IX
LA
REACTIVACIÓN DE LOS CONFLICTOS
Y LA BÚSQUEDA DE LA PAZ
Desde 1979 se han registrado diversos síntomas que parecen señalar que el mundo árabe-islámico en general, y el Próximo Oriente en concreto, han entrado en una nueva fase de su agitada evolución histórica contemporánea.
Los hechos más significativos en este sentido se han producido, por un lado, entre los países islámicos no árabes de esta vasta región: en primer lugar, en 1979 triunfa la revolución islámica en Irán que acaba con la monarquía imperial y proclama la República, iniciándose una singular experiencia de organización política revolucionaria sobre la ortodoxia y actualización del Islam, que tiene inmediata y profunda influencia sobre el resto de todo el mundo árabe-islámico. Y también en 1979 se impone en Afganistán un régimen de carácter comunista que intenta aunar marxismo e islamismo en la tarea de reconstrucción y renovación nacionales; asimismo, en 1980 Turquía conoce un nuevo golpe de Estado que inicia, una vez más en su historia, una nueva fase de dictadura militar que establece un sistema de democracia dirigida.
Por otro lado, el conflicto del Próximo Oriente, y con él las relaciones entre Israel y los países árabes, parecen haber entrado en una nueva fase histórica al firmarse la paz entre Egipto e Israel por los acuerdos de Camp David en 1978-1979, bajo el patrocinio norteamericano, y quedar la O. L.P. como la única fuerza en lucha activa contra Israel; principalmente para acabar con la acción palestina en Líbano, agitado al mismo tiempo por una larga guerra civil, Israel invadió este país en el verano de 1982, como ya se ha visto, lo que ha tenido profundas repercusiones hasta el momento presente.
A lo largo de la década de los años 80 se registra, por un lado, el estallido de un nuevo conflicto en la región o la reactivación de algunos de los ya existentes: así ocurre con la guerra entre Irak e Irán; también con la guerra civil con complicaciones e intervenciones internacionales en Afganistán; con las últimas complicaciones internas del conflicto de Líbano convulsionado por la presencia siria y la presión israelí; y entre los palestinos, de una parte la rebelión popular de la «Intifada» en los territorios ocupados que supone un enfrentamiento directo y sangriento con Israel, y de otra la evolución institucional de la O. L.P. que llega a proclamar la constitución e independencia del Estado Palestino.
Sin embargo, se despliegan intentos de negociación para la pacificación de la región: en el plano bilateral se trata de la paulatina aproximación del Egipto de Mubarak a los países árabes en vías de su reincorporación al seno de la Liga Árabe; y en el plano global los intentos de una pacificación general del Próximo Oriente, auspiciada internacionalmente, que de momento, y ante las dificultades planteadas, no ha alcanzado resultados satisfactorios.
La coyuntura islámica internacional
En opinión de J. P. Derriennic, la revolución islámica de Irán es el más grande movimiento popular que ha conocido Oriente Medio en el siglo XX y que, fundamentalmente, ha sido resultado de la conjunción de cinco factores: la ilegitimidad del régimen político anterior a los ojos de la población, una occidentalización técnica excepcionalmente rápida, una occidentalización cultural relativamente débil, la específica organización y fuerza doctrinaria del chiismo, y las dudas entre autoritarismo y liberalismo.
Entre todas las llamadas revoluciones que han tenido lugar en Oriente Medio durante este siglo, la revolución de Irán es la que sin duda más merece este nombre. El triunfo y consolidación de la revolución islámica en Irán tuvo una creciente influencia y profundas repercusiones en todo el mundo árabe-islámico a lo largo de la década de los años 80, por donde rápidamente se propaga el fundamentalismo e integrismo islámicos motivando transformaciones ideológicas y sociales que llegan a tener un alcance político.
La revolución de Irán
El 11 de febrero de 1979, según señala Ch. Haghighat, después de dos días de alteraciones y violentos enfrentamientos, la población rebelada, apoyada por unidades del ejército favorables a Jomeini y grupos de guerrilleros, dominan totalmente Teherán y se apoderan de los puntos estratégicos de la capital. Las fuerzas realistas son sometidas y obligadas a rendirse. El aparato imperial se hunde ante los ataques de una gran masa popular exaltada. La revolución ha triunfado tras un proceso de dos años.
Durante los años setenta el Irán del sha Reza Pahlevi constituía una auténtica potencia regional por su poder político y militar, por su riqueza económica en petróleo y por su firme alianza con EE. UU., pero a partir de 1977 se empiezan a observar rasgos que anuncian un grave y profundo movimiento social, estallando en enero incidentes en la Universidad de Teherán. En los meses siguientes se organizan diversos grupos y asociaciones que exponen peticiones y reclamaciones, a los que se unen profesionales diversos y políticos liberales. Estas actividades coinciden con una fase de crisis económica.
Al desorden económico y el deterioro del clima social se unen a mediados de 1977 las reivindicaciones políticas que se traducen en inestabilidad y cambios de gobierno. Y desde finales de 1977 y comienzos de 1978 la agitación y las protestas religiosas de los musulmanes chiítas, como en Qom en enero, que reclaman el regreso al país del ayatolá Jomeini que se encontraba en el exilio en Irak y denunciaba continuamente al sha. En febrero de 1978 se produce en Tabriz un verdadero levantamiento popular contra los símbolos del régimen realista, con violencia y muertes, lo que marca un significativo cambio en el proceso de la rebelión contra la monarquía imperial.
A comienzos de 1978, la oposición al régimen se puede clasificar en tres grupos, como hace J. P. Derriennic: los sectores revolucionarios de extrema izquierda que desde 1970 han recurrido a la lucha armada; los liberales que se reclutan entre los intelectuales occidentalizados y se integran en el Frente Nacional fundado por Mossadeq; y los religiosos, que tienen dos imágenes y actitudes diferentes pero complementarias: los dignatarios chiítas, algunos políticamente próximos al Frente Nacional, y los grupos armados que utilizan los mismos métodos que los grupos de extrema izquierda. Todos ellos acusan al sha de ser un agente de una potencia extranjera, lo que constituye una tara fundamental que pesa sobre el poder de Reza Pahlevi y será una de las principales causas de su caída.
Las ceremonias en memoria de las víctimas de Tabriz, a finales de marzo, dan lugar a nuevas manifestaciones y agitaciones que se extienden por las principales ciudades del país, incluidas Qom y Teherán, donde en mayo son especialmente violentas. A lo largo del verano, las rebeliones populares son casi cotidianas y hay duros enfrentamientos con las fuerzas del orden. Las oposiciones laicas se reagrupan alrededor de los religiosos que esgrimen el retrato de Jomeini a la cabeza de las manifestaciones para conseguir el principal objetivo, que es la caída del sha. En este sentido, apunta Ch. Haghighat, que durante este tiempo la oposición está dividida en cuanto a los objetivos del movimiento popular: mientras que los partidarios de Jomeini reclaman la abolición de la monarquía y rechazan todo compromiso con el régimen existente, el clero chiíta moderado aparece próximo a los liberales del Frente Nacional y pide un respeto estricto de la Constitución, al juzgar difícil la marcha del sha. Pero la intransigencia de Jomeini va imponiendo su criterio en contra de la monarquía.
En agosto de 1978 un nuevo gobierno adopta medidas liberalizadoras, aunque las manifestaciones continúan y aumentan en intensidad, reforzándose los lazos entre el clero jomeinísta y la población. En septiembre, una manifestación de cientos de miles de personas en Teherán pide la caída del sha y el regreso de Jomeini, lo que demuestra la fuerza de los religiosos projomeinístas, quedando marginados el clero moderado y los liberales del Frente Nacional; en este panorama Jomeini aparece como el símbolo del rechazo y la resistencia a la monarquía. En octubre, Jomeini es expulsado de Irak y se instala en París, afirmándose de manera definitiva como el máximo dirigente del proceso revolucionario que ha estallado en Irán.
El poder oficial se encuentra seriamente sacudido por la profundidad de la crisis ante el incremento de las oleadas revolucionarias, a lo que se añaden desde octubre las huelgas de trabajadores, como la del petróleo, que lleva a una crisis económica. Se promulga la ley marcial en Teherán, se detiene a dirigentes religiosos y civiles y se disuelve el partido único. Ante una huelga general y el ataque contra establecimientos occidentales en Teherán, en noviembre el sha abandona la vía de la liberalización y recurre al autoritarismo, nombrando un nuevo gobierno de militares. A pesar de encontrarse el país bajo control militar, las manifestaciones y huelgas continúan, siendo la más grave la del petróleo que provoca la ruina económica nacional en diciembre, cuando se produce un nuevo cambio de gobierno.
En esta situación de gravedad en que se encuentra el país, el 16 de enero de 1979 el sha emprende un viaje a Egipto dejando nombrado un Consejo de Regencia. La marcha del sha de Irán es considerada por los iraníes como una práctica abdicación, que provoca la euforia popular. Considerando que han conseguido el fin del régimen, los religiosos se esfuerzan por movilizar a la población en favor de la proclamación de una República islámica, siguiendo las indicaciones de Jomeini. El gobierno imperial se muestra impotente ante la situación creada, y el país escapa cada vez más de su control, incluido el ejército.
El 1 de febrero de 1979 el ayatolá Jomeini regresa triunfalmente a Irán y nombra un nuevo gobierno. Así en ese momento hay dos gobiernos en Teherán: el religioso y el imperial. El 11 de febrero, tras un último enfrentamiento militar, el gobierno imperial desaparece y el poder es traspasado totalmente al gobierno religioso aboliéndose la monarquía; es el triunfo de la revolución.
Desde el 12 de febrero, como apunta J. P. Derriennic, se establece en Irán un régimen provisional bicéfalo: en Teherán, el gobierno se ocupa de la gestión administrativa y de la recuperación de la economía; mientras que en Qom, Jomeini detenta el poder real, que ejerce a través de los tribunales islámicos y los guardias de la revolución. El 1 de abril, tras la celebración de un referéndum, Jomeini proclama la República islámica, promulgándose la nueva Constitución, también aprobada por referéndum en diciembre.
El triunfo de la revolución islámica de Irán, por sus fundamentos religiosos, culturales y sociales, y animado básicamente por la fuerte personalidad del ayatolá Jomeini —hasta su muerte el 3 de junio de 1989— va a ejercer una inmediata y creciente influencia sobre el resto de los países del mundo árabe-islámico con la propagación de la corriente integrista. El nuevo régimen iraní, antiimperialista por principio, declara su apoyo a la O. L.P.
La guerra Irán-Irak
La guerra entre el Irán revolucionario y el Irak baasista fue un conflicto bilateral que se unió a los conflictos ya existentes en el Próximo Oriente. La importancia y trascendencia de esta guerra ha sido unánimemente destacada por los autores. Así para Ch. Haghighat es uno de los conflictos más sangrientos desde la Segunda Guerra Mundial y el que ha generado más muertes en la historia reciente del Próximo Oriente; y según Z. Zeraoui y D. Musalem, entre los últimos acontecimientos que se han dado en la escena internacional, este conflicto ocupa un lugar preeminente, considerando que se trata de un enfrentamiento entre dos hegemonías locales que tienen como base dos concepciones diferentes de organización social: una islámica, la de Irán, y otra nacionalista árabe, la de Irak.
Para G. Almeyra, las causas del conflicto son, a la vez, históricas y políticas, basadas estas últimas en las diferencias de orientación y profundidad de ambos nacionalismos, el persa y el árabe, emergentes de la crisis del imperialismo. Los orígenes concretos de la guerra no se encuentran sólo en un litigio territorial —que fue el motivo preciso que desencadenó el conflicto, señala Ch. Haghighat— aunque este asunto no había dejado de ser un objeto de discordia en la historia reciente entre los dos países. Existe también un determinado contexto político. La revolución de Irán ha hecho despertar al conjunto de fuerzas políticas de oposición en Irak: militantes kurdos, nacionalistas árabes, partido comunista y sobre todo movimientos chiítas, todos ellos reducidos al silencio por el poder predominante del partido Baaz. Poco después de la proclamación de la República islámica iraní, las autoridades religiosas de Teherán han hecho un llamamiento a la población chiíta de Irak para «sublevarse contra el régimen baasista, ateo, enemigo del Islam y del pueblo iraquí».
Cuando el 21 de septiembre de 1980 Sadam Husein lanzó su ofensiva contra Irán, el régimen iraquí tenía que hacer frente a graves problemas internos. Enfrentado a la hostilidad del conjunto de las fuerzas políticas del país, cercado por las oposiciones en todos los frentes, traicionado por sus amigos, debía superar las llamadas a la rebelión que lanzaban las autoridades islámicas de Teherán. Se comprende así la importancia del contexto político en la guerra. El régimen iraquí utilizó la guerra como medio para intentar superar la degradación de la situación interior y dificultar el camino hacia la ruptura islámica que temía. Responde también a la ambición que tenía Bagdad de afirmarse como una potencia regional y de llenar el vacío creado por el hundimiento del régimen imperial iraní.
Bagdad fue animado en su propósito por el aislamiento diplomático en que se encontraba Irán desde la detención de los rehenes norteamericanos y el debilitamiento del régimen islámico, minado por la lucha por el poder, y debiendo hacer frente al descontento popular y los levantamientos de las minorías étnicas. Su intención era asfixiar a Irán ocupando mediante un ataque sorpresa una región económica e industrial vital, el Khouzistán, y confiando en provocar la desintegración rápida del sistema islámico iraní. Irak contó además con la importante ayuda de Occidente que le suministró ingentes cantidades de armamento.
El 17 de septiembre de 1980, el presidente iraquí Sadam Husein anunció unilateralmente la anulación del acuerdo de Argel que él mismo había firmado con el sha en marzo de 1975, declarando que el Chatt-el-Arab, vía de agua que une los puertos de Basora y Abadan con el golfo Pérsico, debía quedar bajo el dominio de los árabes. El 21 de septiembre las tropas iraquíes invaden Irán, y el conflicto latente que había dado lugar desde comienzos de 1980 a múltiples incidentes de frontera se transforma en una guerra total.
Al cabo de varios días las fuerzas iraquíes ocupan la ciudad fronteriza de Qasr-e Chirin al norte del país, y las localidades de Mehran y Bostan en el centro, mientras que en el sur deben hacer frente a una resistencia popular inesperada, transformándose lo que se planeó como un paseo militar en una guerra de desgaste que se prolongará durante largos años. Violentos combates se libran en torno a varias ciudades fronterizas, y en noviembre de 1980, dos meses después del comienzo de las hostilidades, el frente estaba casi estabilizado. La reorganización rápida de las fuerzas iraníes detuvo el avance de las tropas iraquíes, que no estaban preparadas para una campaña de larga duración y se enzarzaron en una sangrienta guerra de posiciones. Durante meses no se emprendió una acción de envergadura por ninguna de las dos partes. Las misiones de buenos oficios y los diversos intentos de mediación emprendidos por N. U., los Países No Alineados, la Conferencia Islámica y algunos otros países no tuvieron éxito.
Desde septiembre de 1981 las repetidas contraofensivas de Irán hacen perder sucesivamente a Irak las posiciones que había conquistado al iniciar la invasión. En varias operaciones el ejército iraní invade el territorio de Irak en julio de 1982, pero sus ataques también son detenidos por la resistencia de los iraquíes. Nuevas ofensivas iraníes son lanzadas entre 1983 y 1984 que tampoco alcanzan los resultados previstos. El conflicto evoluciona así sin grandes novedades pero produciendo enormes pérdidas y destrucciones en una guerra de intenso desgaste, extendiendo una situación de inestabilidad e inseguridad en el Golfo a lo largo de los años siguientes, con un frente estabilizado.
Por fin, la mediación de N. U., las presiones de EE. UU. y la U. R.S. S. y de algunos de los países árabes más influyentes consiguieron que fuese aceptado por los dos países beligerantes un alto el fuego, propuesto por el Secretario General de la O. N.U., que entró en vigor el 20 de agosto de 1988, iniciándose pocos días después, con el patrocinio de N. U., negociaciones de paz en Ginebra entre ambos países que no obtuvieron ningún resultado.
La guerra ha tenido serias repercusiones tanto económicas como políticas en los dos países implicados en el conflicto. En el primer aspecto, la destrucción de las ciudades, las pérdidas humanas, los desplazamientos de refugiados y la reducción de las exportaciones petrolíferas son algunas de estas graves consecuencias. Y en el orden político, como señala Ch. Haghighat, la guerra ha conducido al ascenso del conservadurismo y de la reacción en los dos países. Sus efectos inmediatos sobre la política interior de Irán han sido consolidar el apoyo hacia la República islámica que, en vísperas del conflicto, comenzaba a ser discutido, y favorecer la islamización de la sociedad; mientras que en Irak ha acentuado la omnipresencia del partido Baaz, ha reforzado el poder del presidente iraquí y fortalecido su capacidad militar, así como fomentado la aproximación de Bagdad hacia los Estados conservadores árabes.
Evolución y actitud de los palestinos
Como señala B. López García, los palestinos y la O. L.P. inician en 1982 —cuando son expulsados por primera vez de un Beirut asediado por las tropas israelíes, expulsión que se repetirá en 1983—, la que ha sido considerada como la fase más difícil de su historia reciente. Este periodo de la historia palestina se extiende hasta abril de 1987, cuando en el Consejo Nacional Palestino reunido en Argel se consigue la unidad de todos los grupos palestinos, lo que constituye uno de los hitos más importantes de la resistencia palestina, y significa la preparación del camino para una acción política realista que lleva a la proclamación del Estado Palestino en 1988. Casi al mismo tiempo, en diciembre de 1987, y de forma paralela, ha estallado la rebelión popular de la «Intifada» en los territorios ocupados por Israel de Cisjordania y Gaza.
Ambos hechos: la «Intifada» en el orden popular-social, y el Estado Palestino en el aspecto político, devuelven a los palestinos un papel de primer plano en la cuestión del Próximo Oriente.
La rebelión popular de la «Intifada»
Se conoce como «Intifada» la rebelión o levantamiento popular de los jóvenes palestinos en los territorios ocupados por Israel de Gaza y Cisjordania. Comenzó el 9 de diciembre de 1987, y R. Mesa la define como «la guerra de las piedras contra los fusiles», considerando que ha supuesto el cambio estratégico que necesitaba el movimiento nacional y la propia O. L.P., tratándose del paso último en una estrategia que conduce a la paz y a la negociación. Para B. Khader, con la «Intifada» los palestinos han recuperado su papel de actores históricos, portadores de un proyecto autónomo de renacimiento nacional.
El significado y carácter de la «Intifada» han sido profusamente tratados por los autores. Para B. López García la continuidad que ha sabido dársele al movimiento, a pesar de que ha costado cerca de mil muertos hasta finales de 1990, es fruto de la coordinación del mismo dentro de los territorios ocupados por Israel, y fuera, a través del apoyo a la O. L.P. La «Intifada» ha sido el telón de fondo de una actividad política que llevó a la cúpula de la O. L.P. a hacer declaraciones contra las actividades terroristas e incluso al reconocimiento implícito del Estado de Israel; al rey Hussein de Jordania a renunciar a los lazos jurídicos y administrativos que unían Cisjordania con su reino, dejando así a los palestinos libres de tutelas impuestas que sólo fomentaban la ambigüedad de convertir a Jordania en el intermediario nato con los palestinos; y llevó también al Consejo Nacional Palestino, reunido en Argel en noviembre de 1988, a aceptar el reconocimiento del derecho de todos los Estados de la región a vivir en fronteras seguras, incluido el de Palestina, proclamado independiente en la misma reunión.
La «Intifada» no es algo accidental ni una reacción espontánea, sino que tiene sus raíces en la misma comunidad palestina, como apunta Z. A. Zayyad. Y en este sentido, en opinión de R. Mesa, la «Intifada» es la culminación de un proceso que se inicia el primer día de la ocupación militar de Cisjordania y Gaza. En este proceso —señala B. Khader— se encuentran las que considera como causas lejanas de la «Intifada» y que consisten en la práctica por parte de Israel de una represión sistemática en todas sus formas, incluida la política, con el propósito de la integración de los territorios ocupados en el mercado israelí, unido a una política sistemática de implantación de colonias judías; por otro lado, se trata de una resistencia cotidiana incesante por parte de los palestinos. Tal es el telón de fondo que enmarca el estallido de la «Intifada» en diciembre de 1987.
A estas causas profundas se unen una serie de causas inmediatas, a la vez regionales e internacionales, de las que B. Khader clasifica las más significativas: 1.a) El fracaso del gobierno bicéfalo israelí de coalición para formular una respuesta adecuada al Plan Árabe de Fez en 1982; 2.a) La joven generación palestina, nacida después de 1967, no tenía gran cosa que perder, teniendo ante sí un porvenir sombrío; 3.a) La cumbre árabe de Ammán en noviembre de 1987 estuvo esencialmente consagrada a la guerra irano-irakí, perdiendo por primera vez la cuestión palestina el papel central en las preocupaciones de los jefes de Estado árabes; y 4.a) Los palestinos de los territorios ocupados perdieron la esperanza de que el arreglo de las relaciones Este-Oeste fuera a llevar a las dos grandes potencias a ocuparse más activamente de la solución del conflicto árabe-israelí.
El 9 de diciembre de 1987 estalló la «Intifada» como una revuelta popular de los jóvenes palestinos que se enfrentaron en la calle a las tropas israelíes de ocupación. Los enfrentamientos, aparentemente espontáneos, fueron aumentando en intensidad y violencia entre jóvenes desarmados y la represión militar israelí consiguiente, extendiéndose por todo Gaza y Cisjordania. De las protestas en la calle y las manifestaciones se pasó a las huelgas generales y la desobediencia civil, así como a la búsqueda de un proyecto político; a estas actitudes las tropas israelíes respondieron con las armas, provocando numerosas muertes entre los palestinos.
Este movimiento de resistencia palestino ha estado mejor organizado que otros levantamientos anteriores, y en este sentido ofrece dos importantes novedades: en primer lugar, el destacado papel jugado por los Comités de acción social de la juventud, de los Comités de trabajo voluntario, de los Comités de las mujeres y de los sindicatos profesionales, que han sabido transmitir a toda la sociedad palestina el sentido de convivencia, de solidaridad y de responsabilidad ante sí misma. En segundo lugar, el comunicado hecho público el 10 de enero de 1988 anunciando la formación de una Dirección Nacional Unificada del Levantamiento cuya tarea consistía no sólo en formular las reivindicaciones inmediatas de orden nacional sindical, sino también en fijar las técnicas de resistencia, demostrando esta Dirección una gran capacidad de movilización, y optando por el rechazo a la ocupación y la afirmación de los derechos nacionales, que son los dos principales mensajes de los lanzadores de piedras, de esta generación de la «Intifada».
La continuidad de la «Intifada», desde su comienzo hasta la actualidad, no sólo con su mantenimiento sino también su intensificación, ha roto, como recoge B. López García, viejos mitos como el de la «ocupación suave» israelí, dejando al descubierto la naturaleza militar del régimen de ocupación impuesto por Israel. En mayo de 1990 se han contado ya 942 muertos desde que estalló la «Intifada»: 896 palestinos y 46 israelíes, sin que la fuerza del ejército israelí haya conseguido suprimir la revuelta palestina.
El 15 de abril de 1988, como señala R. Mesa, Israel confirma taxativamente la conexión entre la «Intifada» y la O. L.P., desmintiendo con su actuación los comentarios y suspicacias sobre actitudes separadas o marginales de los palestinos de los territorios ocupados. El levantamiento popular ha continuado y además ha sido el catalizador de la toma de conciencia de la O. L.P. sobre la transcendencia del momento histórico vivido en Gaza y Cisjordania.
Los efectos y consecuencias que ha provocado la «Intifada» han sido señalados, entre otros autores, por R. Mesa y por B. Khader; entre ellos se pueden señalar los siguientes:
1o) La consolidación definitiva de la O. L.P. como el único representante legítimo del pueblo palestino, y que lleva directamente a la proclamación de la declaración de independencia y la constitución del Estado Palestino en Argel en noviembre de 1988;
2o) El logro de la unanimidad en tomo a la cuestión palestina, con las excepciones habituales de EE. UU. e Israel;
3o) Efectos sobre los países árabes que recuperan sus esperanzas en la causa palestina, a la que han de respetar, a sus motivaciones y a sus dirigentes; y
4o) Efectos sobre la comunidad israelí, aunque no sobre su gobierno, con el surgimiento de minorías en favor de la paz con los palestinos.
La O. L.P., como indica B. Khader, ha asumido el movimiento de la «Intifada», traduciendo sus logros en estrategia política. Esta acción de la O. L.P. se articula en tomo a varios ejes;
—El primero consiste en asegurar la intensificación del movimiento;
—El segundo reside en movilizar a la opinión palestina en tomo a objetivos moderados, especialmente en el establecimiento de un Estado Palestino en los territorios ocupados, confederado a Jordania;
—El tercero trata de llevar la cuestión palestina al centro de las preocupaciones del mundo árabe; y
—El cuarto consiste en beneficiarse de esa gran corriente de simpatía hacia las aspiraciones nacionales palestinas en Europa y en los países del Tercer Mundo para llevar a la convocatoria de una Conferencia internacional en favor de la paz.
El movimiento de la «Intifada», todavía en marcha en el momento presente, no debe ser considerado como un simple episodio de una guerra que enfrenta a israelíes y palestinos desde hace más de cuarenta años, sino que constituye una auténtica ruptura histórica, un giro decisivo en las relaciones palestino-israelíes cuyas consecuencias pueden ser de suma importancia.
La O. L.P. y el Estado Palestino
La reactivación política de la O. L.P. es apreciable desde 1987, como se manifiesta con ocasión de la reunión en Argel, en abril de ese mismo año, del Congreso Nacional Palestino, donde se consigue la unidad de todos los sectores y fuerzas palestinos. En septiembre de 1988 Yasser Arafat pidió en el Parlamento europeo que Europa tomara la iniciativa en la convocatoria de una Conferencia internacional para negociar la paz en el Próximo Oriente. A pesar de la aportación de algunos elementos innovadores en la propuesta palestina quedaban pendientes dos cuestiones importantes: el reconocimiento de la existencia de Israel como Estado y la renuncia al terrorismo como forma de actividad política. No obstante, la impresión era que la O. L.P. estaba dispuesta a tomar iniciativas políticas, estimulada en parte por el movimiento de la «Intifada» que había estallado meses antes, y cuyos aspectos más favorecedores quería controlar la O. L.P.; también en octubre Arafat se reunió con el presidente de Egipto y con el rey de Jordania, que poco antes, en agosto, había declarado que dejaba de ser responsable de los territorios palestinos ocupados por Israel, tratando sobre la posibilidad de una confederación jordano-palestina. Al mismo tiempo, Arafat intentaba reafirmar su liderazgo en la organización palestina, disputado en los años anteriores por los grupos más extremistas del movimiento palestino.
En este contexto de expectativas, se reunió el Consejo Nacional Palestino en Argel en septiembre de 1988 aprobando un acuerdo decisivo: la proclamación del Estado Palestino, con la declaración de su independencia y la formación de un gobierno provisional. Con ello la O. L.P. aprobaba el acuerdo de N. U. de noviembre de 1947 que decidía la partición de Palestina en dos Estados —Israel y Palestina—, y la resolución también de N. U. de noviembre de 1967 pidiendo la retirada israelí de los territorios ocupados, que implicaba el reconocimiento de Israel por los palestinos. Al mismo tiempo se pedía la convocatoria de una Conferencia internacional de paz para el Próximo Oriente, con la participación de todas las partes interesadas, incluida la O. L.P., basada en las citadas declaraciones de N. U., debiendo reconocerse el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación y su renuncia al terrorismo como medio de acción política.
Esta actitud, en opinión de Y. Arafat, reflejaba la moderación, la flexibilidad y el realismo de la O. L.P., que se mostraba dispuesta a negociar y al reconocimiento de Israel. Puede considerarse que ha sido la «Intifada» el factor decisivo que ha influido en esta resolución y que ha cambiado los términos básicos de la cuestión palestina. Prácticamente la mayoría de los países árabes reconocieron inmediatamente al nuevo Estado Palestino, mientras que EE. UU. lo acogió con escepticismo e Israel lo rechazó. En diciembre de 1988 esta declaración de independencia fue explicitada por Arafat ante la Asamblea General de la O. N.U. reunida en Ginebra, y también en esta fecha esa misma Asamblea General dio carta de identidad al nuevo Estado acordando la denominación de Palestina en lugar de la O. L.P., valorando positivamente tal declaración de independencia, al tiempo que pedía a Israel que finalizase su ocupación militar en Gaza y Cisjordania, e instaba a la celebración de la Conferencia de paz para llegar a un acuerdo pacífico, sobre la base del derecho palestino a la autodeterminación y el derecho de Israel a la existencia.
Continuando con esta acción política, el Comité Central de la O. L.P. reunido en Túnez en abril de 1989, nombró a Yasser Arafat presidente del recién creado Estado Palestino. Se culminaba así un proceso en el que Palestina aparece como una entidad política y nacional, y adquiere un papel de primera importancia en la situación del Próximo Oriente, en especial debido a tres factores: la «Intifada», la proclamación del Estado Palestino y, en el contexto internacional, el aparente convencimiento de la nueva administración norteamericana del presidente Bush de que el proceso dé paz en el Próximo Oriente pasaba necesariamente por un entendimiento directo entre la O. L.P. y el gobierno israelí. Estos hechos se producen, además, en unos momentos en que parecía que una coyuntura de negociación más general estaba en marcha: Egipto estaba volviendo al seno del mundo árabe, reuniéndose su presidente con el rey Hussein y con Y. Arafat, los dos primeros visitaron Washington, y también el primer ministro de Israel, I. Shamir, que es el más decidido opositor a negociar con los palestinos.
Yasser Arafat aparece así como el estadista palestino, superador de rivalidades y diferencias, que puede ser el interlocutor válido para una negociación de paz en la que Palestina debe jugar un papel de primer orden. Y esta fuerza de Palestina y de Arafat se fundamenta, principalmente, en cuatro hechos: la «Intifada», la declaración del rey Hussein desentendiéndose de los territorios ocupados, la constitución del Estado Palestino y la decisión del gobierno norteamericano de entablar conversaciones directas con la O. L.P. que se inician en Túnez en diciembre de 1988.
Pero a pesar de estas expectativas, en los primeros meses de 1990 la situación no ha avanzado y Arafat ha de hacer frente a algunas dificultades, como la presión de los combatientes de la «Intifada» para incrementar la lucha armada, y las diferencias surgidas con varios grupos integrados en la O. L.P. sobre la necesidad de un cambio de táctica y de dirección. La «Intifada» ha continuado y la única respuesta por parte de Israel ha sido el incremento de su violenta represión. En mayo de 1990 Arafat pidió al Consejo de Seguridad de N. U. reunido en Ginebra que se pusiera fin a la ocupación militar de Palestina y se protegiera a los palestinos.
El contexto de estas actitudes es que el proceso de negociación para la paz entre palestinos e israelíes no ha progresado, y la acusación a Israel de que, con el respaldo de EE. UU., se opone decididamente a cualquier paso en este sentido, está latente. En estos momentos, parece que la evolución futura del Próximo Oriente depende de que se consiga o no emprender una negociación internacional para una paz global en la región.
Conflictos y negociación en el Próximo Oriente
El conflicto del Próximo Oriente continúa siendo en la actualidad la crisis más grave pendiente de solución en la situación mundial de nuestros días, cuando las dos grandes potencias, EE. UU. y la U. R.S. S., han realizado negociaciones y llegado a acuerdos para terminar pacíficamente con los conflictos regionales localizados en el Tercer Mundo —Afganistán (Acuerdos de Ginebra en abril de 1988) Angola, Namibia, Camboya— lo que ha representado el fin de la guerra fría y el establecimiento de un nuevo sistema en las relaciones internacionales, como ha estudiado R. Mesa. El conflicto del Próximo Oriente, aunque estuvo inmerso durante años en la guerra fría, por su origen y carácter es anterior y ajeno a la misma, y así este conflicto ha continuado activo, con sus características propias, después del final de la guerra fría. Lejos de mejorar las perspectivas para encontrar soluciones políticas a esta cuestión, las rivalidades y enfrentamientos desembocan en la continua reactivación de los conflictos existentes. Al mismo tiempo se intentan poner en marcha procesos de negociación y pacificación, ya sean bilaterales, como en el caso de Egipto, o de carácter internacional en favor de una pacificación global de toda la región del Próximo Oriente, sin que hasta ahora se hayan obtenido soluciones definitivas.
Los últimos conflictos
En el marco general de la permanente confrontación entre Israel y los árabes, el conflicto del Próximo Oriente se mantiene latente durante los últimos años de la década de los ochenta en algunos puntos, donde se continúan produciendo enfrentamientos bélicos que hacen que se mantenga una situación de agitación y guerra que afecta a toda la región. Estos focos centrales del conflicto en esta reciente fase son principalmente dos: la guerra civil de Líbano y el conflicto entre Israel y los palestinos.
a) Líbano, entre Siria e Israel. En unos momentos en que parecía que el resto de los conflictos de la región —excepto la «Intifada», que enfrenta a palestinos e israelíes en los territorios ocupados— se encaminaban, aunque lenta y vagamente, hacia su pacificación, en Líbano se reactivó con toda su violencia la guerra civil.
La rivalidad latente que existe en este país desde los últimos meses de 1988 entre sus dos gobiernos, el cristiano militar y el musulmán civil, estalla en marzo de 1989 provocando enfrentamientos bélicos en Beirut entre el ejército cristiano del general Aoun que propicia una «guerra de liberación» contra Siria, y las milicias musulmanas aliadas con los sirios que apoyan al gobierno de S. Hoss. El conflicto se concentra principalmente en la capital libanesa, cuyos sectores musulmán y cristiano son sometidos a duros y destructivos bombardeos por los dos bandos en lucha, generalizándose a otras ciudades del resto del país. Beirut se encuentra dividido en dos sectores enfrentados: el este cristiano y el oeste musulmán, ambos destruidos y reducidos a escombros por los continuos bombardeos, con numerosos muertos y desplazamientos de la población.
La guerra se prolonga a lo largo de varios meses, con una creciente participación de Siria contra el general Aoun, a pesar de los intentos de mediación acordados tanto por N. U. en agosto, como por una Comisión árabe tripartita. Otros países se ven además implicados en el conflicto libanés: Irak apoyando a Aoun contra su rival sirio, Israel que ocupa una franja en el sur del país, e Irán que ayuda a los grupos shiíes extremistas.
Por fin la Comisión mediadora designada por la Liga Árabe, e integrada por Arabia Saudí, Argelia y Marruecos, consiguió que las distintas facciones libanesas representadas por sus parlamentarios llegaran a un acuerdo para poner fin a la guerra civil en la ciudad saudí de Taif en octubre de 1989. Tanto el general Aoun como Siria aceptaron la tregua. Las condiciones básicas para la pacificación de Líbano eran dos: que se modificase el equilibrio confesional establecido en el Pacto Nacional de 1943 para la distribución de los cargos públicos según los grupos socio-religiosos libaneses, y que se retirasen las «fuerzas protectoras y pacificadoras» de Siria e Israel.
En aplicación del acuerdo de paz y estando detenida la guerra civil por la tregua acordada, los parlamentarios libaneses, auspiciados por la Comisión tripartita árabe, se reunieron en Beirut, en territorio bajo control sirio, el 5 de noviembre de 1989, y eligieron presidente de Líbano al cristiano maronita René Moaward, que nombró primer ministro al que ya desempeñaba el cargo, el musulmán suní Selim Hoss. Los nombramientos fueron bien recibidos por Siria, pero rechazados por el general Aoun que los consideraba ilegales, declarando que mantenía su posición y su poder aunque sin reanudar la guerra civil. Pero el 22 de noviembre el nuevo presidente Moaward fue asesinado en un atentado.
El día 25 los parlamentarios libaneses reunidos de nuevo en Beirut eligieron como presidente al cristiano maronita Elías Haraui, quien mantuvo el mismo gobierno de S. Hoss así como el reparto establecido en el poder entre cristianos y musulmanes, sin que tampoco esta vez el general Aoun reconociese al nuevo presidente. E. Haraui, por su parte, ha intentado desde el principio de su mandato recomponer la unidad nacional, convirtiéndose en el presidente de todos los libaneses, incluyendo la superación de la actitud mantenida por el general Aoun, y lograr una relativa pacificación del país, aunque haya dificultades para acabar con las presencias siria e israelí.
Pero esta pacificación cada vez resulta más difícil de lograr, y los conflictos se han extendido durante 1990 al interior mismo de cada comunidad. A finales de enero, el general Aoun, que no ha aceptado la elección del presidente Haraui, con el propósito de dominar a todos los cristianos y tener más fuerza para oponerse a Siria, inició otra fase de la guerra civil luchando contra grupos cristianos libaneses, estableciéndose en febrero una tregua. Y entre los musulmanes se registra en julio otra lucha civil en el sur del país entre dos facciones chiítas: Hezbolá, apoyada por Irán, y Amal, cercana a Siria. En esta parte del país Israel dispone en la zona de seguridad de la milicia Ejército del Sur de Líbano, y vigila la situación.
Así, Líbano se ha mantenido en una coyuntura de variados y renovados conflictos internos, dentro del marco general de la guerra civil, y ante la presencia y bajo el control y vigilancia de Siria e Israel. Intentando superar definitivamente esta situación, en septiembre de 1990 el presidente Haraui ha promulgado el documento de reformas constitucionales aprobado en Taif, ha proclamado la creación de la Nueva República Libanesa, y ha anunciado la formación de un gobierno de reconciliación nacional.
El 13 de octubre, el general Aoun se rindió ante tropas libanesas y sirias que lo habían cercado. En noviembre, el ejército israelí volvió a invadir el sur del territorio libanés para proteger su frontera norte. Y el 20 de diciembre el presidente, tras dimitir S. Hoss el día anterior, nombró nuevo primer ministro, el suní prosirio Omar Karame, con el encargo de formar un gobierno de unidad nacional para pacificar el país, tarea en la que siguió encontrando algunas dificultades. El 21 de mayo de 1991 los presidentes de Líbano y Siria firman un Tratado de Hermandad, Cooperación y Colaboración entre los dos países, que liga estrechamente a la República libanesa con la siria. En mayo de 1992, tras producirse manifestaciones y huelgas populares, dimite el gobierno de O. Karame, que pocos días después es sustituido por el también prosirio Rachid Sohl que debe hacer frente a la crisis económica que registra Líbano.
b) El conflicto entre Israel y Palestina. El otro punto caliente del Próximo Oriente en estos momentos se encuentra en el enfrentamiento entre Israel y los palestinos de la «Intifada» en los territorios ocupados por los israelíes de Gaza y Cisjordania.
Israel ha mantenido su posición, tanto frente a los países árabes y los mismos palestinos por un lado, como frente a EE. UU. por otro, del no reconocimiento en ningún sentido de la personalidad política palestina. Como señala R. Mesa, para Israel, la O. L.P. es un grupo terrorista y a lo más que pueden aspirar los palestinos es a la integración con Jordania. Esta actitud se ha mantenido inamovible a lo largo de estos últimos años. En las elecciones generales celebradas en Israel en noviembre de 1988 la victoria fue para el partido Likud y el bloque de derechas, formándose un gobierno de coalición nacional entre el Likud y el Partido Laborista, que quedó muy igualado en los resultados electorales, que por otra parte no favorecen una perspectiva de paz en el Próximo Oriente. El primer ministro I. Shamir declaró que rechazaba cualquier iniciativa de paz que no pasase por la perpetuación, sin excluir ningún medio a su alcance, del «Gran Israel».
La proclamación de la independencia del Estado de Palestina, las conversaciones directas entre EE. UU. y la O. L.P., las visitas de dirigentes tanto árabes como israelíes a Washington no han servido para modificar la posición israelí en el sentido de aceptar la celebración de una Conferencia de paz en la que figure con nombre propio una delegación palestina, manteniendo su negativa oficial a las negociaciones directas con la O. L.P., mientras continúa la represión contra la «Intifada». En mayo de 1989, el secretario de Estado norteamericano, J. Baker, pidió públicamente a Israel que renunciase a la anexión de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania, y que interrumpiese su colonización, abandonando de una vez por todas la visión idealista del «Gran Israel». Al mes siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores egipcio Boutros-Ghali visitó oficialmente Israel, en la primera visita de un ministro egipcio desde el inicio de la «Intifada».
Parecen apreciarse, no obstante, disensiones internas en el gobierno israelí en torno al tratamiento del problema palestino, hacia julio de 1989. Desde meses antes, el gobierno presidido por el primer ministro I. Shamir pretende que la solución pase por convocar unas elecciones entre los palestinos de los territorios ocupados. A este proyecto electoral, por un lado, el ala intransigente del Likud impuso cuatro condiciones: que no sea un paso previo a la idea de independencia palestina, que no implique renuncia a la presencia israelí en los territorios ocupados, que la «Intifada» acabe antes de su celebración, y que Jerusalén quede excluido del proceso. Y por otro lado, la reacción de los coaligados gubernamentales, el Partido Laborista, fue hacer ver que las condiciones existentes hacían inviables las elecciones en Gaza y Cisjordania, que constituían una traba para la paz en la región, e imposibilitaban la continuación de su partido en el gobierno. Ante esta actitud Y. Arafat expuso que la maniobra israelí desenmascara nuevamente las verdaderas intenciones del sionismo que no son las de progresar en dirección a la solución pacífica del conflicto, y se sustenta en el apoyo incondicional de EE. UU., que por su parte se muestra a favor de la convocatoria de una Conferencia internacional de paz, en aplicación de la fórmula del intercambio de «tierra por paz».
En marzo de 1990 se rompió la coalición de gobierno a causa de la inclinación laborista a aceptar una negociación que es rechazada por el Likud. Después de tres meses de crisis, en junio, I. Shamir formó un nuevo gobierno basado en una coalición del Likud con un grupo de pequeños partidos de extrema derecha y ultrarreligiosos, constituyendo el gobierno más derechista de toda la historia de Israel, y perfilándose un fundamentalismo israelí. Este gobierno es claramente de orientación militarista, y en él figuran grupos mucho más reaccionarios que el propio Likud, partidarios de expulsar en masa a los palestinos; representa por lo tanto una línea diametralmente opuesta a la negociación: represión más dura contra los palestinos de la «intifada», negativa total a negociar y aspiración al «Gran Israel», ensanchando sus fronteras actuales con la absorción de los territorios que ahora ocupa militarmente.
A finales de 1990 el conflicto palestino-israelí se agravó aún más: Israel endureció sus medidas represivas con acciones militares —como la matanza de palestinos en Jerusalén el 8 de octubre de 1990—, confinamientos, control y detenciones de palestinos; y la resistencia de la «Intifada» ha pasado de la lucha con las piedras a los cuchillos, desde el mismo octubre de 1990.
Ante las citadas circunstancias políticas israelíes, la actitud de los palestinos, las pretensiones de los países de la Liga Árabe a la que se está reincorporando Egipto, y los teóricos planes norteamericanos de convocar una Conferencia internacional de paz, no parece que puedan conseguir una solución negociada y definitiva del largo conflicto del Próximo Oriente.
Negociaciones bilaterales: Egipto y la Liga Árabe
Durante estos últimos años, se ha ido produciendo una lenta pero progresiva aproximación entre los países árabes, y las conversaciones y negociaciones bilaterales van a ir consiguiendo que Egipto se reincorpore a la Liga Árabe.
Desde su acceso a la presidencia de Egipto, tras la muerte de Sadat en octubre de 1981, H. Mubarak continuó en líneas generales la política de su antecesor pero también, al mismo tiempo, inició una actitud de revisión y moderación que le aproximara de nuevo al mundo árabe del que fue marginado Sadat en 1979.
Esta última política ha ido logrando aciertos y obteniendo resultados que le han permitido paulatinamente reanudar relaciones y reincorporarse a la Liga Árabe. Desde el primer momento de su presidencia H. Mubarak demostró no haber mermado su lealtad hacia los países hermanos, permitiéndole dar prueba de ello los diferentes conflictos regionales. Así, se alineó con Irak en la guerra con Irán. En la reunión de la Liga en Ammán en 1987 comenzó a difuminarse la marginación egipcia al acordarse que cada país árabe actuara como juzgara oportuno en sus relaciones con Egipto, reanudándose las relaciones diplomáticas con la mayoría de los países árabes. La nueva prueba de la buena voluntad egipcia ha sido el reconocimiento sin ambigüedad por El Cairo del Estado Palestino, lo que por otro lado ha motivado las acusaciones israelíes de haberse desvinculado de los acuerdos de Camp David. Y también se producen encuentros entre H. Mubarak y otros dirigentes árabes para tratar sobre el conflicto del Próximo Oriente. Así en marzo de 1989 se reunió en Ismailía con el rey Hussein de Jordania y con Y. Arafat para considerar las futuras negociaciones de paz que se llevarían a cabo en Washington.
En mayo de 1989 se celebró una cumbre de la Liga Árabe en Casablanca a la que asistió H. Mubarak, consagrando así el retorno de Egipto después de diez años al seno del mundo árabe, lo que supone el triunfo de sus tesis moderadas en relación con Israel, aunque con las reservas de Siria, aislada por su posición en el conflicto del Líbano. La Conferencia concluyó con la adopción de una serie de llamamientos y acuerdos: petición de convocatoria de una Conferencia internacional de paz sobre el Próximo Oriente, implicando el derecho a la existencia de Israel, cuyo plan de paz es rechazado, y reafirmando el reconocimiento legítimo de la O. L.P.; apoyo económico y político a la «Intifada», y exigencia de retirada de Israel de los territorios ocupados; retirada israelí igualmente del sur del Líbano, sin hacer mención de las tropas sirias y solidaridad con los derechos de Irak en la guerra con Irán.
Egipto continuó mejorando su situación diplomática: en junio de 1989 reanudó sus relaciones con Libia; y en julio, en la cumbre de la O. U.A. celebrada en Addis Abeba, fue designado Egipto para la presidencia de esta organización africana. En octubre del mismo año H. Mubarak propuso un plan de diez puntos para resolver la cuestión palestina, girando su iniciativa en torno a la celebración de comicios en los territorios ocupados, a lo que se opone el gobierno israelí.
Por último, se ha ido produciendo también la reconciliación entre Egipto y Siria. En marzo de 1990 se entrevistaron en Tobruk (Libia) los presidentes H. Mubarak y H. el-Assad, habiéndose reanudado poco antes las relaciones diplomáticas entre ambos países. En mayo siguiente, el presidente egipcio visitó oficialmente Damasco buscando conseguir la total reconciliación árabe, y coordinar las políticas de sus respectivos países en dos asuntos claves para el mundo árabe: la crisis libanesa y la cuestión palestina; así como la concreta reconciliación entre Siria e Irak. Y en julio una nueva reunión en Alejandría entre H. Mubarak y H. el-Assad insistió en el mismo asunto de la superación de la rivalidad entre Siria e Irak, tanto por el liderazgo de la arabidad como por el apoyo sirio a Irán durante la guerra del Golfo.
La Siria del presidente H. el-Assad ha acertado a mantener con firmeza su posición política y militar en el seno del mundo árabe, así como su estabilidad económica. En mayo de 1990 se han celebrado elecciones para designar a los diputados del nuevo Parlamento sirio, y sus resultados, con el triunfo del partido Baaz, han reforzado el papel de esta país en la corriente laica del mundo árabe frente al integrismo islámico que se extiende por otros países árabes. En su citada visita a Alejandría, donde se reunió con H. Mubarak, el presidente sirio manifestó su aceptación de una posible paz negociada con Israel, y se declaró favorable al diálogo palestino-israelí, así como de que la base de un arreglo pacífico árabe-israelí ha de estar basado en el principio de «paz a cambio de territorios», mostrándose dispuesto a entablar negociaciones con Israel si éste se retira de los altos del Golán, conquistados en 1967, y de la franja de seguridad establecida en el sur del Líbano en 1985, todo lo cual da un nuevo sentido pragmático a una posible solución negociada del conflicto del Próximo Oriente. En Jordania, donde se han planteado serios problemas económicos y ha rebrotado el nacionalismo palestino como consecuencia de los sucesos de Cisjordania, y bajo la monarquía autoritaria del rey Hussein, se han celebrado elecciones generales en noviembre de 1989 dando como resultado la victoria del fundamentalismo islámico, y provocando una creciente propagación del integrismo entre la sociedad jordana.
Irak, por su parte, tras el final de la guerra con Irán, ha recuperado sus aspiraciones de país dirigente de las naciones árabes, y para ello el presidente Sadam Husein ha anunciado, en el orden político, la adopción de medidas tendentes a una liberalización del régimen, y en el orden económico, la reconstrucción del país con disposiciones favorecedoras de una apertura económica y así superar la difícil coyuntura por la que atraviesa. El presidente iraquí ha actuado, no obstante, en el sentido de afirmar su personalidad y su poder como dirigente político tanto en el mundo árabe como en su propio país. En el primer aspecto, en mayo de 1990 se ha celebrado en Bagdad una cumbre extraordinaria de la Liga Árabe para tratar principalmente sobre la cuestión palestina y otros problemas del mundo árabe, aunque no asistieron delegaciones ni de Siria ni de Líbano. Y en el segundo, en julio del mismo año, el Consejo Nacional iraquí ha recomendado la elección de Sadam Husein como presidente vitalicio, en el marco de la nueva Constitución que se prepara para el país.
Por último, en el sur de la Península Arábiga se ha registrado otro cambio que afecta a la Liga Árabe. El 21 de mayo de 1990 la República Árabe de Yemen —Yemen del Norte— y la República Democrática Popular de Yemen —Yemen del Sur— tras un largo y difícil proceso de negociaciones se han unido y han constituido un único Estado con una nueva Constitución aprobada por referéndum el 20 de mayo de 1991: la República de Yemen, con capital en Adén, y de la que ha sido nombrado presidente el general Alí Abdalla Saleh —del Norte— y primer ministro Haidar Abu Bakr —del Sur—.
Los intentos de negociación internacional de una paz global en el Próximo Oriente
Paralelamente a esta compleja situación se están realizando intentos desde finales de 1988 para conseguir una negociación a nivel internacional que establezca una paz global en el Próximo Oriente, mediante la gestión de las dos grandes potencias mundiales: EE. UU. y la U. R.S. S.
Ya unos años antes, el 1 de septiembre de 1982, el presidente norteamericano hizo público su Plan Reagan sobre la cuestión palestina que no fue bien acogido por Israel, como indica G. Corm. Pocos días después, en la cumbre árabe celebrada en Fez, fue aceptado por los jefes de Estado árabes el Plan Fahd, que estaba lejos de coincidir con el Plan Reagan, al prever la creación de un Estado palestino y ejerciendo el pueblo palestino su derecho a la autodeterminación bajo la dirección de la O. L.P., su único representante legítimo. EE. UU. vuelve a tomar la iniciativa cuando en diciembre de 1988 decidió la iniciación de conversaciones directas y oficiales con la O. L.P., que se celebraron en Túnez. Como señala M. A. Basteiner, una simetría de negaciones, que se daba entre la O. L.P. pidiendo la retirada de Israel de los territorios ocupados como precondición para la paz, y la del gobierno israelí, rechazando cualquier posibilidad de reconocimiento de la organización palestina, se rompió por primera vez con la aceptación palestina del derecho a la existencia del Estado de Israel. Ahora la actitud de Washington es también una acción positiva en favor del diálogo y la paz.
Las conversaciones de Túnez, aunque decisivas por la novedad que suponen en la posición norteamericana y el giro que implican en su política hacia el Próximo Oriente, se limitan a una toma de contacto y a un intercambio de informaciones y de opiniones. No obstante, el acercamiento norteamericano-palestino conlleva una doble actitud para la diplomacia estadounidense: por un lado, conocer y valorar las propuestas y deseos palestinos; y por otro, tratar de convencer a sus aliados israelíes de la necesidad de que adopten la misma actitud. Pero aunque Israel parece así quedarse solo y sin argumentos para rechazar el diálogo con la O. L.P., el gobierno de I. Shamir se niega a emprender tal acción.
La U. R.S. S., por su parte, también ha actuado para no quedar excluida de esa posible negociación en favor de la paz y poder participar en ella como mediador. Para hacer valer su presencia en la cuestión del Próximo Oriente, de la que nunca se ha desentendido, en febrero de 1989 el ministro de Asuntos Exteriores soviético realizó sendas visitas a Siria, Jordania y Egipto, donde además se entrevistó con Y. Arafat. Con esta iniciativa diplomática la U. R.S. S. acepta entrar, con condiciones, en la preparación y negociación de la paz en esta región, en el marco de las nuevas relaciones Este-Oeste y la cooperación entre las dos grandes potencias mundiales.
Un nuevo intento de avanzar en estas negociaciones se registró también en los primeros meses de 1989 con la actividad política centrada en Washington. Mientras EE. UU. mantenía su vía abierta con la O. L.P. en Túnez, el presidente Bush recibió en la capital norteamericana, sucesivamente, al presidente egipcio H. Mubarak y al rey Hussein de Jordania; y entre ambos, en abril, la visita más comprometida la del jefe de gobierno israelí I. Shamir.
EE. UU. reconoce que existen tres condiciones ineludibles para la paz en el Próximo Oriente: que Israel ponga fin a su ocupación, que se reconozca a los palestinos el derecho a tener su propio Estado, y que se negocie con la O. L.P. como única forma de preparar una solución al conflicto, basándose en el principio del intercambio de «territorios por paz». Pero estos tres puntos son rechazados sistemática y totalmente por I. Shamir, y de ahí la ambigüedad de su posición política ante el presidente Bush, manteniendo su plan de celebrar elecciones en los territorios ocupados, pero sin reconocer a la O. L.P., y reprimiendo la «Intifada» aplicando la fórmula del intercambio de «piedras por balas».
En el verano de 1989 el secretario de Estado norteamericano J. Baker expuso un llamado «Plan de Paz» de cinco puntos, que no constituyen exactamente un plan, sino una relación de precisiones sobre las condiciones para la apertura de un diálogo entre la O. L.P. e Israel. El origen de esta oferta se encuentra en la reciente intensificación de los esfuerzos para salir del estancamiento a que ha llevado la propuesta israelí, hecha en mayo, de celebrar elecciones en los territorios ocupados, más conocida como Plan Shamir. La O. L.P. aceptó esta propuesta, pero con dos condiciones inaceptables para el gobierno israelí: retirada previa de las tropas de Israel y supervisión internacional. Pero tanto israelíes como palestinos rechazaron los puntos claves de este llamado Plan Baker.
A pesar de estos planteamientos e intenciones el proceso de paz no ha avanzado. La reunión cumbre con carácter extraordinario de la Liga Árabe celebrada en Bagdad en mayo de 1990 para tratar principalmente sobre los dos problemas que aquejan a los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania: el continuado apoyo de EE. UU. a Israel, y la permisividad de las grandes potencias hacia la política de emigración no restringida de los judíos soviéticos a Israel, responsabilizó a EE. UU. de prolongar la crisis del Próximo Oriente con su apoyo a Israel, constituyendo el problema de la ocupación israelí el núcleo central de la resolución adoptada, mientras que no se pronunció en contra de la U. R.S. S. por el asunto de la emigración de sus judíos. Por el contrario, como ha escrito J. Virgilio Colchero, el gobierno de Israel parece decidido a arreglar las cosas a su manera, es decir, preparando la anexión de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania, expulsando a los palestinos que viven en esos territorios hacia Jordania, y siendo colonizadas tales tierras por los judíos soviéticos que vayan llegando a Israel, con lo que Gaza y Cisjordania se convierten en un polvorín.
Otro hecho que ha contribuido al agravamiento de la situación ha sido la decisión norteamericana, tomada en junio de 1990, de suspender las negociaciones con la O. L.P. mientras ésta no condene un atentado fallido de una organización árabe extremista contra territorio israelí. Esta decisión estadounidense ha sido rechazada por la O. L.P. —que la explica por el fracaso al no haber conseguido de Israel una negociación de paz— y por la Liga Árabe, y recibida satisfactoriamente por Israel y por las organizaciones árabes extremistas opuestas a las negociaciones de paz preconizadas por Y. Arafat. No obstante, y pese a la ruptura, J. Baker ha dejado la puerta abierta a la reanudación del diálogo con la organización palestina. Por su parte, H. Faydi considera que después de transcurridos dos años de la iniciativa de paz palestina, ni EE. UU. ni Europa, pese a sus buenos propósitos, han conseguido variar la posición de intransigencia israelí sobre la ocupación de Gaza y Cisjordania, ni el hecho de que el gobierno israelí de I. Shamir está formado para la guerra.
Pero a estas alturas de finales de 1990, cuando la «Intifada» parecía haberse encallado —aunque después se ha reactivado— y la amenaza fundamentalista se infiltra en las filas palestinas y en los Estados árabes con una larga trayectoria laica, se hace más urgente encontrar una vía para la paz. La cuestión básica sigue siendo si Israel acepta o no el principio de paz por territorios, quedando claro que para el Likud —actualmente en el gobierno israelí— la respuesta es negativa, aunque se pueden entrever otros matices entre la sociedad israelí y en el Partido Laborista de Israel presidido por Simón Peres sobre esa postura de intransigencia que aleja de la paz.