XI
Sánchez soñando con los grandes negocios
La asistencia de Sánchez se venía abajo a la sazón; las dos viejas y doña Felipa habían entrado en pleno congreso y se debatía con acaloramiento la cuestión de si las noticias de doña Ceferina eran puras invenciones de las gentes o si tenían algún fundamento.
No tardó don Aristeo en formar parte de aquella diputación permanente, y doña Felipa, que era la más interesada en saber la verdad, dijo a don Aristeo:
—¡Qué dice usted lo que se cuenta, señor don Aristeo de mi alma! Vea usted que estoy en una verdadera tribulación.
—¿Qué se cuenta, doña Felipa?
—Nada: las gentes; ya conoce usted a las gentes, han dado y tomado en que mi hermano, mi honrado hermano, tiene… tiene su quebradero de cabeza; como si el pobrecito estuviera para esas cosas, tan ocupado siempre en su oficina y en todas las cosas de palacio y de la política; ¡vaya usted a ver, señor don Aristeo de mi alma, si eso será posible! Pero tanto lo dicen que ya sabe usted: cuando el río suena… yo no lo creo, por supuesto, y Dios me libre de hacer suposiciones; pero ya una persona me dice que se dice, ya otra que lo ha visto, ya, en fin, no falta quien diga que conoce a la chica, y yo entretanto no sé a qué atenerme.
»Lo único que sé decir es que al pobrecito de mi hermano no se le conoce inquietud, y luego, como trata tan bien a la Amalia y le da tanto gusto, se le resiste a uno creer ciertas cosas».
Don Aristeo fijaba sus miradas alternativamente en doña Anita y en doña Ceferina, y a pesar de estarlo viendo no acababa de convencerse de que todo aquello que estaba diciendo doña Felipa lo sabían las viejas.
—Pero… ¿estas señoras saben?
—¡Ay, mi señor don Aristeo! ¿Y quién no lo sabe en México? Si de lo que debía usted sorprenderse es de que no lo sepa Felipita tan bien como nosotras; si eso es público y notorio; conque es buena que se ha llegado a decir que Amalia lo sabe y se hace sorda, porque así le conviene.
—¿Y usted la conoce, doña Ceferina?
—Nada más dos veces la he visto: una yendo yo al Colegio de Niñas a ver a mi padre confesor, y otra en el atrio de catedral.
—¿Y qué tal?
—La verdad, como quiero tanto a la pobre de Amalia, me pareció así, así… le diré a usted, mi señor don Aristeo, ella no es fea quiere decir, no se ve fea porque como ahora se pintan tanto las mujeres no se puede juzgar; sí tiene buenas facciones, buenos ojos, buena boca, y un pelo que, a ser suyo, le aseguro a usted que es hermosísimo; yo creo que es americana, por lo menos así lo he oído decir: la americana por aquí, la americana por allá… eso sí, en cuanto a lujo, no se diga: ¡si parece una reina!
»—¿Quién es ésa? —le pregunté a una señora muy buena, que va todos los martes al Colegio de Niñas.
»—¡Quién ha de ser!, la americana —me contestó.
»—¿Qué americana?
»—La que tiene el señor Sánchez.
»—¿Conque la tiene?
»—¡Vaya mi alma! ¡Qué atrasada está usted de noticias!
»—¿Pero de cuál Sánchez habla usted?
»—¡Cómo de cuál! Del marido de Amalia, de su amigote de usted, porque yo sé que va usted a la casa.
»—Entonces le dije que yo no era precisamente amiga del señor Sánchez, que la amistad era con Felipita, y quedamos en eso».
—Conque ya lo ve usted, señor don Aristeo —dijo Felipita—, con esos datos ya podrá usted figurarse que cuando menos, la hacen a uno dudar.
La Chata, que sabía mejor que todos estos asuntos, había pasado varias veces por la pieza en que se discutían, y se había enterado a su vez de que se estaba preparando una borrasca.
Entre tanto Amalia seguía recibiendo en el saloncito a Ricardo, quien había llegado a convertirse en visita cotidiana; y por supuesto, la intimidad entre estas dos personas, entre quienes había ya tantos motivos de simpatía, subía de punto.
Sánchez, por su parte, estaba muy ajeno de que sus asuntos estuvieran a discusión, y no pensaba más que en la manera de aumentar sus rentas, a fin de poder subvenir a las necesidades que se había impuesto.
Sánchez había entrado por primera vez a desempeñar el papel de rico, y le había sucedido lo que a todos los ricos nuevos: no le alcanzaba.
Una vez en posesión de ciertos recursos que, con mucho, superaban a los de su haber común, Sánchez perdió los estribos en materia de egresos, al grado de que una escrupulosa liquidación le hubiera puesto de manifiesto esta terrible verdad: —No tengo nada.
Pero Sánchez se había afiliado ya entre las gentes de cierta importancia; había contraído cierto género de amistades de ventajosa posición social, y ya no le era posible retroceder.
Introducir economías, rehusar ciertos convites, no corresponder a ciertos obsequios, hubiera sido salir en vergonzosa derrota del círculo social a que había logrado penetrar ayudado de la fortuna.
Era todavía tiempo de introducir el orden, y el orden bastaría para restablecer el equilibrio; pero el diablo de la vanidad se pronunciaba abiertamente contra cualquiera modificación, y Sánchez, veía venir, y no muy lentamente, su mina, sin poderla evitar, sin tener valor suficiente para cortar el mal.
Era el mes de diciembre, y la nota de los vencimientos de este mes fatal hablaba de una manera elocuente contra la tranquilidad de Sánchez.
El funesto renglón de la cocota había acabado de desnivelar el presupuesto: aquellos 300 pesos pagados con una escrupulosidad de lord, habían minado hasta los cimientos la fortuna de Sánchez.
Había recibido ya de un agiotista, seis quincenas adelantadas de sus sueldos, y una de sus casas estaba gravada en cantidad que debía pagar en diciembre.
Habíale aconsejado a Sánchez un amigo suyo que cultivara la amistad de cierto personaje, con la mira de llegar a merecer su atención y sus favores.
Este personaje era Carlos el marido de Chona, con quien Sánchez mantenía hasta entonces una amistad ceremoniosa y aparente; pero cierta mañana, hablándose en el almacén de Carlos de cierto negocio con el gobierno, no faltó quien opinara que antes de promoverlo oficialmente, se contara con algún empleado que personalmente interesado en servir a la casa, fuera el medio para conseguir el resultado que se deseaba, y allí se habló de Sánchez, como la persona más a propósito.
Acto continuo Carlos envió a Sánchez una esquela invitándole a tomar el té en la noche.
Ya se deja entender que Sánchez recibió aquella esquela con placer, con un placer que le recordó la escena de las cartas de la Gran Duquesa, y si no cantó, porque Sánchez no sabía cantar, sí repitió muchas veces para su coleto:
¡Oh carta adorada,
me hiciste feliz,
yo te besaré
mil veces y mil!
Se vistió a la oración, y puntual como un inglés estuvo en casa de Carlos a las ocho y media de la noche, no sin permitirse el lujo de alquilar una berlina con frisones que hicieran un poco de ruido a su llegada a la casa.
Sánchez, fue recibido con exquisita atención, no sólo por Carlos sino por los empleados del almacén, que sabían que al obsequiar a Sánchez, se adherían a las miras del principal y cooperaban al buen éxito de los negocios de la casa.
Sánchez que era muy patriota, estaba creyendo que hacía un verdadero sacrificio en pisar aquella casa, por ser de mochos; pero ya se había prevenido para poder dar sus excusas a los amigos que pudieran por acaso afearle este proceder.
El salón de la casa de Carlos estaba profusamente iluminado y abierta la tapa de un magnífico piano de cola americano.
Carlos había mandado llevar algunos profesores de la orquesta de la ópera y había invitado a algunas notabilidades filarmónicas a fin de amenizar la reunión con piezas selectas de música.
Había en el salón hasta doce señoras, y el resto de los asientos lo ocupaban mayor número de caballeros, en la generalidad personas de distinción.
Los señores profesores don Tomás León y don Pedro Mellet ocuparon el piano y tocaron admirablemente la gran obertura de Guillermo Tell, la que, a pesar de la gravedad y circunspección que reinaba entre los concurrentes y de esa reserva severa que se nota al principio de una reunión, arrancó una salva de aplausos que fue ya el principio de la animación y de la cordialidad.
Efectivamente, esa gran pieza musical ejecutada por tan notables profesores y en aquel piano, nada dejaría que desear a los más severos maestros.
—¡Qué hermosa obertura! —dijo Chona a Sánchez que estaba a su lado.
—Sí, sí señora, es hermosísima, y sobre todo ¡tan bien ejecutada!
Esto lo dijo Sánchez porque creyó que debía decirlo, pero sin conciencia; porque en materia de música, Sánchez no había tenido tiempo de educarse el gusto, ocupado como había estado siempre en servir a la madre patria.
Cuando Sánchez se vio rodeado de atenciones de todo género, y haciendo en aquella selecta reunión un papel que ni él mismo se esperaba, tuvo uno de esos momentos de deslumbramiento y de ilusión que comunicó a su ánimo más expansión y a sus ademanes más desenvoltura; se atrevió a hablar de música dando a sus palabras cierto tono magistral.
Las frases de Sánchez eran recogidas con marcadas muestras de benevolencia, especialmente por parte de los dependientes de la casa.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Salvador a Chona con aire de príncipe.
—Es Sánchez —contestó Chona.
—¿Qué Sánchez? —insistió Salvador.
—Yo no sé: es una persona nueva, es amigo de Carlos.
—¿Hablan ustedes del señor Sánchez? —dijo un joven elegante—; yo también acabo de pedir informes.
—¿Y quién es? —preguntó Chona.
—Es un puro, es uno de estos liberales… ya ustedes me entienden; no hay más que verlo metido en el frac, para comprender de qué clase de pájaro se trata.
—¡Ah!, ¿conque es liberal? —preguntó Chona.
—Sí, es de estos hombres nuevos, ya saben ustedes; hombres elevados por la revolución.
—¡Ay Dios mío, qué horror! —exclamó Chona—, ¡cuántas muertes deberá este… santo varón!
—Vea usted, Chona —dijo el elegante—, en cuanto a muertes no me parece que tenga mucho que decirse, pero en cuanto a otras cosas…
—¿Y qué cosa es? —preguntó Salvador.
—Empleado del gobierno; parece que tiene un buen empleo.
—De todos modos —dijo Chona—, mi marido hace mal en presentarnos gentes de esa clase, ¿porque a dónde vamos a parar? Tras de éste vendrán otros.
—¡Y Dios nos asista, Chona! Porque su casa de usted se convertiría en una de tantas.
—Y hasta ahora —agregó Chona—, ya lo ven ustedes, nos hemos visto libres de esa plaga; yo no puedo ver a los héroes de hoy; a mí me llaman retrógrada, y mocha, y qué sé yo cuántas cosas más, pero yo no transijo; esa igualdad tan mentada no la paso, porque los de abajo son los que la proclaman para ser iguales a los de arriba.
—Lo que no puedo comprender es cómo Carlos, que ha sido el primero siempre en manifestarse intransigente, acoge esta noche a ese señor con una afabilidad, de que estoy verdaderamente pasmado.
—¡Vaya! —agregó Chona—, al grado de que yo acabo de llevar un gran chasco: al ver que mi marido lo trata tan bien, ¿creerán ustedes que me he permitido dirigirle la palabra?
—Era natural —dijo el elegante.
Carlos había tenido tiempo ya de notar que Chona, Salvador y aquel otro personaje hablaban con cierta reserva y acaloramiento, y pensó desde luego que Chona era muy capaz de contrariar sus planes, de manera que tomando a Sánchez familiarmente por el brazo, lo llevó hacia donde estaba Chona.
—Estaba cometiendo una falta, aunque involuntaria —dijo Carlos a su mujer—, se me había olvidado presentarte a este caballero, al señor Sánchez, persona muy recomendable y amigo de toda mi consideración.
En la manera de hacer la presentación, conoció Chona que su marido tenía en ello algún interés particular, y Chona a su vez hizo un esfuerzo para dirigir un cumplimiento a Sánchez, quien con esta nueva distinción acabó de perder la cabeza.
Se empeñó en ser lo más cortés y galante con Chona, quien, en medio de Salvador y del elegante, recibió heroicamente la andanada de barbaridades que Sánchez decía, seguro, por otra parte, de estar desempeñando admirablemente su papel de cortesano.
—Tengo la mayor satisfacción, señora, en haber tenido el gusto… de… el gusto de ofrecer a usted mis escasos servicios. Yo, señora… no soy de México, y nosotros los de fuera somos así… pues… no estamos al tanto de la etiqueta y de ciertas cosas; pero en cambio tenemos el corazón en las manos.
—Sí, señor —contestó Chona—, la ingenuidad es una virtud rara y…
—Porque vea usted, señorita, yo soy un hombre del pueblo, soy hijo del pueblo y todo se lo debo al pueblo; soy liberal, pero por lo mismo respeto la opinión de los demás para que así respeten la mía; ¿no le parece a usted señorita?
—Efectivamente.
—Porque uno es que sea uno liberal, pero liberal de orden, y otro es que lo confundan a uno con la gentuza; no, señorita, yo soy liberal de orden, como creo que lo será el señor, y el señor, y todos, porque ¿quién no es liberal, quiere decir, quién no ama esa deidad…?
Al llegar aquí le pareció a Sánchez que se iba elevando mucho, y como el papel que en aquel momento se había propuesto representar era el de un hombre sencillo y franco y sobre todo atento y apreciable, cambió de rumbo su discurso y continuó:
—Es cierto que entre los hombres de mi partido ha habido de todo; pero ¿qué quieren ustedes? Las revoluciones no se hacen precisamente contando con las clases privilegiadas, y no se puede evitar que ingresen a las filas hombres que deshonran la causa y hacen que por unos pierdan todos.
Afortunadamente para Chona, se sentaba al piano una señorita discípula del maestro Melesio Morales, y ejecutaba la preciosa composición imitativa del mismo maestro titulada: «Un sueño en el mar».
Sánchez se separó del grupo haciendo una cortesía y se fue a sentar por otra parte.
Chona, Salvador y el elegante se dirigieron una mirada de inteligencia.