ASUNTOS DE MUERTE

Comerciar y traficar con Macbeth en enigmas

y asuntos de muerte…

Macbeth, acto 3, escena V

León IX, nativo de Alsacia, accedió al papado en 1049 d. C. Cuatro años después, reunió a un ejército de voluntarios italianos y alemanes y lo lideró personalmente contra los invasores normandos que habían ocupado Sicilia y el sur de Italia. Las fuerzas papales fueron derrotadas y el papa fue capturado y encarcelado durante unos meses.

Mis carceleros me liberaron sin previo aviso la mañana del 26 de octubre. Tampoco me dieron ninguna explicación: se limitaron a indicar en su vil francés que era libre de marcharme. Su constante y premeditada falta de respeto hacia mi persona, sin embargo, sugería que ciertas presiones externas, que bien podían deberse a la intervención del emperador, los obligaban a cumplir con este cometido. Esta posibilidad había sido lo único que me había dado fuerzas para soportar el tedio y el malestar de mi cautividad. Hasta ahora, Enrique se había mantenido al margen a propósito, por supuesto, en parte para subrayar su desacuerdo respecto a mis recientes acciones, y en parte, sin duda, para recordarme que en cierto sentido yo debía mi coronación a sus buenas artes.

Mi satisfacción por volver a Roma se vio atemperada por la aprensión de lo que podría estar aguardándome allí. Pero encontré la Ciudad en calma: Hildebrando el Benedictino se había encargado de mantener todo en orden. Yo le había enviado un mensaje y él me estaba esperando en el salón amarillo, donde se había servido una cena fría. Me saludó con una mezcla de reverencia y cordialidad a partes iguales. Estaba un poco más delgado que en junio, pensé, pero puede que también un poco más fuerte. Para no haber cumplido todavía treinta años, Hildebrando había visto bastante mundo, al menos el suficiente para comprender a Alemania, y eso era bastante.

Yo no había solicitado ningún médico, pero él se había asegurado de que hubiera uno presente; uno griego, por su aspecto, con una barba blanca que denotaba grandes conocimientos. Me pinchó, me tomó el pulso y me miró la lengua. Cuando hizo ademán de practicarme una sangría, lo eché.

—Permítame hacerlo llamar de nuevo mañana, mi señor —dijo Hildebrando—. No está usted bien. Esos cerdos normandos lo han matado de hambre. ¿Estaba al menos su excelencia en un lugar seco?

—La mayor parte del tiempo. Solo necesito reposo y buena comida, comida fresca.

—Definitivamente. Ahora coma, mi señor. Disfrute de estos pajaritos.

—No, estoy demasiado cansado. Sírveme vino.

Mientras me alcanzaba la copa, dijo en voz baja:

—Pensé que sería mejor recibirle sin ceremonia. No me pareció necesaria.

—Efectivamente, mejor así. Incluso estos pocos que nos acompañan me parecen demasiados. Ten la bondad de pedirles que se retiren.

A una leve inclinación de su cabeza, todos se marcharon.

—Hildebrando, ¿quién hubiera imaginado que una turba zafia como esa podría derrotar a mis valientes hombres? El supremo pontífice, un vulgar prisionero. Arréstalos a todos, muchacho, a todos los que están en Roma; persigue a los demás y tráelos aquí. A todos: a Gerardo, a Federico, a Valeriano, a Florentino, a Otto, al español y al tartamudo. A todos mis capitanes, a todos los que me arrebataron la victoria… Confínalos en nuestras prisiones. A todos.

—Esté tranquilo, mi señor. Los apresarán a todos.

—Asegúrate de que así se haga. —Tosí un poco y tomé algo de agua, más vino, y mordisqueé un ala de gorrión—. Bueno, ¿y qué nos aguarda mañana?

—Muchas cosas: algunas importantes y otras menos. Ninguna urgente. Pocas placenteras. Algunas molestas, como Pedro Damián, que le reprocha haber usurpado la función del emperador al actuar como un soldado.

—No le prestes atención.

—Tal vez no, pero su excelencia sí debería prestarle atención a una acusación de herejía de Miguel Cerulario.

—Debe de haber algo en el aire de Constantinopla que pudre el cerebro. ¿Realmente Miguel, un simple obispo, no sabe que es mejor no desafiar directamente mi autoridad? Tendré que cortarle las alas inmediatamente.

—Se lo habrá ganado, mi señor. Ahora, un asunto placentero: hay un rey en Roma deseoso de concertar una audiencia con su excelencia. Creo que nunca he visto a nadie antes tan impaciente, independientemente de su rango.

—¿Qué rey?

—El de los escoceses o Escocia, de nombre Macbeth. Dándolo por perdido a usted, como desgraciadamente hicieron unos cuantos, solicitó una audiencia con el cardenal vicario-general y se mostró francamente sobrecogido cuando supo que, después de todo, tendría el privilegio de ser recibido por su excelencia. Insistió mucho en que lo más importante era que atendiera usted su salud y bienestar primero. Un granuja conmovedor. Podría resultar divertido, mi señor.

—Divertido o no, lo recibiré. Por supuesto que lo haré. Debo hacer cuantos amigos pueda. Recibiré al mismo conde de Vinlandia, si desea visitarme. ¿Quién acompaña a ese tal Macbeth?

—Uno tipo muy adecuado para acompañar al rey de un país como Escocia, una especie de saqueador. El rey Macbeth vino aquí, a Roma, hace tres años con el propósito de ser recibido por su excelencia, pero en ese momento usted se encontraba en el extranjero, peregrinando más allá de los Alpes.

—Sí, sí. Tal persistencia sin duda merece una recompensa. Arréglalo.

—Ya está hecho, mi señor. Provisionalmente. A mediodía, no mañana, sino pasado mañana. Ahora su excelencia debe retirarse —dijo Hildebrando, llamando a los criados—. Y duerma hasta tarde.

Cuando, no del todo recuperado, incluso después de haber pasado doce horas descansando en un buen lecho, me levanté a la tarde siguiente, Hildebrando ya me esperaba otra vez con, entre otras muchas cosas, información sobre Escocia. El país, o el territorio habitado por los escoceses, estaba limitado a esa parte de la isla que se extiende al norte del fiordo de Forth. Aquí y más allá de las regiones vecinas, desde las costas más lejanas del mar de Irlanda hasta aquellas del mar del Norte, se habían asentado en distintas épocas hordas de irlandeses, pictos, escoceses, britanos, anglos, cúmbricos, ingleses, daneses o noruegos que se enfrentaban en luchas oscuras y prolongadas. Esa parte del norte de Europa había sido un lugar conflictivo durante siglos, y parecía que seguía siéndolo.

En principio, no había nada de lo que tuviera que preocuparme en Escocia. La Iglesia se encontraba bien establecida allí, y Macbeth había mostrado su buena disposición hacia ella en los doce años de su reinado. No estaba en mis manos controlar los acontecimientos. Solo había un obispo en Escocia, en la ciudad no amurallada de St. Andrews, y su influencia era puramente local. Los monjes escoceses no tenían ningún poder. Claramente, la clave para controlar la Iglesia de Escocia residía en el soberano. Si era capaz de ganarme la estima personal de Macbeth, podía estar sentando las bases de algo que, de nuevo, podría resultar muy útil ante cualquier futuro problema con Inglaterra. Y los problemas con Inglaterra llegarían tarde o temprano, tal vez durante mi papado, tal vez muchos años después, de eso no cabía la menor duda.

Al mediodía siguiente no sabía bien qué esperar, pero lo que sin duda no esperaba en absoluto era la figura alta, de pelo rubio y ojos azules de poco menos de cincuenta años que se presentó ante mí. Pensé que, además de vecinos escandinavos, bien podría haber tenido un antepasado escandinavo. Su acompañante, que mi ujier me presentó como el capitán Seaton, bajo, fornido y con una espesa barba y una estúpida mirada de desafío, encarnaba mucho más la idea que yo tenía de un escocés. Cuando los dos se arrodillaron ante mí, concedí a cada uno el saludo apropiado a su rango.

Con el objetivo de no intimidar excesivamente a mis visitantes, los había recibido en un salón del trono pequeño construido dos siglos antes por mi antecesor Agapito II y que, aunque no tenía dos niveles, era digno de su función y contaba con suntuosos frescos nuevos, esculturas de bulto redondo y mobiliario adornado con piedras preciosas. El soldado, si eso es lo que era, mantenía la vista fija al frente como si tuviera miedo de contemplar lo que lo rodeaba. Su señor, en cambio, miraba aquí y allá sin insolencia, sin asombro tampoco, hasta que llamó su atención la pieza más extraordinaria que se encontraba a la vista, una grotesca caballería tallada en roble que el obispo de Rennes sacó de alguna iglesia de allí y me envió por mi cuadragésimo séptimo aniversario, el primero después de ser investido.

El atuendo del rey me sorprendió ligeramente: nada de pieles de ciervo ni andrajos en los pies, sino un rico abrigo ribeteado en oro que no habría deshonrado ni al mismísimo emperador Enrique, una prenda de seda roja oscura debajo, zapatos altos españoles, una espada corta y ancha con la empuñadura en cruz, simple pero de elegante factura, y un crucifijo de forma curiosa debajo de la garganta, obviamente de plata pero de un tinte bastante azulado, que me prometí a mí mismo que sería mío antes de que emprendiera el camino de regreso a sus tierras escocesas. ¿Qué tipo de jefe tribal llevaba esas cosas?

Como era mi costumbre cuando recibía a la realeza, había hecho que mi senescal instalara cerca del estrado una pesada silla con un respaldo alto y minuciosamente tallado que representaba escenas del martirio. No era precisamente un trono, pues se colocaba sobre una plataforma no muy alta, pero sí elevaba al monarca instalado en ella por encima de la gente común. Aquí se sentó el rey Macbeth cómodamente, bajando sus ojos azules con reverencia. Le hice una pregunta en latín sobre su anterior visita a la ciudad, aunque no confiaba demasiado en que me comprendiera.

De nuevo inesperadamente, respondió en un fluido y correcto francés, el idioma de mi infancia:

—Me sentí desesperadamente decepcionado por no poder presentar mis respetos a su excelencia. Tuve que contentarme con repartir dinero entre los pobres de Roma. —Su acento no era peor que el de mis anteriores captores; de hecho, se parecía bastante al suyo.

—Su dominio del idioma es excepcional, majestad. —No tanto como que hubiera descubierto que yo lo conocía.

—Gracias, santo padre. Ciertas circunstancias han contribuido para que así sea. Ocurre que durante aproximadamente los dos últimos años he tenido que dar cobijo en mi corte a varios fugitivos francófonos procedentes de Inglaterra, y he practicado con ellos. Después de todo, de otro modo, esta conversación, aunque memorable para mí, habría sido mucho más limitada. Mi latín es rudimentario, y dudo de que el gaélico de su excelencia sea mucho mejor.

Reí, en parte para mostrar que entendía a lo que se refería. Esos fugitivos de los que hablaba obviamente habían llegado de Normandía, pero tras mis recientes experiencias habría sido poco discreto incluso mencionar la existencia de ese lugar. Y, en cuanto al francés, obviamente no lo había aprendido para poder conversar conmigo, a quien se había preparado para visitar tres años antes ignorando por completo esta lengua y a quien no había esperado ver en absoluto esta vez. No, el objetivo primero de su interlocución habría sido el duque Guillermo. Se daba por hecho que el rey Eduardo le había prometido el trono de Inglaterra en cuanto este quedara vacío, y por consiguiente debía de ser un personaje de gran interés para cualquier rey de Escocia. Pero ¿le habría recibido Guillermo?

—Sin duda ha llevado a cabo otras visitas durante este viaje, su majestad.

Inmediatamente se puso a la defensiva.

—Sí, santo padre, una, pero no era de importancia, no se puede ni comparar con esta.

—No obstante, confío en que fuera de su agrado.

—Debo pedirle a su excelencia que me perdone —dijo, parpadeando violentamente.

Esta vez reprimí una sonrisa. Para mí estaba claro como el agua que había visitado o intentado visitar la corte de Guillermo, y también que había sido rechazado sin que ni siquiera se hubieran dignado a verlo, puesto que, a mi juicio, bastaba una sola mirada para darse cuenta de que era alguien que no había que pasar por alto: no el alma refinada que él creía ser, en realidad seguía siendo un bárbaro, pero sí un bárbaro notable. Dije con suavidad:

—Han llegado hasta nosotros informes agradables del estado de Escocia bajo la administración de su majestad.

—Su excelencia es demasiado gentil. Y eso me lleva al objeto de esta entrevista, o al objeto secundario, puesto que el primero era simplemente recibir su bendición, santo padre. Por motivos que a continuación saldrán a la luz, me he visto obligado a venir con la mayor urgencia a Roma, incluso cuando pensaba que su excelencia estaría ausente. Encontrarlo aquí después de todo, haber podido llegar hasta usted, es para mí una clara señal del favor divino.

Una viva mirada fija de sus ojos azules acompañó estas palabras. Empecé a toser durante un momento y cambié de postura en el trono. Hablar de esos asuntos siempre me ha hecho sentir incómodo. Puede que fuera un poco brusco cuando dije:

—Por favor, continúe, señor.

Pero dudó un momento antes de seguir:

—Espero que se me perdone por hacer lo que debe de ser una petición inusual. Me gustaría que viniera un secretario para registrar el contenido de lo que, si se me permite, voy a decir.

Di las instrucciones pertinentes y esperé.

—Supongo que sabe poco de Escocia, santo padre. Es un lugar remoto y oscuro, sus gentes son salvajes, ignorantes, crédulas, supersticiosas, no crueles, pero sí infantiles. No tienen noción de la probabilidad, de lo que es real y lo que es imaginado. Mi reinado no ha sido tranquilo y algunos de los acontecimientos que han tenido lugar durante este, y aún más los que están por venir, han sido violentos, confusos y ambiguos. Es probable que el relato generalmente aceptado del mismo, de mi reinado, se desvíe absurda e irrevocablemente de los hechos históricos no mucho después de mi muerte. Un proceso similar ya ha distorsionado los años de mandato de mi predecesor. Con su venia, con su ayuda, santo padre, mi intención es dejar registrada la verdad de estos asuntos y que ese registro se aloje en el archivo de la sede de San Pedro, donde estará a salvo para siempre. Eso es lo que me ha traído hasta aquí. Lo que tengo que decir tal vez atraiga la atención pasajera de su excelencia, ya que puede que le interese conocer parte de la historia de un país tan alejado del centro del mundo.

Ese último golpe, acompañado de una mirada de una naturaleza distinta, me hizo pensar en que hombres como ese no eran muy comunes en ningún sitio, ni siquiera en Roma. En ese momento apareció un secretario, un benedictino, y por indicación mía se acomodó a la izquierda de Macbeth. Extendí la mano invitándolo a continuar.

—Algunas cosas son hechos, otras cosas se ocultan. Es un hecho que el viejo Malcolm II, rey de los escoceses, afortunado, victorioso, elogio de los bardos, no tenía un hijo que lo sucediera, pero gobernó durante tanto tiempo que para cuando murió sus nietos eran ya mayores. Se ve que para la sucesión favoreció al de más edad, Duncan. Así fue, aun cuando podría haber elegido al tercero en edad, yo mismo, o incluso al cuarto y más joven, Thorfinn Sigurdson, hijo del conde noruego de Orkney. Las antiguas costumbres de nuestra casa real no establecen el derecho de sucesión para el príncipe de más edad. Yo tenía más derecho, un derecho doble, un derecho derivado no solo de mi propio linaje, sino también del de mi mujer Gruoch, nieta del rey Kenneth III, a quien el viejo Malcolm había depuesto y asesinado. Nuestra costumbre también reconoce un derecho como suyo.

»Todo esto son hechos, aunque apenas se recuerdan. El viejo Malcolm cedió a Thorfinn, con el título de conde, dos feudos en la isla con objeto de contenerlo, de aplacar cualquier ambición que pudiera alimentar. Lo que el viejo no había imaginado es que, una vez en el trono, el temerario Duncan trataría de recuperar esos lugares por las armas. Escocia se bañó en sangre, la mayor parte de ella la de mi gente y la mía propia… Luché por mi rey como jefe de sus ejércitos. Parecía que no había esperanza.

»Entonces, una mañana hace trece años, los noruegos de Thorfinn se abalanzaron sobre los escoceses el alba en Burghead, en Moray, y los despedazaron en la playa en menos de diez minutos. Duncan huyó, y una partida de mis seguidores y yo mismo salimos tras él. Moray era mi feudo. Por senderos secretos lo conduje hasta un fuerte abandonado en un lugar llamado Bothnagowan. Allí, una noche de agosto, doce de nosotros aprovechamos la oportunidad: lo sorprendimos mientras dormía recostado en la muralla y lo apuñalamos hasta la muerte. Sin demora, me autoproclamé rey y fui coronado en Scone, firmé la paz con mi primo Thorfinn, al que convertí en mi aliado. De hecho, ya me había jurado fidelidad antes, y él siempre cumple su palabra. Y todos los escoceses abandonaron las armas.

»Esto también son hechos. Lo que no se ve, lo que ya se ha olvidado, lo que se oculta es cómo era Duncan. Hermoso, se lo concedo, de ojos brillantes y labios perfectos, muy parecido a mi suegro, como mi mujer comentó en multitud de ocasiones. Ambos hombres descendían de Malcolm I, muerto hace más de cien años. Sin embargo, por lo demás, Duncan era un ser despreciable, mezquino, vengativo, creo que hasta estaba un poco loco. Nadie se encontraba a salvo de sus repentinos exabruptos. Derrochador e indolente. Sucio: apestaba bajo nuestros cuchillos, y no solo a causa del miedo. No tenía un porte regio. Se oculta que su sobrenombre, «El Elegante», era una burla, una mofa.

»Ahora Escocia es un lugar seguro, pacífico. Pero esto no ha sido lo habitual. Tan fieros y prolongados han sido sus conflictos internos que, de sus últimos nueve reyes, solo el viejo Malcolm, mi abuelo, murió en la cama. El futuro trae algo de esperanza. Puesto que no tengo descendencia, he adoptado como hijo al fruto del primer matrimonio de mi esposa, el joven Lulach, un chico fuerte y honesto de veintiún años. Mi intención es que me suceda. Los hijos de Duncan, Malcolm y Donald Bane, a quienes generosamente perdoné, se alojan en la casa de Siward, el conde inglés de Northumberland, un primo de su madre. No muestran indicios de estar preparándose para derrocarme, ni podrán llevar a cabo ningún plan mientras mi amigo y aliado Thorfinn viva. Que lo intenten, los recibiremos como merecen. Defenderé mi país hasta mi último aliento.

»Que todo eso es cierto, yo, Macbeth, rey de los escoceses, juro por mi honor.

Indicando al secretario que su declaración formal había concluido, prosiguió en un tono diferente:

—Ahí queda registrado el grave asunto del asesinato de Duncan. Se hizo a nuestra manera, no con malicia, se hizo por Escocia, no por mi ascenso, se trató de una ejecución, no de una muerte gratuita, pero al fin y al cabo fue un asesinato. Si debo cargar con la culpa…

Con un gesto curiosamente irritante, manoseó el crucifijo de su pecho. Le dije bruscamente:

—De eso hablaremos en privado usted y yo, majestad, en otro momento.

Macbeth asintió lentamente, con la cabeza puesta en antiguos errores y peligros imperecederos. Y dijo, aunque sobre todo a sí mismo:

—Ya van contando que mi gentil Gruoch tuvo algo que ver con la muerte de Duncan, cuando en realidad se encontraba en mi castillo en Dunkeld, a más de noventa kilómetros de distancia. Si no fuera por este registro, ¿quién sabe lo que se creería de mí en los siglos venideros? Que acabé con vidas inocentes, que maté a mi amigo, que maté a niños, que me asocié con brujas y tuve visiones, que yo —¿cómo expresarlo?—…, que me he saciado de horrores…[8]

Llegado a este punto, se volvió un instante hacia su hombre, Seaton, y en una extraña lengua le dirigió lo que interpreté como unas palabras de cortés disculpa por someterlo a una conversación tan incomprensible. El otro emitió un gruñido de zafia sorpresa y balbució unas pocas sílabas torpes y estridentes, con la mirada perdida en el vacío mientras lo hacía. Pobre, pobre rey Macbeth, si ese era el acompañante que había elegido, ¿cómo sería la gente que lo acompañaba cotidianamente en su hogar? Lo perdonaría por su crimen… De hecho, haberse limitado a una sola falta moral en un país como Escocia, asumiendo que la impresión que me había formado de él era medianamente justa, era señal de un control encomiable.

Había, por supuesto, otras consideraciones, otras distintas a las evidentemente diplomáticas. Un hombre gusta de mostrar clemencia siempre que le sea posible. Así que, en nuestra audiencia privada esa noche, Macbeth me liberó de lo que podría haber sido algo incómodo al presentarme discretamente, sin que se lo solicitara, cierta cantidad de oro, sugiriéndome que lo destinara a causas devotas de mi propia elección. Y, después de todo, un soldado no puede sino sentir una cierta afinidad con otro. Desde lo más profundo de mi corazón le di la absolución, le deseé un viaje de vuelta sin contratiempos y le permití, sin reticencia alguna, conservar el exquisito crucifijo al que parecía estar tan profundamente ligado.

A la mañana siguiente, Hildebrando vino a mí con la historia de Macbeth escrita en limpio.

—Evidentemente, mi señor, una persona notable.

—Más de lo que su posición exige. Espero, por su propio bien, que su trono esté tan seguro como parece creer.

—El tiempo lo dirá.

—El tiempo dirá muchas más cosas de mayor importancia que las estratagemas de un malhechor escocés, por muy interesantes que estas sean.

—¿Me está indicando su excelencia de que no guarde esto en el archivo permanente?

—Acordamos que fuera lo más breve posible. Resúmelo hasta dejarlo en lo indispensable.

—Como guste su excelencia. Espero que no sienta que ha perdido el tiempo.

—Fue muy divertido y, además, nos ha hecho generosas donaciones para las obras de caridad.

—Es verdad, mi señor. Y, ahora, noticias de sus capitanes: cinco están confinados, Valeriano murió por su propia mano antes de que pudieran apresarlo y se cree que Federico está en algún lugar de los dominios del emperador. Tengo a alguien competente encargándose de ello.

—Que el asunto quede resuelto y zanjado. Lo antes posible.

Nota histórica: Macbeth (de piel clara, rubio, alto) visitó Roma por primera vez en el año 1050. De esa visita, al contrario que de la segunda, que realizó tres años después, dan fe diversos documentos. En 1054, sus ejércitos fueron derrotados cerca de Scone por los del conde Siward, pero continuó en el trono de Escocia otros tres años. Entonces, su aliado Thorfinn murió, y poco después Malcolm Cabeza Grande lo asesinó. El hijastro de Macbeth, Lulach, se convirtió en rey, pero tras unos pocos meses, Malcolm también lo asesinó y se hizo con la corona, reinando como Malcolm III. Macbeth y Lulach fueron enterrados en la isla de Iona, la última morada de los reyes escoceses antiguos.

La salud del papa León IX había sido minada por su cautiverio y murió al año siguiente, en 1054, aunque no antes de haber procedido a excomulgar al patriarca de Constantinopla, haciendo por consiguiente definitivo y permanente el cisma entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Fue canonizado como san León en 1087.

Hildebrando se convirtió en el papa Gregorio VII en 1073 y también alcanzó la santidad.