VI

La casa de Sánchez

El lector no conoce de la casa de Sánchez, más que el tocador de Amalia y la sala.

Le invitamos a pasar adelante.

En la asistencia, que es una pieza alfombrada y en la que a pesar de lo costoso de algunos muebles, reina cierto desorden y desaseo, estaba instalada hacía dos horas una verdadera tertulia.

En un sillón verde estaba don Aristeo.

Don Aristeo era un hombrecito de edad dudosa aunque podría tener cincuenta años; era magro, de pelo negro entrecano, gruesas cejas y mirada huraña; tenía los ojos constantemente ribeteados por una línea roja y los lagrimales espaciosos y rubicundos; estaba envuelto en una capa parda y paseaba sus miradas alternativamente sobre cada uno de los personajes que iban tomando la palabra.

Don Aristeo era compadre de Sánchez.

—¡Pobre de mi hermano! —decía doña Felipa, mujer entrada en edad, trigueña y un tanto extenuada por una tos que padecía—. ¡Pobrecito! Ya no es posible ver lo que se sacrifica; el hombre trabaja, el hombre se afana, el hombre está pendiente de todo y de todos con una asiduidad y con una constancia ejemplares.

—Es una presea el señor de Sánchez —dijo una anciana con voz de sochantre—; si no fuera porque es un poco hereje yo lo querría más.

—¡Cómo hereje! —dijo doña Felipa—, usted llama hereje a todos los hombres ilustrados, a todos los que no participan de las preocupaciones de usted.

—¡Ave María Purísima! Felipita, si comenzamos a hablar de política, resulta lo del otro día.

—Eso no es política.

—No será, pero como es usted pura defiende usted todas esas cosas.

—Yo no soy pura, soy liberal, porque soy ilustrada y a mucha honra lo tengo —replicó doña Felipa haciendo dos contorsiones.

—Que lo diga el señor don Aristeo que es hombre docto —insistió la vieja chocolatera.

—Ya sabe usted, mi señora doña Anita —contestó don Aristeo—, que no me gusta meterme en cuestiones de ese carácter; yo soy el primero en lamentar los extravíos de la impiedad y de la Reforma, y acá a mis solas y por evitarme de controversias tengo muy presente en mis oraciones a todas las almas descarriadas por cuya salvación ruego a Dios Nuestro Señor todos los días.

—¡Quiere decir que usted también cree que el pobrecito de mi hermano es hereje!

—Mi estimado compadre y amigo, su hermano de usted, es una persona para mí sagrada porque basta que le coma el pan para que yo tenga el deber de respetarlo; pero no obstante, ya algunas veces le he predicado, en descargo de mi conciencia; mi compadre es un bello sujeto y siento en el alma que esté contaminado con las ideas nuevas; estas ideas, mi señora doña Anita, que han perdido y están perdiendo tantas almas.

—Eso, eso, señor don Aristeo, las ideas; Felipita tiene esas ideas y por eso se incomoda cuando le digo pura.

—Ya he dicho que no soy pura sino liberal, y que una cosa es que uno tenga ideas de ilustración y otra que sea hereje como se permite llamarme la señora doña Anita, persona que no porque peina canas está autorizada para tratarme así.

—Lo siento mucho, Felipita, pero es cierto; y si no, vamos a ver: ¿usted dónde oye misa? ¿A que no me lo dice usted, mi alma?

—Oiré misa donde me dé la gana; yo no soy hipócrita ni necesito hacer alarde de devota ni probarle a nadie lo que creo.

—¡Qué tal! —gruñó doña Anita—, ¡qué tal! Ya salió cierto, ¿no lo dije? Está usted excomulgada, y como que sí.

—¿Yo excomulgada? Mire usted, señora doña Anita, que tengo muy mal genio, y en tocándome las generales y sobre todo a cosas de conciencia, no veo pelo ni tamaño y…

—Adiós —dijo la vieja—, me va a comer.

—¿Qué sucede? —gritó un pollo en mangas de camisa que se estaba poniendo la corbata—. ¿Quién grita aquí, quién alborota? Quién había de ser, tía Anita; siempre que viene hay una camorra y en presencia de don Aristeo; contenga usted a esa gente, respetable señor.

—Yo no me mezclo en esos asuntos, son cuestiones muy delicadas sobre todo tratándose de señoras.

—Me alegro que te descolen —dijo la vieja chocolatera—: los niños tampoco deben meterse en esas cosas.

—¿Quién le ha dicho a usted que no? Los niños de hoy sabemos más que todas ustedes las octogenarias, apergaminadas y ridículas; y siempre que usted, tía Anita, venga a alborotar mi casa, ha de oír mi lengua.

—¡Cállate, maldiciente, herejote!

—Y usted, arpía, rata de sacristía, Madre Celestina: déme usted un polvito, Madre Celestina; usted debe reducirse a rezar su rosario y dejarnos a nosotros en libertad de hablar y de discurrir según el espíritu de la época.

—El espíritu corrompido de la época.

—Que no es la de usted, sino la de los libres pensadores.

—Eso eres tú, tú eres libre pensador.

—Sí, a mucha honra lo tengo, porque soy un hombre libre.

—Un libertino querrás decir, ¡Dios me libre de ti! Tú sí que estás excomulgado, hereje; no tengo más consuelo sino que allá abajo, en el purito infierno, es en donde vas a recoger el fruto de tus libertades y sus ilustraciones.

—El infierno salió borrego, tía Anita, ya no existe más que para las viejas como usted que son las únicas dignas de permanecer en la tierra caliente por toda la eternidad.

—Ya quisieras ser tan buena cristiana como yo.

—Vamos, vamos, que se acabe la disputa, señora —dijo don Aristeo con aire de suficiencia y conociendo que la cuestión tomaba un carácter alarmante.

Reinó de pronto el más profundo silencio.

Las escenas de esta clase, se repetían con frecuencia en la casa de Sánchez; y como quiera que lo que allí pasaba reconocía cierto origen que importa a todos conocer, procuraremos dar más detalles acerca de la formación de aquella colonia doméstica, que buenamente se daba a conocer con el nombre de la familia de Sánchez.

Sea Sánchez el tronco, y examinémosle.

Sánchez como hemos dicho ya, era un personaje nuevo, fruto maduro del ánden y ténganse de nuestras cosas, resultado inmediato del torbellino revolucionario. Sánchez, oscuro, pobre e ignorante, hubiera muerto en su pueblo llorado por unas cuantas buenas gentes.

Pero diole por cursar la ciencia política con el tendero de su pueblo, que recibía algunos periódicos de México; fue amigo del prefecto, y como tal tuvo que ver, primero con la Junta Patriótica, después con el Ayuntamiento, luego con la Junta de Instrucción Pública; y poco a poco Sánchez, el oscuro Sánchez, se fue haciendo persona; no aprendió la política ni la historia, ni en otros libros, sino de oídas con los que hacen la política, que son los verdaderos maestros.

En poco tiempo ya Sánchez sabía que la política eleva a los hombres.

Que en política, el fin justifica los medios.

Que se debe trabajar para sí propio, haciendo creer que se trabaja por los demás.

Que en política, todos son escalones.

Que es necesario tener mucho cuidado con el patriotismo, porque éste suele, si es bueno, ser un ingrediente que destruye las más sólidas bases de cierta política.

Que también es necesario tener mucho cuidado con el corazón, porque los políticos no deben tenerlo.

Que por las circunstancias climatéricas y de otro género del país, la fuerza de inercia es una de las fuerzas más provechosas, como se sepa manejar, etcétera, etcétera.

Cuando Sánchez supo todo esto, fue ya político y aun se lanzó al editorial con brío y con fe, para ceñirse el doble laurel del periodista.

Sánchez era ya presentado a las notabilidades revolucionarias como político y como periodista, todo lo cual le permitió hincar un diente en la ley de 25 de junio, volviéndose propietario.

Se adjudicó iglesias, cementerios, casas, solares, coros, sacristías, ranchos y capitales.

Sánchez, en esa época feliz de la desamortización, no necesitó más que abrir la boca para decir en papel sellado: esto es mío.

No se necesitaba más. Cierto es que la ley había tenido la honradez de decir vendo; pero los compradores sabían mejor que la ley dónde les apretaba el zapato, y compraban con todos los requisitos legales, suprimiendo la insignificante formalidad de entregar el dinero.

Sánchez aprendió a hacer fortuna como había aprendido a hacer política: de una manera expeditiva y sin complicación ni grandes cálculos.

Cuando Sánchez tuvo un papel en la mano, en el que la ley lo investía con el carácter de presunto dueño, Sánchez haciendo poco caso del presunto, vendió lo que no podía comprar, porque no tenía con qué.

Y resolviendo con facilidad el difícil problema de vender lo que no había comprado, encontró la piedra filosofal.

Por supuesto, que una vez en posesión de esta piedra rara, Sánchez fue otra cosa.

El dinero hizo como siempre su transformación; le dio a Sánchez ese tinte que sin tener color puede llamarse dorado, y Sánchez comenzó a ser un sujeto muy apreciable.

Como todo le cogía en deseo, se emborrachó seguido con champagne, se mandó hacer mucha ropa, compró muchas cadenas de reloj y muchos brillantes, comió mucho hasta engordar y se volvió pulcro de la noche a la mañana.

No pudo tolerar una camisa de dos días, y se admiró en su interior de haber podido vivir treinta años sin calcetines.

Al poco tiempo, Sánchez se olvidó de su pasado. ¡Ingrato!

Una de las cosas que se le avivó a Sánchez con la opulencia fue el amor; de pacífico se tornó en ardiente, y también se admiró de cómo había podido amar a lo pobre.

Sánchez tuvo muchos amigos y muchas amigas, pero entre todas Amalia se llevó la palma y fue por lo que Sánchez se llevó a Amalia.

Como Sánchez no era inerte en materia de leyes ni de política, ni mucho menos en cánones, pues como hemos visto estudió en la tienda del pueblo todo lo que sabía, resultó casado por el mismo procedimiento expeditivo por el que había resultado rico; no encontrando inconveniente en que así como había suprimido el dinero para comprar podía suprimir la bendición para casarse, y así como había vendido antes de comprar, bien podía llevarse a su mujer antes de casarse con ella.

En todos casos Sánchez iba siempre a su fin por el camino más corto, y este sistema le había probado perfectamente.

Tal era Sánchez.

Siempre fue solo; pero desde que enriqueció, tuvo, no una familia sino una colonia doméstica, que dará todavía materia a nuestras habladurías.

Hablaremos de don Aristeo.

Don Aristeo era el ad reventandum de Sánchez. Nótese que todos los personajes, especialmente de los acabados de hacer, tienen un don Aristeo.

Don Aristeo conoció pobre a Sánchez. Don Aristeo había emprendido la carrera eclesiástica; pero las leyes de Reforma aguaron sus proyectos santos, y se quedó sabiendo más de sacerdote que de seglar.

Con motivo de las leyes de Reforma, don Aristeo se dedicó al estudio de las grandes cuestiones que se suscitaron entonces, y aún se permitió dar a la prensa, aunque no con su nombre, algunos largos opúsculos combatiendo el matrimonio civil, la libertad de cultos, la independencia de la Iglesia y el Estado, y otros varios asuntos de no menos importancia.

Estos estudios le dieron cierto valimiento con el clero herido, y fue don Aristeo objeto de señaladas distinciones por parte de algunos doctos señores de la Iglesia católica.

Prestóse don Aristeo a administrar ciertos bienes ocultos de acuerdo con Sánchez, bienes sustraídos a la rapacidad de la ley de marras, y que aún permanecen ayudando al culto, aunque bien seguros ya de los famélicos adjudicatarios.

Don Aristeo, como se ve, profesaba ideas diametralmente opuestas a las de Sánchez: pero Sánchez era su compadre y le debía tantos favores, que los dos compadres llevaban algunos años de dar el espectáculo de una rata y un gato en la misma jaula.