EL SECRETO DEL SEÑOR BARRETT

I

Debió de ser en enero o febrero del año 1845 cuando me di cuenta por primera vez de la relación de Elizabeth, la mayor de mis hijas y la primera de mis hijos en nacer, con el señor Robert Browning. De haber tenido el más mínimo indicio de lo que sucedería, habría prohibido que continuara bajo cualquier forma, y habría perseverado en mi veto con una tenacidad inquebrantable. No obstante, un conocimiento absoluto del futuro que nos esperaba a Elizabeth y a mí mismo con toda certeza me habría conducido a bendecir esa divina disposición por la cual no se nos permite ver más allá del siguiente segundo que marca el reloj.

Una carta, dirigida a Elizabeth y escrita con una caligrafía extraña, llegó con el correo de primera hora de la mañana a mi casa en el 50 de Wimpole Street, un hecho que distaba bastante de ser poco habitual. Especialmente desde la publicación por Moxon de sus Poemas en dos volúmenes el mes de agosto anterior, mi queridísima Ba (por utilizar el nombre cariñoso por el que la llamamos en familia) recibía cada vez más correspondencia de gente que no la conocía personalmente. Muchas llegaban de los Estados Unidos y de otras partes lejanas del mundo; la carta en cuestión había sido enviada desde Londres.

Al describir ahora mismo el estilo de la caligrafía del sobre, he utilizado la palabra «extraña» deliberadamente. No solo me resultaba desconocida: era particular, extraordinaria, rara. Y, aun así, en su misma peculiaridad había algo que me recordó alguna parte lejana de mi vida, de hacía mucho tiempo. También, posiblemente, era consciente de la amenaza o peligro indefinible que acechaba en ella, remoto pero real. Es probable, sin embargo, que esté permitiendo que acontecimientos posteriores adulteren esos primeros recuerdos.

Fuera lo que fuese que pensé, entonces o después, no había duda de que Elizabeth estaba encantada con su carta. Apenas había terminado de desayunar cuando me llamó con urgencia para que acudiera a su habitación, en el tercer piso de la casa.

—¡Mi querido papá! —gritó, al tiempo que se levantaba de su sofá cama para abrazarme alegremente—. No se imagina el maravilloso regalo que he recibido esta mañana con el correo.

—Has recibido una invitación para tomar el té con nuestra joven reina —sugerí, sonriendo.

—Es un poco pronto para eso, aunque sin duda esa y otras cosas sucederán con el tiempo. Soy la destinataria de un poema del señor Robert Browning, un poema bellísimo y maravilloso en el que me encumbra al estatus de una reina, pero una reina de la poesía, y del arte de escribirla. ¡Ay, qué poema, querido papá, tan lleno de las afirmaciones de devoción más hermosas, tan elocuente, tan rico en la vitalidad espontánea que usted sabe que valoro por encima de todas las cosas…!

—¿Y esto llega sin ningún motivo? ¿Como un tributo espontáneo? —pregunté.

—No exactamente, eso es cierto. Quizá recuerde que en mi poema «El cortejo de lady Geraldine» me referí al señor Browning, y también al señor Wordsworth y al señor Tennyson, como a un hombre cuya escritura lo coloca junto a los dioses.

—Sí que lo hiciste. Y ahora él te envía un poema entero en compensación.

—Bueno, está claro —dijo Ba alegremente— que los padres sin cultura y de mentalidad literalmente triste, al demonio con ellos, insistirán en que se trata solo de una carta, ya sabe, solo de una carta larga y florida, el trabajo de algún elegante fanfarrón que gusta de halagos extravagantes. —La voz y la conducta de la adorable muchacha por un momento se volvieron una parodia imaginativa pero realmente cómica de las mías—. Pero esta es una carta con la belleza y la ternura de un poema, un poema de verdad. ¡Basta! Véala y júzguela por sí mismo. —E hizo ademán de entregarme las páginas cuidadosamente manuscritas, pero me las arrebató rápidamente y leyó de ellas con una voz aguda y apasionante—: «Amo sus versos con todo mi corazón, querida señorita Barrett», ah, y, «En mí ha penetrado, y parte de mí se ha vuelto, esa gran poesía viva suya», y un poco más adelante…

—Nunca podré juzgarla por mí mismo —protesté riendo—, si insistes en leerla. —Pero creo que estaba demasiado ensimismada en aquellas páginas para oírme.

—Sí, aquí habla de…, hmmm…, hmmm…: «La dulce y extraña música, el acaudalado lenguaje, el exquisito pathos y ese auténtico nuevo pensamiento audaz», y otra vez: «Como digo, amo estos libros con todo mi corazón, y…», pero ahí creo que va demasiado lejos.

Un rubor cubrió su pálida mejilla. ¿Qué había escrito Browning que ella no había querido que yo oyera? Lo desconozco, puesto que nunca llegué a ver esa carta. Pero algunas de las frases que se me había permitido escuchar, las referencias a la dulce y extraña música y al acaudalado lenguaje (¡acaudalado!, un curioso epíteto, dirían muchos, a este respecto), han permanecido alojadas en mi cerebro hasta el día de hoy. Al igual que el tono general empleado. De nuevo, sentí que se me había enviado una advertencia o una premonición; de nuevo, sin embargo, puede que diciendo eso esté mirando más allá, hacia lo que ahora sé que nos aguardaba en el futuro.

Ciertamente, en esa época el sentimiento que me dominaba era placer por el placer de mi querida Ba, intensificado por la satisfacción de que sus dotes poéticas hubieran sido reconocidas por uno que yo sabía que era algo parecido a un poeta, y por la esperanza razonable de que eso la distrajera de la melancolía y el desánimo que la habían afligido cada vez más desde que había dejado atrás su primera juventud —en esa época se acercaba a los treinta y nueve años—. Mi principal preocupación, sin embargo, era, como siempre, su salud. No se había caracterizado precisamente por tener una salud de hierro desde que, a los quince años, había sido víctima de un misterioso mal que también afectó a sus dos hermanas menores. Al final resultó que ambas se libraron de él, pero puede que Elizabeth no se recuperara nunca del todo, y en menos de tres meses había contraído el sarampión. Después de eso pasó mucho tiempo recluida en su habitación, incluso en su cama, y siempre he pensado que el aislamiento y la inmovilidad consiguientes fueron lo primero que la llevó a escribir versos, un remedio más saludable que el opio que llegó a consumir, a veces, me temo, en dosis verdaderamente alarmantes.

La primera carta de Elizabeth a Browning me levantó el ánimo. Había estado preocupado por temor a que, con el sentimiento reparador del placer y el interés por la vida que las palabras del hombre hubieran podido suscitar en ella, quizá Elizabeth se hubiera exaltado de más y sufriera de un arrebato de afecto poco saludable. Los áridos términos de su respuesta, redactada sin mi ayuda, pero que me confió, me tranquilizaron mucho. Hablaba del respeto que sentía hacia Browning por aventurarse en la composición poética, lo elogiaba como artista, le decía que estaría en deuda eterna con él si le señalaba fallos en sus composiciones… Ninguna de las palpitantes vaguedades que él, obviamente, se había permitido. La correspondencia continuó. Tenía mis propias preocupaciones apremiantes en aquella época, en la City, relativas a mis asuntos en las Indias Occidentales, y para ser sincero no lamentaba que mi querida Ba pareciera haber encontrado a alguien que inconscientemente podía compartir conmigo el peso de la obligación emocional que de modo irremediable (aunque gratamente) yo había adquirido hacia ella.

Las cosas siguieron así durante un par de meses, y yo me sentía más que satisfecho. Elizabeth tenía ahora un compañero que podría estar a su lado más tiempo que su pobre y amadísimo hermano, al que ella llamaba Bro y que se perdió navegando cerca de las costas de Devon a la edad de treinta y tres años, y más próximo a sus intereses que los excelentes Hugh Stuart Boyd y John Kenyon (este último conocido mío de nuestros días en Cambridge y benefactor y pariente lejano de Elizabeth). Sus cartas a Browning, y las de este a ella, de las que no se me contó nada sustancioso, se volvieron más frecuentes, pero no vi ningún daño en ello.

Entonces, en mayo del mismo año, 1845, los dos planearon conocerse: él la visitaría a las dos de la tarde del día 20. No puse ninguna objeción: en ese momento no tenía ninguna. A las dos de la tarde de ese día estaba ocupado en la City en Londres. Había dejado a mi Ba en su habitación, como de costumbre, reclinada en su sofá, rodeada de su sencillo mobiliario, especialmente de las estanterías que habían construido sus hermanos repletas de sus amados libros, y con su spaniel, el bueno de Flush, a su lado. Como padre suyo que soy, puedo permitirme decir que, a pesar de sus grandes ojos marrones y de su espléndida y espesa cabellera negra, no era lo que se suele considerar hermosa. La seda negra que llevaba en esa estación acentuaba la palidez de su cutis de marfil. Parecía pequeña e indefensa (apenas superaba el metro y medio), mientras deseaba de modo fervoroso a la vez que temía profundamente el advenimiento del canalla[9] que tan astutamente se le había insinuado para llegar a lo más profundo de su ser.

Antes de salir, aconsejé a Elizabeth que recordara que este joven, seis años menor que mi hija, debía de sentirse tan ansioso como ella por el encuentro que se avecinaba, y que, aconteciera lo que aconteciese, él sin duda deseaba ardientemente su bienestar. ¿Qué más podría haber dicho o hecho?

—Veo que la visita del señor Browning ha sido un éxito —señalé unas horas más tarde mientras tomaba el té con Elizabeth en su habitación.

—Oh, sí, ha sido de lo más agradable y valiosa —replicó desde su asiento en el sofá. (Yo ocupaba el sillón por derecho preceptivo).

—¿Qué impresión te causó?

—Era de lo más afable, y desde el principio no hubo restricciones. Charlamos animadamente durante algo más de una hora.

—¿Sobre qué?

—Ah, de muchísimas cosas, desde poesía hasta política.

—Eso lo imaginaba. Esperaba que pudieras ser más específica.

—Oh… Ah… Volvió a expresar sus opiniones acerca de algunas de las cosas que he escrito, especialmente…, especialmente acerca de «Un sueño de exilio» y «La rima de la duquesa Mary», y otros. La verdad, fue de lo más… No podría haber deseado otro…

—Ninguna dama —dije con una sonrisa y las manos sobre las rodillas— ha de prestar una declaración bajo juramento cuando su padre le pregunta sobre sus conversaciones con un joven caballero que está disponible. De hecho, no está obligada a contar nada en absoluto. Pero, mi querida Ba, tú y yo siempre hemos estado muy unidos, te pido que hagas algo para satisfacer la curiosidad de un hombre viejo y un padre cariñoso. Sin duda el señor Browning conversó contigo de esto y de aquello, pero ¿cómo lo has vivido tú?, ¿con qué estado de ánimo esperas su siguiente visita, si es que la hay?, ¿te ha gustado? —Y Flush, a su lado como siempre, levantó sus oscuros ojos vidriosos como para decir que él, también, agradecería recibir algo más de información al respecto.

Ella me miró en silencio durante unos instantes, y no resultaba difícil imaginar parte de la lucha de emociones que se libraba en su interior. Entonces se puso en pie, extendió los brazos hacia mí y nos abrazamos. Recuerdo haber pensado en lo delgada que era su constitución, como un manojo de cuerdas. Instando a Flush a que dejara espacio, me arrastró para que me sentara cerca de ella en el sofá y me cogió la mano.

—Mi querido papá —soltó con su aguda voz, casi tan aflautada como su figura—, el señor Browning es un hombre tan impactante e inspirador… Me ha impresionado muchísimo con su ardor y su fuerza. Juro que no había pasado ni un minuto de su llegada cuando yo ya me encontraba en estado de continuo suspense a la espera de su siguiente comentario. He entendido lo que significa quedarse ensimismada. La llama de su interior es tan apasionada que casi sentía que me quemaba.

Etcétera, etcétera.

—De esto concluyo que deseas volver a verlo —interrumpí cuando lo consideré oportuno.

—Estoy decidida —y continuó sin detenerse para tomar aliento—: y esto, todo esto, viene de un gran poeta, ¡para muchos el más grande de nuestro tiempo!

Ya había visto y oído suficiente por el momento. Con un tono suave aconsejé a la tierna criatura que no dejara que sus pensamientos fueran tan rápido, que se cuidara de poner excesivas esperanzas en las consecuencias de un único y breve encuentro, y que considerara que el señor Browning debía de tener muchas otras preocupaciones en su vida aparte de visitar de vez en cuando a una compañera poeta, por mucho que la tuviera en alta estima. Cuando pareció más calmada, la dejé sola. Yo también tenía varias cosas en qué pensar, y una esperanza apenas menos excesiva que cualquiera de las suyas que considerar.

Porque, a pesar de la inmensa profundidad y la fuerza de mi amor paternal, y el tierno afecto que siempre le había profesado, no se podía negar que los sentimientos de Ba por mí, por muy bien recibidos y por muy encantadoramente expresados que estuvieran, eran sumamente inapropiados. Por decirlo en términos menos abstractos: con casi cuarenta años y, aunque delicada de constitución, tenía la capacidad de resistencia interna que muestran muchos otros miembros de su sexo,[10] y como se acaba de demostrar, de ningún modo era indiferente a los encantos masculinos; el aislamiento en el que vivía era perfectamente explicable, pero antinatural. Por decirlo burdamente y resumiendo todavía más: necesitaba un hombre.

Quizá Robert Browning estaba destinado a ser ese hombre. Por el momento intenté anticiparme demasiado a los acontecimientos. Las cartas del señor Browning continuaron llegando al 50 de Wimpole Street cada vez con más frecuencia, al igual que él, que acudía en persona para sus visitas estrictamente limitadas a una vez por semana. Mi querida Ba esperaba ansiosamente cada una de ellas con lo que quizá se pueda calificar de crescendo inalterable de expectación. Parecía feliz. Su salud era visiblemente mejor de lo que lo había sido durante años. Aun así, yo sabía que había algo más que una preocupación por su salud en su deseo expresado, expresado efectivamente en los años previos pero nunca con tanto apremio como ahora, de pasar el invierno fuera de Inglaterra: en Malta, Pisa o Madeira. Escuchaba todas sus propuestas. No estando en mi naturaleza ser inquisitivo o efusivo, me contentaba con dejar que las cosas siguieran su curso. No obstante, sabía que mi hija era consciente de que, al menos en principio, no estaba predispuesto de forma negativa a su asociación con el hombre que la admiraba de modo tan extravagante, aunque me asombraba un poco que no se me invitara a conocerlo.

II

Ese mes de septiembre estaba cenando en el Reform Club, en el que había sido admitido unos pocos años antes, cuando tuve el placer de divisar a mi viejo amigo John Kenyon en una mesa cercana. Acordamos tomar un vaso de clarete después en la galería del primer piso. Su figura, grande y corpulenta, muy pronto estuvo sentada frente a mí. Nos trajeron un decantador para media botella con el vino y llenamos y levantamos nuestras copas.

Después de intercambiar una o dos nimiedades sobre la familia, preguntó por Elizabeth, con quien ya he comentado que estaba emparentado de lejos, puesto que su bisabuela había sido la hermana del bisabuelo de Elizabeth. Kenyon se había mostrado de lo más amable y servicial en el pasado al animarla con su obra poética, visitarla con frecuencia y presentarle a Wordsworth, un anciano en aquella época aunque todavía no poeta laureado, y a la señorita Mary Russell Mitford, autora de aquel famoso libro, Nuestro pueblo.

—Elizabeth está bien —le dije a Kenyon en respuesta a su pregunta—. Su tos siempre disminuye cuando el clima se templa y, de hecho, este verano parece haber desaparecido por completo.

—Esperemos que esa ausencia se prolongue —dijo.

—Efectivamente, que así sea.

—Y para que este feliz acontecimiento se prolongue, sería deseable que pasara el invierno en un lugar donde el clima sea más clemente que en Inglaterra.

—Sí, parece que por el momento Malta es el favorito, por sugerencia tuya, según creo. Como le dije a la tía de nuestra querida muchacha el otro día: si finalmente va, yo consideraré seriamente hacer una visita a Jamaica.

—El hogar de tus ancestros, y de los míos.

—Precisamente. Y un lugar clave para mis intereses comerciales, a los que no les vendría mal que les dedicase más atención.

Estaba a punto de explayarme sobre ese asunto cuando me di cuenta de que Kenyon apenas me escuchaba. Su atención parecía haberse centrado en algo o alguien situado al final de la galería en la que nos encontrábamos. De qué se trataba, no podía verlo. Volviéndose hacia mí, con visible animación en su rostro amablemente sonrosado, dijo:

—Elizabeth sigue recibiendo cartas del poeta Browning y escribiéndole a su vez.

—Así es —dije, en cierto modo divertido por la seguridad con la que había hecho esta afirmación.

—Pero, la última vez que nos vimos, tú y él todavía no os conocíais.

—Ese placer sigue aplazado.

—No creo que haya que aplazarlo más, o quizá solo unos pocos minutos. Robert Browning acaba de reunirse con aquel grupo. No es un tipo ceremonioso, y estoy seguro de que agradecerá la oportunidad de conocerte.

—Mi querido Kenyon, no creo que…

—Esta es sin duda una oportunidad inmejorable, aquí, en terreno neutral.

—Debo pedirte que me dispenses. Pero, si me lo permites, sí satisfaré mi curiosidad en lo que se refiere al aspecto del muchacho. ¿Y qué planta tiene?, como creo que se dice ahora…

—Desde aquí no se le ve, pero se ha sentado en la silla que está más cerca del rincón, de cara hacia nosotros. Un hombre pequeño, moreno, impecablemente vestido.

Kenyon me miró con asombro cuando me puse de pie y caminé a lo largo de la galería. No sabía muy bien qué me había impulsado a esta misión ligeramente caprichosa, hasta que, durante unos pocos segundos, y por primera y última vez, vi a Robert Browning. Me miró brevemente, sin hostilidad y sin interés. Antes de perderlo de vista, su expresión se avivó ante un comentario de uno de los de su grupo y rio y respondió rápidamente. Seguí moviéndome al mismo paso y pronto completé el camino de vuelta hasta mi asiento.

—Entonces, ¿lo has visto? —preguntó Kenyon, atento a mi respuesta.

—Sí, con tanta claridad como te veo a ti.

—Y estás convencido de que no tiene cuernos saliéndole de la frente.

—Completamente.

—Me alegra oír eso. Pero tiene la tez muy morena, ¿no crees?

—Supongo que podría decirse así. —Puede que hablara un poco mecánicamente.

—Tanto es así que he oído decir que tiene sangre criolla o de color.

—¡Qué insinuación tan absurda!

—En efecto, si tenemos en cuenta que hablan de uno de los hombres más cultos que uno puede llegar a conocer. Si fuera necesario, testificaría ante las autoridades competentes que no hay nada de verdad en esa historia. Pero, por una extraña coincidencia, lo cierto es que la familia Browning, como las nuestras, tiene conexiones con las Indias Occidentales. En concreto, su abuela paterna procedía de una familia con vastas plantaciones y muchos esclavos en St. Kitts, en las islas de Barlovento, en el extremo más alejado del Caribe. Debes saber que el viejo Browning, el padre de Robert, fue empleado en el Banco de Inglaterra y dista de ser rico, aunque parece dispuesto a apoyar la poesía de su hijo. El hijo y su hermana crecieron en New Cross, al sur de… Pero ¿qué ocurre, querido amigo? ¿Te encuentras mal?

—Te ruego que me disculpes —dije, intentando mantener la compostura—. Ya conoces mi tendencia asmática. Me temo que estoy sufriendo un leve ataque, nada preocupante… Quizá sea a causa de la ventilación en esta parte del edificio…

—Es obvio que debemos llevarte a casa inmediatamente. Llamaré al botones para que salga a buscarnos un taxi.

Durante los días siguientes, con la excusa de que me encontraba indispuesto, me quedé en mi habitación siempre que estaba en el 50 de Wimpole Street, y solo abandoné la casa para hacer ciertas averiguaciones. Al final de este período, aproximadamente a mediados de mes, fui a la habitación de Elizabeth hacia el mediodía, habiéndome asegurado con anterioridad de que no seríamos interrumpidos.

Me saludó de un modo bastante afable, aunque con algo menos de calidez de la habitual.

—¡Querido papá! ¿Ya está recuperado de su dolencia?

Le di las gracias por su preocupación, le aseguré que volvía a ser yo mismo y, acto seguido, fui directo al grano.

—Lamento mucho informarte, Elizabeth, de que después de todo no será posible que pases el próximo invierno en el extranjero.

Por su manera de recibir este anuncio, pude constatar con bastante facilidad que no la tomó por sorpresa, aunque su decepción era obvia.

—¿Puedo saber el motivo de este decreto?

—No tengo la obligación de aportar un motivo, pero lo haré. Mi opinión es que la incomodidad y el esfuerzo del viaje de ida y vuelta probablemente anularán cualquier efecto beneficioso derivado de unas pocas semanas en un clima más cálido, por no mencionar la multitud de peligros que acechan en cualquier viaje y estancia en el extranjero.

—Estoy dispuesta a asumir ese riesgo.

—Yo no estoy dispuesto a que una hija mía lo haga.

—Soy adulta, papá.

—Mientras residas aquí y no estés casada continuarás satisfaciendo los deseos de tu padre.

—Puede que esas condiciones no prevalezcan para siempre.

—Efectivamente, así es. ¿Es esto una advertencia de que próximamente cambiarán?

Ella dudó, después negó con la cabeza con rotundidad y desánimo.

—No.

—En ese caso, reitero que, francamente, habría deseado que las cosas hubieran sido distintas con respecto a tu visita al extranjero, y te doy los buenos días.

—¡Oh, papá! —Con uno de sus ágiles movimientos, Elizabeth me bloqueó el paso hacia la puerta—. Por favor, querido papá, ¿por qué no es abierto conmigo y me dice la verdad?

En ese momento dudé.

—Recuerdo muy bien —dije— haber discutido con el señor Kenyon, tu amiga la señora Jameson y contigo misma la posibilidad de pasar el invierno en el continente en más de una ocasión, y que tú te oponías a mi propuesta, declarando que estarías igual de bien en tu cálida habitación, que el trastorno no valía la pena. ¿Por qué? —No respondió, pero se sonrojó—. Cuando estés preparada para responder a la pregunta —añadí con tanta delicadeza como pude—, yo responderé a la tuya, y hablaré claro. Solo espero que ese día llegue pronto.

Nunca debería haber hecho esa promesa. Mantenerla habría significado divulgar mi secreto, y eso no podría haberlo hecho jamás, no a Ba. Ahora a veces me arrepiento de todo corazón de no haber sido capaz de hablar claro, pero, con más frecuencia, doy las gracias al cielo por haber tenido el buen juicio de guardarme mi propio consejo. Pero no debo perder el tiempo con fantasías inútiles.

Para mi sorpresa, lejos de castigarme por la firmeza mostrada en mi decisión de prohibir su visita al continente, Elizabeth parecía feliz y serena, contenta como siempre de estar en casa, rodeada de su familia. Eso era al menos lo que me decía a mí mismo: me conté muchas mentiras reconfortantes. Me parece casi imposible creer que durante todos esos meses no ocurriera nada relevante; nada, esto es, de lo que fuera directamente consciente, excepto el secuestro de Flush por parte de unos rufianes y su costosa recuperación al final. ¡El secuestro de un perro con un rescate! Ciertamente, habría sido un duro golpe si el intento hubiera tenido éxito, pero la diferencia entre ese revés y el que acabé sufriendo fue tan enorme que aquello resultó casi cómico.

III

A principios del siguiente mes de agosto todo cambió o, más bien, casi todo salió a la luz. Había decidido que las visitas regulares de Robert Browning a mi hija podían tolerarse mientras tuvieran una duración determinada. Aquel día se quedó más tiempo y traspasó el límite. En un instante hizo pedazos el caparazón en el que me había encerrado. En cuanto se marchó corrí a la habitación de Elizabeth con una rabia terrible, aunque la rabia estaba dirigida contra mí mismo. Nada es más cierto que no hay más ciego que el que no quiere ver.

Sin decir nada antes, exclamé:

—Parece, Ba, que ese hombre ha pasado todo el día contigo.

—Pero, papá, había tormenta, como seguramente habrá visto. El señor Browning se ha quedado solo hasta que ha dejado de llover.

—Maldita sea la lluvia. Al demonio con la lluvia. Este imprudente comportamiento es intolerable. No lo permitiré. Debe terminar. ¿Me entiendes?

—No estoy segura —dijo mi hija—. ¿Quiere decir que el señor Browning no me visitará nunca más?

Recuperando algo de amabilidad en el tono, pero sin vacilar, repliqué:

—Así es, así es. No cruzará este umbral mientras yo viva, ni por cien tormentas. Nunca deberá…

—Mi queridísimo papá, está usted alterado. Venga, siéntese aquí y deje que le recuerde que está con la persona que lo ama y que cuidará de usted. Dígame, ¿qué son esas ideas? Porque parece que piensa que el señor Browning es una especie de demonio. Y, sin embargo, hasta no hace mucho toleraba sus visitas de bastante buen grado e incluso, o eso pensaba yo, celebraba las cartas que me dirigía. Algo ha ocurrido que le ha hecho cambiar de opinión. Se lo ruego, cuéntele a su Ba de qué se trata.

—No puedo. No ha ocurrido nada. Pero no volverás a ver a ese depravado de Browning.

—El señor Browning es un honorable caballero inglés con las nociones más elevadas de lo que es correcto y adecuado. ¿O es que ha oído alguna mentira que le hace pensar lo contrario?

—Nada de eso —tuve que responder—. Él es… ¡Sencillamente no es apropiado!

—Supongo que se refiere a que carece de fortuna personal.

—Sabes que hay muy poco que pueda importarme menos que tal consideración. En sí misma, por supuesto. Su carencia de sensibilidad en lo que se refiere al trato con una persona importante como tú debe de ser consecuencia directa de su carencia de medios.

—Puedo asegurarle que el señor Browning no tiene nada que envidiarle a nadie en lo que se refiere a sensibilidad.

—No fue a la universidad.

—Su riqueza de conocimientos supondría un reto para cualquier persona con un mínimo de inteligencia. ¿Y desde cuándo ir a una universidad ha sido garantía de sensibilidad?

—Tiene seis años menos que tú.

—¡Oh, tonterías! Mamá tenía cuatro años más que usted. Dígame la verdad, padre: ¿por qué se ha posicionado con tanta fuerza y tan de repente contra el pobre señor Browning? Recuerdo tan bien lo feliz que se sintió usted por mí la primera vez que vino…

—Eso era antes… No permitiré más visitas. ¡Oh, Ba! —exploté—. ¡Haz caso de lo que te digo como nunca antes lo has hecho! ¡Te lo ruego, déjate guiar por mí! No sé lo que tú y él sois el uno para el otro, y te juro que no deseo saberlo, pero no dejes que continúe. —La miré y le hablé con toda la sinceridad de la que soy capaz—. En el nombre de Dios, hija mía, aparta a Robert Browning de tu vida.

La verdad es tan terrible, incluso cuando se oculta, que por un momento pensé que había ganado. Entonces Elizabeth me dio la espalda y dijo sin elevar el tono:

—No lo haré. Robert y yo nos amamos. Si quiere usted incluir a Dios en este asunto, deje que sea Él quien nos separe, porque nada humano lo hará. Si trata de impedir que entre en esta casa, yo la abandonaré de inmediato, y confío en que el señor Kenyon o el señor Boyd me ayuden. Ahora, por favor, váyase.

Así terminó mi última conversación con Elizabeth sobre ese tema. De hecho, nuestra última conversación digna de llamarse así en este mundo. El sábado 19 de septiembre de 1846 abandonó mi casa para siempre, habiéndose casado sin que yo lo supiera una semana antes con Robert Browning en la iglesia parroquial de St. Marylebone. Al poco, la pareja, que se llevó a Flush consigo, estaba en París. Tres semanas más tarde, ya habían llegado a Italia.

Supongo que probablemente todo el tiempo había considerado que algo así era inevitable, pero que ocurriera, por mucho que fuera previsible, es completamente distinto. Aunque, ¿qué otra cosa podría haber hecho, sabiendo lo que sabía?

Déjenme poner en orden lo que sabía y, en caso de que sea necesario, cómo lo supe y lo sé.

  1. Robert Browning es de tez muy oscura. (La frase es de Kenyon. Yo lo comprobé por mí mismo.)
  2. En Londres se ha comentado que tiene sangre criolla o de color. (Kenyon.)
  3. Sus antepasados incluyen a una abuela de las Indias Occidentales. (Kenyon.)
  4. El estilo con que se expresa, aunque correcto gramaticalmente, es fundamentalmente distinto del de un auténtico inglés nativo, no solo por su elección de las palabras, sino por el modo en que yuxtapone unas a otras y por su movimiento en los versos que escribe. (Yo mismo he leído al susodicho y recuerdo lo que escuché de la primera carta que le envió a Ba, también lo que vi en el sobre.)
  5. La mía es una familia propietaria de esclavos residente en Jamaica desde hace muchos años, de hecho Elizabeth fue la primera de varias generaciones nacida en Inglaterra.
  6. Yo mismo soy oscuro de piel.
  7. Elizabeth es de hecho de tez pálida, pero se distinguen tonos oliva o cetrinos en esa palor.
  8. Ninguna persona de las Indias Occidentales puede estar segura de su linaje.
  9. A causa de un fenómeno conocido como, creo que se denomina, atavismo, las plantas y los animales tienen tendencia a reproducir las características de tipos anteriores. (Yo lo observé en Jamaica.)
  10. Las leyes de la herencia no se conocen bien en la actualidad, pero un hijo a menudo se parecerá a su abuelo o abuela más que a sus padres. (Sabiduría popular.)

* * *

Por tanto, parece lógico y de sentido común, sin necesidad de más argumentos, que la presencia de sangre criolla en ambas partes de una unión multiplicará hasta límites incalculables las posibilidades de sangre criolla en la descendencia.

Sin duda, algún día, la cuestión del color de la piel de un ser humano tendrá tan poca importancia como el color de los ojos o el cabello. Aquí, en la actual Inglaterra, bajo el gobierno de la reina Victoria, esos días parecen increíblemente remotos. Por la misma consideración, ¿cómo podía explicarle a mi hija que existe la posibilidad de que las herencias combinadas de Browning y ella —muy probablemente no lo harían, pero el hecho es que existe esa posibilidad— engendren un retoño negro? ¿Cómo podría ir tan lejos confesándole que esa era la verdadera razón por la que intentaba prohibir su unión? Eso no solo habría acabado por destruir el amor que Ba me profesaba, al ser portador de la peor de las noticias, sino también por poner en riesgo sus perspectivas de felicidad. Esto último no habría podido afrontarlo. Mejor para los tres afectados que yo siguiera presentándome ante mi queridísima Ba, y quizá con el tiempo ante el mundo, como el auténtico paradigma de un tirano egoísta, obstinado e irracional. Ese es el papel que debo seguir representando hasta mi muerte. Decido que así sea y decido guardar mi secreto.

Espero que los italianos sean un pueblo más tolerante en este sentido que los ingleses. Al fin y al cabo, son un raza de piel más oscura que la nuestra.

Wimpole Street, octubre de 1846

IV

Hasta ahora he resistido cualquier tentación de añadir nada a lo anterior. No agregué ni una palabra, ni siquiera en el día más negro de noviembre de 1850, cuando los Poemas de Elizabeth en dos volúmenes aparecieron en una nueva edición que contenía una parte titulada Sonetos del portugués, obviamente dedicada al hombre que ahora es su esposo. No fui capaz más que de echar un vistazo rápido a los poemas: me parecieron de una intimidad de lo más inapropiada, de hecho desagradable, pero no fue eso lo que hirió mis sentimientos. El título pretende deliberadamente desconcertar o confundir al lector, pero, si hubiera sido escrito específicamente para hacerme daño, no podría haber sido ideado con más ingenio: «Pequeño portugués» era el nombre familiar por el que ella me llamaba, un secreto entre los dos, una afectuosa alusión burlona a su pálida piel color miel. Pensar que habría violado esta preciosa confidencia, que mi nombre hubiera sido, por decirlo así, robado y entregado a un hombre que, sin tener en cuenta todo lo demás que pudiera decirse de él, solo había compartido con ella cinco de sus cuarenta y cuatro años… No había palabras para describirlo. La primera conmoción provocó que volviera el asma que ya habría sufrido ese año, y todavía ahora el dolor sigue siendo agudo.

Pero, por el momento, ante un segundo golpe más serio, soy incapaz de tal contención estoica. Me encontraba ayer en mi comedor en el 50 de Wimpole Street cuando desde el salón oí llegar el sonido inconfundible de la risa de un niño y gritos de regocijo. Estos ruidos eran bastante impropios de mi casa. Inmediatamente los asocié con la presencia en Londres, de la que teníamos conocimiento, no solo de mi lejana hija y de su marido en su tercera visita a la ciudad, sino de su hijo de seis años, el niño cuya existencia había tratado de borrar de mi mente. Consciente de cuál era mi deber, respiré profundamente varias veces y, después, controlando los temblores que me habían asaltado, abrí la puerta del comedor y caminé con pasos largos hasta el salón.

Allí, a cuatro patas, imitando a un león o a otra fiera de su especie, estaban mi hijo George Moulton-Barrett y, alejándose de él con un sobresalto fingido, mi nieto, Robert Wiedemann Browning. Nos miramos el uno al otro durante lo que pareció una eternidad, aunque probablemente no pasaron más de dos minutos. No se me ocurría nada que decir, y dudo, en cualquier caso, que hubiera sido capaz de pronunciar una sola palabra. El pequeño muchacho que había frente a mí, cuyo físico me recordaba bastante a mi fallecido hijo Edward, podría haber servido de modelo a un artista para pintar el cuadro del típico niño inglés, con su inequívoco típico tono pálido de piel.

Finalmente, me di la vuelta y regresé al comedor, después de haber dominado mi fuerte deseo de coger al chaval y abrazarlo contra mi pecho. Cuando ya respiraba más o menos con normalidad, llamé a George. Se quedó de pie frente a mí, serio, digno de confianza: era el hijo que más respetaba.

—¿De quién es ese niño, George? —pregunté, aunque todavía me resultaba difícil hablar.

—Es el hijo de Ba, padre —respondió.

—¿Y qué está haciendo aquí, si puede saberse?

—Está esperando, señor, esperando a que llegue la hora de volver con su madre. Tengo la intención de llevarlo yo mismo en unos minutos. ¿Quiere venir con nosotros?

—Me temo que no, George. De verdad, no puedo.

—Papá, se lo ruego. Eso haría tan feliz a Ba…

—No, hijo mío. Déjame. Y, por favor, llévate a ese niño de aquí inmediatamente.

Cuando oí la puerta principal cerrarse tras ellos, bajé la cabeza y me la agarré con las manos, y puede que incluso derramara una lágrima. Así que todo había sido en vano, me dije a mí mismo. Lo que había tomado por hechos inevitables, no habían sido tales. Eso o mis conclusiones a partir de las premisas habían resultado equivocadas. Pero, si realmente pensaba que me había equivocado, ¿por qué me había negado a ir a ver a Ba con George y su hijo?

Después de una mala noche, me desperté esta mañana con la respuesta aflorándome a los labios. Mi hija tiene ahora cuarenta y nueve años y unos meses. Es bastante improbable que vuelva a quedarse embarazada, tan improbable que puedo descartarlo, sentirme tranquilo ante esa posibilidad. Y, sin embargo, sigo si poder mirarla a la cara, ni tampoco a él. Podría soportar los reproches silenciosos de ella, el triunfo silencioso de él, pero no la compasión de ambos. La compasión de ella.

Wimpole Street, agosto de 1855

V

Lo escrito más arriba es, por supuesto, ficción, pero contiene hechos reales, y el ejemplo principal es la lista de diez puntos de Barrett.

A excepción del 4, todos fueron extraídos de registros. El 9 y el 10 ciertamente casan con el pensamiento de mediados del siglo XIX, y el 8 me lo contó un amigo jamaicano en la década de los setenta. En cuanto al 4, el señor Barrett indudablemente había visto algo en las obras de Browning con lo que muchos estarían de acuerdo sin pensar que eso era consecuencia de no ser un auténtico nativo inglés. Es más, podría ser instructivo recopilar extractos poco conocidos pero representativos de Browning y, digamos, Wordsworth, Leigh Hunt, Byron, Keats, Hood, Beddoes, Tennyson, Clough y Arnold y presentarlos a un grupo de buenos estudiantes sin revelar el nombre de su autor, pidiéndoles que escogieran el que fuera obra de un indio occidental. De Browning se podría escoger el siguiente fragmento de «Nationality in Drinks» [«Nacionalidad en bebidas»], que el señor Barrett podría haber leído fácilmente, puesto que se compiló por primera vez en Dramatic Romances and Lyrics [Romances y versos dramáticos] en 1845:

A nuestra mesa el Tokay[11] subió con gusto

cual guarda pigmeo de un castillo vetusto,

aunque recio y capaz, era enano a la vista,

su porte y avíos clamaban conquista;

y al Norte, y después al Sur, miró con brío,

lanzó con su corneta a la sed un desafío,

achispado, ladeó la pluma de su sombrero de ala ancha,

con el pulgar retorció su bigote sin mancha,

sus grandes espuelas de acero hizo tintinear,

su fajín de Buda[12] al cinto se dispuso a ajustar,

y después, con una impudicia que nada podía menguar,

inclinó su giba para anunciar a la jauría,

que de veinte truhanes tales a voluntad se reiría;

y así pues, con la empuñadura de su espada sobresaliendo con valentía,

la mano derecha sobre la cadera apoyó,

y el hombrecito de Ausbruch[13] ¡pavoneándose salió!

Mi historia incluye hechos reales como la primera carta de Browning a Elizabeth y los extractos de la misma, la paráfrasis de su respuesta, la pertenencia del señor Barrett al Reform Club, su dolencia asmática —incluido el grave ataque que sufrió en 1850—, la visita de Browning en agosto de 1846 y el motivo que se dio para prolongarla, y el encuentro del señor Barrett con su nieto. «El portugués» era ciertamente el apelativo cariñoso con el que Elizabeth se dirigía a Browning: no hay pruebas de que alguna vez lo utilizara con su padre.

Con una excepción, mi intención ha sido que los pensamientos y sentimientos que atribuyo al señor Barrett fueran sinceros por su parte, auténticos. La excepción la constituye el párrafo final, en el que su explicación por no querer ver a Elizabeth y a Browning se me antoja particularmente pobre. Era más probable que su motivo «real» fuera el miedo que tenía de revelar sus celos cuando viera a los dos irremediablemente juntos, con su retoño. (No celos sexuales: nunca he creído que escondiera una pasión vergonzosa por su hija). Y puede que siguiera obsesionado por su teoría. En cualquier caso, murió en 1857 a la edad de setenta y dos años, y Elizabeth vivió solo cuatro años más.

Yo mismo creo que es muy improbable que Browning, al igual que Elizabeth, tuviera sangre «criolla», aunque, si la hubiera tenido, la literatura victoriana y el mundo en general serían muchísimo más interesantes. Habría sido el miembro inglés de un gran trío de escritores de color del siglo XIX, acompañado de Alejandro Dumas père (abuela negra) y Aleksandr Pushkin (bisabuelo negro), y podría decirse que ambos comparten algo de su espíritu.

* * *

Unos pocos datos adicionales pueden ser de interés. En 1972 di una charla sobre Tennyson en una sociedad literaria en Barnet. Me alegraba de tener solo palabras favorables para el poeta, porque entre el público se encontraba su muy elocuente nieto de noventa y tres años, sir Charles Tennyson (1879-1977), aunque eso no sea relevante. Cuando la reunión estaba a punto de concluir, el secretario de la sociedad me llevó aparte.

—Ya sé que Tennyson no es Browning, pero hay una tal señora [he olvidado su nombre] entre el público, una descendiente del hermano de Browning. ¿Le gustaría hablar con ella?

—Mucho —dije.

Lo que hablé con la señora no fue memorable. Lo más interesante fue comprobar que era negra, especialmente cuando después averigüé que Browning no tenía ningún hermano. Ninguno que la historia conozca, al menos.