XXV

A los postres

No parece sino que el género humano ha nacido para regodearse, y que Lúculo es el único que ha dado en el ítem.

La felicidad rebosaba por todos los poros de los tres personajes del cenador.

Ricardo estaba rubicundo, respirando vida; estaba inspirado, respirando esprit; estaba tierno, respirando amor.

Amalia respiraba también, y en aquella respiración tenía, no poca parte, la cebolla aquella.

¿Y la Chata? ¿Cómo no había de respirar la Chata? Aquélla era su obra; era además la madrina, por lo tanto respiraba satisfacción y otra porción de cosas.

Todos respiraban.

Siempre se respira a la hora del champagne. Ricardo, con permiso de las señoras, había alargado los correones del chaleco y del pantalón.

La Chata y Amalia, sufrían, a pesar de su depósito de viandas, la presión tiránica del corsé.

Esta presión estaba produciendo en el pecho de Amalia cierto movimiento compasado, como el del lago que se siente acariciado por una brisa que va refrescando poco a poco.

Tenía Amalia descubierto un pedacito de garganta, que como una península se adelantaba en la región pectoral, que estaba teniendo entonces esas ondulaciones de que hemos hablado.

A guisa de faro, tenía Amalia en la costa de la península, quiere decir en el punto donde se cerraba el vestido, un prendedor de oro, que estaba llevando a la vista de Ricardo el compás del corazón de Amalia.

La Chata, aunque no era hombre ni nada, estaba observando aquella ondulación del prendedor con cierto arrobamiento.

La Chata era muy observativa.

Las sillas de Ricardo y de Amalia formaban ya casi un solo asiento.

Y a pesar de la perspicacia de la Chata, se le pasaban por alto algunas frases que Amalia y Ricardo se decían muy bajito.

Por supuesto, que aquel torrente de felicidad inopinado, había aumentado las atmósferas del amor aquel, a un grado temible para un maquinista.

Ricardo y el champagne lograron poner los asuntos bajo su verdadero punto de vista filosófico y edificante.

—El mundo —decía Ricardo— es patrimonio de los atrevidos; hemos llegado a una época de realismo tal, que, a no dudarlo he encontrado la razón de por qué no nací antes: ésta es mi época.

»Vivo para mí, cumpliendo mi misión de darme gusto; no hay más ley que la de la atracción universal; el sacudimiento de las sociedades va poniendo las cosas en su verdadero lugar; va armonizándolo todo, y en esta sucesión de movimientos, nos tocó por fin a ti y a mí, Amalia mía, juntarnos para morir así: la teoría de las medias naranjas, por más que sea vieja, es buena como el vino: queda de todo esto una cosa por resolver: Sánchez.

»Sánchez cuidó de escriturar sus casas; pero no le pareció que debía hacer lo mismo con su mujer, y supuesto que en el matrimonio no valen papeles, como dice la chinaca, beato el que posee, no necesitamos Amalia y yo, más intervención que la que necesitan las golondrinas».

—¿Y yo? —reclamó la Chata.

—¡Es cierto! ¡Evidente! No necesitamos más que a mi madrina, cuya misión sobre la tierra es la de un ángel de paz. Chata, usted debe aprender a volar un día de éstos.

La Chata y Amalia celebraron la gracia.

—Ya me parece que te veo volando con puff.

—¡No me digas! Y con castaña de rizos, por supuesto.

—Naturalmente —dijo Ricardo—, los ángeles tienen cabelleras de una propiedad y elegancia irreprochables. Pues como decía, queda Sánchez: le espero.

—¿Y si lo desafía a usted? —preguntó la Chata.

—Resuelve él mismo la cuestión de la manera más satisfactoria que pueda imaginarse.

—¿Por qué?

—Supongamos que viene Sánchez, que pregunta por mí, que nos saludamos como dos buenos amigos, que le ofrezco asiento, que se sienta, que no sabe por dónde empezar, y que se decide a concluir y que me pregunta: ¿En dónde está mi mujer?

»¡He aquí el epigrama por excelencia! Colocad esa pregunta en el más grave, en el más encopetado de los personajes antiguos y contemporáneos, y os hará soltar la carcajada; pues bien, supongamos que Sánchez me espeta su sambenito a guisa de inocente pregunta».

—¿Y qué le contesta usted, vamos a ver? —dijo la Chata, poniéndose de codos sobre la mesa.

—Le contesto: «¿Usted me pregunta por su mujer? No sabía que se le había perdido a usted. ¿Y cómo ha sido ello?».

—¡Qué barbaridad!

—¡Nada de eso! ¡Qué lógica! «Cuénteme usted eso, señor Sánchez»; entonces mi hombre ¿me cuenta o no me cuenta? ¿Se enfurece o se calma? ¿Qué quiere usted que suceda, Chata?

—Supóngalo usted furioso.

—Entonces le manifiesto que tengo el tímpano auditivo muy delicado, por cuya circunstancia le suplico nombre las personas que deban entenderse con mis padrinos.

—¿Y se bate usted con Sánchez?

—No; porque Sánchez no se batirá conmigo.

—¿Por qué?

—Porque el señor Sánchez reflexionará en que de todos modos pierde. Por mi parte apuesto un almuerzo con vino del Rhin para veinte personas, a que le convierto en una escuadra inmóvil su brazo derecho por todo el tiempo que piense vivir en este mundo; yo sé romper cierto hueso infaliblemente, de veinte tiros, diez y nueve.

—¡Pobre Sánchez! —exclamó la Chata figurándoselo manco y viudo.

—En todo caso la cuestión no es la de encontrar a su mujer, sino una bala.

—¡Ay, qué horror! ¡Ni lo permita Dios!

—No lo permitirá, no se aflijan ustedes; Sánchez se consolará por medio de otros procedimientos; es hombre también afecto a las compensaciones; de manera que si ustedes no lo tienen a mal démosle perpetua sepultura a Sánchez dentro de esta copa de champagne.

Y, sirviendo tres copas, propuso un brindis. Amalia y la Chata esperaron copa en mano.

—Aquí yace un aficionado al matrimonio, a quien se le olvidó el cura y la ley. ¡Que Dios tenga piedad del alma del finado!

—¡Amén! —dijo la Chata y apuró su copa.

—Amalia se ha creído dispensada de tomar la suya —dijo Ricardo picado.

—Es que…

—Todavía es tiempo, y en todo caso ni aún el tiempo hemos perdido; pues almorzar era preciso.

—¡Amalia! —dijo la Chata en tono de súplica.

Amalia bebió haciéndose cierto esfuerzo.

Después del almuerzo y la alegría, nuestros tres personajes tuvieron que ocuparse seriamente en realizar aquella sustitución; paso que a la verdad no era de los más sencillos; pero afortunadamente estaba allí la Chata, y para la Chata no había nunca dificultades.

Propuso que de allí se trasladasen los tres a Tacubaya, donde de tres casas que había desocupadas, se podía tomar una sin dificultad en la misma tarde.

La Chata apoyó su proposición con una elocuencia digna de un diputado oposicionista: dijo que el campo era lo más a propósito para una situación semejante y que allí estaría bien guardada Amalia, y que de todo lo demás la Chata misma se encargaba: fue, en fin, tan bien combinado el plan de la Chata, que Ricardo y Amalia no se atrevieron a hacer ninguna objeción, y no tuvieron más que esperar los trenes a la salida del Tívoli.

Sólo que entonces Amalia y Ricardo fueron los que montaron en un vagón, y la Chata regresó en el coche a la ciudad.

Ya hemos dicho que la Chata era muy previsora, de manera que antes de separarse de Amalia le pidió sus llaves.

La Chata hizo creer en la casa de Amalia que ésta no iría por aquella noche, por estar en ocupaciones con ella con motivo de su cumpleaños, que iba a celebrarse en esos días; y nadie extrañó que la Chata abriera los roperos de Amalia y remitiera a su casa algunos bultos.

En el último viaje de los trenes, la Chata estaba en Tacubaya al lado de Ricardo y de Amalia, quienes habían pasado la tarde en un jardín.

La Chata lo había previsto todo, y aún había tenido tiempo de enviar algunos muebles de su casa y lo más indispensable por lo pronto.

Pizarro, el criado de confianza de Sánchez, sabía que éste no había de dormir en la casa aquella noche, y así sucedió en efecto; a eso de las doce, en la asistencia no se encontraban más personas que don Aristeo y doña Felipa.

—No se canse usted, don Aristeo, algo gordo está pasando aquí; hoy ha sido un día fecundo en acontecimientos; esta ida de Amalia no me gusta; me pareció además notar no sé qué aire de disimulo en la Chata, y cierta precipitación que me dio muy mala espina.

—Pues si usted quiere que le diga, doña Felipa, esto no es más que principio de los grandes trastornos que va a haber en la familia.

—¡Es posible!

—Ni más ni menos.

—Entonces usted sabe algo.

—¡Ya lo creo, y mucho! Y sobre todo algo que a usted le interesa extraordinariamente.

—¡A ver, a ver, don Aristeo! Cuénteme usted todo lo que sepa, pues yo, como siempre, soy mujer de secretos.

—Pues bien, doña Felipa, ya usted sabe el estado deplorable que guardan los negocios de mi compadre.

—Todos se lo hemos dicho, por consejos no ha quedado; pero ya sabe usted que el bueno de mi hermano tiene una cabeza que parece de piedra. ¿Y qué, el mal es muy inmediato?

—¡Vaya!, la cosa tiene que tronar en este mes, y de una manera que yo no sé lo que va a suceder; porque todo, todo se le complica al pobre de mi compadre; yo no he visto situación más comprometida que la suya; por una parte se le cumplen unas libranzas, y tendrá que perder probablemente las dos fincas; por otra parte Amalia parece que sabe ya lo de… lo de esa mujer de mis pecados.

—Sí; y en cambio mi hermano sabe también lo de Ricardo. ¿Qué será bueno hacer, señor don Aristeo?

—Yo, como buen amigo y pariente, he hecho ya cuanto ha sido humanamente posible; ¡es buena, que le he ofrecido mi finca de Oaxaca!

—¿Ha cedido usted por fin?

—¿Qué quiere usted, doña Felipa? Éste es un deber de amistad; ya sabe usted que por mí no hubiera cedido nunca; pero mi compadre está en una situación en la que sería un cargo de conciencia no auxiliarlo, y me parece que con eso y los 300 pesos de la…

—¡Eso, señor don Aristeo, eso…! ¡Los 300 pesos de mis ojos, que cada vez que los oigo mentar me parece que los gasto yo y vea usted de ahí ha provenido toda la ruina de mi hermano! ¡Ah! Si usted lograra quitarle de la cabeza ese capricho…

—Ya se lo he manifestado, le he probado hasta la evidencia que mientras no prescinda de ese gasto tan fuerte, no tiene más que esperar la miseria, y eso después de un golpe de los más formidables.

—El cielo se lo ha de dar a usted de gloria, don Aristeo, haga usted esa buena obra y verá usted…

—Sí, sí; ya estoy viendo cómo… eso sí, yo creo salirme con la mía. ¡Pues no faltaba más! ¡Ya verá usted, ya verá usted! ¡Si toda la lástima es que no sea yo joven!

—¿Por qué?

—¡Cómo por qué! Porque lo primero que hacía yo era enamorarle a la cocota.

—¿Pues no dicen que esa mujer no entiende de amor?

—Ya se ve que no entiende, pero en fin, agregando al personal algún dinero.

—Eso es lo peor, don Aristeo, que usted no sea rico; porque a serlo, se podía hacer el sacrificio de ofrecerle el doble a esa mujer venal, que al fin, como es americana, se dejaría seducir muy fácilmente con el brillo del oro.

—Pero… no hay que pensar en eso, doña Felipa, pues ya ve usted que ni mi edad, ni mis recursos, ni nada, podrían hacer el contrapeso que se busca.

—Tiene usted razón.

—Pero no obstante, yo no quito el dedo del renglón y verá usted cómo siempre algo se consigue.

Don Aristeo y doña Felipa estuvieron hasta muy tarde en la asistencia, dándoles a los asuntos de Sánchez más vueltas que a un asador.