I
O sea introducción indispensable a la monografía de la jamona
La jamona es una individualidad cuyos perfiles se escapan fácilmente al más sagaz observador.
La jamona no se llama así por razón de las materias grasas que se modifican y consumen en su economía animal; la jamona es un verdadero tipo que frente a frente de la filosofía moral desafía a mi pluma, me provoca con sus sonrisas de perlas falsas, con su castaña de rizos de otra y con toda su letra menuda.
Jamonas, jamonas: Facundo tiene el honor de saludaros muy afectuosamente. Ya no hay remedio; lo dicho: habéis acertado a pasar por el foco luminoso que proyecta la Linterna Mágica, y me pertenecéis.
No os haré daño; no tocaré lo aterciopelado de vuestra piel, bien conservada y de una frescura significativa. Amables jamonas, no vacilo en deciros que me sois simpáticas como un libro de cantos rojos.
Me voy a permitir algunas inocentes libertades a propósito de vuestras estimables prendas, aunque no sea más que por hacer lo que han hecho todos los filósofos antiguos y modernos.
En la juventud hincamos el blanco diente en cualquier camuesa rubicunda con el placer con que lo hicieron Salicio y Nemoroso juntamente; pero apenas se nos indigesta la manzana, nos da por sabios, y disertamos sobre la fruta con igual formalidad que si habláramos de astronomía; y entonces es cuando salen por ahí más de cuatro verdades como un puño, relativas muy especialmente a la camuesa, a sus pepitas, a sus colores, a su aroma, a su tez, a su ácido málico, a su pedículo, a sus principios nutritivos, a su reproducción y a todas sus particularidades.
No ha bajado un solo hombre de talento a la tumba sin que antes os haya besado primero como a flores y después os haya mordido como camuesas; y a la verdad, por mi parte os confieso que no dejaré de hacer lo que esos señores, siquiera por parecérmeles en algo.
No os hablo de la afición particular que tengo a besar flor y a morder camuesa, porque ya me la habéis adivinado en lo blanco de los ojos: y con esta seguridad me prometo que no me tacharéis de hombre de mal apetito, ni de refractario a vuestros encantos, que soy el primero en enaltecer.
Decididamente, me sois profundamente simpáticas y no me rebajo.
En primer lugar, sois flores gordas; circunstancia que aboga a favor, no sólo de la calidad, sino de la cantidad de miel que dais.
Yo os he visto reír delante de una florecita azul, pálida, muy pequeña, que se llama «no me olvides»; os he visto hacer un precioso gestito de desdén al ver la alfombrilla, y la fulsia, y el plúmbago, y el clavel, y otras flores pobres de esencia, y sobre todo de miel; y todo porque tenéis provisto suficientemente vuestro nectario con la cosecha de vuestras primaveras.
Acopiasteis miel virgen para toda la temporada, para darla después a probar a gotitas y sin desperdiciarla.
Sois lo más astutamente previsor que yo conozco.
Tenéis atingencias y previsiones llenas de esprit.
Entremos a cuentas.
En el libro que se está escribiendo desde la creación del mundo, titulado La mujer vosotras las jamonas estáis dictando casi todos los capítulos.
La juventud está dividida en pequeños tratados sueltos; unos, dulcecitos y tiernos, firmados por una tórtola; otros, espeluznantes y descomunales, firmados por escritores desmelenados y furibundos, por Espronceda, por Victor Hugo, joven, por Rivera y Río antes de hacer política y por Antonio Plaza.
Vosotras tenéis el monopolio de la miel. La primera jamona que conozco es Cleopatra. Os presento por delante ese precioso tipo para que no desconfiéis al leerme.
Cleopatra tuvo todo el chic, que sólo en jamona se concibe, para purgarse con algunos gramos de fosfato en forma de perla, valuada en 25 000 duros.
He aquí a la mujer. He aquí a la jamona.
Semíramis fue otra jamona de gusto. Desafío a todas las pollas del mundo, y de todas las épocas, a que hagan lo que Semíramis.
Queda sentado que la jamona es capaz de digerir perlas y de hacer ciudades.
¡Y qué perlas!
¡Y qué ciudades!
Babilonia debía ser obra de jamona, por lo costoso y lo elegante que era.
Desde el momento en que la mujer pasa del estado de flor elegible al de flor que elige, entra en un mundo tal de secretas combinaciones y peripecias, que la rapidez de la escritura es una rémora para decir todo lo que a las mientes se viene de sabroso y digno de contarse.
Figuraos una joven en quien la madre naturaleza no tuvo a bien hacer esas fatales inoculaciones que han dado en convertir a la presente generación femenina en espárragos con faldas.
Excluid la clorosis y otros achaques de esa joven y no la permitáis ni la descendencia: dejadla entrar con todo el caudal de su juventud en la edad de la mujer.
Dejadla aún madurarse hasta el momento en que tal o cual lesión del tiempo le viene a hacer cierto género de advertencias; observadla bien, y encontraréis a la jamona en toda su preponderancia.
Fuera de esa primera juventud que devora la polla, y que se monopoliza en el matrimonio o se encanija para ingresar al gremio de las simples tías, la mujer en la segunda edad, en el legítimo estío, en la sazón, en el punto, es admirablemente curiosa.
En ese punto es en donde el autor de este libro tiene puesto el ojo; ese punto es el que señala con el dedo por doble indicación; de ese punto, como el de la roca que tocó Moisés, brotará todo lo que en adelante escribiremos hasta el índice del volumen.
Lelos, hace tiempo, ante la moderna filosofía de la mujer, nos hemos sentido inclinados a consignar nuestras observaciones en tal o cual libro, que leerán las generaciones venideras con cara de sordo.
Esa filosofía, que podríamos llamar parisiense, es el código de la jamona; y la jamona no es precisamente parisiense, ni la parisiense nos importa un rábano; la jamona nacional es el objeto de nuestra atención y de nuestros miramientos; la jamona de la capital, clasificada en ejemplares diversos del mismo tipo.
Será objeto de nuestra observación la mujer, desde que, llevando algún tiempo de serlo, está en la difícil posición de esas flores que respetó la mano del ramilletero, y que esperan deshojarse al menor soplo de la brisa.
Una mujer, resolviendo el viejo problema de la iniciativa en amor, es una joya para el escritor de costumbres.
Necesariamente esta contravención trae, en el símil de la naturaleza, estos fenómenos.
Una flor que murmura y un céfiro que se deja besar por la flor.
Un cáliz lleno de miel, distribuido como quincena por la propietaria del cáliz, por medio de nómina y recibos.
Una flor, que en lugar de dejarse deshojar por los céfiros, los tiene a sus órdenes como sus afectísimos servidores que besan sus pies.
Una flor, que admite a discusión a cualquier mosco que necesite miel.
Táchese de poco fecunda la materia: desafío al naturalista a que me diga que no merece un tomo una flor de esta clase.
Esta individualidad pertenece a la gloriosa época presente, en la que el hijo de Venus tiene el ojo más abierto que un lince, y sobre todo, un bozo que le ha salido por la fuerza de la experiencia.
Por mi parte, apechugo cariñosamente con la tarea de penetrar al tocador de la jamona, o de colocarme al otro extremo de su confidente y emprender sabrosas pláticas, para pillarle más de cuatro secretos buenos.
Me resigno hasta a participar de la quincena de miel, siquiera como empleado auxiliar y supernumerario; resignación que no por fácil deja de tener su mérito.
La Margarita del Fausto, Julieta la de Romeo, Laura, Beatriz y todas esas pollas clásicas, viven con su fama incólumes en el relicario de la tradición; pero ¿y la Herodias, que, aunque para su época era joven, sabía ya del pe al pa el código de la jamona; pero Lucrecia, que mataba moscos chupadores de miel, como esa flor que cierra sus pétalos condenando a prisión perpetua a los ladrones; y la reina Margarita y Marión Delorme, cuyo carnet, sin patente de sanidad, tiene el honor de colocarse en las bibliotecas públicas y privadas?
Ahí está la mujer, ahí está la flor gorda, henchida de miel y de principios: ahí está la jamona fecunda con axiomas, máximas y problemas.
En ella está el amor de Roma, de Pompeya y de París, el amor-áspid, el amor-ecuación y el amor-vapor.
Esos corazones son los que han inspirado a algunos la palabra pliegues, y los que, amurallados como Babilonia, desafían al fisiólogo, al poeta, al guerrero y al cartujo.
Contra esos corazones emprende hoy Facundo su lance de armas, pluma en ristre, y con la sonrisa en los labios.
Nos veremos.