1941/A
I. LA OPERACIÓN DEL PACÍFICO
… La Flota Imperial que partió de las islas Kuriles durante los últimos días de noviembre era la fuerza naval más potente jamás reunida. Estaba constituida, en primer lugar, por once buques de guerra. El de mayor envergadura de todos ellos, el Yamato, en el que el almirante Isoroku Yamamoto izó su bandera, era, con 68 200 toneladas de desplazamiento, uno de los dos buques de guerra más grandes jamás construidos, mientras que el segundo era su nave hermana Musashi, por entonces todavía sin terminar. Cada una de sus armas de 18,1 pulgadas (la mayor jamás cargada a bordo de un buque) disparaba proyectiles que pesaban casi 1,5 kilogramos. La velocidad máxima era extraordinaria, unos 27 nudos, con un alcance total de casi 7200 millas.
A excepción de las naves hermanas Nagato y Mutu, que portaban cada una ocho armas de 16 pulgadas, los demás buques de guerra de la Gran Flota llevaban armamento primario de 14 pulgadas, sumando en total una andana de ochenta piezas. Podían alcanzarse velocidades de entre 22,5 y 28 nudos. Todos los barcos arriba mencionados podían propulsar hasta tres aviones por medio de una catapulta.
El componente de portaaviones que los acompañaba era asimismo singularmente desarrollado para la época, y consistía en no menos de nueve navíos, desde las impresionantes naves hermanas Soryu y Hiryu, con una capacidad para 71 aviones cada una y una velocidad máxima de 34,5 nudos, hasta la más pequeña, la Taigo, con sus 27 aviones y 21 nudos. En total, estas naves portaban la asombrosa cantidad total de 380 aviones.
6 cruceros pesados, 14 cruceros ligeros, 66 destructores y cerca de 100 naves distintas, incluyendo una cantidad más que suficiente de tanques de combustible para repostar, acompañaban las naves principales.
Dividida en cuatro fuerzas al mando de sus respectivos vicealmirantes, esta armada sin parangón fijó rumbo al Este. Pasó cientos de millas al norte de la base principal del Pacífico de la Marina de los Estados Unidos en Pearl Harbor, el objetivo de un plan anterior de ataque ahora desechado. El cambio de plan había sido en su mayor parte obra de Yamamoto, que nunca había flaqueado en su convencimiento de que Japón solo podía aspirar a derrotar a los Estados Unidos en una guerra corta, cuanto más corta mejor.
Gracias a milagros de organización y de la más estricta seguridad, la Gran Flota en su totalidad permanecía según lo programado cerca de la costa de California, pero lo suficientemente lejos como para quedar por debajo de la línea del horizonte, fuera del alcance de la vista. Las cuatro fuerzas que emprendieron el viaje a través del océano Pacífico se habían convertido en dos, separadas por varios cientos de millas; de hecho, el equivalente a la distancia entre San Francisco y Los Ángeles.
Con las primeras luces del 11 de diciembre, la flota japonesa comenzó a bombardear estas dos prósperas y populosas ciudades con todas las armas que llevaban a bordo, mientras que cada avión disponible despegó con la misión de bombardear y ametrallar sus puertos, comercios y barrios residenciales. Pillaron a todos por sorpresa. Un pesado proyectil procedente de las descargas iniciales casi alcanzó el mismo centro de lo que en aquel entonces era el puente colgante de un solo vano más largo del mundo, inaugurado cuatro años antes: el Golden Gate, a la entrada del puerto de San Francisco. La estructura del puente sufrió daños enormes y se perdieron algunas vidas humanas.
Tras un intervalo de tiempo acordado previamente, las dos fuerzas hicieron un alto el fuego, giraron al través y avanzaron a vapor en dirección hacia la costa, un cambio en la posición programado en parte para permitir mayor precisión y para ahorrar combustible de los aviones, pero también, y casi más importante, para que los indefensos ciudadanos no tuvieran la menor duda de quién y qué era lo que los había llevado la destrucción y la muerte.
Poco antes de las 10.00 h se observó que una gabarra u otra embarcación pequeña similar con una bandera blanca improvisada se aproximaba a las fuerzas marítimas. Se lidió rápida y adecuadamente con esta insolente incursión, ya que no se concebía que pudiera reivindicar nada relevante desde el punto de vista legal. Por órdenes del mismo almirante, el destructor Shimakaze se enfrentó a la intrusa a toda velocidad y la embistió en la sección media, cortándola limpiamente por la mitad. Los restos se hundieron rápidamente, y aquellas personas que habían sobrevivido al impacto fueron socorridas con disparos de armas cortas y granadas provenientes de la cubierta del Shimakaze.
Para entonces, o poco después, gran parte de ambas ciudades y sus alrededores estaban en llamas. La visibilidad al principio de esta clara y soleada mañana de invierno había sido excelente; ahora, pesadas nubes de humo atravesaban a la deriva el objetivo y ascendían cientos de pies en el aire. A intervalos se escuchaban explosiones masivas. Se ha llegado a pensar que un tumulto especialmente grave y prolongado en el área de San Francisco fue producto de un choque sísmico inducido por el bombardeo de un área desgraciadamente propensa a terremotos, pero no hay pruebas materiales que lo certifiquen.
A pesar de las crecientes dificultades de alcance y puntería provocadas por esa falta de visibilidad, los buques y aviones de guerra japoneses prolongaron su ataque sobre las dos ciudades costeras hasta que la acción cesó poco antes del mediodía. Gran parte de los objetivos marcados ya habían sido destruidos, y cientos de miles de personas yacían enterradas bajo los escombros, muertas o moribundas en lo que habían sido sus calles. Los sentimentales, puede que olvidando el primer objetivo de la operación californiana, a saber, provocar la mayor conmoción posible, no solo a nivel local, sino por todos los Estados Unidos, han sugerido que el ataque se prolongó innecesariamente lo que tuvo como consecuencia unos daños y un sacrificio excesivos. A la luz de los acontecimientos que sobrevinieron poco después, podría afirmarse con cierta seguridad que aquellos estadounidenses que perdieron la vida en Los Ángeles, San Francisco y sus alrededores lo hicieron, sin ser conscientes de ello, sirviendo a su país.
Cuando se decretó el alto el fuego y todos los aviones estuvieron de vuelta sin haber sufrido daño alguno, la flota se retiró. Todas las naves, a excepción de una, comenzaron el largo viaje de regreso a través del Pacífico al mando del vicealmirante S. Toyoda. La excepción, el gran buque de guerra Yamato, cuya munición permanecía intacta, puso rumbo a un nuevo destino a unas 3500 millas al sureste, un destino de tal relevancia que el almirante Yamamoto había insistido en ocuparse de él personalmente.
Las fuerzas navales que habían atacado las ciudades californianas habían encontrado una resistencia insignificante. Unos cuantos aviones de guerra estadounidenses obsoletos hicieron algunos intentos débiles y descoordinados de enfrentarse al infinitamente superior armamento aéreo japonés, pero en casi todos los casos la maniobra se redujo a una serie de disparos al aire en intervalos demasiado grandes para que el fuego fuera efectivo. Incluso si se la considera únicamente de acuerdo a los estándares de pérdidas y ganancias bélicas, la operación del Pacífico fue la más exitosa de la historia.
II. LA OPERACIÓN DEL ATLÁNTICO
Veintiuna horas después de que los japoneses hubieran lanzado su primer ataque, con las primeras luces del 12 de diciembre, el buque de guerra alemán Tirpitz, habiendo burlado la vigilancia de la Marina Real al escapar de su escondite europeo y cruzar el Atlántico, inició el bombardeo de la ciudad de Nueva York.
Con 41 700 toneladas y provisto de 8 cañones de 16 pulgadas como armamento principal, el Tirpitz era claramente un barco de menor envergadura que el poderoso Yamato, y la suya era una aventura en solitario. Aun así, los daños y las muertes que causó fueron considerables, y jugó un papel principal en los acontecimientos que se desarrollaron a continuación.
El Tirpitz concentró su fuego en la isla que constituye el distrito de Manhattan, aunque causó daños colaterales al arsenal naval de los Estados Unidos situado en el lado más alejado del East River. Sus proyectiles destruyeron o dañaron gravemente varios de los edificios más altos de la ciudad, incluyendo el Empire State, de 102 pisos. Se iniciaron dos incendios de dimensiones considerables. Más tarde, compensando con audacia lo que le faltaba en potencia de disparo, el Tirpitz navegó a lo largo del Hudson, bombardeando la costa a quemarropa con todas las armas disponibles. Una única descarga de su artillería secundaria de cañones de 5,9 pulgadas hizo pedazos la famosa Estatua de la Libertad.
Entre signos de resistencia crecientes pero todavía en gran medida infructuosos, el Tirpitz interrumpió la acción justo antes de las 09.00 h y se retiró. Otra vez en el Atlántico Norte viró hacia el Sur, ya que no había completado todavía su misión en ese océano. Durante su travesía lanzó sucesivamente desde su catapulta los cuatro aviones que llevaba, todos hidroaviones de dos flotadores Arado 196A-3 que llevaban dos bombas de 50 kilos cada uno. Las tripulaciones de dos hombres habían sido cuidadosamente seleccionadas e intensivamente entrenadas para lo que tal vez fuera la parte más importante de todo el sector operacional occidental.
Se había decidido con cierta reticencia que un ataque naval ordinario a Washington D. C., aunque muy tentador, debía descartarse por ser demasiado arriesgado. El acercamiento por el río Potomac o la bahía de Chesapeake finalmente fue rechazado por ser demasiado difícil y remoto, además de que contaba con el riesgo añadido de que la fuerza invasora pudiera quedar atrapada y ser destruida antes de poder batirse en retirada. Dicha posibilidad resultaba inadmisible de todo punto, en vista de la necesidad de que al enemigo se le negara cualquier éxito compensatorio, por muy pequeño que fuera, en el día de su humillación.
En consecuencia, se decidió que los cuatro hidroaviones efectuaran un ataque extremadamente preciso a corta distancia y poca altura sobre la Casa Blanca a última hora de la tarde de un día en el que aquella estaba llena de jefes militares y civiles de todas las clases. Nadie que presenciara aquel ataque podrá olvidar jamás la llegada inesperada a casi cien metros por segundo de un avión de guerra que ostentaba la insignia de una potencia lejana pero hostil disparando una ametralladora mientras se acercaba. Cuentan que uno de los proyectiles, entrando en la sala de conferencias a través de la ventana hecha añicos, dio de lleno en la silla giratoria en la que estaba sentado el presidente Franklin D. Roosevelt y, rebotando, alcanzó y mató a un general de las fuerzas aéreas que estaba de pie detrás de él. Tanto si fue cierto como si no, el supuesto incidente tiene una gran fuerza metafórica.
Después de descargar una serie de ráfagas de metralla sobre su objetivo, y habiendo lanzado sobre él su carga de bombas colectiva, que ascendía a casi media tonelada de explosivos, los hidroaviones regresaron al Tirpitz. Dos aviadores murieron. Aunque el número de víctimas que se produjeron en la Casa Blanca y sus alrededores no fue muy alto, el impacto moral de un golpe tan audaz fue incalculable.
En ese momento, el Tirpitz continuó su largo viaje hacia el Sur por una ruta de reconocimiento. Navegó alrededor de la bahía de Florida, a través del canal de Yucatán entre Cuba y México, hacia su tercer objetivo, el definitivo.
III. LA OPERACIÓN COMBINADA
Durante la noche del 16 al 17 de diciembre, el Yamato y el Tirpitz tomaron posiciones en los dos extremos del canal de Panamá, ambos fuera del alcance de las defensas costeras. A una hora previamente acordada cerca de las primeras luces del alba, los dos barcos comenzaron a bombardear las secciones del canal más cercanas a ellos. Después de dos horas, el Tirpitz, cuya munición principal estaba empezando a agotarse, interrumpió el fuego, y un poco más tarde el Yamato siguió su ejemplo.
En total, el sistema del canal contaba con seis esclusas dobles, cada una de ellas de enorme masa y solidez. Todas las paredes de las esclusas descansaban sobre cimientos de roca y tenían casi veinticinco metros de altura. En el caso de las esclusas exteriores, las paredes estaban constituidas por más de un millón y medio de metros cúbicos de cemento. Sin embargo, los potentes costados de los dos buques de guerra provocaron múltiples fracturas en ambas. En cuanto a la consiguiente grave inundación y al daño causado a las instalaciones permanentes, los informes que llegaron a la oficina del canal de Washington estimaron que, incluso en condiciones normales, la reparación y la reapertura llevarían meses, más que semanas.
Antes de que se completaran las investigaciones preliminares, el Yamato y el Tirpitz habían llegado a casa a salvo y cumplido su cometido en el desarrollo de la historia.
IV. LA SECUELA
El Imperio del Japón había declarado la guerra a los Estados Unidos de América en una proclama lanzada a las 11.30 h del 11 de diciembre que, desgraciadamente, tardó varias horas en llegar al Gobierno de los Estados Unidos. A las dos de la tarde de ese día, Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores, había leído al diplomático estadounidense en Berlín el texto de la declaración de guerra de Alemania.
Las potencias combatientes continuaron en estado de guerra durante siete días completos. A las 11.00 h del 18 de diciembre, el presidente Roosevelt dirigió un discurso a las dos cámaras, el Congreso y el Senado, y por retransmisión radiofónica simultánea, a toda la nación. El texto decía, entre otras cosas:
Con mucho pesar, compatriotas estadounidenses, me presento ante vosotros en este día. Todos compartiréis mis sentimientos de conmoción, pena e indignación ante la abominable carnicería que ha provocado el ataque sorpresa de los japoneses a las ciudades de Los Ángeles y San Francisco. Las incursiones alemanas en las ciudades de Nueva York y Washington D. C., en la costa este, aunque a menor escala, no han sido menos terribles ni desmoralizadoras. En la capital de la nación yo mismo estuve bajo el fuego enemigo durante unos instantes, pero fueron suficientes para despertar en mí una compasión extrema hacia esos hombres, mujeres y niños que han sufrido de verdad.
Estados Unidos todavía se estaba recuperando de estos duros golpes cuando llegaron las noticias de la virtual destrucción del canal de Panamá. Ese canal… es en un sentido nada metafórico la línea que mantiene con vida a los Estados Unidos. Privados de ella, los jefes de las Fuerzas Armadas me informan de que la posibilidad de derrotar en la guerra algún día a dos adversarios tan poderosos e implacables como el Japón Imperial y el Tercer Reich alemán no es que sea inexistente, pero sí muy pequeña, demasiado pequeña para correr el riesgo sustancial de una derrota total. Por lo tanto, como su comandante en jefe, por la presente ordeno a todas las fuerzas estadounidenses que depongan sus armas completa, definitiva e inmediatamente a la espera de la firma de un tratado de paz. Compatriotas estadounidenses: ¡la guerra ha terminado!
Ahora, os invito a todos a uniros a mí, en esta aciaga hora, para que a partir de este momento volvamos a nuestro tradicional camino de neutralidad en los conflictos en el extranjero. Renunciemos a cualquier idea de venganza y sigamos el honroso ejemplo del faro de la libertad y la democracia, por cuya luz otras naciones tal vez acaben volviendo a los caminos de la paz y la buena voluntad.
Ciertos ajustes necesarios en el estatus de algunos de nuestros territorios de ultramar y determinados acuerdos domésticos están en proceso de ser negociados y acordados. Tan pronto como se finalicen los detalles…
Resultó que los ajustes a los que se refería el presidente comprendían la cesión a Japón de todos los territorios estadounidenses del Pacífico, incluyendo el grupo hawaiano con la base de Pearl Harbor, las islas de Guam y Wake y hasta Alemania de Puerto Rico, mientras que la zona del canal de Panamá pasaba ser controlada por la autoridad tripartita de los Estados Unidos, Japón y Alemania. Los acuerdos domésticos referidos eran las instalaciones navales en los Estados Unidos continentales. La Marina de los Estados Unidos sería reducida progresivamente a buques dedicados a la protección de la pesca y guardacostas.
Cuando esos detalles se revelaron unos días después al pueblo estadounidense, hubo algunas reacciones de disgusto, revueltas y disturbios de costa a costa, aunque no tan violentos ni prolongados como los que siguieron a los bombardeos iniciales.
Además, era ya demasiado tarde.
De Una historia de la Segunda Guerra Mundial, 1939/A-1943/A
por MICHAEL BRIDGEMAN,
JOSEF GOEBBELS,
Catedrático de Historia Moderna
de la Universidad de Oxford