XXXIII
Conclusión
Sánchez, instigado por su famoso amigo Delgadillo, puso en práctica sus consejos y pretendió convertir en criminal granjeria el negocio de que lo había encargado Carlos.
Sánchez con la esperanza de realizar felizmente aquella tentativa, que, según Delgadillo, los iba a enriquecer, pidió nuevos plazos y alentó a sus acreedores; se proporcionó algunas cantidades, de las cuales participó Delgadillo, y ambos amigos se entregaron de nuevo al mundo de los castillos en el aire, y a las más risueñas esperanzas para el porvenir.
Pero un día Sánchez fue recibido por el jefe de su oficina en un gabinete reservado; y en una larga peroración hubo de probarle su torpe y pérfido manejo.
Sánchez cogido en la trampa, empleó todos los recursos que le sugería lo difícil de su situación; hizo una triste pintura a su jefe del predicamento en que se encontraba, apeló a su conmiseración, a su buena alma y a todo lo que en aquellos momentos terribles para Sánchez, le pudiera ofrecer un hilo a que asirse; pero aquello no tenía remedio y la completa ruina de Sánchez estaba formalmente declarada.
En ese mismo día salió Sánchez de palacio, para no volver más.
—Amigo Delgadillo, esto no tiene remedio —le dijo Sánchez a su amigo el día de su destitución—; me sigue soplando la de malas y ya lo ve usted, todos mis amigos me abandonan, y… sacrifíquese usted para esto, haga usted méritos, preste usted importantes servicios a la causa, para que le den a usted este pago, para que lo quiten a usted de su empleo, so pretexto de que se maneja usted mal, y todo es por colocar un ahijado. Decididamente no se puede servir al gobierno; pero ya lo verá usted, amigo Delgadillo, ya verá usted caer al indio; el país ya no puede aguantar esta tiranía; todo el país está cansado de ser patrimonio de unos cuantos, y nosotros los hombres honrados, los liberales de buena fe, los que hemos luchado por la Reforma y por la libertad, nos vemos postergados y en la calle, y despreciados por los que están arriba; pero ya se acabará todo esto, amigo Delgadillo, y yo seré uno de los que dé hasta la última gota de su sangre por derrocar este estado de cosas que ya no se puede tolerar; ¡esto es un escándalo! ¡Ya verá usted! ¡Ya verá usted!
—¿Qué es lo que ha pensado usted hacer señor Sánchez?
—¡Cómo qué! ¿Usted no sabe cómo está la cosa?
—No.
—Pues esto no dura dos meses.
—¿Es posible?
—Estamos trabajando.
—¿En qué sentido?
—En tirar a don Benito.
—¿Y caerá?
—¡Júrelo usted!
—¿Y usted va…?
—¡Voy a lanzarme a la revolución!
—¡Pero señor Sánchez!
—¡A la bola!
—Pero mire usted…
—¡A la bola!
—Puede que no salga todo tan bien.
—¡A la bola! ¡Vámonos! ¿Qué dice usted?
—Vea usted, señor Sánchez, yo me quedo bien aquí; éstas no son mis ideas, pero mal que bien se vive; y lo que es la bola ya no es tan fácil como antes. Vea usted que este señor presidente tiene mucha suerte.
—¡A la bola, y ya lo verá usted dentro de poco! Y supuesto que usted no se decide, adiós, amigo Delgadillo.
—Adiós, señor Sánchez.
En el mismo día Sánchez salió de México, lanzándose a la revolución, en lugar de lanzarse a la cárcel y a la miseria.
Sánchez pernoctaba en Cuautitlán, a la sazón que en México la Chata corría en busca de Ricardo.
Ya hemos dicho que para la Chata no había dificultades, y no tardó en encontrar a Ricardo.
—¡Chata! —exclamó éste al verla.
—Un negocio gravísimo.
—¿Qué pasa?
—Vamos a salvar a Amalia.
—¿De qué?
—De la muerte.
—¡Cómo es eso!
—Vamos, traigo un coche; por el camino le contaré a usted.
Apenas tuvo tiempo la Chata de enterar a Ricardo de la situación de Amalia, porque el coche volaba. Llegaron a la casa y tocaron fuertemente a la puerta.
Nadie respondió.
Tocaron de nuevo con una precipitación desesperada.
Sólo el eco de sus propios golpes contestaba a su inquietud.
Unieron sus esfuerzos para echar la puerta abajo, y entretanto su imaginación les hacía concebir horribles ideas que no querían comunicarse.
De repente, Ricardo se apartó de la puerta hacia el centro de la calle, e inspirado por una buena idea subió por la ventana de hierro, cuya parte superior estaba distante del balcón un corto trecho.
La Chata no habló, pero respiró un momento, y se puso a escuchar.
Un instante después de haber entrado Ricardo por el balcón, la Chata oyó un grito: después nada: le faltaron las fuerzas y se dejó caer en el dintel de la puerta.
Pasaron largos instantes de un silencio espantoso.
—¡Ricardo! —gritó la Chata haciendo un esfuerzo.
En seguida oyó los pasos de Ricardo que bajaba a abrirle.
No bien pudieron comunicarse, se abrazaron y lloraron los dos, después subieron lentamente la escalera.
Amalia se había puesto el mejor de sus vestidos para acostarse.
¡Estaba muerta!
Cerca de la cama había un vaso con un sedimento blanco.
Al día siguiente daban fe del hecho doña Ceferina, doña Anita y doña Felipa.
Si el benévolo lector tiene algún interés en saber el paradero de los personajes cuya historia queda pendiente, encontrará satisfecha su curiosidad en la siguiente novela, que se titula: Las gentes que son así y constituye el decimosexto tomo de La linterna mágica.