XXXI

En el cual verá el lector cuán cierto es que quien mal empieza mal acaba

El tiempo avanzaba transformándolo todo, como esas ráfagas de viento que van haciendo de las nubes una sucesión de cuadros panorámicos que sorprenden la fantasía.

Sánchez había estrechado sus relaciones con Delgadillo, el oficial de los fósforos y de las elecciones. Por algún tiempo, creyendo Sánchez que el negocio de la casa de Carlos iba a proporcionarle una salida ventajosa, previendo que por parte de la misma casa no había más interés que el de contar con un empleado que obrara en el asunto con imparcialidad y diligencia, se desconsoló soberanamente; noticia que en una tarde de fósforos comunicó Sánchez a su útil amigo Delgadillo.

Nadie más fecundo en recursos que esos ociosos, que no emplean ninguno en reparar sus propias averías; ninguno más rico en expedientes que aquél que los ha agotado todos; esos que viven de ilusiones (y por más que sea absurdo, las ilusiones entran en el número de las cosas nutritivas), ésos tienen cien mil expedientes para cada dificultad.

Para Delgadillo todo era fácil, siempre que no fuera él el actor; es cierto que él vivía de las elecciones y de la junta patriótica; pero eso era porque su posición no le había dejado obrar en otro círculo; pero en tratándose de aconsejar, no hubiera vacilado en probarle al ministro de Hacienda, que no había cosa más fácil que ser millonario.

Delgadillo había aprendido todos los trámites y procedimientos del topillo, de la estafa y de todos los asuntos de mala fe; todas sus recetas eran de contrefaçon, y poseía los secretos del aceitero, del tocinero, del fondista y de casi todos los oficios lucrativos; sabía desde la manera de adjudicarse una finca sin pagar un centavo, hasta la manera de adulterar la leche, el pulque y la cerveza: todo cuanto fuera contravención o trampa, lo sabía perfectamente Delgadillo.

Uno de sus ejercicios era imitar firmas; y no era extraño verlo borronear papel, imitando la firma de todos los personajes conocidos.

Delgadillo sabía hacer moneda y dublé, como sabía hacer velas que no eran de cera, y chocolate que no era de cacao, y dulce de leche sin leche, y otra porción de preciosidades por este estilo.

De manera que cuando Delgadillo se enteró del negocio de la casa de Carlos en palacio, se dio una palmada en la frente y le exigió a Sánchez las albricias por el fortunón que acababa de descubrir en el fondo del negocio que el mismo Sánchez creía, hasta entonces, de todo punto improductivo.

—Insisto en que es usted un niño, señor Sánchez; vea usted cómo se hacen esos negocios.

Y Delgadillo hizo una larga explicación a Sánchez de la manera con que aquel negocio, conducido hábilmente, podía sacar a Sánchez de apuraciones.

Sánchez no se dejó alucinar fácilmente; pero desde aquel momento no volvió a pensar en otra cosa, dándole mil vueltas a aquel asunto, y buscándole incesantemente todas las contraceladas que pudieran hacerlo fracasar.

Pero Delgadillo amplió sus explicaciones y Sánchez iba animándose más y más a entrar en el asunto, ya fuerte con el caudal de conocimientos que le había transmitido Delgadillo.

Ya la casa de Sánchez no existía, y doña Felipa había pasado a la categoría de hoja suelta y vivía con una de sus amigas.

Don Aristeo también había buscado un rincón, desde el que, a pesar de todo, seguía al menos a su modo de ver, haciendo el papel de rico con Ketty.

Don Aristeo no recibió por fin de Sánchez los 300 pesos de su contrato, sino en partidas parciales, en valores, en cambios de deudas y de la manera más difícil y complicada del mundo; pero tan luego como pudo disponer de las primeras sumas, las empleó en vestirse y en hacer algunos regalitos a Ketty.

Por supuesto que las habladurías de doña Ceferina, doña Anita y doña Felipa, no tenían término y aquellas tres trompetas no cesaban de sonar, revelando todas las poridades y peripecias de los acontecimientos que se habían sucedido con cierta rapidez desusada y extraordinaria.

Ya no les cabía duda en que don Aristeo se había encaprichado por la cocota, y las viejas llegaban a olvidarse hasta del chocolate, cuando se trataba de comerse vivo a don Aristeo.

—Es un viejo chirrisco —decía doña Felipa—; si desde el primer día en que yo lo vi ponerse los botines apretados para ir a ver a esa condenada, me dio mala espina.

—Y yo, mi alma —agregó doña Ceferina—, que me lo encuentro entrando al 3, que no lo pudo disimular y todavía el muy hipócrita me dijo: «¡Qué quiere usted, doña Ceferina, voy a hacer este sacrificio en obsequio del pobre de mi compadre!».

—Vea usted, doña Ceferina, y ¿quién lo había de creer de un hombre tan timorato como don Aristeo, y cuya conducta nos consta a todos que era ejemplar? Pero vea usted lo que pueden esas mujeres que vienen de allá de extrangis, yo no sé qué les ven los hombres; lo que es yo no puedo ver a las güeras, ni me parecen mujeres: a mí deme usted una mujer rosadita de cara, de ojos y pelo negro, bajita de cuerpo y redondita de forma; pero una de esas patonas que usan botas de cochero y andan como palos vestidos ¡y lo permita Dios! Doña Ceferina, sobre que le digo a usted que ni me parecen mujeres.

—Pues don Aristeo no opina como usted, mi alma; porque ya lo ve usted metido en casa de esa mujer a todas horas, y como da la casualidad que vivo por allí, todo lo sé sin necesidad de preguntarlo. ¿Creerán ustedes que el pelón está todos los días en acecho de don Aristeo?

—¿Es posible?

—Sí señor, sabe el malvado las horas a que entra y las horas a que sale; sabe qué ropa lleva y si además le lleva o no le lleva regalitos a la patona.

—¡Vaya!, si parece ahora un joven, tiene saco rabón y cadena de reloj y sombrero de moda y hasta guantes.

—¿Qué dice usted, qué viejo loco? ¡Pues no sería mejor que se dedicara a machucar la cuenta como nosotras y no andarse ahora en galanteos y cosas propias de los jovencitos!

—¡Ya se ve!

—¿Y de Amalia, qué se dice? —preguntó doña Anita.

—Dicen que la pobre da lástima ver como está, que parece una vieja.

—¡Pobre! Ha de haber sufrido mucho.

—En el pecado llevó la penitencia.

—Dizque vive por las calles de San Juan.

—¿Sola?

—No sé, pero sí sé que sólo la Chata la visita, y que está en una miseria, que es cosa que se queda sin comer muchas veces, y que ni a la calle sale.

—Y todo por su mala cabeza, pues dígame usted, doña Felipita, ¿qué necesidad tenía esa loca de mis pecados de irse a enamorar de semejante calavera?

—La verdad, a mí nunca me gustó el tal Ricardo.

—A mí, desde el primer día, me pareció un hereje de siete suelas.

—Sí, eso no hay que dudarlo, es de esos jovencitos impíos que los hay a montones, porque ya es cosa de que a cada paso se tropieza usted con esa clase de gente; el otro día lo dijo el padre don Pachito en el púlpito, si hubieran estado ustedes en el sermón, ¡ah, qué bien lo hizo! Fue cosa que a todas se nos saltaron las de San Pedro.

—¿Y su hermano de usted? —le preguntó doña Anita a doña Felipa.

—¡Qué sé yo! Hace mucho tiempo que no lo veo.

—Dicen que anda muy distraído; y vea usted lo que son las cosas, dicen que habla muy mal de don Benito.

—¡Es posible! Pues antes era muy amigo suyo.

—Pues ahora lo contrario, se está volviendo de la oposición.

—Vea usted, mi alma, yo creo que hace mal el señor Sánchez; yo no soy juarista, pero no por eso dejo de confesar, que su hermano de usted le debe muchos favores al señor Juárez.

—Y consideraciones —agregó doña Felipa.

—El caso es que el hombre está perdido, y dicen que cada día se da más al maldito vicio de la embriaguez.

—¡Vea usted qué lástima!

Don Aristeo, por su parte, no se conocía a sí mismo, había acabado por enamorarse perdidamente de Ketty.

Se había empeñado una lucha terrible entre la nulidad de don Aristeo como amante, y la terrible pasión que le inspiraba aquella mujer que atesoraba encantos vírgenes para don Aristeo.

Este amor que se levanta de entre las ruinas de una humanidad consumida, más por los años que por los combates del alma, es un fuego devorador que engendra las más extrañas elucubraciones.

Don Aristeo, solo, huraño para con todo el mundo, sin amigos y sin familia, consagraba todo su ser a la adoración, todo su tiempo al culto del amor, pasaba horas enteras entregado a la contemplación de cualquier objeto que había podido adquirir perteneciente a Ketty.

A la sazón que le volvemos a ver, estaba delante de un guante de la cocota; este guante había recibido ya miles de besos apasionados, y el aroma de que estaba impregnado lo aspiraba don Aristeo con la avidez con que un asfixiado buscaría el oxígeno para volver a la vida.

Ketty, por su parte, insegura sobre los datos que acerca de las minas le pedía a don Aristeo, no se había atrevido a abandonarse en brazos de su nuevo amante, sin la competente seguridad de que aquel sacrificio sería amplia y previamente remunerado; de manera que, sin desechar completamente a don Aristeo y sin quitarle las esperanzas, lo tenía pendiente de sus labios, y como en equilibrio al borde de un abismo.

Las visitas frecuentes de don Aristeo no le impedían a Ketty recibir algunos amigos, especialmente americanos.

Cuando don Aristeo veía entrar a alguno de estos amigos de Ketty, pasaba por todos los tormentos que pueda imaginarse; Ketty y el americano hablaban inglés delante de don Aristeo, quien hubiera dado su alma al diablo por entender una palabra de aquella maldita jerigonza, que le ponía en la posición de traducirla de la manera más desfavorable a su individuo.

Los celos se apoderaron del viejo con todo el rigor de que esta funesta pasión es capaz, y los tormentos de don Aristeo no conocían límites.

A solas se atrevió a decirle a Ketty lo que sufría; hasta llegó a ser elocuente en la pintura de sus padecimientos morales; y con tan vivos colores retrató su pasión, que la cocota no tuvo valor para reírse como lo había hecho varias veces; pero el único sentimiento que don Aristeo fue capaz de hacer brotar en el corazón de aquella mujer metalizada y positivista, fue la más fría conmiseración.

Don Aristeo tuvo, por primera vez en su vida, un acceso de desesperación tal, que trastornó poderosamente su economía, y cayó a los pies de Ketty presa de un verdadero ataque cerebral.

Fue necesario recurrir a un tratamiento enérgico, según el parecer del médico que Ketty mandó llamar en el acto; pero no bien hubo salvado del primer acceso, ocurrió el segundo, sin que el médico pudiera acertar de pronto con la causa que lo había motivado.

Durante los primeros días de la enfermedad de don Aristeo, Ketty facilitó todos los recursos que demandaba la asistencia; pero cuando por el médico supo Ketty que aquella enfermedad sería larga, determinó librarse de una molestia que de nada le serviría.

—Usted, señor don Aristeo, está mal asistido en mi casa, donde no hay comodidad para los enfermos; y la enfermedad de usted requiere, según el médico, una mejor asistencia.

—Me despide usted, Ketty, y ya que no he tenido el placer de vivir al lado de usted, sólo por no haber nacido suficientemente rico, ¿no podré al menos ofrecerle a usted mi último suspiro?

—Usted hará mal, señor, en quererse morir aquí. Usted puede guardar todavía un poco más de tiempo el suspiro, porque yo voy a viajar otra vez.

—¡Cruel! —exclamó don Aristeo; y se metió la sábana en la boca, para no proferir en desahogos que no quería decir.

—¡Por piedad, Ketty! Dígame usted que me ama y yo moriré tranquilo.

—¡Oh!, yo he dicho a usted que yo lo estimo como un buen señor, mas no como un amante.

—¡Ah miserable de mí! ¡Miserable! ¡Miserable…!

Y don Aristeo se soltó llorando amargamente, y como era la hora del lunch, Ketty le volvió la espalda.

Al día siguiente, aprovechando el sopor y la postración del enfermo, fue colocado en una camilla y trasladado al hospital de San Andrés.