y entró en su despacho, que estaba encima de la cocina. Allí, en un lugar al lado del escritorio desde el que podía ver los árboles que bordeaban el jardincito, se arrodilló y rezó, como solía hacer un par de veces al día. Después de darle las gracias a Dios por su misericordia, rogó, como siempre, que los sufrimientos de Ruth desaparecieran o se aliviaran por cualquier medio posible, espiritual o físico, o una mezcla de ambos. Después de revisar unas pocas notas escritas en su bloc, solicitó también las distintas formas de ayuda divina que varios de sus feligreses necesitaban. Finalmente, repasó su lista de visitas para la tarde y la noche e hizo unas llamadas para comprobar que todas esas citas seguían en pie.
Antes de empezar su ronda, Daniel llamó a Eric, que le dijo que Ruth no parecía haber experimentado ninguna mejora relevante, si es que efectivamente se podía considerar que había mejorado de algún modo. Pero, sin duda, no podían perder la esperanza, según dijo Eric con un optimismo implacablemente moderado.
II
Durante las semanas siguientes todo siguió como de costumbre. Conservaba la esperanza de que el estado de Ruth tal vez mejorara algún día. El artículo de Daniel sobre las declaraciones del obispo de Kesteven suscitó una oleada de cartas al director y una crítica positiva en el Spectator. Daniel ofició dos bodas y estuvo presente en varias incineraciones, dio la comunión en el servicio de los jueves por la mañana, leyó el Church Times todos los viernes, asistió a la reunión mensual del Consejo Parroquial de la Iglesia y preparó y dio su sermón semanal.
Un sábado por la mañana estaba mecanografiando uno de sus sermones cuando Ruth entró en el despacho y le dijo:
—Un hombre está vigilando la casa.
Daniel se puso en pie.
—Siéntate y cuéntamelo todo, querida.
—No me estoy volviendo loca —le aseguró animadamente—, si eso es lo que estás pensando. Hay un hombre vigilando la casa. Uno de lo más interesante.
—¿Qué tipo de hombre?
—Lo más extraño es que no he podido verle bien la cara, lleva puestas unas gafas de sol, pero me resulta familiar. Mira tú a ver qué opinas. —De camino a su dormitorio, que estaba en el mismo piso en la parte delantera de la casa, dijo—: Supongo que debe de estar esperando a alguien o que ha decidido que le apetecía leer un poco, pero yo no consigo quitarme de encima la sensación de que nos está vigilando. No sé, tal vez se ha confundido de casa. Allí, ¿ves?
Lo que Daniel vio sin dificultad fue a un hombre de más o menos su misma altura y complexión que efectivamente llevaba gafas de sol y que sostenía un periódico que le tapaba parte de la cara. No hacía falta observarlo mucho tiempo para descartar que realmente estuviera leyendo el periódico y mostrarse de acuerdo con Ruth respecto a sus intenciones.
—¿Cuánto tiempo hace que lo has visto? —le preguntó Daniel.
—Debe de hacer unos diez minutos. No se ha movido desde entonces.
—Creo que no lo conozco.
En ese instante, el hombre que estaba en la acera se colocó el periódico bajo el brazo, se quitó las gafas y las limpió. Daniel se cambió de sitio para tener mejor perspectiva. Puede que lo hiciera con demasiada brusquedad o excesivamente rápido; en cualquier caso, en ese momento el hombre levantó la cabeza y por fin pudieron verle la cara, al menos lo suficiente para que alguien con buena vista pudiera reconocerlo a esa distancia. Daniel la tenía. Y también tenía mucho aplomo, lo que le ayudó a no reaccionar ante lo que había visto de la manera en la que lo habrían hecho muchos otros: con un grito de sorpresa o de alarma. Él se sobresaltó violentamente y aguantó la respiración.
Ruth lo agarró por el brazo.
—¿Qué pasa?
—¡Oh, Dios mío! ¿No lo has visto? Tienes que…
—Daniel, ¿qué pasa?
—No lo has visto. —Volvió a mirar hacia la acera con cierta reticencia, pero ya no había nadie allí—. El tipo… Parece que se ha ido.
—¿Quién era? ¿Lo conocías? Habla, por favor.
—Dame un minuto. Primero volvamos al despacho.
De nuevo en el despacho, se dirigió hacia la silla de su escritorio y se sentó, pensando que de haber alcohol en la casa habría ido derecho a servirse una copa. Ruth se sentó en la otra silla que había en la habitación. Cuando recuperó el aliento, Daniel dijo:
—Lo siento, mi amor, no era mi intención asustarte, pero yo también me he llevado un buen susto. Por un segundo, podría haber jurado que el tipo que estaba ahí fuera era yo mismo o mi viva imagen, o alguien idéntico a mí. Ha sido un shock. Por supuesto, ahora me doy cuenta de que solo se parecía mucho a mí. No hay nada terrorífico en eso. Tengo una cara muy común.
—Yo no lo creo —dijo Ruth—, pero no soy imparcial. En cualquier caso, ahora lo entiendo: no es que se te pareciera mucho, es que era tu vivo retrato, tu doble. Tenías razón la primera vez: él era tú.
—Creía que no le habías visto la cara.
—No me ha hecho falta. Me he dado cuenta por su forma de moverse y su postura. Como la segunda vez que lo vi ya estaba contigo en el despacho caí enseguida. A ti te parece que era solo, cómo lo expresaste, muy parecido a ti, porque todos los millones de veces que has visto antes esa cara estaba al revés. En el espejo.
—Tal vez —dijo Daniel—. Bueno, mucha gente tiene dobles. Pero… —Se detuvo bruscamente.
—Pero ¿por qué uno iría a espiar al otro?
Antes de que Daniel pudiera hablar, sonó el timbre de la puerta de entrada.
—No abras —dijo Ruth.
—Todo irá bien, querida. Te lo prometo.
Daniel fue a abrir la puerta. Su doble estaba ante el umbral: el pelo rubio un poco más corto que el suyo pero aun así largo y peinado igual, los ojos azules brillantes, el mismo aspecto saludable, tal vez un par de centímetros más bajo y vestido de forma diferente, aunque no muy diferente.
—Usted debe de ser el reverendo Daniel Davidson. —Tenía acento estadounidense.
—Así es. Y usted debe de ser el señor Leo Marzoni.
—Correcto. Pero no solo soy eso, también soy tu hermano gemelo. ¿Sabías que tenías uno?
—No.
—Sin embargo yo sí, como ves, y eso es lo que soy: tu gemelo. Pero te llevo ventaja: yo sí sabía de ti. Si me dejas entrar, puedo explicártelo todo.
—Por favor, entra —dijo Daniel mecánicamente—. Perdona la descortesía, estaba distraído.
—¡Oh, te perdono! —dijo el visitante con una sonrisa repentina que no transmitía calidez alguna—. Las circunstancias son excepcionales.
Desde que escuchó el timbre de la entrada, Daniel había tenido la sensación de que actuaba o hablaba de forma mecánica, sin necesidad de planificar o de decidir lo que iba a hacer o decir. Se apartó para dejar pasar al hombre llamado Leo Marzoni de igual manera, y su instinto o lo que fuera le dijo que el otro no podía ser quien decía o parecía y que su visita conllevaría un daño imponderable. Estas sensaciones no disminuyeron un ápice cuando llevó al desconocido a su despacho y le presentó a Ruth, que si bien estaba sorprendida no parecía en absoluto asustada. Daniel se escuchó pronunciando unas palabras para calmarla y otras destinadas a explicar el tema del gemelo y del doble, y continuó hablándole del estadounidense con el que se había topado unas semanas antes. Marzoni, por otra parte, no parecía encontrar la situación mucho más excepcional o sorprendente, tal vez la consideraba simplemente difícil. Pasó a disculparse directamente por su travesura: por haber tenido la ridícula idea de esperar para cazar a Daniel cuando saliera de la casa, por haberse asustado justo en ese momento y haber echado a andar calle abajo antes de recuperar el buen juicio y regresar. Añadió que les contaría su historia completa cuando todos se hubieran calmado.
Solo al final de su discurso, Daniel empezó a librarse de la impresión que tenía de que los acontecimientos estaban sucediendo en algún lugar que, a pesar de las semejanzas obvias, no era el mundo que él conocía. Pero en realidad solo volvió en sí, por decirlo de alguna manera, cuando los tres se sentaron en la cocina ante una taza de café y el hombre al que tenía que empezar a considerar su hermano comenzó el primer capítulo de su historia. A este le siguieron varios capítulos que solo más tarde fue capaz de ensamblar en su mente.
Leopold Marzoni tenía ahora treinta y ocho años. Lo había criado una pareja que él trataba a todos los efectos como sus padres y a quienes quería como un hijo, aunque no recordaba que en ningún momento hubiera creído de verdad que era su hijo biológico. Supo por ellos que había nacido en Brighton, Inglaterra, y que lo habían llevado a Estados Unidos siendo un niño. Su verdadera madre había muerto después de darle a luz a él y a su hermano gemelo. Los padres adoptivos de Leopold habían evitado intencionadamente hacer el más mínimo movimiento para localizar o saber del hermano, que asumían que también habría sido adoptado, aunque sin duda criado en Inglaterra. Habían sentido que era su deber contarle todo esto a Leopold, pero también le inculcaron que cualquier intento por su parte de encontrar a su hermano gemelo sería una empresa incierta y con toda probabilidad inútil. Aunque recordaba, durante su infancia, haber tenido como compañero de juegos invisible en momentos de soledad a un hermano británico, apenas le había dedicado un pensamiento a la persona real en treinta años.
De hecho, esa persona se encontraba tan lejos de la mente de Leopold que ni siquiera había mencionado que tenía un hermano gemelo al otro lado del charco cuando un vecino, Irving Rothberg, le anunció que viajaría a Inglaterra muy pronto. Pero cuando Rothberg fue a visitarlo nada más regresar de su viaje y le contó emocionado que había visto y hablado brevemente con un inglés que era la réplica de Leopold, este había empezado a pensar en su hermano gemelo. Inmediatamente contravino los consejos paternos y se dispuso a encontrar al inglés en cuestión.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Daniel.
—Fue fácil, gracias a la buena memoria de Irving. Se acordaba de tu nombre y de que eras un ministro anglicano, así que me puse en contacto con tu sínodo general y ellos me prestaron ayuda inmediatamente. Parece que hay un Daniel Davies en Liverpool, pero lo descarté. Demasiado viejo, para empezar. Debiste de quedarte de piedra, Daniel, cuando Irving salió a tu encuentro llamándote Leo.
—Supongo que habría sido de ayuda saber que tenía un hermano gemelo.
—Pero tus padres adoptivos no te lo dijeron.
—Yo no tuve unos padres adoptivos, Leo. Crecí en un orfanato, allí me crie. —Sin que ninguno de los dos fuera mínimamente consciente de ello, Daniel y Ruth se cogieron de la mano mientras él decía estas palabras—: No podrían haber sido más amables ni más buenos conmigo ni haber hecho más por mí, pero no, no me dijeron que tenía un hermano.
—Entiendo. —Leopold Marzoni parecía casi triste, o puede que estuviera llegando a una parte de su relato menos sencilla—. No solo un hermano, como has dicho, sino un hermano gemelo. Y no solo un hermano gemelo, sino uno idéntico, porque tú y yo somos iguales. Y quiero decir exactamente iguales, más que la mayoría de hermanos gemelos. La uña de tu dedo corazón izquierdo es más pequeña de lo normal, como la mía. Tu ceja izquierda sube un poco al final, y la mía también. ¿Y por casualidad no tendrás un lunar en forma de herradura justo debajo del ombligo? Pues yo también.
—Y no es solo que os parezcáis, es que sonáis igual —dijo Ruth—. Tenéis la misma voz. Un momento se escucha un acento estadounidense y, al siguiente, un acento británico, pero en la misma voz. Una voz que proviene de la misma, no sé, de la misma parte de la boca, con los mismos pequeños titubeos.
—Eso me contó Irving —dijo Leo, todavía bastante sombríamente—. Pero tú y yo, Daniel, no solo somos y sonamos igual. Para comprender hasta qué punto nos parecemos, hay algo que debes saber de los gemelos en general. Es algo bastante serio, así que lo mejor es que estés seguro de que lo quieres saber. ¿No hay objeciones? Bien, muy bien. Para que puedas digerirlo bien, te lo iré dando en pedacitos. Allá vamos. Primera parte:
»La mayoría de culturas ha tratado el tema de los gemelos con hostilidad e incluso temor. Hace relativamente poco las cosas mejoraron, lo cual facilitó que se llevaran a cabo estudios que establecieron la diferencia entre gemelos idénticos, que siempre eran del mismo sexo, y gemelos fraternos, mucho más comunes, que a menudo eran de diferente sexo y se parecían tanto como cualquier otro hermano o hermana. La diferencia era primordial e intrínseca.
»Los gemelos monocigóticos, comúnmente conocidos como gemelos idénticos, son los frutos separados de un único óvulo fertilizado que por algún motivo todavía desconocido se ha dividido en dos. El nombre hace énfasis en el hecho de que dichos gemelos tienen idénticos genes, son clones. Los gemelos fraternos son el producto de dos óvulos separados fertilizados y solo tienen la mitad de los genes en común. Psicólogos, biólogos, genetistas y otros investigadores interesados en la herencia genética han estudiado el tema de los gemelos durante muchos años. Últimamente, la investigación se ha centrado en los gemelos monocigóticos que han sido separados poco después de nacer y han crecido lejos el uno del otro. Estos individuos no son muy comunes, pero probablemente hay unos pocos miles en el mundo occidental contemporáneo, e investigadores de la Universidad de Minnesota localizaron y estudiaron a más de cien parejas hace relativamente poco tiempo.
Esa fue la esencia de la primera parte. Daniel respetó la seriedad mostrada por su hermano gemelo, aunque no estaba seguro de cuál era su propósito. En cualquier caso, para cuando empezó la segunda parte, ya veía a Leo como a un hombre, y no como a una especie de visitante de otro mundo.
—Cuando se sometía a dichos gemelos a una comparación exhaustiva —continuó Leo—, las similitudes entre los miembros de cada par en cuanto a atributos físicos, tales como altura, huellas digitales o color de pelo, podían predecirse. Lo que resultaba bastante más sorprendente era la similitud en cuanto a atributos no físicos, tales como la tolerancia, el autocontrol o la sociabilidad. Pero la mayoría de las personas se habrían sorprendido más ante lo que podría llamarse similitud en los detalles biográficos. Como muestra, os enumeraré las siguientes correspondencias, seleccionadas entre más de treinta, de una pareja de gemelos registradas en 1979:
»(Las he repasado tantas veces que me las sé de memoria).
»Ambos hombres, que tenían treinta y nueve años en el momento del estudio, se habían casado con una mujer llamada Linda, se habían divorciado de ella y, posteriormente, se habían casado con otra llamada Betty.
»Un gemelo había llamado a su primer hijo James Alan, y el otro había llamado al suyo James Allan.
Ambos habían trabajado en un McDonald’s y en una gasolinera.
Ambos habían construido bancos alrededor del tronco de un árbol en su jardín y los habían pintado de blanco.
»Esta última me gusta especialmente. Me divierte imaginarme a uno de esos tipos que defienden que nuestro entorno nos determina más que nuestra herencia genética explicando todo eso, bien como una coincidencia en sí misma, o bien como el resultado de una similitud fortuita en la crianza. Como la coincidencia de la canoa que voy a contaros ahora.
»Ahora os enumeraré alguna de las veinticinco similitudes que se encontraron en un estudio de un par de gemelas:
»Ambas se habían caído de una valla durante su infancia y tenían cicatrices en los mismos sitios.
»Una tenía un inexplicable dolor crónico en el muslo derecho, la otra tenía un músculo atrofiado a la altura de la cadera derecha, pero no sentía ningún dolor.
»Doblaban su ropa del mismo modo, y antes de guardar las blusas y las camisas en los cajones, las abotonaban.
»Ambas habían desarrollado el hábito de caminar hacia atrás, entrando en el agua mirando hacia la orilla, cuando iban a remar con su canoa.
»Y, si eso no basta para convenceros —dijo Leo finalmente—, y antes de proseguir, mi mujer, con la que me casé hace siete años, se llama Ruth.
—¿Se parece a mí? —preguntó Ruth Davidson.
Tras vacilar un instante, Leo dijo:
—Mi Ruth es más o menos del mismo tipo que usted, de piel clara, vivaz en apariencia, si es que eso puede considerarse un rasgo físico. Pero, mire, juzgue por sí misma. —Sacó una fotografía de su cartera y la dejó sobre la mesa.
Ruth la cogió, la estudió brevemente y se la pasó a Daniel, que vio a una hermosa mujer de unos treinta años que se parecía bastante a la suya, tanto como podría parecerse una hermana de una edad similar, tal vez incluso una gemela fraterna. Con un tiempo tan bueno como el que hacía, la cocina podía volverse un lugar sofocante a mediodía. Llenó un vaso con agua del grifo, pero lo dejó después de darle un único sorbo.
—¿Qué temperamento dirías que tiene tu mujer? —le preguntó a Leo.
—En cuanto a su temperamento, bueno, ¡qué puedo decir! No es tan vivaz como parece.
—¿Depresiva?
—Bueno, Daniel, creo que depresiva sería ir demasiado lejos, ¿no? Pero sí, más o menos. Digamos ansiosa, nerviosa, aprensiva, con cierta tendencia al pesimismo… ¿Es suficiente?
—Sí —dijo Ruth, evitando la mirada de su marido.
Tras un silencio, Leo prosiguió:
—Pero no he venido hasta aquí para comparar notas contigo, Dan. Es maravilloso y extraordinario haberte encontrado, pero hay algo más en juego. Antes de nada tengo que saber si te gustaría ir a Minnesota para que nos examinen los científicos… Si vamos, nos pagarán todos los gastos.
—No, es mejor que esto quede entre nosotros.
—Lo mismo pienso yo. Bien, sin duda recuerdas que cuando le dijiste a Irving Rothberg que eras pastor se puso nervioso, porque…
—Tú también eres clérigo.
—Correcto, Daniel. Y no solo eso: soy pastor de la Iglesia Episcopal, que es el nombre que recibe la comunión anglicana en los Estados Unidos, lo que me convierte en una réplica lo más parecida a ti posible en ese campo.
—Lo que debe de haberle parecido a tu amigo Rothberg una coincidencia asombrosa, por improbable —concluyó Ruth, ahora mirando a Daniel.
—Así que por eso conocías el sínodo general y todo lo demás —dijo Daniel.
—De nuevo correcto. Ahora…, hermano…, ¿quieres que sigamos un poco más o paramos? Por ahora, quiero decir. Tal vez prefieras dejarlo aquí.
Daniel miró los brillantes ojos azules que se parecían tanto a los suyos y que había visto durante docenas de años frente al espejo. Aunque no mantuvo su mirada fija en ellos mucho tiempo, se sintió mareado, si no aterrorizado, y después intuyó que le acechaba el peligro más grave de su vida. Pero, en cuanto fue capaz, dijo, intentando que su voz sonara como la de un hombre que está rellenando un cuestionario:
—Me gustaría seguir un poco más. Por ejemplo, ¿cuándo te ordenaste, Leo? Supongo que recuerdas la fecha exacta.
—Por supuesto. Fue el 22 de marzo de 1985.
—Yo el 4 de abril del mismo año.
—Por lo menos no fue el mismo día —dijo Leo. Movió la mano haciendo un extraño gesto, como si quisiera consolarlo, pero luego vaciló y la retiró.
—Lo suficientemente cerca. Nueve, trece días. Y otra cosa más, si me lo permites. ¿Tu ordenación fue el resultado de una decisión repentina o gradual, tras pasar por etapas de creencia, convicción y…?
—Fue repentina. ¿Quieres que te lo cuente?
—No. Ahora no. Ya hemos avanzado mucho en muy poco tiempo. Me gustaría tener ocasión de asimilarlo todo.
—Esperaba que dijeras eso. De hecho, no exageraría si dijera que sabía que dirías eso.
—Ah, yo también lo sabía —dijo Ruth—. Eso o algo parecido. Su cara lo dice todo. Lo siento, querido, tu cara… Incluso antes de que hables, ya se sabe lo que vas a decir. Cualquiera que te hubiera estado observando atentamente lo habría adivinado.
—Cosa que usted no ha dejado de hacer en ningún momento: no le ha quitado ojo —dijo Leo con una sonrisa.
—Sí, os he estado observando a los dos con atención la mayor parte del tiempo que hemos pasado aquí abajo. Y comparando vuestro aspecto. En mi colegio había un par de gemelos idénticos, o por lo menos ellos decían que lo eran, y debían de saberlo mejor que nadie, pero no eran tan idénticos. A veces se vestían igual, pero nadie tuvo nunca ningún problema para distinguirlos. En fin, uno de ellos incluso llevaba gafas mientras que el otro no parecía necesitarlas. Y uno estaba más gordo que el otro. Idénticos… No, lo que hace falta es encontrar una palabra que signifique más parecidos que similares. Eso es lo que hay que observar en vosotros, es lo único que sois. Sois docenas de diferencias, la mayoría pequeñas: la forma del labio inferior, la oreja izquierda, en realidad las dos orejas, donde empieza la nariz… ¡docenas! Solo os parecéis muchísimo de lejos, que es como os visteis la primera vez. Eso es.
—No me había dado cuenta de lo buena observadora que eras —dijo Daniel.
—Pero ¿de qué sirve?, te preguntarás. Bueno, ¿no te gustaría que os dijeran que no os parecéis tantísimo?
Leo asintió con fuerza.
—Creo que a Daniel sí, Ruth.
—Es cierto —dijo Daniel—. Yo quiero que me digan que no nos parecemos tanto.
—¡Mira, otra diferencia! —dijo Leo—. A mí no… Digamos que me importaría un comino si fuéramos completamente iguales en todo.
—Eso nos haría absolutamente diferentes en el aspecto más importante de todos.
—Como has dicho, amigo, necesitamos tiempo para asimilarlo. ¿Qué planes tenéis para esta noche? ¿Puedo invitaros a cenar?
—Gracias, Leo, pero no creo que me sintiera cómodo. Corremos el riesgo de que la gente no deje de mirarnos. Mejor ven a casa.
Leo sonrió.
—Veo que no debo olvidar que además de ser mi hermano gemelo eres inglés.
—Muy cierto. Estaba pensando que nos resultaría más fácil hablar aquí, los tres solos.
—Bueno, es tu ciudad. Yo mientras tanto saldré un rato y echaré un vistazo por ahí. Es la primera vez que vengo a Londres.
Tras concretar los detalles de la cita, Leo se marchó al pequeño hotel en el que se hospedaba. Como quedaba bastante cerca, decidió ir a pie para darse un primer paseo por la ciudad.
—Anda igual que tú —dijo Ruth—. O tú igual que él. —Parecía que los últimos acontecimientos la hubieran animado, como si al haber despertado su curiosidad la hubiesen llenado de energía.
—Supongo que era de esperar.
—¿Eso es lo único que tienes que decir? ¿No te importa el hecho de que Leo y tú os parezcáis tanto? ¿No te da una sensación rara, de doppelgänger o algo así?
—Para nada, en absoluto. Hay muchas cosas que me molestan, ya lo sabes, pero esa no.
—Me he dado cuenta de que te has contenido cuando se ha acercado para abrazarte.
—Eso es porque soy inglés.
Ruth frunció el ceño y movió la cabeza hacia delante y hacia atrás. Un minuto más tarde, dijo:
—Admito que no tengo mucha experiencia en lo que se refiere a maridos que se encuentran con hermanos gemelos que no sabían que tenían, pero me habría imaginado que te asaltaran las preguntas, la emoción y el asombro, y no que te quedaras así, como si acabaras de recibir una mala noticia.
—Lo siento, Ruth. Me gustaría sentirme igual que tú ahora, créeme, pero me temo que lo que he recibido, o tal vez reciba en breve, sea exactamente eso, una mala noticia.
—¿Te refieres a algo relacionado con Cristo?
—Sí, eso es a lo que… Sí, sí.
—Pero no puedes explicarme qué ni cómo.
—Ni yo mismo lo sé. No más de lo que comprendo esta situación. —Una lágrima empezó a caer por la mejilla de Daniel, que se la limpió con la mano—. Lo siento. Si lo supiera, te lo contaría ahora mismo, ya lo sabes.
—¿No hay nada que puedas contarme? —preguntó muy seria.
—Probablemente nada que no hayas visto tú misma ya, pero, en cualquier caso, hay una pregunta que no le hice a Leo, de hecho supongo que te diste cuenta de cómo interrumpí para que no respondiera antes de que tuviera tiempo de preguntarle si…
—… si era un ateo borracho un minuto y un clérigo comprometido al siguiente.
Daniel vaciló. Después, dijo:
—Está bien. Ya es suficiente por ahora. Por lo menos, si no es así, no tengo que preocuparme del resto. Ahora supongo que lo mejor será que termine mi sermón de mañana. Almorzaré, pero tarde. Primero he de ir a ver a la señorita Rawlings.
—¿Es la que tiene mirada de mujer fatal y una figura fantástica?
—No, es la de la dentadura postiza eduardiana y la cara de las mil arrugas.
Se dirigía hacia la escalera de la cocina cuando Ruth le dijo:
—Me pregunto por qué no trajo a su mujer con él. Por qué dejó a la otra Ruth en casa.
—Para ahorrar, supongo. Si se parecen en algo a nosotros, tendrán que andar contando los peniques todo el tiempo.
—Bueno, al fin y al cabo no es tan distinto a ti. Me pregunto si tendrán hijos.
—Se lo preguntaremos. —Daniel volvió sobre sus pasos—. ¿No te molesta tener el mismo temperamento que la otra Ruth, y también su mismo aspecto e incluso el mismo nombre?
—En absoluto. Lo normal es que ambos os sintáis atraídos por el mismo tipo de mujer, y lo del nombre no significa nada. Una coincidencia. Nunca cometas el error de subestimar la probabilidad de una casualidad.
Daniel terminó de mecanografiar su sermón y lo repasó, puntuándolo como si se tratara del texto de un salmo, subrayando las palabras en las que quería hacer énfasis. Cuando estuvo satisfecho con el resultado, se puso su pechera y su alzacuello, cogió su estuche eucarístico y se dirigió hacia su coche, un viejo Cavalier que estaba aparcado junto a la acera. Era un regalo de sus feligreses, que además se habían ocupado de algunas de las facturas. Diez minutos más tarde detenía el coche frente a un bloque de pisos bastante feo, aunque no horrible. Puesto que se encontraba en una zona relativamente buena, y no en una calle llena de hinchas de fútbol, aparcó el coche allí, llevándose consigo el estuche eucarístico. La señorita Rawlings todavía no había solicitado el último servicio, pero esperaba que lo hiciera algún día, como lo habían hecho otros en sus mismas circunstancias.
La señorita Rawlings vivía en el primer piso, al que se accedía cruzando una entrada limpia y ordenada y subiendo una escalera que Daniel muchas veces había pensado que ganaría con un par de grafitis o cualquier otra profanación que distrajeran la atención del estilo general de la decoración. Había, sin embargo, un fuerte olor poco grato que provenía de la habitación de la mujer y que compensaba esta deficiencia: un olor no tanto repugnante como extraño y desagradable. Mientras entraba en la habitación, Daniel formuló para sí distintas hipótesis para intentar explicar lo rápido que se satura el sentido olfativo del hombre.
Al lado de la señorita Rawlings, sentada en un anticuado sillón de plástico, estaba su sobrina viuda, una mujer a la que Daniel conocía bastante bien, pero que lo miró con incertidumbre y recelo: una mujer de más de cincuenta años que se encontraba perdida en presencia de un maldito clérigo.
—Entonces me voy, Della —dijo con reticencia y la vista fija en él—. Pensaba que te encontraría sola, pero parece que tienes compañía, ¿no? ¿Necesitas alguna cosa? ¡He dicho que si necesitas alguna cosa!
—¿No tienes la lista que te di?
—¿Qué? Por supuesto que la tengo. Me refería a si necesitabas algo más. Ya sabes, si querías alguna otra cosa.
Evidentemente no quería nada más, por lo menos a nadie se le ocurría nada que pudiera necesitar. Mirando alternativamente a uno y a otra como si que el vicario y su tía atea se juntasen no fuera asunto suyo, pero esperando que ambos supieran lo que estaban haciendo, la sobrina se fue. Después, cuando Daniel le preguntó qué tal le había ido la semana, la señorita Rawlings le contó una historia que alcanzaba con altibajos el nivel de queja suave. Daniel se había preparado para eso. Su acuerdo tácito con la anciana era que ella empezaría desahogándose un poco y que, cuando hubiera transcurrido la mitad del tiempo que duraba su visita, sería su turno para hablar de Dios, o por lo menos para hacerle ciertas sugerencias. Ahora a él le tocaba escuchar lo que ella le contaba, que la chica de la tienda de periódicos tenía la lengua muy larga, esperando recibir su recompensa, que consistía en que ella lo escucharía durante la misma cantidad de tiempo.
Finalmente, la señorita Rawlings dijo:
—En realidad, mi problema es que a veces tengo esa desagradable sensación de no entender qué sentido tiene para alguien como yo seguir adelante. Supongo que ahora me dirá que eso está mal, señor Davidson.
—Mucha gente en su situación tiene esa sensación de vez en cuando.
—Eso no cambia el hecho de que esté mal pensar algo así, ¿verdad?
—Digamos solo que es innecesario.
—No recuerdo haber pensado nunca algo porque fuera necesario. ¿Mi situación, dijo usted? Usted no sabe cómo es, ¿cómo podría saberlo?
Daniel observó que los ojos de la señorita Rawlings brillaban sobre sus mejillas hundidas y su afilada nariz, que la avanzada edad había vuelto más prominente.
—No, no lo sé —le respondió—, pero ahora que lo pienso hay mucha gente que no está en esa situación y que tampoco encuentra ningún motivo para seguir adelante. En algún momento yo también fui uno de ellos. ¿Le sorprende?
—No tiene nada que ver… Usted es un hombre joven.
—Los años no tienen ninguna importancia en estos casos. Podemos necesitar ayuda desesperadamente en cualquier momento de nuestras vidas, y gracias a Dios esa ayuda siempre está disponible para aquellos que la solicitan.
—Le digo, vicario, que no hay nadie que vaya a ayudarme. Mi sobrina y mi sobrino nieto, y Ernie… Oh, es maravilloso ese Ernie, pero ¡qué puede hacer él! ¡Qué puede hacer cualquiera de ellos! Cada uno tiene que ocuparse de su propia vida… Necesito a alguien a mi lado cada minuto del día y de la noche. ¡Quién podría estar dispuesto a una cosa así! Y aunque alguien dispusiese del tiempo necesario, tendría que armarse de paciencia… No, lo siento, señor Davidson, es usted muy bueno, pero yo sigo sin entender qué sentido tiene seguir adelante.
—Se olvida usted de Dios, señorita Rawlings —dijo Daniel—.Él la acompañará siempre que usted quiera, Él tiene tiempo y paciencia para todos. Solo tiene que pedírselo.
—¡Ay, Dios! —dijo la señorita Rawlings con una exclamación con la que no quería para nada invocar al Creador. Era simplemente una expresión de burla o cansancio—. No me hable de Dios. Créame cuando le digo que nunca ha hecho nada por mí.
—¿Alguna vez le ha pedido algo? ¿Alguna vez le ha rezado? Pedir o rezar… es la misma cosa ¿sabe? Y él siempre responde, ¿lo sabía? En una ocasión me sentí tan desesperado que estuve a punto de quitarme la vida. En el último minuto y como último recurso recé, aunque por entonces ni siquiera creía en Dios, pero me respondió igualmente. Descubrí que podía…
Daniel dejó que su voz se apagara. Siempre había creído, o había querido creer, que lo que estaba diciendo era tan importante y obvio para todos que por fuerza tenía que llegarle a alguien que estuviera acostumbrado a escuchar el nombre de Dios. Pero en ese momento sus brillantes ojos se hundieron y la vivacidad de sus gestos se disipó. Un instante antes, la habitación en cuestión le había parecido pulcra, e incluso alegre: la cama individual hecha y cubierta con una colcha verde claro, el fregadero y el escurridero despejados, la vajilla limpia colocada en su estante, un par de macetas con flores en el alféizar de la ventana… Ahora, a sus ojos, todo parecía estático y sin vida, como una celda modelo en una cárcel moderna. Pobre señorita Rawlings. Aunque hubiera tenido la energía y la falta de tacto necesarias, no se habría atrevido a contarle nada más acerca de su primera oración. Toda esa historia de que había sido escuchada porque él había querido recibir ayuda de verdad, y de que a partir de ese momento Dios había sembrado en él el impulso de rezar. La fe se ofrece antes de que pueda ser aceptada. Sacó su agenda de bolsillo y pasó algunas páginas al mismo tiempo que rogaba que la señorita Rawlings recibiera el regalo de la fe.
—¿Ya se va, doctor, quiero decir, pastor?
—Todavía no. Me da tiempo a echarle una mano con los formularios para solicitar una nueva cartilla de jubilación… Bueno, si usted quiere.
—Hay un par de páginas que no entiendo bien. Mi sobrina lo revisó, pero ya sabe, señor Davidson, es una mujer muy ignorante. Se le da bien limpiar, eso sí hay que reconocerlo…
Cuando Leo llegó a casa de los Davidson esa noche, Daniel supo con certeza que el desastre era inminente. Tal vez Leo sintiera una incomodidad similar, puesto que no mostraba la animada disposición de aquella mañana, en la que había dado la impresión de estar completamente resignado al shock que suponía cada nueva revelación. Inmediatamente se sintió atraído por el hecho de que fuera una persona excepcionalmente empática, pero también repelido por el temor de que el asunto acabara por socavar todas sus convicciones. ¿Qué cabía esperar de confrontar a dos hombres idénticos hasta límites insospechados? ¿O acaso aquel asunto no pasaba de ser algo singular e interesantísimo? No sabía qué creer.
Sin entender muy bien por qué, Daniel había pasado la tarde intentando cerrar todos los asuntos que tenía pendientes. Después de encargarse de que la iglesia estuviera lista para el primer servicio de la mañana, volvió a casa e hizo un par de llamadas de teléfono para fijar la hora de una incineración y puso su agenda al día. A continuación, como hacía cada quince días más o menos, escribió a su obispo, un prelado con ideas pasadas de moda acerca de las responsabilidades específicas que había contraído con aquellos a los que había ordenado. Por una tradición que él mismo había establecido, Daniel dedicó el último párrafo a un informe sobre la relación que había tenido con Dios en las últimas semanas, y la que Dios había tenido con él. Con un sentimiento de culpa que ningún razonamiento interior podría disipar, se limitó a los hechos y omitió presentimientos indefinidos y muy probablemente supersticiosos. Cuando la carta estuvo lista para ser echada al correo, ordenó su archivo de feligreses y el despacho. No tocó las fotografías que había sobre la repisa de la chimenea, excepto una de la mujer del orfanato que había sido como una madre para él. Llevaba muerta casi veinte años y el retrato estaba bastante deteriorado, pero era lo suficientemente bueno para que él la recordara cuando, como ahora, lo cogía y lo miraba con atención. Finalmente, se arrodilló y pidió perdón por haber hecho tan poco para ayudar a la señorita Rawlings y para ayudarse a sí mismo a enfrentarse a ¿qué? A lo que pudiera acontecer.
Mientras Leo y él se acomodaban en la cocina como habían hecho esa misma mañana, Daniel empezó a explicarle que Ruth bajaría en unos minutos, en cuanto estuviera lista, pero Leo terminó la frase por él. Daniel se revolvió incómodo en su silla.
—Oh, vamos, Daniel… No pasa nada —prosiguió Leo—. Solo habría sido preocupante si no hubiera estado tan claro lo que ibas a decir. Aunque tú y yo podríamos montar un buen espectáculo de telepatía. ¿Tienen estos gemelos idénticos mentes idénticas? O tal vez solo tienen una mente para los dos. Arrasaríamos. Aunque me temo que a Dios no le gustaría.
—Tú no crees en ninguno de esos fenómenos paranormales, ¿verdad?
—Por supuesto que no, ¿qué te crees que soy? Esa es una de las cosas para las que Dios viene que ni pintado, ¿no? Una palabra suya y ya no hay que preocuparse más por esas chorradas.
Leo había hablado a la ligera. Sus palabras iban a tono con su traje azul claro de corte generoso, su camisa azul oscuro y su llamativa corbata verde marino. Su aspecto contradecía totalmente la idea que Daniel tenía de un clérigo, aunque ese clérigo fuera estadounidense. De hecho, parecía más un exitoso agente de seguros o un viajante de comercio que un miembro de la clase media alta. Daniel admitió, o se reconoció a sí mismo, que debía de haber algo en su propio aspecto que se correspondiera con el de su hermano. A pesar de su buena presencia, Daniel detectó que un aire de desasosiego le acompañaba desde que puso el pie en la casa. La sonrisa que siguió a su último comentario parecía especialmente forzada. Antes de que se hubiera desvanecido del todo, dijo:
—Solo hay una cosa que quería contarte sin que Ruth estuviera delante. Es acerca de por qué no traje a mi Ruth a Inglaterra… Puede que te lo hayas preguntado.
—Ruth lo ha hecho. Mi Ruth se lo ha preguntado.
—Sí, claro, entiendo que lo hiciera. Quizá debí explicártelo antes, pero la razón por la que mi Ruth no ha venido es que está con otro. Lleva con él dos años. No hace falta entrar en detalles de quién tuvo la culpa, aunque tampoco es que yo lo sepa. Ese tipo simplemente apareció y se la llevó. Yo le gustaba, pero él le gustaba más. Después de que me abandonara, pasé un año muy duro, pero no me derrumbé. Ahora ya lo he superado.
Aun así, Daniel dijo:
—Lo siento, Leo.
—Sé que lo sientes. No pensaba sacar el tema, pero algo me decía que tenías que saberlo. No quería que anduvieras dándole vueltas y se me ocurrió que ya que necesitabas escuchar cosas que te demostraran que no somos tan parecidos, a lo mejor no era tan mala idea. Y no olvides que el tipo llegó y se la llevó… Juro que ella no andaba buscándolo, ni a él ni a nadie, y no actuó motivada por su depresión ni nada parecido. Así que si se te ha pasado por la cabeza que el hecho de que mi Ruth me abandonara dice algo sobre la probabilidad de que tu Ruth te vaya a abandonar… En fin, sería lo mismo que creer en Papá Noel. O en la telepatía. Sí, el nombre es el mismo. Una coincidencia, amigo mío. A no ser que tú también tengas a una Janet en tu vida ahora… No, eso me pareció. Pues entonces ya basta. Espero no haberte hecho perder el tiempo, Daniel.
En ese instante, Daniel abrazó a su hermano instintivamente, y así se quedó durante un buen rato. Le asombró que en algún momento le hubiera parecido tan raro hablar y estar frente a un hombre que se le asemejaba tanto. Efectivamente, Leo había seguido o leído sus pensamientos con una precisión extraordinaria, aunque tal vez no tan extraordinaria, considerando que era tan parecido a él mismo también por dentro. Por supuesto. Entonces, recordando que Leo acababa de hablarle de una pérdida irreparable, Daniel se detuvo.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó sin pensarlo demasiado.
—Gracias, Daniel. Si te refieres a algo como café o limonada, ahora mismo no. Si te refieres a ginebra o a cerveza o a cualquier otro tipo de alcohol, ahora mismo tampoco. Pero ¿tienes bebidas alcohólicas aquí?
—No, no tengo nada. He hablado sin pensar. Ni Ruth ni yo probamos nunca una gota de alcohol.
—¡Oh! —dijo Leo. Miró a su alrededor y pareció reparar por primera vez en la presencia del aparador con sus hileras de platos, la televisión y la pequeña radio barata, la escalera pintada de blanco que subía a la planta baja, la puerta que conducía al comedor y la puerta abierta del jardín por la que entraba el aroma de hierbas y los gritos lejanos de los niños. Más alto y con más brusquedad que antes, preguntó—: ¿Y nunca has probado el alcohol?
—¡Oh, claro que lo he probado! Durante años le di a base de bien. Después lo dejé completamente.
—¿Te habrías definido como un borracho en esa época?
—Sí. Al menos, creo que exactamente eso era por aquel entonces. Imagino que mucha gente me describía así.
Leo asintió, miró a Daniel un instante y bajó la mirada.
—No sé muy bien cómo preguntarte esto, pero… En aquel momento, ¿creías en Dios?
—No.
—Y… tu fe… ¿tuvo algo que ver que empezaras a creer en Dios con que dejaras de beber?
—Sí —dijo Daniel, volviendo a mirar a Leo—. Fue parte del mismo proceso.
—¡Daniel! —gritó la voz de Ruth desde el piso de arriba—. Querido, ¿puedes subir un momento?
Ruth estaba de pie en el dormitorio en una postura extraña, con los brazos entrelazados y la mano derecha sujetando con fuerza la izquierda. Estaba sonriendo, con una mirada de decidida expectación, como si hubiera estado observándolo mientras abría un paquete que contenía un regalo de cumpleaños que ella sabía que él deseaba de verdad. Llevaba un vestido blanco recién lavado con un estampado de florecitas azules, uno que a él siempre le había gustado, pero que, por lo que él sabía, ella no se había puesto desde hacía mucho tiempo.
—Iba a pedirte que intentaras adivinarlo —dijo—, pero después pensé que eso sería un poco tonto, así que te lo contaré directamente. ¿Te acuerdas de que hace un par de semanas te estaba dando la lata con la nueva medicación que Eric me había puesto, y de que te dije que aunque era un poco pronto sentía una ligera mejoría? Pues ha sido algo más que ligera, pero he tocado madera y me estado aguantando todos estos días para estar segura antes de decirte que…, bueno, aunque sigo tocando madera, me siento mucho mejor. Tal vez todavía no sea la colegiala despreocupada que solía ser, pero me siento mucho mejor. Ya vuelvo a verle el sentido a las cosas. He pensado que prefería contártelo antes de que…
Daniel empezó a besar a su mujer. Unos segundos después, ella consiguió decir:
—Querido… Leo está abajo. No podemos…
—Sí, está abajo… ¿Y?
—Pues que es un clérigo…
—Y yo.
—Pero él es un clérigo estadounidense.
Al final no pasaron tantos minutos antes de que Ruth estuviera lista para darle la bienvenida a su invitado. Leo representó a las mil maravillas el papel de hombre que comprendía completamente la costumbre de los matrimonios británicos de mantener una exhaustiva conversación privada acerca del tiempo antes de comenzar la velada. Casi todo el resto de la noche pasó rápidamente y no fue demasiado memorable, con el tipo de charla semiinformativa que suelen mantener las personas que se acaban de conocer.
Pero no toda. Después de que Ruth se fuera a la cama, Leo le dio a Daniel algunos detalles acerca de su aceptación de la fe cristiana y de cómo estaba conectada con su renuncia al alcohol. Daniel le correspondió con algunos detalles de su propia experiencia.
III
—Si quiere saber cómo se llama, puede leerlo en la etiqueta del frasco —dijo Eric Margolis—. Recordarlo no resulta tan fácil. Nunca he llegado a comprender esa manía de ponerles a los medicamentos unos nombres tan complicados, a menos que quieran provocar una suerte de efecto psicológico en el paciente. Si te receto algo llamado B-23, puede que no te llame la atención, pero si te digo que se llama cromopoliaminoxidasa, es más probable que creas que soy un gran profesional. Pudiera ser. Pero, respondiendo a su pregunta: sí, este medicamento es razonablemente nuevo, al menos en este país. En los Estados Unidos, y especialmente en Australia, ha dado muy buenos resultados, según me ha dicho un hombre que conozco en Sidney que es un experto en el tema. Es de espectro reducido, es decir, que hay bastantes personas a las que no les ha hecho efecto, pero a las que sí se lo ha hecho las ha ayudado mucho. Parece que Ruth es una de las afortunadas.
El lugar donde se encontraban se parecía más a un salón de un hotelito pijo que a una consulta tradicional: no había nada abiertamente médico a la vista, ni siquiera un bloc de notas. El mismo Eric, un hombre desgarbado cuya cabecita prácticamente calva se compensaba con una densa barba, ocupaba una cómoda silla cerca de una mesa baja sobre la que había dos o tres novelas. Frente a él estaba sentado Daniel, en la misma silla en que se había sentado en un par de visitas anteriores, en el mismo lugar donde muchas otras veces se habrían sentado lunáticos y neuróticos de todo tipo. Ahora dijo:
—¿Cuánto tiempo tendrá que seguir tomándolo?
—Un poco. No tiene sentido fijar una fecha ahora mismo.
—Pero lo dejará algún día, ¿no? ¿O tendrá que tomarlo durante el resto de su vida?
—No es muy probable —dijo Eric amablemente frotándose las yemas de los dedos unas contra otras—, aunque en este momento no quiero descartar nada.
—Pero ¿no existe el peligro de que se vuelva adicta?
—La adicción a una sustancia se manifiesta cuando se deja de tomar esa sustancia. Otros pacientes han dejado de tomar esta sustancia después de unas semanas o unos cuantos años y no han tenido mayores problemas, como ya le dije. Algunos de ellos se han sentido extraños o mal durante un tiempo, cosa que no hay que subestimar, pero nada comparable a un síndrome de abstinencia por drogas, como cuando han dejado de medicarse, por ejemplo, con ciertos tranquilizantes y antidepresivos muy conocidos. Algunos han llegado a decir que fue peor que lo que los hizo empezar a tomarlos al principio. Ruth seguirá tomando el medicamento hasta que llegue el momento.
—Ya veo. ¿Cómo sabremos cuándo ha llegado el momento?
—Nos haremos una idea cuando probemos a reducir la dosis de manera controlada.
—Hmmm. Si no le importa que se lo diga, Eric, todo esto me resulta un poco vago… Parece que todo depende del azar.
—Así es. Y hay más probabilidades de fallar que de acertar, aunque afortunadamente las cosas mejoran con el tiempo. Aproximadamente el 0,1 del 1% cada año. La parte pesimista de la situación es que hoy en día no estamos más cerca que hace veinte años de comprender cómo funcionan estas sustancias, así que no tenemos modo de predecir cuál puede ayudar a cada paciente. La consecuencia es que cambiamos de idea constantemente y mantenemos los ojos y los oídos alertas para detectar cualquier nuevo descubrimiento que pueda ser de utilidad.
—Gracias, doctor —dijo Daniel—. ¿Hay una parte optimista?
—No. Pero hay una un poco menos pesimista respecto a nuestro caso. Digamos que hemos acertado con Ruth. Eso significa que hay algo así como un cincuenta por ciento de posibilidades de que se mantenga tal y como está ahora. Puede que incluso mejore aún más. Una enfermedad mental, si es que un episodio depresivo prolongado puede llamarse así, solo se parece a una enfermedad física en un par de cosas, pero una de ellas es que sus víctimas a veces acaban recuperándose por completo. Gracias a Dios.
—¿Qué probabilidad de recuperación a largo plazo calcula que tiene Ruth en este momento?
—Más del cincuenta por ciento, Daniel. Bastante más. Con su inteligencia y buen carácter, se está perfilando como uno de mis mayores éxitos. La última área (por llamarla de algún modo) que uno cree que puede controlar es la mente, pero… Por ahora no diré nada más. Quédese con que hay bastantes esperanzas donde antes no había más que una esperanza media, siendo la esperanza media mejor que la falta de esperanza, aunque tampoco mucho mejor. Bueno, a menos que se le ofrezca otra cosa…
Eric se levantó. Daniel hizo lo mismo, pero dijo:
—En realidad, sí hay otra cosa, pero ¿podríamos hablar de ello en otro sitio? ¿Qué le parece el pub de la esquina?
—Allí no, si no le importa. Me conocen, porque de vez en cuando voy con algún aracnofóbico o algún maníaco homicida. Mejor en otro lugar.
De camino a ese otro lugar, Daniel le preguntó:
—¿Nunca anota lo que le cuentan sus pacientes?
—No, llevo una grabadora secreta que enciendo y apago con un interruptor secreto. Es mucho mejor.
—¿La ha encendido conmigo?
—La verdad es que no. Las cintas cuestan dinero, ¿sabe? Lo siento.
—Está bien. En realidad, tampoco es para tanto…
El sitio que había propuesto Eric era otro pub, un pub enorme donde, a esa hora tan temprana, había espacio de sobra para elegir una zona tranquila. De un aparato que no estaba a la vista surgían las notas de una de las óperas de Haendel que (con razón) han pasado más desapercibidas. Daniel le llevó a Eric el gin tonic que había pedido.
—¿Usted no va a tomar nada?
—No tengo sed.
Daniel dijo esto con el suficiente énfasis para que Eric lo mirara fijamente pero sin darle pie a insistir. Poco después, Eric preguntó:
—¿Qué era eso de lo que quería hablar?
—Ah, sí. Bueno, es un poco difícil de explicar. Es más una sensación que un hecho.
—Eso es muy importante.
—Sí. Bueno… Me temo que plantea algunas cuestiones filosóficas. Cuestiones que tienen que ver con la fe. Ya sabe, doctrina eclesiástica.
—A mí puede contarme lo que quiera a ese respecto. Esa es una de las ventajas que ofrezco con respecto a los de su gremio. Pero intente no ir muy rápido.
—Está bien. —Daniel volvió a hacer una pausa y después asintió—. De acuerdo. A pesar de su pesimismo a nivel profesional, estará de acuerdo conmigo en que cada día se descubren nuevos medicamentos y su campo de aplicación se amplía constantemente.
—Sí. Exponencialmente.
—¿Hay algún límite teórico para esta expansión?
—No sé muy bien a qué se refiere con eso, pero si lo que quiere decir es si llegará el momento en el que no haya más medicamentos que descubrir, entonces tengo que admitir que no he pensado en ello, pero sin duda falta mucho para eso. Si lo que quiere decir es si habrá partes de la mente y del comportamiento humanos que nunca se verán afectados por los medicamentos, entonces le diré que he pensado en ello, pero que no he llegado a ninguna conclusión. En realidad, la teoría no resulta de mucha ayuda en ese aspecto, porque la pregunta va más allá de la farmacología, la biología y de cualquier otra «ología». Pertenece más, como ha dicho usted, a la filosofía, campo en el que yo me pierdo. Pero usted quiere algo más. —Eric golpeó varias veces la rodaja de limón contra el borde de su vaso. Después, dijo bastante rápido—: Nada de lo que he aprendido, en el sentido de ser capaz de describirlo, de describirlo como es debido, me sugiere que haya áreas de la conciencia que no estén al alcance de la modificación humana. Si esta información le desagrada, no estudie los hallazgos recientes sobre los resultados de interferencias físicas con el cerebro por medio de la cirugía o a causa de un accidente o ambos a la vez. En cuanto a los experimentos genéticos, he tomado la decisión de no profundizar en ese particular.
—Pero… —dijo Daniel—. Al menos espero que haya un pero.
—Oh, sí que lo hay, más allá del argumento y más allá del hecho. Algo me dice (y realmente me lo dice, no me lo sugiere), algo me dice que no es así, que en todos nosotros hay una parte a la que ningún hombre podrá llegar jamás. Yo soy yo y usted es usted, y así seguirá siendo. Inalterablemente. Ese algo es muy viejo, mucho más viejo que la farmacología. En mi caso, data al menos de Abraham. En el suyo, Daniel —dijo Eric amablemente—, permítame decirle que su ancestro es un poco más reciente que Abraham. Pero su… algo personal… es más fuerte que el mío. Dios lo ha bendecido, amigo. No necesito decirle que debería sentirse agradecido por ello.
Tras un silencio, Daniel añadió:
—Recuerdo que una vez me dijo que hay personas trastornadas o que han perdido la cabeza cuyos problemas desaparecen con los fármacos adecuados, y que algunas de ellas llegan a sentirse tan bien, o al menos lo suficientemente bien, para pensar que pueden seguir adelante sin ellos, pero cuando dejan de tomarlos vuelven al punto de partida casi inmediatamente. ¿Podría pasarle algo así a Ruth?
—¡Oh! Bueno, puesto que no está ingresada, no hay nada que le impida reducir su dosis o incluso dejar la medicación. Pero, si lo hace, enseguida se sentirá tan mal que volverá a tomarla por voluntad propia. Mientras que…
—Mientras que si no se siente mal, significaría que estamos ganando la batalla.
—Ya hemos ganado la primera batalla, pero sí. Esta ronda la pago yo. ¿Otra vez nada o algo con un poco más de sustancia?
—Yo… ¿Me traería un vaso de agua?
—Marchando un vaso de agua.
Cuando Eric estuvo de nuevo en su sitio, Daniel le dijo:
—Para resumir, o por decirlo de otro modo: esas esferas del pensamiento y de la acción tradicionalmente vinculadas al libre albedrío cada vez se ven más invadidas por el desarrollo de los fármacos y otro tipo de descubrimientos. Actualmente no se prevé que esta evolución vaya a finalizar. Siento ser tan claro, pero así es como pienso hoy en día. ¿Me he dejado algo?
—El pero —dijo Eric.
—No me he olvidado del pero —dijo Daniel.
—Es solo que mi Iglesia no es tan estricta como la tuya —dijo Leo. Daniel negó con la cabeza.
—Eso no puede ser cierto, en vista de la situación actual. Hace años, probablemente sí lo era.
—Incluso hoy en día me llama la atención que tus chicos y chicas sacaran a un borracho inútil y sin esperanza de la calle y lo convencieran, y quiero decir convencer a base de insistir, no solo no poniéndole ningún obstáculo en el camino, sino rogándole encarecidamente que tomara los hábitos.
—Bueno, esa es una descripción excelente de lo que nuestra gente hizo por mí no hace mucho tiempo.
—Genial. Así que nos encontramos ante otro pedazo de nuestras vidas que ha sido bastante similar.
—Parte de nosotros es similar.
—Bastante similar.
—Exactamente igual.
—Porque somos exactamente iguales.
—Exactamente iguales.
Daniel encontró consuelo en el hecho de identificarse con su hermano gemelo y de estar ambos completamente de acuerdo en el asunto. Como en anteriores ocasiones, estaban sentados a la mesa, en la cocina. Volvió la cabeza y miró hacia el exterior por la puerta abierta que daba al jardín. Fuera había mucha luz y todo estaba en calma: los objetos más cercanos guarecidos a la sombra, los adoquines y una lápida, las plantas de hoja perenne, los pequeños arbustos en vasijas de piedra, los maceteros de loza, los rollos de manguera verde oscuro que habían dejado charcos y las manchas de humedad. A Daniel le pareció que lo que veía reflejaba la tranquilidad de su vida. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que nunca antes se había percatado de la presencia de la lápida de piedra. Supuso que tendría una inscripción, pero estaba demasiado lejos para poder estar seguro, y mucho menos para leer lo que fuese que había escrito allí. Estaba a punto de levantarse para ir a comprobarlo cuando escuchó un ruidito al otro lado de la mesa y se volvió.
Frente a él, había una réplica de sí mismo. Los ojos, las cejas, el pelo, tanto en longitud como en estilo de peinado, la forma de la cara o las orejas: era la imagen que Daniel acostumbraba a ver en el espejo, aunque tenía fuertes sospechas de que esa reproducción no podía ser auténtica.
—¿Quién eres? —preguntó con curiosidad.
—Es difícil encontrar una única palabra para definir quién soy —replicó lo que Daniel identificó como su propia voz—. O lo que soy. Sin embargo, si tú y Leo sois gemelos, él, tú y yo podríamos ser trillizos. Es bastante posible, si me permite la incorrección, pastor. Como nuestro hermano te explicó hace poco, los gemelos monocigóticos provienen de un único óvulo fertilizado que se ha dividido en dos. Cuando una de esas mitades vuelve a dividirse, nos encontramos con trillizos idénticos y, como habrás leído en los periódicos, en teoría no hay un límite para el número de veces que puede ocurrir, o que se puede provocar que ocurra. ¿Me sigues, Daniel?
—Sí. —Daniel podría haber añadido que también oía, de forma sincronizada, esas mismas palabras en su cabeza, pero le pareció que era mejor no comentar nada al respecto.
—Cualquiera que sea el número de divisiones —continuó el ser que había al otro lado de la mesa—, todas las personas o entidades animales o vegetales resultantes son idénticas. El proceso artificial, conocido como clonación, es desde hace mucho tiempo una práctica botánica habitual. Algún día, puede que muy pronto, tal vez sea, tanto en la práctica como en la teoría, aplicable a los seres humanos. Comparados con los organismos diferenciados, los clones ofrecen una gama incalculable y desconocida de ventajas y posibilidades. Algunas de ellas son, por supuesto, sociales, incluso políticas, y evocan comunidades tan simples como un hormiguero o una colmena. Pero tú y yo, hermano, no estamos interesados en eso, en lo que puede que ocurra en el futuro… Nuestra preocupación es filosófica y, por tanto, atemporal. Cuando se comprueba que la singularidad del individuo es limitada y finita, en vez de universal e infinita, «individuo» deja de ser un concepto válido. De ahí se deriva que cualquier idea de libre albedrío que pueda ser alimentada por una unidad humana, antes conocida como individuo, es ilusoria y falsa. Tu camino hasta Dios, Daniel, ya estaba ahí, esperándote. No tenías alternativa.
Las últimas frases únicamente se habían pronunciado en la cabeza de Daniel. Cuando levantó la vista, estaba solo en la cocina. Consciente de que una necesidad imperiosa lo guiaba, se levantó y, con su habitual paso ligero, salió de la casa por la puerta que daba al jardín. Se dirigió hacia el lugar donde había visto la lápida, pero no la encontró. En el momento en el que se dio cuenta de que no estaba, la oscuridad se cernió sobre él. Se quedó quieto durante un instante y, a continuación, pensó en agazaparse, para estar más protegido. Bajo sus manos y sus pies ya no había piedra, sino tierra. La oscuridad que lo rodeaba era intensa, pero no total. De algún lugar provenía luz suficiente para ver que estaba rodeado por una llanura uniforme y vasta que llegaba hasta el horizonte en todas direcciones. Sintió que su espíritu lo estaba abandonando.
Todavía en la oscuridad, notó que respiraba de un modo extraño: inspiraba lentamente, espiraba bruscamente, hacía una pausa y comenzaba de nuevo. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que descansaba sobre algo más suave y mullido que la tierra.
—¿Estás despierto? —dijo Ruth en voz baja.
—Sí. Sí, ahora sí. —En el tiempo que Daniel tardó en susurrar estas palabras, su mente pasó de recordar lo que había soñado nítidamente, incluyendo los diálogos ante la mesa de la cocina y lo que hizo después, para luego olvidarlo todo y quedarse únicamente con una sensación fuerte e intensa de pérdida y de pena.
—Debo de haber estado soñando —dijo—. ¿Te he despertado?
—Ya estaba despierta. ¿Estás bien?
—Ah, sí. Sí, ahora sí.
Pero su tono de voz no debía de transmitir lo mismo, porque ella encendió la lámpara de su mesita de noche inmediatamente, se acercó por el otro lado, se arrodilló junto a él y le cogió las manos.
—¿Ha sido una pesadilla?
—Sí.
—Pero ya se ha acabado, querido. Vamos a la cocina a tomar una taza de té.
—A la cocina no, no quiero —dijo Daniel rápidamente.
Ruth lo miró durante un segundo.
—Está bien. Quédate aquí y relájate. Ni se te ocurra volver a dormirte.
—No lo haré, te lo prometo. No lo haré.
—No tardaré nada —dijo ella tras hacer otra pausa.
Solo en su despacho un minuto más tarde, Daniel se puso de rodillas junto a su escritorio y empezó a rezar. Le dio las gracias a Dios por protegerlo de lo que fuera que parecía amenazarlo mientras dormía y por borrar de su mente cualquier recuerdo de ello. Entonces se detuvo, detuvo la silenciosa sucesión de palabras que habitualmente constituía su oración privada. Hasta ese momento, Dios siempre había escuchado sus oraciones; o él, Daniel, había creído ciegamente que así había sido, lo que sin duda equivalía a lo mismo. Ahora sentía que sus palabras no iban a ninguna parte. Pero continuó uniéndolas en frases silenciosas en su mente, esta vez pidiendo ayuda.
Cuando Ruth se acercó con la bandeja del té, no había llegado ninguna ayuda. Daniel se sentó en su silla, después volvió a levantarse y la ayudó a disponer las cosas en la esquina del escritorio que él mantenía despejada para tal fin. Ella acercó su silla y le dirigió una mirada llena de amabilidad.
—No has vuelto a ser el mismo desde aquella noche en que tú y Leo os quedasteis levantados hablando, ¿verdad?
—No —repuso.
—Y este sueño que has tenido está relacionado con aquello.
—Eso parece. De hecho: sí.
Después de un momento, ella dijo:
—Tarde o temprano tendrás que contármelo. Lo sabes, ¿no? Tienes que mantenerme al corriente.
—Es doloroso —dijo Daniel.
—Sí. Pero aquí estoy.
—¿Me sirves más té, por favor? —Con su taza llena en las manos, continuó—: Esa noche, Leo y yo recorrimos nuestras vidas en detalle, empezando tan atrás como podíamos recordar: amigos de la infancia, enfermedades, el colegio, los amigos del colegio, las chicas, la universidad, el primer empleo… Hasta que llegamos a los veintitantos fue…, bueno, digamos que fue tranquilizadoramente aburrido. Encontramos bastantes similitudes, como que ambos teníamos un amigo íntimo en la universidad llamado Paul, que La tempestad era nuestra obra favorita de Shakespeare y que pensábamos que Horacio era más interesante que Hamlet, pero nada al nivel de esos hermanos gemelos de los que nos había hablado y que habían construido cada uno un banco alrededor de un árbol en su jardín, nada que pudiera considerarse algo más que una coincidencia, nada que diera miedo. De hecho, conforme fuimos avanzando, empecé a sentir que todo iría bien, empecé a sentirme seguro y a olvidar mis aprensiones. Como viste desde el principio, Leo me asustaba, no como persona, sino por lo que era, por lo que es. Y tenía mucha razón al tenerle miedo, o al menos al desear con todas mis fuerzas que no hubiera existido.
»Me atrevo a decir que sentí una o dos punzadas de distinta naturaleza cuando llegamos a ti, es decir, cuando yo llegué a ti y él llegó a su Ruth. Pero al principio fue bien… De hecho fue, bueno, bastante agradable repasar nuestra primera época juntos. También me alegró comprobar que era bastante parecida a la suya, algo de esperar de dos hombres muy similares en circunstancias y en países muy similares. Recuerdo haber pensado que podría haber algún tipo de problema cuando uno de los dos, ya he olvidado cuál, hizo un comentario que podría habernos llevado a entrar, ya sabes, en asuntos personales. Corté el tema de inmediato, probablemente otra vez por el hecho de ser inglés, pero entonces él también lo hizo, así que puede ser que los estadounidenses también tengan su baremo de discreción y que no sea tan diferente del nuestro. O tal vez se trate de una característica personal de Leo. Al fin y al cabo, somos gemelos.
Hasta ese momento, Daniel había hablado de una forma regular y controlada bastante inusual en él, haciendo pausas en momentos extraños. Ahora estaba sosteniendo la mano de Ruth, que lo escuchaba sin mostrar ningún indicio de querer interrumpirlo. Enseguida retomó su discurso:
—Mejor será que vaya al grano, amor mío. Cuando uno empieza a hablar de la bebida, del alcoholismo, se da cuenta de que no hay mucho que contar. Por motivos que tú no puedes comprender, y con los que no vale la pena molestarte, de repente el alcohólico se da cuenta de que necesita emborracharse y se pone a ello con todos los medios que tiene a su alcance. No es que disfrute haciéndolo ni nada parecido, esa no es la idea. Pero al final consigue emborracharse. El resto de la historia solo consiste en caerse, vomitar, robar, pelearse, despertarse en un tren que uno no recuerda haber pensado coger, y mucho menos haberse subido a él, que lo encierren en un calabozo y, si se tiene mala suerte, sufrir uno o dos ataques epilépticos y otra vez a empezar. Aparte de los comentarios de la gente que le rodea sobre la ansiedad, la inseguridad y las sensaciones de incompetencia que uno tiene. Todos los alcohólicos son iguales, excepto por algunos detalles que pueden resultar curiosos, tales como la lista de lugares ingeniosos donde esconder una botella.
»Algunas personas parecen capaces de salir de ello solas. Nunca fue mi caso. Una mañana, me desperté en mi cama completamente vestido, y de hecho en bastante buen estado, considerando la hora que era. Pero no tenía nada que beber ni dinero para comprarlo, así que me di cuenta de que no me quedaba otra que salir y caminar un buen trecho hasta la tienda de licores para conseguir dos packs de cuatro latas grandes de Aalborg Original Brew cargándolas a la cuenta del hermano de un amigo. Entonces, de repente, pensé que no quería volver a hacer algo así jamás, y que si podía conseguir algún tipo de ayuda o me llegaba alguna señal desde algún sitio para que no lo hiciera, intentaría con todas mis fuerzas no volver a beber. En ese momento no fui capaz de comprender por qué, e incluso después de todo este tiempo sigo sin comprender bien por qué lo hice, pero el caso es que me puse de rodillas y recé. Sigo sin estar seguro de qué me llevó a hacerlo. Nunca le he contado a nadie esto antes, y no hay mucho que contar, pero media hora después ya sabía que tenía un acuerdo personal con Jesús que consistía en que mientras yo lo intentara en serio, él velaría por mí. Y lo hizo. No puedo añadir mucho más para que me entiendas, excepto, tal vez, que Él y yo llegamos a un acuerdo único y especial, una especie de contrato privado. Creo que eso lo resume bastante bien.
»Así que puedes imaginarte cómo me sentí cuando Leo me contó el acuerdo al que había llegado con Jesús y comprobé que era exactamente igual al mío, tan igual que yo sabía lo que iba a contarme y hasta podría haber acabado sus frases por él, palabra por palabra. Así que, al fin y al cabo, mi acuerdo especial no había sido tan especial: acababa de escuchar que alguien había llegado a un acuerdo igual. Y, si había otro en mis mismas circunstancias, ¿por qué no media docena o un millón? Otro contrato privado, ¿entiendes? Tal vez diferente en lo superfluo pero idéntico en lo esencial. Cualquiera con la cadena genética adecuada habría aceptado un acuerdo de esas características, así que después de todo yo tampoco era tan especial… Pero yo quería pensar que era especial, no porque fuera Daniel Davidson, sino porque era yo, porque era único, porque era un individuo distinto de cualquier otro. Aunque acababa de descubrir que no era un… Ya lo he dicho. Así que, ¿qué era yo?
»Leo estaba encantado. Era lo que había estado esperando desde el principio, a lo que se había referido cuando dijo que no había venido hasta aquí solo para comparar notas conmigo. Para él, era una especie de prueba final de la grandeza de Dios, de que en el universo que creó podía haber dos o más cosas que eran al mismo tiempo únicas e idénticas. Pero Dios, tal y como yo lo veo, nunca podría ser tan grande, porque se mueve por las leyes de la razón.
Daniel miró a Ruth y en su rostro vio esperanza, confianza y miedo. Entonces ella bajó la vista. Continuó con el mismo tono de antes.
—Había una Iglesia antigua que decía que Dios nunca dejaría que un alma cristiana se apartara de Él. Puede que vagara hasta llegar a los confines de la Creación, pero Él la traería de vuelta con un solo tirón del hilo. Quienquiera que se inventara esa historia probablemente estaría pensando en algo como un hilo de pescar, pero para mí el hilo de Dios ha resultado ser como el que controla los movimientos de una marioneta. Aunque, pase lo que pase, siempre le estaré agradecido, porque te trajo hasta mí.
Ruth estaba llorando.
—Ojalá yo tuviera fe —dijo ella.
—Y yo, mi amor. ¿Qué te parece si vamos a la cocina y hacemos un poco más de té?
—Me parece bien.
—Gracias por no haber dicho nada mientras estaba divagando.
—Daniel, los dos sabemos que no estabas divagando.
—Lo siento.
—En cualquier caso, ahora sé por qué Leo se marchó tan precipitadamente.
—Tenía por lo que volver. Y su viaje había cumplido su propósito.
Unas semanas más tarde, Daniel le estaba diciendo a Greg Macdonald:
—¿De verdad quieres que escriba otro artículo, es eso lo que me estás proponiendo?
—Bueno, sí, claro. Me interesará leer cualquier texto que escribas, Daniel.
—Ah, pero…, perdona, perdona, eso no es exactamente lo mismo, ¿verdad? Que te interese leer cualquier texto que escriba es una cosa, tal vez lo leas o tal vez no, pero yo hablaba de escribir un artículo para el periódico. ¿Qué opinas de eso?
—Vale, bien, me parece bien, pero ¿qué tema tenías en mente?
—Escucha, no voy a mover un dedo, ni siquiera un centímetro, hasta que se me haya pagado, o al menos se me haya prometido, una determinada cantidad, y pensar en un tema es mover un dedo, ¿no? En cuanto me lo encargues, empezaré a pensar en ese tema… En cuanto me lo encargues oficialmente.
—Está bien, Daniel. Un artículo de la longitud de siempre por la tarifa de siempre. Vale.
—¿No me das un adelanto?
Casi sin vacilar, Macdonald cogió su cartera y, solo tras dudar un poco, sacó de ella un billete de veinte libras. Daniel dejó sobre la mesa el vaso vacío que tenía en la mano y al que había mirado de tanto en tanto con gran solemnidad. Después, empezó a guardar ceremoniosamente el adelanto en su billetera, pero a mitad de la operación el billete se le escurrió de entre los dedos y fue a parar al suelo. Levantando una mano para impedir que Macdonald interviniera, consiguió recuperarlo con relativo éxito, aunque en absoluto con rapidez. Su actuación dio pie a varias carcajadas: no fueron muchas, pero sí las suficientes para que Daniel fuera a encararse con un grupo que estaba en el bar y que incluía al asistente editorial con cara de pilludo y al imponente astrólogo. Enseguida se les unió el propietario del Sussex, y casi inmediatamente Daniel volvió paseando hasta donde estaba Macdonald, lanzando miradas condescendientes a un lado y a otro por el camino.
—Este sitio ha empeorado mucho —dijo.
Estaba claro que Macdonald podía abandonar cualquier esperanza de recibir una o dos palabras de agradecimiento por su generosidad. Con una amplia sonrisa, dijo:
—¿Alguna idea?
Daniel, que parecía un poco ido en ese momento, frunció el ceño:
—¿Hmmm? —preguntó con impaciencia.
—Ya sabes, para tu artículo. ¿Alguna idea?
—Oh, ¡santo Dios! —dijo Daniel, todavía con más impaciencia que enojo—. ¿Qué farfullas? Todo esto… Si tienes algo que decir, ¿por qué no me lo dices a la cara?, ¡santo Dios!
—Solo me preguntaba si había algo en especial sobre lo que te apeteciera escribir en el periódico.
—¡Oh, eso! —Ahora el tono de Daniel era de desdén. Durante unos segundos, pareció perdido, aunque enseguida se recuperó—: Si esperas algo del tipo de cómo dejar de ser un maldito clérigo, te equivocas.
—No estaba…
—Entérate, uno no puede dejar de ser un maldito clérigo si ya lo ha sido. Se llama ordenarse. ¡Ja! Lo eres de por vida, eh… Amigo, no voy a escribir sobre eso. Para empezar —explicó—, sería… una ofensa. Ya se lo dije al obispo. «Es demasiado privado», le dije. Venga, otra ronda. Esta la pago yo.
Daniel emitió un gruñido de satisfacción y sorpresa al descubrir que tenía un billete de veinte libras. Su humor cambió por completo cuando el camarero se negó a servirle. El dueño del local volvió a intervenir. Macdonald fue hasta el pasillo donde se encontraba el teléfono.
—¿Ruth? —dijo un momento después—. Soy Mac. Sí, en el Sussex. No, ha entrado hace unos minutos. Sí, me temo que sí. Todavía no, pero le queda poco. Está bien, esperaré hasta que llegues. ¡Oh, de nada! Cuando regresaba, Macdonald oyó unos gritos de confusión en el bar.
Nota: Más información sobre gemelos idénticos o monocigóticos en Twins [Gemelos], de Peter Watson (Hutchinson, 1981), y en otras fuentes. A partir del material de Watson he hecho una selección de parejas de gemelos idénticos que fueron separados poco después de nacer y criados lejos el uno del otro. Se dan más detalles sobre los gemelos que Leo describe (James Lewis y James Springer, nacidos en Piqua, Ohio, Estados Unidos, en 1939) y de las gemelas (Irene Reid y Jeannette Hamilton, nacidas en Reino Unido en 1944) en las páginas 9-11 y 49-52 de Twins [Gemelos].
El profesor Thomas Bouchard reunió a un grupo de investigación para estudiar el tema en la Universidad de Minnesota en 1971.