Post Scriptum

El 13 de agosto de 1799, a las seis y media de la mañana en punto, Napoleón Bonaparte salió por sus propios medios del vientre de la Gran Pirámide de Giza. Kléber fue el primero en advertirlo y en comprobar el lamentable aspecto que presentaba el general de los ejércitos franceses de Oriente. El gigante se acercó a él para socorrerle y le hizo una pregunta que, durante los años siguientes, muchos otros le formularían en privado.

—Mi general, ¿qué os ha sucedido?

El corso respondió entonces lo mismo que respondería hasta su exilio y muerte en la isla de Santa Elena.

—Aunque os lo contara, no lo creeríais.

Sólo diez días después de aquello, Bonaparte abandonaba en secreto Egipto. Lo hizo custodiado por una flotilla de dos barcos, tan débiles como fáciles de apresar: las fragatas Muiron y Carme. Pero, una vez más, el corso tuvo suerte. No sólo el Mediterráneo no acabó con él, sino que los ingleses nunca se apercibieron de su insólita fuga.

Napoleón llegó a Ajaccio, su ciudad natal, el 28 de septiembre de aquel año de 1799, y once días después desembarcaba finalmente en Fréjus, en suelo continental francés, a apenas un centenar de kilómetros de Niza y de la pirámide de Falicon.

En realidad, el corso era ya otro hombre. Un soldado bien distinto del que había abandonado Francia más de un año antes.

Y es que, desde aquel 13 de agosto, Bonaparte no volvería a tener miedo jamás, convirtiéndose en uno de los estrategas más temerarios y con mejor baraka de la historia.

A fin de cuentas, ¿qué podría temer? Él ya sabía que la muerte —cuando le llegara— no sería su final…

En la Casa de José, Las Matas, enero de 2002.