TODA LA SANGRE QUE HAY EN MÍ

Esa mañana Alec Mackenzie no había sido capaz de tomarse siquiera su pequeño desayuno habitual, así que, cuando, unos minutos después de salir de Euston, se anunció que se servían café y refrigerios en el vagón restaurante, se dirigió hacia allí sin dudar. Sentía que, en vista de lo que le esperaba, tenía que echarse algo al estómago, aunque en realidad no le apeteciera nada. También era bueno dejar atrás la compañía de aquellos con los que compartía el vagón, un grupo corriente y moliente de agentes infiltrados de las empresas de autobús de la competencia: dos marineros con una radio portátil, un niño en edad de aprender a andar que no paraba de intentar dar sus primeros pasos, un hombre cuya pipa gimoteaba y refunfuñaba, una anciana con un sombrero que movía los labios mientras leía un libro de la biblioteca y se humedecía los dedos concienzudamente antes de pasar cada página.

A la primera persona que vio al entrar en el vagón restaurante fue Bob Anthony, que llevaba un traje que parecía sopa de verduras tejida y que leía un periódico muy concentrado. A Alec le costó horrores no volverse inmediatamente por donde había venido, no digamos ya quedarse donde estaba, pero sabía que los dos debían de haber cogido el tren por el mismo motivo y acabarían encontrándose tarde o temprano. Con la esperanza de que fuera más tarde que temprano, no se resistió cuando la azafata lo colocó en un asiento de cara a Bob, pero en el extremo opuesto del vagón.

Durante las últimas veinticuatro horas su cerebro se había comportado como si algún terminal se le hubiera aflojado, desactivando la mitad del mismo y dejando que el resto funcionara a bajo rendimiento. Puede que esto fuera lo que la gente quería decir cuando hablaba de ir a cámara lenta. El paisaje rural, que pasaba a toda velocidad por la ventanilla bajo un sol típico de septiembre, era más bien apagado y estéril. Alec sintió un leve asombro por el hecho de que algo como mantenerse alejado de Bob durante unos minutos más todavía tuviera importancia para él, y también por encontrarse a sí mismo haciendo su pusilánime e inútil petición habitual de que le trajeran una tetera en lugar de la mezcla de color burro que ahora se servía bajo el nombre de café. Los hábitos persistían cuando todo lo demás se desmoronaba. Bebió café y comió galletas.

Un rápido vistazo había sido más que suficiente para cerciorarse de que el reciente brote de opulencia de Bob no mostraba signos de amainar. Alec estaba más que resignado a su propio fracaso —doblegarse sin protestar ante lo inevitable formaba parte de su código moral—, pero no tenía la menor intención de dejar de indignarse por la suerte de Bob. Un largo y turbulento período en el que había avanzado a trompicones por la profesión legal se había convertido en un suave camino de rosas gracias a dos repentinas muertes. La primera de ellas, provocada por un coma etílico que ocurrió ligeramente antes de lo esperado, había tenido como resultado que Bob subiera un par de escalones en su camino hacia los altos puestos directivos; la segunda, en la que la bebida había jugado un papel más enrevesado como agente de una caída por las escaleras, lo había convertido virtualmente en el jefe de la firma, después de que Bob le diera un empujoncito al destino, por decirlo así, al trabar amistad con la viuda del caído. La profundidad de esta amistad seguía siendo desconocida, pero lo que era seguro es que la mitad de las acciones del negocio, que pertenecían al segundo fallecido, habían pasado a estar bajo el control de Bob, y en sus manos seguían.

Un alboroto cercano —una cadera que golpeó la esquina de una mesa cargada de cosas y a punto estuvo de provocar la caída de una bandeja repleta de objetos de loza— le indicó a Alec que Bob se dirigía hacia él.

Levantó la vista y vio que, aparte de una distorsión lateral causada por el movimiento del tren, su viejo y estúpido modo de andar era el mismo de siempre; no es que esa tendencia a tropezarse se debiese a que caminaba distraído, como un estudiante despistado que anduviese concentrado en sus cosas, sino que más bien se debía a que caminaba contoneándose, siempre alerta ante una posible conquista.

—Hola, Mac —saludó Bobby con su tono cortante y un acento falsamente refinado, e inmediatamente después comenzó a pedirle a la gente que se cambiara de sitio para poder sentarse donde quería, enfrente de Alec. Cuando lo hubo conseguido, barrió el mantel con el extremo de su periódico y ambos se miraron como lo hacían a menudo: Bob atribuyéndose despreocupadamente una sofisticación superior; Alec a la defensiva, dispuesto, si lo retaban, a enfatizar la importancia de la integridad. Después, sus miradas se volvieron inexpresivas y tristes. Alec no encontró nada que decir. Su atención era un peso demasiado grande para moverlo de donde había aterrizado, en el traje de Bob. ¿Por qué lo llevaba puesto? Debía de tener otros más adecuados para la ocasión. ¿Dónde estaban esos trajes?

—Bueno, Mac, las palabras no sirven de mucho en un momento como este, ¿verdad?

—No. No sirven de mucho.

Bob hizo una ostentosa señal para pedir más café.

—Pensaba que ya estarías allí.

—No quería molestar.

—Ah, pero seguro que…, quiero decir, a Jim le habría gustado tenerte a su lado, amigo. Al fin y al cabo, no eres precisamente un desconocido.

—Me imaginé que preferiría estar solo. Sé que en mi caso habría sido así.

—Ahí es donde te equivocas, Mac, si me permites decírtelo. Eres un tipo reservado, siempre lo has sido. No te culpo, Dios me libre, uno no puede evitar ser como es, pero la mayoría de la gente no es como tú, ¿sabes? La gente quiere tener a sus amigos cerca. Yo a eso lo llamo un instinto humano normal. Dime, ¿todavía vives en esa casa tuya de Ealing?

—Me preguntaste eso la última vez que me viste en el Lord Nelson. Y no me he mudado desde entonces.

—Yo me volvería loco, honestamente, si me pasara solo doce horas al día. ¿Qué haces cuando te apetece escaparte a tomar unas copas?

—No me sobra mucho dinero para escaparme a tomar unas copas, así que el dilema no se me plantea muy a menudo.

—No, ya veo. —Bob no parecía haberse percatado de la amargura que Alec había sido incapaz de eliminar de su voz. Permanecer ajeno a cosas como esa sin duda resultaba de lo más conveniente para el tipo de vida que llevaba Bob. Mientras contemplaba con aparente sorpresa el café con el que sus tazas estaban siendo rellenadas en ese momento, continuó—: Entonces, ¿qué haces por las noches? No puedes limitarte a…

—Bueno, juego al bridge de vez en cuando, y hay un par de personas a las que me gusta visitar, como un colega del Departamento de Exportación que vive a solo diez minutos a pie. Normalmente pico algo con él y con su mujer el domingo a mediodía, y a veces entre semana.

—¿Todavía vas a tus conciertos?

—No a tantos como antes.

Bob negó con la cabeza y respiró hondo.

—Yo no lo aguantaría, debo admitirlo.

—Bueno, no todos somos iguales, ¿no?

—No, desde luego. A mí me gusta estar acompañado.

Alec sabía que eso era una gran verdad. Su supuesta relación con la viuda del socio de la firma no había frenado en modo alguno la costumbre de Bob de aparecer repentinamente en el Lord Nelson, el pub cerca del Temple que los dos hombres solían frecuentar a la hora de la comida, acompañado de distintas mujeres a las que no paraba de ofrecer gin-and-frenches de tamaño grande, mientras Alec se quedaba sentado en el bar, a su lado, con su light ale y un pastel de ternera y jamón con ensalada. Cada pocos minutos, la pareja estallaba en carcajadas por alguna frase trivial, o pasaba a murmurar con las caras bien pegadas, lo que les llevaba a reír todavía más, todo ojos y dientes. Nunca sabía cómo comportarse durante aquellos interludios.

El tren se había detenido en una estación. Bob miró por la ventanilla y bajó levemente el tono de voz.

—Supongo que fue otro ataque, ¿no? Jim no me dio muchos detalles por teléfono.

—Sí, definitivamente fue un ataque al corazón. Murió antes de llegar al hospital.

—Una buena forma de morir, supongo. Mejor que el pobre viejo Harry. Se pasó casi un año medicado, ya sabes. Le hace preguntarse a uno cómo se irá de aquí cuando llegue su hora. Egoísta, por supuesto, pero natural. ¿Alguna vez piensas en ello, Mac? ¿Cómo te irás?

—Sí.

—Bueno, no sirve de nada ser morboso. En realidad, pienso que, de nosotros dos, tú durarás más. Los tipos pequeños y flacuchos no mueren ni a tiros. Además, eres un poco más joven que yo, ¿no?

—Cumplí sesenta y cuatro en junio.

—No llega a seis meses. Pero en nuestra familia no somos muy longevos. Harry tenía la misma edad que yo cuando se apagó, y la pobre Dora apenas cincuenta años, y ahora Betty, con solo sesenta y siete… Bueno, digo «solo» porque en estos tiempos no son demasiados años, ¿no? Si lo miras desde otra perspectiva son muchos años. Tú debías de conocerla desde… ¿cuándo?, el 22 o el 23…

—El… No estoy seguro de la fecha exacta, pero era el lunes festivo de agosto de 1929.

—Bueno, eso sí que es llevar bien la cuenta, Mac. Estoy impresionado. ¿Cómo demonios lo recuerdas con tanta exactitud?

—Era el día de los torneos dobles mixtos en ese club de tenis que había cerca de Balham del que todos éramos miembros. —Alec empezó a rellenar su pipa—. Me llamaron para que me encargara de todo. Hasta el viernes no supe que habría un evento, y con aquel asunto de organizar la comida y todo lo demás a contrarreloj pasará mucho tiempo antes de que olvide aquel día, créeme.

—Hmmm… Eh, pero salió todo bien, ¿no?

—Sí, Betty y Jim pasaron a semifinales. Se acababan de mudar al distrito y nadie sabía si eran buenos. Pero entonces ganaron el primer set 6-1, y nos dimos cuenta… Bueno, en realidad, en cuanto Betty le dio a la pelota un par de veces nos quedó claro que no sería fácil vencerles. Su revés era muy potente, algo poco habitual en una mujer. Yo mismo no tuve nada que hacer frente a ellos, porque…

Tan claramente como si acabara de ver una fotografía, Alec recordó un momento de aquel primer día. Jim, con su calva reluciendo bajo el sol, estaba de pie junto a la red; Betty se había acercado desde la línea de fondo y, con tanto control como energía, estaba lanzando uno de sus reveses no más de tres o cuatro centímetros por encima de la red y directamente entre sus dos oponentes, las dos únicas figuras borrosas de la imagen. Aunque era la que más lejos estaba de donde él se encontraba, recordaba la figura de Betty con nitidez: el pelo oscuro en un moño suelto, los antebrazos y las pantorrillas robustos, la nariz recta que dotaba a su cara de aquella distinción, incluso los labios apretados por la concentración y el esfuerzo. Algunos detalles no eran correctos: la falda blanca de tablas de Betty no pertenecía a aquella tarde, Alec lo sabía; era parte de un vestido de verano que había llevado durante una excursión a Brighton justo antes de la guerra, y Jim no se había quedado calvo tan joven. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer al respecto: aunque una parte de su cerebro se esforzaba torpemente por corregirla, la imagen fotográfica no cambiaba. Puede que fuera mejor que los seres humanos no hubieran sido dotados con el don de visualizar las cosas a voluntad.

Mientras un Alec ensimismado le hacía partícipe de sus idealizados recuerdos, Bob no había dejado de mirar en todas direcciones, estirando y encogiendo su cuerpo y su cuello como alguien que intentaba ver por encima de una barrera que constantemente cambiaba de altura. Siempre le faltaba algo: otra ronda de bebidas, la hora exacta, un taxi, el menú, la cuenta, unas palabras con el viejo tal y cual antes de que se sentara… Mientras se tiraba de la nariz, rica en capilares rotos, dijo distraídamente:

—Claro, tú siempre estuviste muy unido a ella, ¿no, Mac?

—Sí, lo estaba.

—Y ella a ti, amigo. —Bob estiró el cuello como una tortuga, como si un taxista al que estuviera esperando, o incluso un tipsters,[3] hubieran llamado su atención por detrás del asiento de Alec—. Ella siempre estaba dale que te pego contigo, ¿sabes? Hablando de ti.

—¿En serio?

—¡Oh, sí! Según ella, eras maravilloso. Siempre decía lo mucho que te admiraba. Tráigame una botellita de brandy, por favor —añadió por encima del hombro de Alec—. Un momento. Mejor que sean dos.

Alec comenzó a preguntarse cómo declinar la invitación de una botellita de brandy. Una preocupación inútil, porque, cuando llegaron, Bob se guardó ambas con cuidado en los bolsillos del traje de sopa entretejida. Luego hizo ademán de pagar el café de Alec, pero este se lo impidió.

—Ah, ya estamos llegando —dijo Bob—: ahí está esa fábrica de pepinillos. Un tufo espantoso cuando el viento sopla a favor le hace a uno preguntarse qué ponen en esas benditas cosas. ¿Cómo te sientes, amigo?

—¿Yo? Estoy perfectamente.

El muro de la cabeza de Alec no había dado señales de desmoronarse en los últimos cinco minutos, lo que significaba que bien podía seguir en su sitio durante las siguientes tres horas, o el tiempo que hiciera falta antes de poder marcharse con cierto decoro. Si era capaz de aguantar hasta el final de la ceremonia, ningún extraño llegaría a conocer jamás la verdad sobre él y Betty, especialmente Bob. Pensar que su secreto pudiera ser descubierto por esa mente arribista, frívola, sin escrúpulos y mojigata al mismo tiempo, y nunca oportuna en el momento oportuno, le resultaba insoportable.

Bob se había levantado y estaba mirando su reloj.

—Me alegro por ti, Mac. Vamos con retraso, como de costumbre. Me parece que tendremos que ir directamente a la iglesia. En cierto modo, puede que sea lo mejor.

—Sentaos, por favor —ordenó el clérigo. Era un hombre corpulento de aproximadamente cincuenta y cinco años con el pelo blanco cuidadosamente cepillado y peinado. Su voz era densa, como si tuviera la garganta inflamada. Bajaba un tono o dos cada vez que le pedía a la congregación que se sentara o se levantara, de acuerdo con el rito habitual. Su modo de hacerlo, incluso cuando resultaba claramente innecesario, y de remarcar cada sílaba de cada palabra que pronunciaba, constituyó un buen sustituto para una frase bastante larga sobre la frecuencia cada vez menor con la que se va a la iglesia, la inseguridad y el desasosiego consiguientes que muchas personas sienten cuando tienen que acudir indefectiblemente a la casa de Dios (en ocasiones como aquella), su propia determinación a que no hubiera confusión en su iglesia sobre lo que algunos podrían pensar que eran pequeñas características irrelevantes de procedimiento y, de nuevo, la frecuencia cada vez menor con la que se acude a la iglesia. En ese momento, después de haberse asegurado completamente de que todos habían seguido sus instrucciones al pie de la letra, pronunció el nombre de la mujer muerta tal y como lo haría un operador que empieza a releer un telegrama…

—Elizabeth… Duerden —dijo— nos ha reunido aquí hoy en virtud de su reciente fallecimiento. No necesito deciros que la muerte de alguien a quien amamos, o incluso la muerte de cualquier ser humano, es el acontecimiento más serio e importante con el que nos encontramos en esta vida. Quiero, por un breve instante, si me lo permitís, ahondar en este asunto de la muerte, sugerir un poco lo que es, y lo que no es. Creo que la pérdida que su… familia ha sufrido no es absoluta, que eso que con tanta frecuencia nombramos, buscamos y ofrecemos, que tan raramente definimos, obtenemos y damos, existe, que hay consuelo, si sabemos dónde buscarlo. ¿Dónde, entonces, debemos mirar?

Para entonces, parecía que el hombre llevara hablando horas y tuviera todavía más horas por delante. Parte de la densidad, sin embargo, había abandonado su voz cuando continuó:

—En otra época distinta a la nuestra, encontraríamos natural recurrir en primer lugar al pensamiento de que ser separados de los que amamos por la muerte del cuerpo no es definitivo. Deberíamos extraer nuestro consuelo del hecho de saber que ninguna separación es para siempre, que todas las pérdidas serán, cuando Dios lo estime oportuno, restauradas. Pero eso apenas nos sirve hoy en día, ¿no? Pensar de esa manera. A la mayoría de nosotros no nos serviría de mucho hoy en día.

Algo que se había introducido en el tono del orador durante el último par de frases hizo que estas sonaran como una especie de interrupción, que él utilizó para recobrar fuerzas. Después prosiguió tan densamente como antes:

—Pero la misericordia de Dios ha provisto que no necesitemos depender para nuestro consuelo de ninguna creencia. Descubrimos esto tan pronto como somos capaces de dejar a un lado parte de nuestra agonía y aturdimiento y comenzamos a preguntarnos qué ha pasado. Lo que de hecho ha pasado es que alguien nos ha sido arrebatado y nada volverá nunca a ser igual. Pero ¿qué no ha ocurrido? Esa persona no ha sido erradicada de nuestros corazones y de nuestras mentes, la vida de esa persona no ha sido borrada como una hilera de cifras en una suma, la identidad de esa persona no se ha perdido, y nunca podrá perderse… Elizabeth Duerden vive en aquellos que la conocían y que la amaban. El hecho de que viviera, y de que fuera Elizabeth Duerden y no otra persona, tuvo un profundo impacto en un número determinado de personas, un impacto considerable en muchas más personas y un leve, pero nunca imperceptible impacto, en innumerables personas. No hay nadie, jamás habrá nadie, de quien pueda decirse que el mundo habría sido el mismo si esa persona nunca hubiera existido.

«Es capaz de hilar un discurso», pensó Alec. O quienquiera que hubiese escrito eso lo era. Miró alrededor en la iglesia, ansioso por grabar en su memoria esa parte, al menos, de ese día. Se trataba de un edificio moderno, treinta años como máximo, con vidrieras brillantes, suelo de baldosas y carpintería que le recordaba a los comedores que había visto en los escaparates de las tiendas de decoración de provincias: nada del aire de antigüedad que siempre había atraído a Betty.

La familia Gioberti ocupaba el primer banco. La que estaba más lejos de él era Annette Gioberti, que ahora volvía la cabeza y le dedicaba una débil sonrisa. La portadora de este exótico nombre tenía el aspecto de un ama de casa inglesa de treinta y tantos años vestida con sobriedad, aunque de modo favorecedor, y, como hija de Jim y de Betty, tenían muchas esperanzas puestas en ella. Jim, en principio, había estado en contra de su matrimonio, aduciendo entre otras cosas que, mientras que no ponía objeciones a los italianos o medio italianos como tal, no le gustaba la idea de que sus nietos fueran educados como católicos romanos. Pero Betty enseguida lo hizo cambiar de opinión entre risas al preguntarle cuándo había sido la última vez que había tenido algo que ver con la Iglesia de Inglaterra, y había añadido que Frank Gioberti era un chico decente y trabajador que obviamente iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para hacer feliz a Annette. ¿Qué más podían pedir?

Alec nunca había visto a Betty errar al juzgar a la gente, y en este caso había acertado casi demasiado literalmente. Por lo que le había dicho a Alec, cuyo contacto directo con los Gioberti era poco frecuente, había mucho dinero en esa familia, y no faltaba cariño, especialmente si se contaba el modo más obvio de mostrarlo: regalos caros en los aniversarios y en los cumpleaños, y ramos de flores que llegaban inesperadamente. Pero, en lo referente a «las cosas más sutiles de la vida» (a Alec siempre le entraban ganas de sonreír ante la frase favorita de Betty, tan característica de ella en su ingenua sinceridad), había un vacío enorme: ningún libro, excepto vulgares thrillers, ninguna música aparte de la que reproducían mecánicamente la radio y el gramófono, y absolutamente ningún cuadro. De hecho, unas Navidades Betty les había regalado un grabado de Médici de una Virgen medieval con niño y se lo había encontrado meses más tarde en un cajón en uno de los dormitorios de los niños.

A Alec le pareció que la parte de Frank que podía verse por encima del respaldo del banco ofrecía mucha información: el grasiento pelo grueso y negro; el cuello que sobresalía de tal modo que prometía que a su debido tiempo aparecería allí un rulo de grasa; el cuello de la camisa inmaculadamente blanco y la tela del traje gris marengo que de algún modo lograban sugerir no exactamente falta de gusto, pero sí la actitud de que el dinero era más interesante que la elegancia. Aun así, había que ser tolerante. De un hombre que poseía no se sabía cuántas lavanderías en el área de Deptford no podía esperarse que tuviera el tiempo o la predisposición de aprender a tocar el corno francés. Solo los niños podrían salir perdiendo, especialmente porque, en una época materialista como la presente, los padres tenían la responsabilidad especial de sugerir que, además de lo que la gente comía o bebía o fumaba o llevaba puesto o conducía o lavaba en los anuncios de televisión, había otras cosas que valían la pena. Y luego la gente se preguntaba por qué había toda esa…

Alec se enderezó en el asiento. Era casi aterrador el modo en que la mente podía seguir con tanta facilidad sus propios caminos trillados, incluso en los momentos de mayor estrés. De nuevo, la fuerza de la costumbre: la protección de la naturaleza. Sintió frío al pensar que ese día podría llegar a pasarle desapercibido por completo, que de algún modo no llegaría a vivirlo o a comprenderlo. La pérdida de compostura más abyecta y reveladora sería mejor que eso. Empezó a hacer lo que nunca habría podido predecir: intentar sentir. «Un ser humano —estaba diciendo el clérigo— es la suma de muchas cualidades, y es a partir de lo que vemos de ellas cuando formamos nuestras ideas de lo que es todo en la vida, de lo que es la vida en sí misma». Nada que ayude en esas palabras. Alec echó un vistazo al primer banco al otro lado del pasillo, en el que Jim y Bob estaban sentados. Junto con los Gioberti, eran los únicos miembros de la familia presentes. El hermano de Jim, que había emigrado a Canadá hacía casi treinta años, no había recibido el telegrama de Jim, o no lo había respondido, y ahora hacía casi veinte años —sí, veinte años el próximo abril— que el joven Charlie, el hermano de Annette, había muerto en un accidente de motocicleta en Alejandría, tres semanas después de haber conseguido su cargo en el Real Cuerpo de Blindados. Bueno, se había ahorrado todo esto.

La cara de Jim, medio vuelta hacia el clérigo, tenía un aspecto bastante relajado, y así parecía encontrarse durante el breve instante en que Alec lo había visto en la puerta de la iglesia, cuando apenas había tenido tiempo de darle la mano y murmurar unas pocas palabras, aunque sus movimientos y reacciones habían sido un poco más lentos de lo habitual. Había sido igual, recordó Alec, que la noche en que recibió el telegrama de lo de Charlie. Había llegado allí de madrugada —salió de su casa nada más recibir la llamada de Jim, pero el tren se había detenido por una alerta aérea— y había encontrado a Betty deshecha, naturalmente, y a Jim simplemente siendo Jim, aunque todavía más Jim: calmado, sólido, desesperadamente herido pero no derrotado, diciendo poco como siempre, mostrando un grado de fortaleza que incluso Alec, que lo admiraba más que a ningún otro hombre que hubiera conocido nunca, no habría esperado. Gracias a Dios que Jim, al menos, todavía estaba allí. Ahora que estaba solo, Jim bien podría considerar unir fuerzas con él, compartir una especie de hogar, incluso quizá (Alec dejó a un lado esta parte de su idea para referirse a ella en el futuro) entrar en el pequeño negocio de marketing de vidrio de Keith Mackenzie and Company del que Alec, tras su inminente jubilación el año próximo, estaba pensando en formar parte junto a su hermano Iain. Si a Jim le atraía la idea, sería una especie de continuación del Trío —el nombre que Alec utilizaba en su mente para el grupo que los Duerden y él habían formado durante más de treinta años—. Y sería un buen homenaje para Betty.

«Y por eso haber vivido en vano —escuchó Alec decir al clérigo— es inconcebible». Incluso las voces apáticas más densas y preternaturales tienen un componente direccional, y Alec fue medio consciente de que esta iba directamente hacia él. Hubo una pausa, y él levantó la vista y vio que el clérigo efectivamente estaba mirándolo con enfado. Después de otro segundo o dos de reprimenda ocular, el hombre volvió a hablar. Claramente estaba terminando, y ahora se escuchaba el indicio de un nuevo tono, la aversión indiferente de un maestro de escuela que lee en voz alta a su clase algún vergonzoso documento confidencial que ha arrancado de la hábil mano de uno de los de su grupo.

—¿De dónde extraemos nuestras ideas de lo que es más preciado, admirable y adorable de la naturaleza humana? No de ningún conocimiento innato, sino de lo que vemos en aquellos que están a nuestro alrededor. Conocer a alguien, y todavía más, conocerlo con amor, significa que nos recuerden constantemente lo que la naturaleza humana es y puede ser. Haber conocido a alguien con amor es ser iluminado permanentemente con la capacidad humana de la ternura, de la generosidad, de la alegría, de la indiferencia por uno mismo, del valor, del perdón, de la inteligencia, de la compasión, de la lealtad, de la humildad… Y nunca ha existido nadie que haya sido incapaz de ofrecer a sus semejantes una u otra de estas cualidades. Y, ¿acaso es esta iluminación un aspecto de la vida, una faceta de la vida, una parte de la vida? No: es la vida misma, este aprendizaje, lo que somos. Y, ¿acaso puede la muerte disminuir eso? No, la muerte no puede hacer nada ante eso, la muerte incluso hace que adquiera importancia, la muerte es burlada. Como la muerte siempre será burlada. Oremos. Arrodillaos, por favor.

Alec se arrodilló e intentó rezar, pero no era capaz de decidir a qué rezarle. El principio eterno que a veces pensaba que existía por encima y más allá de todo, y que había esperado (erróneamente) que se volviera más real para él conforme envejeciera, parecía conllevar una forma de ver las cosas que incluía creer que Betty tenía un futuro, y no podía ver cómo eso era posible. Así que, en su lugar, pidió varios deseos sobre el pasado: que Betty hubiera tenido una vida feliz y no hubiera sufrido cuando estaba muriendo. Sintió cómo su mente se ralentizaba y se vaciaba, y habría empezado a olvidar dónde estaba de no haber sido por el sonido de las pisadas que iban desapareciendo y que lo advirtieron de que estaba a punto de quedarse solo. Se puso en pie rápidamente y se apresuró a salir.

Jim estaba estrechándole la mano al último grupo de vecinos del pueblo bajo el escrutinio del clérigo, cuya actitud ahora sugería que lo habían obligado a meterse en sus vestiduras como parte de una burla y que no veía, por el momento, ningún modo digno de liberarse. También parecía más grande.

Alec sintió la necesidad imperiosa de hablarle:

—Gracias por su discurso, vicario, creo que ha sido de lo más…

—Rector —dijo el otro, alejándose.

—Bueno, vamos, Mac —dijo Jim—. ¿Con quién vas a subir?

Solo había dos coches a la vista: en uno estaba Bob, el otro estaba lleno de Giobertis.

—Ah, no te preocupes por mí —dijo Alec sin pensarlo mucho—. Puedo ir andando. ¿Cómo llego a…?

—Tonterías, vente conmigo y con Bob.

—No, eso es para los… No querría…

—Bueno, entonces ve con Annette, Frank y los niños. En esos cacharros caben cinco sin problema.

—Ven aquí, tío Mac —lo llamó Annette, y empezó a hacerle sitio entre ella y su marido. Las dos chicas Gioberti ocupaban los asientos plegables: Sonia, una niña rubia con gafas de siete u ocho años con, por lo que podía divisarse, una cabeza perfectamente esférica, y Elizabeth, una chica con el pelo un poco más oscuro de catorce años con una figura que, supuso Alec, muchas mujeres mayores envidiarían. Cuando arrancaron, preguntó:

—¿Dónde has dejado el coche, papi?

Frank respondió con su fuerte acento cockney:

—A la salida de ese hotel en el que vamos a comer, el Kings Head o como se llame. Un antro ruinoso.

—¿Por qué no podemos subir al cementerio con nuestro coche?

—Porque estamos subiendo en este.

—¿Por qué? El nuestro es mucho más cómodo.

—Supongo que sí, pero estamos subiendo en este y se acabó la discusión, ¿vale?

—¿Para qué subimos al cementerio? —preguntó Sonia.

—Para ver cómo entierran a la abuela.

—No le dolerá —afirmó Sonia.

—Por supuesto que no le dolerá, está muerta.

—¿Para qué subimos para ver cómo la entierran?

—Porque eso es lo que hay que hacer.

—Sonia, quita los zapatos de ahí —dijo Annette.

—Y cállate —añadió Frank.

—¿Cómo está Christopher? —preguntó Alec—. Veamos, debe de tener casi…

—Cumplió cuatro en junio.

—¿En serio? Parece que fue ayer…

—La tía Gina lo está cuidando hoy —dijo Elizabeth con un tono triunfal—. En Camberwell.

Para evitar otra invitación al silencio por parte de Frank, Alec miró por la ventanilla. Su mirada se posó inmediatamente en el pequeño café con cortinas verdes a cuadros donde, siempre que venía de fin de semana, él y Betty pasaban una hora más o menos el sábado por la mañana antes de pasear hasta el King’s Head para encontrarse con Jim, una vez que este terminaba su jornada matinal de actividades locales —para la asociación de contribuyentes o el comité del club de golf—. Allí se relajaban con un par de pink gins en el bar, seguidas de un almuerzo bajo el techo de vigas del comedor. Era en momentos como esos cuando el Trío volvía a alcanzar su plenitud, y durante los días y semanas posteriores se levantaba la sombra que había caído sobre la vida de Alec desde 1945. Una vez terminada la guerra, los Duerden habían decidido quedarse en esa parte de Buckinghamshire, adonde habían ido en 1941 temporalmente para evitar los bombardeos, y no regresar después a su casa en Clapham. Puesto que no podía corresponder a su hospitalidad, Alec había tenido que limitarse a quedarse con ellos solo media docena de veces al año como máximo, y los había visto en contadas ocasiones para comer o ir al teatro en Londres. Suponía que tenía que sentirse agradecido por que el Trío hubiera sobrevivido como lo había hecho, por que hubiera sido capaz de recuperar el espíritu de su apogeo, el de aquellos doce años de su vida, los más felices, entre 1929 y 1941, cuando los Duerden y él habían ocupado casas delante del parque Common, a menos de cuatrocientos metros de distancia.

La cara de Alec seguía vuelta hacia la ventanilla, pero no veía nada de la pulcra área residencial, del pavimento decorado con jóvenes árboles de lima apuntalados cada quince metros, junto a los cuales pasaban en esos momentos. Estaba pensando en el instante en el que había dicho para sí mismo «el Trío» por primera vez. Él y dos o tres personas más (había olvidado quiénes) habían llevado sus partituras a casa de los Duerden un domingo por la noche y, después del café y los sándwiches de tomate, Jim le había pedido que probara a acompañarlo en un dueto que aparecía en unas partituras que había comprado hacía poco. Se había sentado al piano, que tenía un sonido excelente para ser vertical, y tocó la pieza para ellos a primera vista, una proeza considerando la escritura osada y dramática de la partitura, repleta de vibraciones cambiantes en ambas manos. Se trataba de Onaway, Awake, Beloved, un arreglo bastante más interesante que el de Hiawatha, de Coleridge-Taylor, que siempre había considerado —secretamente, puesto que Betty se deleitaba con él, y en una ocasión había conocido al compositor en una boda en Croydon— un poco aburrido. Por el rabillo del ojo, Alec podía ver tanto a Betty como a Jim mientras cantaban y cuando, con su ayuda, las dos voces se deslizaron hacia

¿Acaso toda la sangre que hay en mí

no salta para encontrarse contigo,

como las primaveras saltan para encontrarse con la luz del sol,

en la luna cuando las noches son las más brillantes?

sintió que su propia sangre saltaba en sus venas con un ritmo extraño y doloroso, como si hubiera tropezado con un secreto misterioso. Y así había sido: había descubierto que podía existir una relación entre tres personas para la que ninguna de las palabras comunes —amistad, amor, comprensión, intimidad— servía. Cuando la canción terminó, los otros les dedicaron un aplauso entusiasta; incluso Charlie, que tenía diez años, al que le habían dejado acostarse más tarde por tratarse de una ocasión especial. La emoción de Alec pasó desapercibida.

El coche se detuvo fuera del cementerio. Aunque Alec había caminado por la mayoría de las calles de la zona muchas veces en los últimos veinte años, el exterior de ese lugar y su ubicación le resultaban totalmente desconocidos.

—Aquí estamos —dijo Frank—. ¿Necesita ayuda, tío Mac?

—No, gracias.

Salió del coche y comenzó a caminar hacia la tumba, recordando que, fuera de su familia y de su círculo, Betty era la única persona que alguna vez lo había llamado «Alec», y solo durante un breve período de tiempo, quizá el año siguiente a que se conocieran. Después pasó a llamarlo «Mac», como hacían todos los demás, o más bien como hacía Jim en particular. Con esa delicadeza suya, más delicada por ser natural, había dejado claro que no se le escaparía ni siquiera el más leve y simbólico reconocimiento de lo que sentía por Alec, igual que él nunca reconoció con una sola palabra lo que sentía por ella. La idea de que dos personas pudieran enamorarse instantánea e irrevocablemente y no mencionarlo jamás, y mucho menos hacer algo al respecto, le habría parecido incomprensible o descabellada a cualquiera que no fueran ellos o, más bien, de nuevo, a cualquiera que no fueran ellos o Jim. Porque Jim de algún modo le había dejado claro a Alec que lo sabía, pero sin dolor o resentimiento; lo sabía, pero comprendía y perdonaba, y eso hizo posible que Alec siguiera viéndolos sin perderse el respeto a sí mismo. Entre los tres acordaron silenciosamente que, aunque no amaba menos a Jim, también amaba a Alec con un tipo de amor diferente —rehuyó la insolencia mental de preguntarse si era un tipo de amor más profundo—. Pocas mujeres habrían sido capaces de hacerlo, pero el amor había sido el don de Betty.

Alec respondió una pregunta imaginaria acerca de qué había hecho con su vida diciéndose a sí mismo que había amado a una mujer excelente y conocido la amistad verdadera. El amor llegó primero, como debe ser. A fuerza de repetirse esto lentamente, durante un momento consiguió bloquear la presencia de aquellos que lo rodeaban y todas, excepto las primeras, terribles palabras que el clérigo estaba pronunciando. Después, Alec comenzó a tomar conciencia del ataúd que yacía en la tumba. Lo habían bajado con unas cintas verdes que le recordaron, por el color y la textura, a la pretina que formaba parte del uniforme que Charlie Duerden llevaba el día en que almorzaron juntos en casa de los Simpson durante uno de los permisos del chico. Un puñado de tierra fue arrojado sobre el ataúd. Alec se dio cuenta de que había tenido mucho miedo del sonido hueco que podía hacer, pero todo fue bien. La tierra era seca y calcárea, no se distinguían terrones, y cuando las palas se pusieron en marcha, por el ruido, lo enterrado podría haber sido cualquier cosa. Algunas personas comenzaron a alejarse de la tumba. Alec suspiró y levantó la cabeza, y la escena completa brilló con fuerza en sus ojos: la gente con sus caras y cabellos diferentes, la hierba, las alheñas, los jarrones de flores rojas y azules sobre las tumbas, el enorme par de cipreses de la entrada, todo ligeramente coloreado como una tarjeta postal. En medio de aquello, Alec distinguió al clérigo, lo miró de frente por primera vez desde que abandonaran la iglesia, y descubrió que este, como antes, lo estaba mirando fijamente.

Alec sintió que iba a empezar a llorar, y lloró. No podría haberlo evitado, igual que no podría haber evitado lanzar un grito ahogado si le hubieran echado por encima un cubo de agua helada. ¿En qué sentido podía ayudar a los muertos haber hecho que los vivos fueran conscientes de determinadas cosas? ¿Qué bien podían hacerle a alguien recordar sus cualidades adorables? ¿Qué utilidad tenía aprender acerca de la ternura? ¿Qué se podía hacer cuando uno se veía iluminado sobre las posibilidades humanas, aparte de ir por ahí diciéndose a uno mismo lo iluminado que estaba? ¿En qué ayudaba saber? ¿Y qué significaba haber amado a alguien?

—Allá vamos, amigo —dijo la voz de Bob—. Demos un paseo. Así está bien, con calma. Me preguntaba cuándo te desmoronarías. Me estaba diciendo a mí mismo: «Me pregunto cuándo se desmoronará el viejo Mac». Ese es tu problema, si me permites decírtelo, compañero: te guardas las cosas durante demasiado tiempo. Es mucho mejor dejarlas salir, así. Bueno, has elegido el momento adecuado. Enseguida se pasa.

Alec se percató de los gritos que estaba dando y se tapó la boca con las manos.

—¡Qué fastidio! —exclamó—. Lo siento.

—No digas tonterías, viejo amigo. Dedícate a gritar durante un par de horas, si es lo que te apetece. Desahógate. Las emociones tienen que salir. Tarde o temprano salen. Es la naturaleza humana. Mira. Vamos, bébetelas. De un trago. Te acompaño, si me dejas. Sabía que estas pequeñajas nos vendrían bien. Han salido caras, pero bueno.

—Treinta años para nada —dijo Alec, tosiendo—. He perdido el tiempo.

—Ah, no, Mac. A la gente que realmente lo ha perdido no le importa. Ya llegamos.

—No, cierra el pico, ya me encargo yo —dijo Frank bien fuerte—. Señora Allen, ¿otro zumo de pomelo? ¿De verdad que no quiere algo más fuerte? Señora Holmes, ¿y usted? ¿Está segura? ¿Señora Higginbotham? Ah, eso está mejor. ¿Otro para usted, querida? Muy bien. Ahora, el rector…, un escocés grande… Bob…, un brandy con soda grande… ¿Señor Walton?

El señor Walton, el enterrador, dijo que tomaría una pinta de Guinness con pale ale. Hombre alto y vigoroso de treinta y tantos años, tenía el aspecto de un leñador o podador que estuviera de paso en la ciudad para afilar sus herramientas. Parte de esta apariencia provenía de su pronunciado bronceado, que había adquirido, tal y como había explicado antes, durante unas recientes vacaciones de cinco semanas en la Costa Brava. Alec descubrió que era capaz de imaginar al señor Walton pagando por una cena de marisco más que suntuosa con una sexta parte, digamos, de los beneficios de un funeral moderadamente suntuoso.

El grupo, unos quince en total, estaba sentado o de pie en la cafetería del King’s Head. Alec se había sentido aliviado ante la elección de este lugar, puesto que pensaba que el bar del lateral del edificio le habría traído a la mente demasiadas asociaciones, pero un vistazo al interior poco después de llegar le había mostrado que, desde su última visita, la habitación había sido tan remodelada que habría sido incapaz incluso de ubicar el rincón junto a la desaparecida chimenea en el que él, Betty y Jim se habían bebido sus pink gins no hacía ni cinco sábados. Las placas de latón de los caballos y los grabados deportivos, la carpintería oscura y desigual y los paneles de cristal esmerilado que le daban al bar su carácter personal habían sido borrados del mapa, y los nuevos plásticos brillantes lo convertían en un lugar desnudo y hostil. Alec reconocía esto como parte de un patrón de cambio. Las cosas con las que había construido su vida —el club de tenis, la Asociación Liberal y su fuerte sesgo social, estar al día de las nuevas obras, la música tal y como él la entendía, incluso aquellas ocasiones poco importantes en número tales como el funeral de Jorge V y la coronación de Jorge VI— estaban desapareciendo.

El joven camarero de la elegante chaqueta blanca llevó su bandeja hasta donde Alec y Jim permanecían en silencio.

—Quería decirle cuánto lo siento, señor. Echaremos de menos a la señora Duerden aquí. Todos la apreciábamos mucho.

—Gracias, Fred, es muy amable de tu parte. Creo que esto es tuyo, Mac.

Alec cogió el whisky con soda. Le había pedido a Frank uno corto, pero la cantidad, unida a la oscuridad del tono, indicaba que no era precisamente corto. Ese sería su tercer doble, sin contar el brandy del cementerio. Tomó un trago abundante y dedicó un momento a intentar calcular cuánto le costaría una ronda, pero después lo dejó estar. Podría apañárselas, pero había hecho bien teniendo la precaución de cobrar aquel cheque de tres libras la noche anterior en el pub que había cerca de su casa. Mucho más importante era la cuestión de decirle algo trascendente a Jim, cosa que no había conseguido hasta ese momento. Lo intentó de nuevo:

—Sé que esto parece el fin de todo, pero en realidad no lo es, debes creerme.

—¿No lo es? ¿Debo creerte? Tengo setenta años, Mac. ¿Qué se supone que tengo que empezar a hacer a mi edad? Ahora solo es cuestión de esperar.

—Bueno, claro, eso es lo que parece, pero…

—No, eso es lo que es. Probablemente dentro de unos pocos meses, no lo sé, volverá a parecer diferente, pero cómo, sencillamente no puedo…

—Encontrarás muchas cosas que quieres hacer…

—Mira, no empezarás a divagar acerca de interesarme por cosas nuevas, ¿verdad? Ahórramelo. ¿Te conté que el trabajo a tiempo parcial con esa gente de las pinturas y los barnices se me termina en Navidad? ¿A qué me dedico después? ¿Al ajedrez?

—Tiene que haber algo. —Alec estaba desconcertado por la violencia del tono y los modales de Jim. Reprimió el impulso de mirar por encima de su hombro. Antes de irse, le mencionaría a su amigo la posibilidad de unir fuerzas con él en Londres, pero, claramente, ese no era el momento.

—Sí, claro, seguro —dijo Jim amargamente—. Dondequiera que mires, hay algo. Ah, ¿ya se va, rector? ¿No tiene tiempo para otra?

—Desgraciadamente, no. —El clérigo habló con un sentimiento tan intenso que resultaba inidentificable—. Ya es hora de que me marche.

—Bueno, ha sido usted muy amable y le estoy muy agradecido. —Jim se alejó para despedir a una pareja del pueblo.

El clérigo miró a Alec.

—Gracias por decirme que le gustó mi discurso —dijo, esta vez con la mirada perdida—. Es el que… Usted no es de la familia, ¿verdad?

—No, solo un amigo.

—Es el que utilizo para los que se han convertido en parte de mi rebaño retroactivamente, por decirlo así. Un grupo que crece cada año.

—Ya veo. ¿Fue usted quien…?

La media pregunta flotó en el aire durante un segundo o dos, al tiempo que lo que podría llamarse una sonrisa modificaba partes del rostro del clérigo.

—Sí —dijo—, lo hice solo y sin ayuda. Pero, por supuesto, por aquel entonces era un hombre mucho más joven. Adiós.

Poco después pasaron a comer, solo la familia y Alec, cinco adultos y dos niños. Se sentaron en la mesa redonda de la ventana, lejos del rincón preferido del Trío: otro alivio. Además, consideró Alec, parecía que iba a poder marcharse sin tener que subir a la casa para nada. No quería volver a verla nunca más, marcada como estaba en su totalidad por la personalidad de Betty —excepto por detalles como la televisión demasiado grande que Frank había enviado con ocasión del cuadragésimo aniversario de boda de los Duerden—.

Su camarero les expresó sus condolencias, seguido por el jefe de camareros y el que servía el vino. Frank agarró a este último de la manga antes de que pudiera marcharse y le pidió otra ronda de bebidas y dos botellas de vino blanco del Rin. El gerente se acercó y charló con ellos durante un par de minutos. Era nuevo y no había conocido bien a los Duerden, pero, sin hacerse notar, habló con decoro. «Quería haber ido a la iglesia esta mañana —dijo—, pero me fue imposible, con el almuerzo del Círculo de Negocios y la celebración de un bautizo inesperado. Pero mi pensamiento estaba con ustedes». Antes de marcharse, añadió: «Toda la ciudad echará de menos a la señora Duerden. El lugar no será el mismo sin ella».

Esto conmovió a Alec de un modo dulce e indoloro. Betty nunca habría querido que la consideraran como una de las personas importantes del distrito, pero había sido la amada soberana de su modesto feudo. Tales reflexiones lo mantuvieron ocupado durante la mayor parte de la comida, que pronto comenzó a adquirir un aire festivo. Un par de historias que Frank contó acerca de las dificultades de poner al día el negocio de las lavanderías contribuyeron en parte a ello, consideró Alec, aunque arrojaron más luz sobre la personalidad del tipo. Cuando Bob se lanzó, sin embargo, a lo que él llamaba informes legales oficiosos, hay que admitir que animó a todo el mundo. Ni siquiera Jim pudo evitar reírse unas cuantas veces, y las dos chicas Gioberti, cada una con un refresco en la mano, parecían estar bajo un hechizo.

Mientras Alec pedía una ronda más de licores, Frank se reclinó en su asiento y encendió un cigarrillo.

—Es fantástico, de verdad —dijo—. Aquí estamos todos, todo el grupo, todos pasándolo bien, y hace dos horas todos estábamos, bueno, abrumados por la pena. Con los sentimientos a flor de piel, ¿no? Quiero decir, es natural, ¿verdad? La iglesia, el cementerio, el pub… Quienquiera que fuese el que ideó cómo montar un funeral sabía lo que se hacía. Creo que el servicio ha sido muy bonito, ¿no crees, Ann?

Annette mantuvo la vista fija en la mesa.

—Muy bonito —dijo.

—Ha sido un poco, ¿cómo decirlo?, austero: esa es mi única crítica. Claro que lo que tenemos que decir no os interesa, somos católicos romanos, nosotros preferimos un poco de, ya sabéis, color, rito y ceremonia, incienso y toda la pesca. Cuando estás acostumbrado a eso, es de esperar que lo otro te parezca un poco apagado, ¿me entendéis?

—Sí, te entiendo —dijo Alec—. Pero no debes olvidar que así es como lo hacemos nosotros. —Hizo una pausa para coger cuatro de la media docena de monedas de plata que le quedaban de su billete de dos libras—. Nos gusta que nuestra religión sea austera, como la llamas tú.

—Como he dicho, es a lo que estáis acostumbrados.

La voz de Alec subió de tono.

—Y no nos gustan mucho los adornos, los cánticos, las reverencias, agachar la cabeza ni ninguna tontería de ese tipo. Eso no es lo que queremos en este país. Haremos las cosas a la inglesa…

—¿A quién te refieres con nosotros, tío Mac? Vale, Ann.

—… lo que significa que no vamos practicar, por lo menos no necesariamente, cualquier religión que sea… Ni vamos a tolerar muchas otras cosas, ya que estamos, que sean…

—Que sean extranjeras, ¿eso es lo que quieres decir?

—Sí, si quieres llamarlo así.

—Bueno, en cualquier caso, así es como tú quieres llamarlo, ¿no? Está bien, Ann, de verdad. Sí, el papa vive en Roma, no estoy pasando eso por alto. Las cosas extranjeras no se acaban nunca en este país cuando te pones a analizarlo, como el vino que acabamos de beber, y ese puro que te estás fumando. Y mucha gente extranjera también, de todos los tipos. De hecho, recuerdo que en mi muy lejana juventud siempre nos estaban hablando del valor de este país: ya sabes, de cómo cualquiera podía venir aquí y apañárselas bastante bien para salir adelante, siempre y cuando se comportara. Solían pensar que era uno de los grandes…

—No hace falta contarle al viejo Mac nada de eso —interrumpió Bob, barriendo la mesa con la mirada—. Cree que los ingleses son, en realidad, aborígenes, ¿no, amigo? Y los galeses y los irlandeses también, por supuesto, y los escoceses de las Highlands, y no está muy contento en lo referente a Edimburgo y Glasgow… De hecho, a menos que vengas de Peebles, no eres negro por un pelo, ¿eh?

Todos se rieron muy fuerte, incluidas Elizabeth y Sonia. Alec se unió a los demás. No le gustaría tener que retirar nada de lo que le había dicho a Frank. Había demasiada sensiblería de ese tipo hoy en día, cosas como que uno tenía que ser el doble de simpático con los negros, los judíos, los indios y todos esos sin importar cómo fuesen en realidad: una suerte de discriminación condescendiente que por fuerza tenía que molestarles incluso a ellos. Y sentía que un poco de oposición de vez en cuando no le vendría mal a Frank. No obstante, Alec se había dado cuenta, había ido demasiado lejos. No tendría que haberse soliviantado tanto, debía de haber dado la impresión… De repente sintió náuseas y se pasó la mano por la frente. Había bebido demasiado whisky con el estómago vacío y debería haber recordado que el vino blanco nunca le sentó bien. La idea de unos pocos minutos al aire libre de golpe se volvió irresistible.

Al lado del edificio había un pequeño patio amurallado engalanado con unas cuantas plantas trepadoras en el que la gente se podía sentar y beber durante el verano, siempre y cuando no les importara ir a buscar sus bebidas al bar. Habían quitado las sillas y las mesas, sin duda para proteger de su propia estupidez a cualquiera al que la luz del sol pudiera haber tentado hacia el traicionero exterior otoñal. Alec se había sentado sobre un muro bajo de ladrillo y se estaba agarrando una rodilla con las manos, pipa en boca, cuando se le unió Annette, que debía de haberlo seguido más o menos directamente desde el comedor. Permaneció de pie, una figura bastante achaparrada sin rastro de la apariencia de su madre.

Él interpretó su expresión como una especie de pregunta.

—Estoy bien —dijo—. El aire estaba un poco cargado ahí dentro, ¿no crees?

—No me ha gustado lo que le acabas de decir a Frank.

—Lo sé, lo siento, Annette… Lo he dicho sin pensar.

—¿Sabías que estuvo en el ejército seis años y que fue capturado en el norte de África? Eso lo hace tan británico como todos los demás, por lo que a mí respecta. Eso y el hecho de tener un padre nacionalizado británico, una madre británica de nacimiento y haber nacido él mismo en Inglaterra. ¿Y a quién le importa, además? ¿Y sabes cuántos católicos hay en Inglaterra? Hubo una época en la que todos eran católicos aquí, antes de que…

—Annette, lo siento de veras. No tenía intención de…

—Es el mejor marido y el mejor padre que alguien podría desear. Nunca mira a otra mujer aunque sé que no le faltan oportunidades. Y tiene que aguantar que le hagan la puñeta constantemente. En su negocio le pasa todo el tiempo. «El señor ¿qué? ¿Cómo se escribe? Ah». Uno se da cuenta enseguida de lo que están pensando, bueno, eso cuando no lo dicen directamente. A mí también me pasa, ¿sabes? «¿Cuánto tiempo lleva su marido aquí?». Me pone furiosa. Ella no paraba de hablar de eso. ¡Menuda liberal estaba hecha!

—Pero ella nunca se habría atrevido a…

—No la conocías. ¡Cómo solía dar la tabarra con Elizabeth! «Estarás de broma, ¿verdad? “Elizabeth”. ¡Vaya nombre! Habrá sido cosa suya, no creo que tú…».

De repente, la luz del sol se volvió más intensa y Alec se cubrió los ojos con la mano que sostenía la pipa.

—¿Qué? No acabo de entenderte…

—Da igual. Está muy desarrollada para su edad, lo sé, pero hoy en día muchas lo están, por la comida o lo que sea. Nunca me dejaba en paz. La veía mirar a la niña, como fascinada, y luego, cuando nos quedábamos solas, decía: «Es tan grande…, ¿verdad?», como si fuera… asqueroso o desagradable o algo así. «Es tan grande…», repetía, como si lo hubiera hecho a propósito para fastidiarla. Y luego decía: «Por supuesto, estas chicas italianas son mujeres a los catorce, ¿no? Igual que las judías». Su propia nieta. Tres cuartas partes inglesa. En mi opinión, siempre pensó que Frank era un judío que se había vuelto católico como una especie de añadido. Nunca le gustó y nunca le importó que se le notara.

—Pero Annette, era tu padre quien estaba en contra de Frank, si es que uno de los dos lo estaba. Los recuerdo discutiendo sobre ello. Él dijo…

—Ya sabes cómo es papá, indeciso un minuto y al siguiente todo olvidado, es su forma de ser. No: ella era la que estaba en contra. No era su estilo decirlo abiertamente: todo sonrisas en la superficie y pinchando en cuanto tenía ocasión. Hizo lo mismo con la vista de Sonia y con el hecho de que Chris llorara demasiado, según ella. A menudo me digo a mí misma que los únicos nietos que realmente le habrían gustado serían los que podríamos haber tenido Charlie y yo si nos hubiéramos juntado. Le hizo la vida imposible, no sé si lo sabías, queriendo saber dónde estaba y con quién todo el tiempo. Se fue al extranjero en cuanto pudo, pobrecito Charlie.

Annette se detuvo, sin mirar a Alec, que se abrazaba las rodillas con más fuerza para impedir que le temblaran.

—No me había dado cuenta de que la odiabas —dijo.

—No la odiaba, tío Mac. Habría sido más fácil si lo hubiera hecho, en cierto modo. Era buena en muchos sentidos, y le encantaba reírse. Era el hecho de que no nos dejara a mí, a mi marido y a mis hijos en paz lo que me ponía furiosa. —Al mencionar la furia, esta volvió a su voz, que se había suavizado durante el último minuto más o menos—. Le gustaba cuidar a los niños cuando venía a vernos porque eso le daba la oportunidad de fisgonear. A ti también te tuvo bien atado durante todos estos años, ¿no? Yo sentía lástima por ti. Papá me lo contó una vez que tuvieron una de sus peleas. En realidad a él no le importaba, porque eso la animaba un poco. Fíjate que según él a ella se le escapó una vez que al principio pensó que ibas a pedirle que se escapara contigo, pero tú nunca lo hiciste. ¿Por qué no?

—No era ese tipo de amor —dijo Alec.

—No, ya sé de qué tipo de amor hablas. Es el mejor, no tienes que hacer nada al respecto y jamás llegas a conocer del todo a la persona que amas: eso a ella le venía de maravilla… Recuerdo el modo en que solía representar su gran comedia de tolerancia los domingos por la mañana cuando volvíamos de misa y estábamos pasando unos días en su casa. Tolerancia.

Alec creyó ver lágrimas de ira y pena en sus ojos. Se levantó y le pasó el brazo por los hombros tímidamente. Ella permaneció de pie sin moverse con el peso repartido en ambos pies, sin encogerse ni apartarse, pero sin apoyarse en él. Durante toda la conversación lo que más le había preocupado era que ella perdiera el control. Tanto si la visión que tenía de su madre era cierta, o más cierta que la de él, como si no, él se seguía sintiendo como si se hubiera pasado treinta y dos años preparando un regalo que no había tenido, y que era imposible que tuviera, destinatario. En contraprestación por sus molestias él conservaba, completamente a salvo de la erosión, el regalo de unas pocas ideas acerca de cómo era la naturaleza humana que Betty le había hecho; y las últimas dos o tres horas le habían enseñado algo de cómo la envidia y el orgullo podían distorsionar de manera apreciable la opinión que tenía de otras personas. Todo esto no era poco, aunque no era, por supuesto, ni de lejos, suficiente. Dejó caer el brazo.

Annette dijo:

—Será mejor que vayamos entrando. Siento haber sacado a colación todo esto. No quería herir tus sentimientos. Es solo que…

—Todos hemos estado sometidos a mucha presión.

—Vente con nosotros, tío Mac, y cena algo, hay de todo. Frank te llevará a casa más tarde.

—Eres muy amable, pero hay que cruzar todo Londres, ya lo sabes.

—No importa. Tenemos que vernos más a menudo. Me parece una tontería que vayamos dejando pasar el tiempo sin vernos.

—Lástima que vivamos tan lejos.