XII

Continúa Sánchez en el camino de su engrandecimiento

Después de algunas piezas ejecutadas en el piano por los profesores, y de otras muy notables acompañadas por los instrumentos que constituían un cuarteto musical, la concurrencia fue invitada a pasar al comedor.

Sánchez, que, a imitación de los demás, había ofrecido el brazo a una señora, atravesó las habitaciones, no sin poner el más minucioso cuidado, aunque con disimulo, acerca de los pormenores que pudiera atrapar sobre los muebles y su colocación, con objeto de tomar nota y aprender ciertos detalles, supuesto que se le presentaba la ocasión de estudiar este punto en una casa de la que Sánchez tenía el más elevado concepto, reputándola como un modelo de buen gusto y elegancia.

El comedor estaba profusamente iluminado por medio de un candil con quinqués, con dos hermosos candelabros de doce luces que estaban colocados sobre la mesa entre dos magníficos jarrones de porcelana que sostenían grandes espejos esféricos; había además encendidos cuatro candelabros o albortantes de pared de siete luces cada uno.

Todo el servicio era de reluciente Cristofle; había hermosos ramilletes colocados en graciosos jarrones, y sobre cada servilleta una tarjeta con el nombre de la persona que debía ocupar el asiento respectivo.

Sánchez ocupó su asiento, y lo primero que llamó su atención fue la manera con que estaban dobladas las servilletas: le pareció muy ingeniosa y se propuso hacer un ensayo con un pliego de papel tan luego como pudiera hacerlo, pues ya le había pasado por las mientes corresponder a Carlos su fina invitación.

Sánchez, colocado entre dos señoras, comprendió que tenía necesidad de no perder movimiento a sus vecinos, para hacer exactamente lo que ellos hicieran en materia de obsequiar debidamente a sus adláteres.

Preocupado con esta idea, se convirtió en autómata imitador de su vecino de enfrente.

—¿Le sirvo a usted de esto? —decía éste.

—¿Le sirvo a usted de esto? —repetía Sánchez.

—Ofrezco a usted, señorita, un poco de esta jaletina, que me parece la más exquisita.

—Ofrezco a usted, señorita, etcétera —repetía Sánchez, quien al servir unos pastelitos, no acertó a tomarlos en equilibrio con el cuchillo y los tiró dos veces.

Aunque una de las cosas que había aprendido Sánchez desde que enriqueció, era a beber, le pareció que en aquella vez debía estar sobrio y bebió menos de lo que hubiera podido sin parecer mal.

Sánchez ansiaba porque llegara la hora de los brindis, porque en esta materia se creía fuerte, supuesto que en el Tívoli había hecho tan repetidos ensayos, que por otra parte, le habían valido la reputación de exaltado patriota.

La conversación que había empezado con Chona, le hacía pensar en que era preciso al brindar hacerlo de manera de no herir las creencias de aquella familia y a la vez explicar que él, siendo liberal y todo, bien podía ocupar un lugar entre aquellas personas tan aristocráticas.

Efectivamente, Carlos fue el primero que dijo algunas palabras, dando las gracias a sus apreciables convidados.

Este brindis fue contestado por dos de los concurrentes sucesivamente, y entonces fue cuando Sánchez se paró, indicando con su copa en la mano que iba a hablar.

Reinó el silencio.

—¡Señores! —dijo—: he tenido el honor de ser invitado a esta distinguida fiesta de familia, en la que me ha parecido que es de mi deber manifestar a las personas de distinción que me escuchan, que mis deseos, que los deseos más ardientes de mi corazón…

Sánchez, que había tropezado en este momento con la mirada de un señor sintió que se le había ido la idea, se le olvidó completamente lo que iba a decir, pero continuó:

—Porque, señores, el engrandecimiento de la sociedad depende… esencialmente de… de la unión, de la unión sincera sin distinción… de colores políticos y sin pasión, sin prevención, y del respeto debido a la opinión…

Sánchez notó que el consonante en ón le había hecho un flaco servicio a su literatura, y doblemente mortificado, continuó:

—Porque yo respeto, señores, las creencias y no exijo que todos los hombres piensen de la misma manera; los destinos de la nación están marcados en el cuadrante del destino…

Esto del cuadrante del destino lo había aprendido Sánchez de un diputado.

—Porque repito, señores —continuó—, que no riñe la cortesía y la buena sociedad, con la idea política, ni con la cosa pública ¡y así! —exclamó más recio creyendo haber hallado un eslabón para preparar el final—, y así, repito, señores, que estando unidos los mexicanos, sin la pasión y sin las distinciones odiosas… ¡para la prosperidad y el engrandecimiento de la patria! —dijo de repente con el acento propio de una de esas conclusiones lógicas y contundentes, y apuró la copa.

Pero su embarazo no tuvo límites en el momento en que notó, bebiendo todavía, que la mayor parte de los concurrentes no llevaban la copa a los labios, pues los que no tenían a la sazón fija la vista en Sánchez, no habían tenido motivo, al menos en el orden gramatical, para juzgar que el brindis se había acabado.

Sánchez tembló y no se atrevió a buscar miradas a su derredor, porque temió encontrarse con sonrisas significativas.

Salvador, que estaba sentado junto a Chona, le dijo:

—¿Qué dice usted que bárbaro?

El joven elegante que conocemos, añadió al oído de Chona:

—¿No se lo dije a usted? Si este quidam debe haber sido gañán, pero he aquí el fruto de las revoluciones. ¡Oh, esto es insoportable!

—Y luego que Carlos me lo ha presentado —dijo Chona—, de una manera que… estoy segura… a este hombre lo necesita mi marido.

—¡Chona! —dijo Salvador—, ahora la compadezco a usted doblemente, Carlos va a acabar por traer la comuna a su casa de usted.

Salvador apuró una copa.

—Creí que esta noche tampoco bebería usted, Salvador.

—Esta noche sí, por hacer lo que todos hacen y sobre todo, porque… Porque no hay licorera.

—¿En la licorera consistía?

—Sí.

—Entonces no debo invitar a usted.

—Acepto el equívoco, y yo soy ahora quien invita a la licorera.

—¡Ah…! —dijo Chona alargando mucho esta sílaba—, tomemos.

—Por… nuestra salud —dijo Salvador, recalcando las palabras y aludiendo a la enfermedad moral de que habían hablado.

Después de apurar su copa se dirigieron una mirada.

Ninguno de los convidados después de Sánchez volvió a brindar, aunque en la mesa reinaba ya mayor animación, al grado que ya se había introducido ese ligero desorden propio de la cordialidad que debe reinar entre convidados.

Carlos hablaba con algunos banqueros que estaban a su lado, y los dependientes de la casa se afanaban en obsequiar a las señoras.

Entre los dependientes se distinguían notablemente el tenedor de libros, que disfrutaba además de habitación y plato en la casa, un gran sueldo, y era considerado por todos los dependientes y servidumbre como la segunda persona de Carlos.

En cierto momento, Carlos creyó oportuno que la concurrencia se trasladase de nuevo al salón; pero antes de levantarse de la mesa, uno de los dependientes se acercó a Sánchez y le dijo:

—Señor Sánchez, invitó a usted a tomar una copa de champagne.

—Con mucho gusto.

Otros dos jóvenes entre tanto ofrecieron el brazo a las dos señoras que estaban a los lados de Sánchez, quien tuvo ocasión de quedarse en el comedor con algunos jóvenes que se proponían estrechar sus relaciones con aquel personaje, que había tenido la desgracia de parecer necesario a aquellas gentes.

Uno de los dependientes, el de menos sueldo, se había acercado a Carlos para decirle:

—Se lo vamos a poner a usted como una seda.

Carlos se sonrió, contentándose con contestar:

—Se los recomiendo.

Sánchez, ya en el centro de un grupo, contestaba con amabilidad creciente los cumplimientos que le dirigían aquellos jóvenes, tomando todas aquellas demostraciones, como nacidas del interés que podía inspirar por sus prendas y por su posición social.

Un criado había llenado las copas y las presentó en una charola.

Sánchez recibió su copa, y una vez los demás con la suya, dijo el más joven:

—Señor Sánchez, tenemos el gusto de tomar a la salud de usted.

—Señores —contestó Sánchez en el acto—, por la amistad y por que siempre vean ustedes en mí al amigo leal, al hombre de corazón y de principios que no sabe inclinar su frente sino ante la virtud y la amistad. Señores, la verdadera amistad es una virtud.

—Permítame usted —le dijo un pollo a Sánchez, y llenó de nuevo la copa—, todo era espuma.

—Pero quién sabe si el señor Sánchez tendrá mala cabeza —dijo otro.

—No, no señor, al contrario, estoy acostumbrado a beber fuerte: el otro día en la comida que le dimos a don Benito, tomaría yo… sí, muy cerca de cuatro botellas de champagne.

Un murmullo acogió aquella andaluzada.

—No es eso —dijo un joven—; lo que hay es que el señor Sánchez no bebe porque no le hemos tocado la fibra.

—¿Qué fibra? Vamos a ver —dijo Sánchez.

—¿Me permite usted una confianza?

—¡Ah!, sí señor, de muy buena gana.

—Pues que llenen las copas.

—Veremos si acierta usted —dijo Sánchez mientras llenaban las copas y figurándose que le iban a hablar de Ketty.

—Vamos, apuesto —insistió el joven— que ya usted adivinó; ¡ay amigo!, todo se sabe, todo se sabe.

—Nada de misterios —agregó un tercero—, el señor Sánchez es un hombre franco, según lo que he podido conocer.

—¡Ah!, sí señor —interrumpió Sánchez—, yo soy muy franco, sobre que es mi pecado.

—Bien, pues entonces ¿digo el nombre? —dijo el pollo.

—Sí, que lo diga —dijeron los demás.

—Brindemos —continuó el pollo—, por la encantadora Ketty.

Estas palabras las pronunció el pollo bajando la voz.

—¡Ah pícaro! —se permitió contestar Sánchez, alegrándose interiormente de que aquel detalle de su vida hubiera salido a la luz, porque en concepto del mismo Sánchez, tener una cocota era darse cierto aire de grandeza.

—¡Oh!, es una mujer muy interesante —dijo uno.

—Y sobre todo —agregó Sánchez—, ¡qué corazón! ¡Qué alma! ¡Qué sentimientos!

—Pues por Ketty —repitió el pollo presentando de nuevo una copa a Sánchez.

—Una palabra —dijo Sánchez—; me tomo la libertad de invitar a ustedes todos, señores, a un pequeño almuerzo; suplico a ustedes tengan la bondad de aceptarlo honrándome… ¿aceptan ustedes?

Los seis jóvenes que rodeaban a Sánchez chocaron sus copas en señal de asentimiento y bebieron.

—Tenga usted la bondad —le dijo al más joven—, de escribir los nombres de estos señores en una tarjeta.

—Con gusto —dijo el joven.

Y apuntó los seis nombres en la tarjeta que le presentó Sánchez.

En el salón seguía el concierto, pero como entre el salón y el comedor mediaban muchas piezas, aquel alegre grupo podía hablar con alguna libertad, sin que sus voces fueran percibidas.