XXIX

Continúa el pícaro tiempo haciendo atrocidades

Pasó, más pronto de lo que suele pasar la delicia de las situaciones anómalas, la miel de los amores de Amalia.

Ricardo dio pruebas de que era hombre práctico, porque el pobre de Sánchez no se decidió en último resultado ni a batirse con él, ni a reclamar a Amalia; se conformó con enviudar.

Ricardo fue espléndido los primeros días, pero a cierto tiempo se había transformado en económico.

La posición de Ricardo era un verdadero enigma; y representando admirablemente su papel de rico en todas partes, no había dejado traslucir del misterio de sus ingresos más que esto: jugaba.

Con esta palabra se conformaban los más curiosos y los más exigentes, y encontraban en ella la solución de todas las prodigalidades de Ricardo.

Llegó un momento en que Amalia se dio cuenta de su falsa posición: Ricardo empobrecía, había más, empobrecía a Amalia.

En las grandes capitales existe una pasión ignorada en el campo, en las aldeas o en los pueblos cortos: la mujer encuentra en su equipo una parte sustancial de su ser, un complemento indispensable de su individualidad.

Amalia, viviendo en el almacén de sus cien vestidos, de sus afeites, de sus sedas y de sus joyas, era la oruga de un caracol dorado.

Dos cosas constituían la personalidad de Amalia: ella y lo suyo.

De modo que cuando Amalia empezó a ver menguarse su guardarropa, sintió la tristeza de un pájaro, al que se le caen las plumas, o de un pescado al que se le caen las escamas.

No es posible medir el tamaño de esta terrible contrariedad en la mujer de la ciudad populosa. Amalia sentía deshojarse, y el confort comenzaba a huir de su derredor de una manera que le desgarraba el alma.

Amalia hubiera sido capaz de asirse de un hierro candente; y nada, ninguna consideración, ningún recato, ninguna reserva hubiera sido bastante a contenerla en su ansia de mantener su posición: se sentía capaz de transigir con el crimen.

El apoyo de Ricardo se desvanecía por momentos. Ricardo estaba hastiado, y lo dejaba traslucir en sus menores movimientos.

Amalia volvió la cara en torno suyo, y la amenazaba la desolación de su alma, porque no tenía amigos ni parientes.

El único salvoconducto de Amalia en la vida había sido su hermosura, y ya se encontraba con la patente sucia; el tiempo se dejaba caer pesado e inexorable sobre Amalia, marchitándola y anunciándole un fin tristísimo.

¡Ah!, ¡cuánto hubiera dado por ser una madre de familia, la última, la más humilde de las mujeres legítimas! ¡Cuando lloró su primera liviandad, estaba cosechando el fruto amargo de su libertad de ideas, de su trasgresión de los sanos principios, de su ligereza imperdonable!

Amalia, en aquella pendiente buscaba con una ansia febril un nuevo amor, porque el amor había sido su vida, su negocio, su patrimonio, su ser social.

Nadie la amaba ya, y en medio de este aislamiento, Amalia miraba a los hombres, como viera un arpón (si el arpón tuviera ojos) a un pescado de gran calibre.

Amalia, antes, sabía reírse y mirar, porque había cierta naturalidad en estas dos llamadas de tropa, porque estaba querida por alguno y deseada por otros; pero desde el momento en que Amalia tuvo, como los marinos, que soltar todo el trapo, acentuó su sonrisa y concentró su mirada, y sonrisa y mirada resultaron zurdas para el espectador.

Era la sonrisa peculiar de la jamona, parada todavía en el dintel de la vejez para ofrecerse en tardío sacrificio o para despedirse de los hombres.

¡Horrible acabamiento, despedida cruel, para la mujer que no lleva al último tercio de la vida, un corazón puro y el tesoro de sus virtudes!

Ser vieja y despreciable, inmediatamente después de un presente de fausto y de ilusiones, no tener ni un hijo, ni una familia, ni un amigo.

¡Qué cuenta tan fríamente desgarradora! ¡Qué libro tan lúgubre el de una vida sin virtud!

Los días caían sobre Amalia, como las heladas sobre los sembrados: veía al espejo la progresiva e inevitable invasión de las arrugas, y los ángulos de la vejez iban sustituyendo a las graciosas curvas de la hermosura.

Ricardo recogió las últimas flores de aquel vergel, que se volvía erial, y lo que llamó felicidad se había convertido en un engorro.

La Chata estaba más fresca, parecía más joven que Amalia; seguía siendo la Chata.

Un día se separó Ricardo del lado de Amalia para no volver más. Supo Amalia, ocho días después, que había montado en una diligencia: algunos acreedores de Ricardo citaron a Amalia ante los jueces.

Amalia comenzó a vivir de lo que le quedaba, quiere decir, la oruga se comía su caracol.

Hizo aún algunas tentativas. Tuvo cierta predilección por los imberbes; era infinitamente amable, tanto cuanto eran infinitamente fríos los pollos y cautos los señores grandes.

Amalia estaba a punto de arrojar sus galas por delante al ataúd de sus ilusiones; pero todavía al borde, dirigía la vista en torno suyo, por si en el desierto de su vida hubiera quedado un solo hombre capaz de ser ciego.

Nada: desolación por todas partes. Amalia estaba por demás en el mundo, y contemplaba con un horror imposible de describir, el conjunto de los días que le quedarían de vida, porque aquellos días iban a ser la vida de una vieja vacía.

Darse a Dios, es una famosa ocupación que tranquiliza soberanamente a las viejas; y ese tercio de solemne reparación es la consecuencia de un buen principio.

En Amalia se había perdido ese fundamento; Amalia estaba reformada por el descreimiento; al abandonar sus prácticas religiosas no había reformado su fe, ni sustituido lo que no debía ser con lo que debía pensar. Amalia, a imitación de muchas gentes de moda, había hecho punto omiso de la cuestión religiosa, y en cuanto a la base no se había tomado la molestia de pensar que hay algo que se llama moral, y que éste es un alimento que necesita el espíritu humano, como necesita el cuerpo el aire atmosférico.

Ya se ve, había estado siempre tan dedicada a leer La Moda Elegante; había tenido siempre tanto quehacer con los olanes, y los puff, y los dijes y los cien mil adminículos de su persona, que no le había alcanzado el tiempo para dedicarse a cosas que no se conocen en la cara, ni se adivinan en el talle, ni hacen bonito el pie.

La vida de Amalia, según ella misma creía, había sido una continua lucha: realmente no descansaba; la revista de sus trajes, el cambio impertinente de la moda, las exigencias sociales, sus costumbres, su clase, su posición, su hermosura, sus atractivos, su bien parecer, sus aventuras galantes. ¿No contenía en sí todo esto la más grave y afanosa de las ocupaciones? ¿Tendría tiempo, en medio de tantas atenciones, para leer libritos de moral o para rezar novenas como las viejas?

Ella no tenía la culpa, hacía lo que todas: entraba en la moda, se componía, cumplía su misión de parecer bien; era el ornato de un salón, la figura prominente en el baile, la alegría de Sánchez, la envidia de muchas señoras elegantes, el terror de las beldades ordinarias, la ilusión de los pollos, el deseo tentador de algunos viejos; ¿qué más? ¿No es esto hacer papel? ¿No es ésta la mujer en la más útil de sus fases? ¿No es esto lo que busca hoy el hombre en sociedad? O si no, ¿por qué vapulear a las mochas? ¿Por qué reírse de las mujeres que van atrasadas en la moda? ¿Por qué censurar a las hacendosas? ¿Por qué horrorizarse de la que guisa? Amalia no sabía hacer nada de esto, y cumplió su misión; realizó el bello ideal de la mujer de moda; se vistió bien, se perfumó, se peinó admirablemente, supo hasta el último detalle de la moda, supo hasta tomar los gemelos en el teatro, en la postura más incómoda que se conoce, supo agacharse para darle aire al puff, todo eso supo; supo ser encantadora: lo oyó decir mil veces. ¿Y quién le disputó su papel de reina de la moda, de mujer de un gusto y de una elegancia sin límites?

Pero ¡ay!, cuando la realidad tocó a su puerta, cuando los pétalos de su hermosura se fueron desprendiendo de su cáliz, cuando su cutis resistía al afeite, cuando el tiempo le escarabajeaba el rostro, plegando aquel cutis de rosa. ¿Qué se hizo del tesoro que Amalia había elaborado durante tantos años? ¿Para qué le servían las galas si todos, todos huían de ella, como de un apestado?

Y luego, que la vejez parecía complacerse en destruir en Amalia precisamente las líneas que ella había contemplado con predilección ante el espejo: la gracia de su boca tenía ahora no sabemos qué de grotesco, porque unos malditos ganchos de oro de que Chacón se había valido para sujetarle cuatro dientes, influían de una manera incomprensible en los movimientos de sus labios.

Después de su última enfermedad de anginas, Amalia había quedado ronca para siempre, y ella misma notaba que en el teclado de su voz, por más esfuerzos que hacía, no podía levantar los apagadores.

¡Pérfido pedal del piano que no resiste al peso de cuarenta y cinco calendarios! Por más que se diga, la tal humanidad no está compuesta más que de gentecilla de pipiripao que se desencuaderna al menor soplo.

Amalia derramó abundantes lágrimas ante la primera camisa de algodón que iba a ponerse y ante los primeros botines ordinarios que iban a aprisionar sus mimados pies; cada despedida era un dolor, y cada dolor un castigo.

La vida estaba siendo cada vez más insoportable para Amalia.