XXVI
La tribulación de Sánchez
Sánchez entró a su casa a las ocho de la mañana del día siguiente, y venía abrumado de malestar y de tedio.
La luz de aquel día había brillado siniestra ante sus ojos, y la realidad de su situación pesaba sobre su alma como una carga insoportable.
La saciedad de su reciente vigilia había agotado en su alma ese conjunto de aspiraciones y de deseos que prestan al hombre el vigor y la esperanza; el mundo se despojaba ante sus ojos de todo encanto y la perenne amenaza de su ruina le trazaba triste, desierta, la senda de su porvenir.
Sánchez había adquirido en aquellos momentos cierto poder de fantasía, cierta lucidez de ideas que no eran comunes en él: no parecía sino que relajadas sus fuerzas físicas, abandonaba su cuerpo a su precisa reacción y todas sus facultades morales estaban como bajo el influjo de una exacerbación febril.
Sánchez después de una larga y silenciosa concentración, exclamó sin sentirlo:
—¡Qué horrible es ver claro!
Efectivamente, Sánchez estaba viendo claramente su inevitable mina, y al volver los ojos al hogar doméstico, al buscar ese consuelo de la confidencia familiar y de las mutuas intimidades, encontraba su casa vacía; y allí, donde creía encontrar una compensación, estaba el embrollo y la guerra doméstica: reo del delito de infidelidad, sufría la pena del talión, considerando a Amalia próxima a abandonarlo y a las gentes que lo rodeaban recelosas y hurañas, esperando el fin de aquel estado de cosas, efímero y deleznable; leía en cada semblante la desconfianza, en doña Felipa una reserva extraña; en su compadre un ojo penetrante que le adivinaba a su pesar todo lo que Sánchez pensaba; en sus criados veía acreedores pasivos, pero en cuyo semblante leía Sánchez aquella mañana precisamente un secreto reproche y un disgusto mal disimulado.
En un momento iba a ver desaparecer el conjunto de apariencias de rico que le rodeaban, para convertirse tal vez en reo entregado al desprecio de las gentes y al poder de los tribunales.
Hacía diez días que Sánchez había tocado a varias puertas, que había recurrido a ciertos amigos, de cuya amistad y poder no debía dudar, y uno a uno, con diversos pretextos y de distintos modos, se habían excusado, haciéndole perder una por una todas sus esperanzas.
El abogado encargado de algunos de los asuntos de Sánchez, no tenía ya por su parte ninguna fe en prolongar la situación; la fuerza de inercia estaba agotada, la transitología judicial recorrida, los plazos al vencerse y todo en fin, auguraba que Sánchez bajaría en breve de su falso pedestal para ser entregado al desprecio público.
Un mundo de reflexiones acudía a la imaginación de Sánchez, y agobiado con sus propios pensamientos, había permanecido más de una hora y media sentado en un sillón y sin cuidarse de nada de lo que inmediatamente le rodeaba.
Don Aristeo, interesado como estaba en ponerse al tanto de los asuntos de la casa, hacía también largo rato que había aparecido a la puerta de la pieza en que estaba Sánchez, pero al verlo tan abstraído, don Aristeo prefirió guardar silencio.
Un profundo suspiro se escapó del pecho de Sánchez y como si temiera que aquella verdadera expresión de su estado moral fuese sorprendida por algún importuno, volvió la cara en torno suyo, para cerciorarse de que estaba solo, cuando vio a don Aristeo casi frente a él.
Sánchez se estremeció, como el culpable cogido infraganti, y procurando reponerse exclamó:
—¡Ah!, ¿es usted, compadre?
—Sí; venía a saber si ha habido novedad.
—No: ninguna —dijo Sánchez haciendo un esfuerzo para aparentar serenidad, y en seguida agregó:
—¿Ha venido alguien a buscarme?
—Los de siempre —exclamó tranquilamente don Aristeo.
—Bórreme usted de todos los periódicos, ya no quiero periódicos, no he leído uno solo, están muy insulsos, todos dicen una misma cosa.
—Bueno —contestó don Aristeo.
—¿Y Amalia?
—¿Amalia? Bien, no ha habido…
—Quisiera hablar con ella.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Vea usted, compadre, hoy parece que está usted mal dispuesto, después del reciente disgusto y de…
—Es que estoy decidido a tomar una determinación.
—Ya veo que eso es indispensable; pero si a usted le parece empezaremos por lo que más importa.
—¿Y a qué asunto le da usted la preferencia, compadre?
—¡Cómo a cuál! Al de la finca de Oaxaca; vea usted que mientras más tiempo se pase…
—Bien; pero ya sabe usted que la dificultad es el dinero; ya sabe usted que yo no puedo disponer por lo pronto de un centavo.
—Suprimiendo algo…
—¿Algo? ¿Qué quiere usted que suprima?
—Podía usted hacer un ahorro de 300 pesos.
—¡Ah! —dijo Sánchez—, ¡ya, ya sé adónde vamos a parar!
—Ya verá usted —añadió don Aristeo—, que eso lo concilia todo; me da usted 300 pesos en señal de trato, y tiramos en seguida la escritura en la que cedo a usted todos mis derechos y acciones.
Don Aristeo y Sánchez se engolfaron en el intrincado negocio de la casa de Oaxaca, cuyos pormenores ofrecen poco interés para el lector; y después de haber hablado mucho, Sánchez se decidió a prescindir de la cocota, sacrificándola en aras de sus necesidades.
Don Aristeo no pudo contener una exclamación de júbilo, al pensar que con aquellos 300 pesos iba a sustituir a Sánchez en su papel de gran señor al lado de la mujer más encantadora que había visto en su vida.
Iba don Aristeo a suspender aquí su entrevista, una vez que había conseguido su objeto, pero Sánchez le obligó a continuar, haciendo recaer la conversación sobre Amalia.
—Compadre, yo no quería decir nada y aún creo que no será nada tampoco; pero Amalia…
—Amalia, ¿qué?
—Amalia no está en casa.
—La verdad, no.
—¿Adónde fue?
—Dicen que a la casa de la Chata.
—¿No durmió aquí anoche?
—No, no, compadre; anoche no durmió…
Sánchez montó en ira; se puso hecho un energúmeno, pateó y se propuso armar un escándalo; mandó llamar a doña Felipa a fin de que buscara a Amalia en la casa de la Chata.
—Yo creo que todo eso es inútil —dijo doña Felipa—; a mí nadie me quita de la cabeza que Amalia se ha ido con intención de no volver más; la Chata ha estado aquí y se llevó algunos bultos de ropa y no sé cuántas cosas más.
—¿Y tú lo has permitido?
—Qué había yo de hacer; ya sabes que no me gusta meterme con Amalia, y debido a esa prudencia hemos podido estar en paz; pero digo lo que me parece, porque ya sabes que todo lo observo.
—Esto no se puede quedar así, compadre, voy a dar pasos; voy a ver al gobernador, a la policía, y a todo el mundo.
—Poco a poco, compadre; es necesario tener mucha prudencia en estos asuntos.
—¡Prudencia cuando le juegan a uno las barbas! ¡Prudencia cuando esta mujer, por quien tanto me he sacrificado, se va de mi lado sin decir una palabra!
—Razón de más para suponer —dijo don Aristeo— que acaso no se haya marchado para no volver, porque lo que es ayer ha mandado avisar que no se le esperase; y la prudencia aconseja esperar. ¿No le parece a usted bien, compadre?
—Sea por ahora, pero si se pasa el día…
—Ya veremos, compadre, ya veremos.
Al oír las once Sánchez pensó en la oficina, y como era día de quincena, se apresuró para salir de su casa; aunque en materia de quincenas cada una que pasaba era un suplicio para Sánchez viéndolas pasar a ajeno poder.
No bien hubo salido Sánchez, don Aristeo se puso al tocador y volvió a engalanarse como el día en que fue a visitar a la cocota.
—¡Cómo, señor don Aristeo! ¿Estamos de tiros largos?
—Tengo que hacer en los juzgados —contestó don Aristeo, quien tenía ya estudiada su respuesta—. Por fin se ha conseguido algo, parece que mi compadre se decide a hacer la economía de los 300 pesos.
—¡Bueno, bueno! —exclamó doña Felipa—; y quiera Dios que las cosas se compongan, señor don Aristeo.
No necesitamos decir hacia dónde encaminaba sus pasos don Aristeo.
Al llegar al número 3 de la calle en que vivía Ketty, encontró don Aristeo al vagamundo, como si lo estuviera esperando.
—¡Buenos días, señor!
—Buenos días —contestó maquinalmente don Aristeo.
—¿No se le ha olvidado a usted el número?
—¿Qué número?
—El 3.
—¡Ah!, ¿eres tú, pillastre? Toma y ve por donde no hagas daño.
—¡Ah!, ¡qué señor! —dijo el muchacho tomando la propina que le dio don Aristeo, y echando a correr a lo largo de la calle.
Don Aristeo subió y se hizo anunciar.
—¡Mi buen amigo! —dijo Ketty al recibirlo.
Don Aristeo, a pesar de haberse preparado lo bastante para arrostrar con la emoción de aquel momento, estaba temblando.
Cuando se sentó aún le zumbaban los oídos, y la idea de que al entrar allí iba a alcanzar la más tentadora de las dichas que había soñado, lo embargaba completamente al grado que por un largo rato no pudo desplegar los labios.
Para Ketty, aquella emoción de don Aristeo equivalía a una salva de aplausos, y se lisonjeaba su vanidad de mujer, a pesar de la triste figura y los años de don Aristeo, pensando en que su hermosura era la causa de la revolución que se operaba en su visitante.
—No debe usted extrañar —dijo al fin don Aristeo— que me encuentre tan vivamente impresionado en presencia de usted; digo impresionado para expresar… Usted comprende bien el castellano, ¿no es verdad?
—Sí señor, un poco.
Don Aristeo, que había hablado en su vida muy pocas veces con extranjeros, pensaba lo que todas las personas que sólo conocen su idioma; le parecía que Ketty no lo entendía perfectamente; se figuraba que tal vez sus más bellas construcciones gramaticales y sus mejores frases, iban a ser palabras al viento, por no estar al alcance de Ketty.
Don Aristeo deseó de todo corazón saber inglés o francés, o el idioma que conociera Ketty más a fondo, pues deseaba aprovechar todas sus ideas para inspirarle interés y cariño a Ketty por medio de su elocuencia.
—Desde el momento en que usted tuvo la amabilidad de recibirme, manifestándome generosamente que un hombre como yo podía hacerse amar, me abrió usted la puerta de la esperanza, mas…
—¿Cuál puerta, señor?
—Quiero decir, me inspiró usted una esperanza, tal vez la más risueña de mi vida.
—¡Ah!, sí señor, usted debe tener esperanzas en sus minas de usted; las minas dan mucho dinero. ¿Y van bien las minas, señor?
—Perfectamente —exclamó don Aristeo—, hoy debo recibir dinero de las minas, mucho dinero, mucho mones —se atrevió a decir el viejo para darle a su idea más realce, y pensó: «Así está bueno, esto es un golpe certero; sus ojos se han animado y hasta ha sonreído cuando dije mones».
—¡Oh, bien, muy bien! —dijo Ketty.
—Y dígame usted, señorita, ¿supuesto que tengo minas, me será permitido preguntar a usted?
—¡Oh!, sí, puede usted preguntarme.
—Decía yo… preguntar a usted si podría yo… en fin, conseguir que usted me ame.
—Usted lo sabe, señor… yo no puedo decir…
—Porque, oiga usted… creo que Sánchez…
—¡Oh!, ¡Sánchez! ¡Sánchez! —dijo Ketty con cierto enfado—, Sánchez tiene malos negocios y no hace pagos este mes; Sánchez no sabe cumplir.
—¿Quiere decir que no volverá a visitar a usted?
—Sí señor, Sánchez puede venir, pero el señor Sánchez no es amigo mío, yo le recibiré como un otro cualquiera.
Aquello era cuanto don Aristeo necesitaba para ser feliz y sólo pensaba que el tiempo era precioso y que no debía sino emplearlo convenientemente.
Apresuró su despedida proponiéndose volver cuanto antes para fijar definitivamente su posición con respecto a Ketty.