XXXII

Soledad del alma

Hay en cierto lugar de México una calle que en su acera que ve al norte tiene algunas casitas como la que vamos a describir.

El propietario, deseando construir habitaciones con las comodidades necesarias para una familia reducida, levantó, en lo que algunos años ha era un solar, una casa cuya planta baja la forman una pieza que da entrada a otra, que pudiera ser sala, a un pequeño patio donde hay una cocina y un lavadero, y a la vez da paso a una escalera de madera que conduce a la planta alta, compuesta de tres piezas y un pequeño corredor.

Allí vivía Amalia.

Su menaje era triste y pobre: un catre de fierro, algunos baúles, algunas sillas y una mesa.

Realmente el tiempo se había desplomado sobre Amalia; estaba inconocible: no obstante, un observador hubiera podido notar los restos de un esplendor que había muerto ya.

Amalia no había abandonado el corsé, y el corte de sus vestidos traía reminiscencias de época mejor; algunos objetos de lujo contrastaban con el menaje y la soledad de aquella casa, a donde sólo habían entrado Amalia y la Chata.

Amalia llevaba muchos días de no llorar y en su conversación había podido notar la Chata cierto desorden de ideas que ésta atribuía a falta de alimento y nutrición. Efectivamente, Amalia iba olvidando el comer.

Estaba servida por una sola criada: los días y las noches se sucedían para Amalia de una manera triste, lenta y monótona.

En los momentos en que volvemos a verla, acababa de pasar uno de sus días más amargos; estaba sentada en un taburete cerca de una ventana; las sombras se habían enseñoreado en su habitación desmantelada y reinaba allí un silencio profundo; sólo los últimos reflejos del crepúsculo le prestaban una tinta opaca y mortecina.

Amalia llevaba dos horas de no cambiar de actitud; no se había movido durante ese tiempo, y aquella inmovilidad, el color gris de su vestido y la luz triste que la iluminaba hacían recordar esas grandes aves nocturnas que, en el recodo de algún añoso tronco, esperan graves e impasibles que el sol acabe de ocultarse para tender las alas y lanzarse entre las sombras a sus rapiñas, a sus depredaciones y a sus amores.

Amalia nada esperaba, Amalia no tenía ningún amigo: la habían abandonado todos y algunos cumplimientos fríos, algunos gestos de desdén mal disimulados, habían sido las últimas demostraciones de su mundo anterior. Amalia había recogido uno a uno esos restos de consideración y había llorado sobre ellos, como había reído antes sobre las flores que le arrojaban al pasar.

¡Cuán desgarradora era la amargura de Amalia! La soledad de su alma se parecía a las ruinas de esos templos profanados que se desmoronan, y cuya nave recuerda todavía los raudales de oración que desde allí se elevaron al cielo.

Amalia no tenía la resignación del sufrimiento, ni su dolor era engendrado por el deseo de ocupar de nuevo el pedestal de que había descendido; las lágrimas de Amalia eran las lágrimas de la desolación de su alma.

Amalia, como sabemos ya, no había tenido nunca en el mundo otro culto que el de su propia persona, y pasando por alto las arduas cuestiones de moral y deber, casi no le había alcanzado el tiempo más que para vestirse, para cuidarse, para mimarse a sí misma; había encontrado la suprema felicidad en un holán encañonado, en un corsé que le pudiera disminuir el volumen del torso, o en un velo que pudiera hacer creer, entre él y el albayalde, que el espectador tenía delante una beldad incomparable.

Amalia no había puesto jamás en duda la acepción lata de la galantería: cuando le decían hermosa lo creía justo, y todo elogio acerca de su persona era para ella la expresión de la verdad y la justicia.

Se había acostumbrado a ver venir los hombres hacia ella, siempre trayendo en las manos el prospecto de su entusiasmo, la seguridad de su conquista o cuando menos una flor; de manera que cuando Amalia notó en los hombres que la rodeaban los primeros síntomas de tibieza y luego de desvío, encontró este proceder tan desusado e injustificable, que le preguntó mil veces al espejo si los hombres habían cambiado todos simultáneamente, o la misma Amalia había sufrido una transformación incomprensible.

Bastaron algunos días de sufrimiento para que Amalia fuera impotente contra los estragos del tiempo, y la vejez, detenida ante la barricada de un tocador bien provisto, se desplomó de pronto sobre Amalia, apoderándose con la avidez de un buitre de sus pómulos, de su dentadura, de su laringe, de sus hoyuelos, de sus cabellos y de todos sus encantos.

Jamás el tiempo ha confeccionado una vieja más rápidamente; jamás el atractivo femenil ha huido en más vergonzosa derrota; y como en este cambio de decoración nada quedaba en aquel templo que Amalia se había erigido a sí misma, ídolo y adoradores habían desaparecido repentinamente.

Sacó a Amalia de su enajenamiento un acontecimiento inesperado; tocaban a su puerta.

Amalia abrió la ventana y a pesar de las sombras conoció a la Chata.

Un momento después, Amalia conducía de la mano a su antigua amiga, al través de la oscuridad de la habitación, y la hizo sentar.

—¿Qué haces? —le preguntó la Chata.

—Ya lo ves, morirme.

—Pero esto no puede ser, Amalia; es necesario pensar en que cambies de vida: te has encaprichado en matarte lentamente, y no hay razón que te aparte de tus necias resoluciones.

—No tengas cuidado, Chata, todo va a concluirse: afortunadamente viniste: quería decirte adiós.

—¡Amalia! ¿Qué estás diciendo?

—¿Por qué te sorprendes? Ya sabes cuánto he odiado a las viejas; yo nunca he querido llegar hasta allá y tenía razón. ¿Quieres que espere todavía más desengaños? Ya lo ves, todo el mundo ha desaparecido: estoy sola, sola… y fea.

—Pero si prescindes del deseo de figurar como mujer en el mundo galante, tienes aún por ventura muchos días delante que consagrar a tu alma.

—¿Vieja rezadora? ¿Yo convertida en una bruja de sacristía? No lo creas, Chata, parece que no me has tratado tantos años.

—¿Y tu salvación?

—Mi salvación es la muerte.

—¿Y tu alma?

Amalia se encogió de hombros y después de una pausa dijo:

—¿Crees que haya en el mundo placeres para mí?

—Bastante has gozado ya en el mundo; ahora podrías gozar…

—¿Cómo?

—Practicando la virtud.

—¿Soy acaso virtuosa?

—Practicando la caridad.

—Caridad que necesito para mí, ¿o pretendes que dé limosna en lugar de pedirla?

—Por Dios, Amalia, que estás inconocible.

—Al contrario, ahora es cuando empiezas a conocerme. Yo no tengo la culpa de haber nacido en una época en que para valer algo la mujer necesita ser reina aunque haya nacido pobre; estoy persuadida de que mi misión ha concluido; pretender vivir sería lo mismo que aceptar en la vida un papel al que nunca he podido avenirme; yo no nací para ser pobre ni fea; prefiero la muerte al desprecio de las gentes.

Había en el acento de Amalia cierta expresión de seguridad y de firmeza, que revelaba que sus resoluciones eran irrevocables y el resultado de una larga meditación.

La Chata lo comprendió así, y se espantó juzgando que su amiga había llegado al colmo de la desesperación.

—Amalia, sean cuales fueren tus resoluciones, óyeme: venía, no sólo a consolarte, sino a darte noticias… noticias de Ricardo; iba a decirte además que tu vida va a cambiar completamente, y que debes desechar esas ideas lúgubres… y sobre todo, ofréceme que no vas a hacer una barbaridad.

Amalia no pudo contener un ligero quejido.

—¿Qué tienes? —preguntó la Chata, perdiendo cada vez más el aplomo y la serenidad que solía tener en las situaciones difíciles—; ¿qué tienes? ¿Acaso has tomado algo…? ¿Estarás envenenada? ¡Amalia! ¡Amalia!

Y la Chata se deshizo en lágrimas arrojándose en brazos de su amiga.

—Tranquilízate, Chata —le dijo Amalia al cabo de un rato y con el mismo tono de voz con que había hablado anteriormente—; ya sabes que nada te oculto, y lo que es en esta ocasión no me permitiría engañarte. Cuando esté próximo mi fin te llamaré para que cierres mis ojos; pero todavía no es tiempo: pueden alcanzarme las fuerzas para vivir un poco más… pero nada más un poco; por hoy, debes creerme, estoy bien, porque me ha parecido ridículo morir en sábado: éste es un día funesto para mí.

Costó, sin embargo, mucho trabajo a Amalia tranquilizar a la Chata, quien, después de haberle exigido mil protestas y juramentos, le preguntó:

—¿Y tu criada?

—No está en casa; pero ya vendrá.

—¿Estás sola?

—Como siempre; yo estoy sola siempre.

La Chata, a pesar de todo, no quería dejar sola a Amalia, pero a la vez pensaba que era urgente arrancar a su amiga de allí y hacerle cambiar radicalmente de modo de vivir; sabía efectivamente que Ricardo había vuelto a México, y se propuso servirse de él para arrancar a Amalia de los brazos de la muerte; de manera que, ofreciendo volver en aquella misma noche, se despidió de Amalia.