XII

Luxor, 1 Rabí I

Omar atravesó muy temprano, sucio y demacrado, las molduras de estuco blanco de la puerta de Abú al-Haggag. Como un autómata, dejó sus sandalias en la repisa superior de la estantería de madera que descansaba junto al umbral, e instintivamente dio gracias a Alá por hallarse en un refugio tan especial como aquél. Su singularidad radicaba en que Al-Haggag era la única aljama de todo Egipto que se había construido dentro de un antiguo templo pagano respetando su estructura original. Apenas existía otro inmueble así en el mundo, si exceptuábamos la mezquita de Córdoba, invadida por una catedral cristiana tras la caída de Al-Ándalus en 1492. Pero, a decir verdad, Omar ni siquiera pensó en ello.

Había rodeado el perímetro del templo de Luxor por su lado este, y tras superar la altura del primer patio, el nubio se adentró en la casa de Dios sin prestar la más mínima atención a los dos orgullosos colosos situados unos metros más allá del minarete de ladrillo desnudo. Nunca antes había experimentado aquella humillante sensación de derrota. Y el hecho de que una mujer fuera la causa última de su desesperación no hacía sino empeorar las cosas.

Por suerte para él, a aquella hora eran pocos los que buscaban en los suelos de mármol de Al-Haggag un rincón fresco donde guarecerse de la canícula. Difícilmente hubiera soportado el orgulloso Ben Abiff que alguno de sus correligionarios le viera en semejantes circunstancias, corriendo con aquel aspecto atribulado e indecoroso hacia el interior de la mezquita más sagrada de la ciudad.

Abatido, con la mirada hundida entre sus firmes pómulos morenos, no se dio cuenta de que Yusef, el viejo imán responsable del recinto, atravesaba el salón de oraciones directamente hacia él.

—Hijo —susurró nada más alcanzarle—, por fin regresaste. Has estado toda la noche fuera sin dar señales de vida. ¿Pudiste averiguar algo?

Omar trató de evitar sin éxito a Yusef. Había agotado de madrugada sus ganas de hablar. Pero cuando vio el gesto de preocupación de su protector, se sintió en la obligación de responderle.

—Lo siento de veras —lamentó—. No he podido aún dar con ella. Es como si se la hubiese tragado la tierra.

—¿Tragado la tierra? ¿Y a dónde podría ir una criatura frágil y torpe como ésa?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —rezongó el imán—. ¿Pero te das cuenta de lo que has hecho, Omar? ¡Has perdido a Nadia ben Rashid! ¡A Nadia ben Rashid!

El reproche de Yusef fue el mazazo que le faltaba. Su pecado había sido embriagarse de hachís y sangre la noche anterior, y dejar que la hermosa bailarina que tenía por amante escapara fácilmente de su tutela. Llevaba horas buscándola por todas partes. Era cierto que, de noche, la orilla este de Luxor ofrecía muchos lugares donde ocultarse, pero ni él ni ninguno de sus sicarios habían sido capaces de explorarlos a tiempo y dar con la fugitiva.

Yusef, al ver el rostro desencajado e inerte de su discípulo, se hizo cargo de la decepción que le azoraba.

—¿Miraste en la tumba de Amenhotep?

La pregunta del anciano le sobresaltó.

—¿En la orilla oeste? —Omar abrió sus ojos de par en par—. ¡Por supuesto que no! ¿Y cómo demonios habría podido cruzar el Nilo sin que nadie se hubiera dado cuenta? ¿Nadando? ¿De noche?

—Permíteme que también yo lo dude. Pero es mucha casualidad que los franceses acaben de abrir esa tumba y que, a continuación, la última de las Ben Rashid desaparezca delante de nuestras narices. Y a ti, hijo —añadió suspicaz—, la coincidencia debería parecerte igual de desconcertante…

Omar echó un vistazo a su alrededor, cerciorándose de que nadie les miraba. Después, echó su brazo sobre los hombros del imán y, serio, le espetó:

—Mira Yusef, estoy cansado, irritado y hambriento. ¿Por qué no me invitas a comer algo y lo hablamos? Llevo toda la noche sin probar bocado.

Yusef arrugó la nariz, pero aceptó sin oponer demasiada resistencia. Sabía que Omar era un hombre de accesos violentos, al que no convenía soliviantar. Además, también él se había dado cuenta de que la mezquita no era el mejor sitio para hablar de un asunto tan importante. Decidido, el imán agarró a Omar del brazo y lo condujo hasta una terraza donde se divisaba la inconfundible silueta de la montaña tebana. Desde aquella azotea de adobe se gozaba de una vista inigualable del cerro sagrado de los antiguos, al otro lado del río. Y Yusef no dudó en acomodar lo mejor posible a su huésped.

Al cabo de un rato, una ración de carne picada, cebolla y trigo molido humeaba frente a ambos, servida por una cohorte de chiquillas que se aprestaba a ahuyentar la nube de moscas que se les venía encima. Una gruesa manta de esparto, que hacía las veces de eficaz parasol a los comensales, comenzó a mecerse suavemente gracias a la milagrosa brisa de la mañana.

—Ya que has venido a casa, quiero que veas una cosa —dijo el imán, con gesto más relajado—. Es algo que muy pocos han tenido el privilegio de contemplar, puesto que apenas existen dos ejemplares conocidos en todo el islam.

Omar, intrigado, no respondió. Apuró con gana el primer bocado de carne y pan mientras el anciano sacaba de debajo de unos almohadones de colores un libro de gran tamaño, encuadernado con cuerdas y pastas de cuero muy deterioradas. La obra debía de tener como mucho sesenta o setenta páginas, y olía desagradablemente a moho. Como si de un valiosísimo Corán se tratara, Yusef besó aquel legajo con devoción y lo pasó por encima de la mesa a su invitado.

—Es un viejo tratado alquímico —dijo mostrando su dentadura mellada mientras sonreía—. Sabes ya lo que es la alquimia, ¿verdad?

—Sí, Yusef: la ciencia de Egipto[25].

—Bien. En ese caso apreciarás el valor de lo que tienes en tus manos. Probablemente no te conducirá hasta ningún tesoro, ni te revelará el paradero de ninguna antigüedad que no conozcas o hayas saqueado ya, pero satisfará alguna de tus dudas más humanas…

—No lo entiendo. ¿Qué es esto?

Omar, supersticioso, acarició el vetusto cuero sin atreverse a abrirlo.

—Lo que tienes en tus manos fue escrito hace mil años por un sabio entre sabios llamado Jabir ibn Haiyan, conocido como Al Sufi. Él lo tituló El libro de las balanzas, y cuenta parte de los numerosos secretos de la ciencia de los antiguos a los que tuvo acceso en Bagdad mientras estuvo al servicio del califa Harun al-Rashid. Ya sabes: el hombre que inspiró los relatos de Las mil y una noches.

Al oír Al-Rashid, el nubio enmudeció de asombro.

—Jabir —prosiguió Yusef— vivió hasta cumplir casi un siglo de edad. De muy joven supo ganarse la confianza de su señor Harun al-Rashid; fue buen amigo e instructor de su sucesor Jafar al-Sadiq, pero no reveló los secretos aprendidos del califa Harun más que al sultán Abdullah Al Mamún, tercero en la línea sucesoria, cuando el alquimista rondaba ya sus 92 años.

—¿Y qué secretos fueron ésos, si puede saberse? ¿La receta para fabricar oro, tal vez? —ironizó. Las manos de Omar seguían acariciando el volumen con reverencia, sin atreverse a hojearlo.

—No andas muy descaminado, impetuoso Omar, aunque ahora te cueste creerlo. Jabir fue el primer hombre que fabricó acero en el mundo, diseñó el primer alambique conocido, inventó el aguafuerte y descubrió el cloruro de amonio. Pero los mayores secretos que le brindó Harun al-Rashid, precisamente los que decidió esconder en las páginas de este libro que te muestro, tenían que ver con la búsqueda de la piedra filosofal y la inmortalidad.

—¡Sólo Alá es eterno! —protestó—. Poco secreto puede haber ahí.

—No, no —le atajó—. Según reveló el califa a Jabir, también ha habido hombres extraordinariamente longevos, que lograron alcanzar edades venerables gracias a aquellos elixires protegidos por Al-Rashid. De hecho, según reconoció al sabio Jabir, todos sus conocimientos alquímicos relativos a la longevidad procedían de un libro de los antiguos dioses egipcios que aún permanece oculto en la Gran Pirámide. Y lo cierto es que Al Mamún debió creer a pies juntillas lo que le reveló el viejo alquimista al respecto, porque en el año 204 [26] llegó a El Cairo y destinó a sus mejores arquitectos para que horadaran la Gran Pirámide y descubrieran la cámara que contenía aquel poderoso libro.

—¿Y lo encontró?

—No. Aunque trabajó durante meses, casi sin resultados. La pirámide era entonces una estructura lisa e infranqueable, y el poderoso sultán se vio obligado a calentar los bloques externos con hogueras para, una vez al rojo, derramar sobre ellos vinagre frío para agrietarlos. Vencido aquel obstáculo, excavó una galería horizontal que terminó dando con la red de pasadizos secretos de la pirámide. Pero pese al éxito de los zapadores, no halló en ellos ni el libro ni los tesoros que se supone debían estar allá ocultos.

La mención de la palabra «tesoros» hizo arquear una ceja a Omar, que, sin embargo, siguió guardando silenció.

—Al Mamún, claro está, se sintió engañado por Jabir, que, en el entretiempo, había fallecido siendo muy, muy anciano. Y se juró a sí mismo que él y sus seguidores vigilarían a todos los descendientes de Harun al-Rashid hasta que alguno terminara revelando la situación de la cámara y de El libro de la ciencia de la vida oculto en la pirámide.

—¡…Y yo he perdido a una de esas descendientes!

—Sí. Lo has hecho, Omar. Y con ello has incumplido una orden sagrada que tiene más de mil años. Quizá incluso hayamos perdido nuestra mejor oportunidad de acceder a los secretos de su familia y descubrir el lugar donde ese Libro de la vida, y no este sucedáneo que yo conservo, está oculto hoy.

El nubio besó el sucedáneo en cuestión y lo devolvió a Yusef, como si no mereciera tocar aquella reliquia.

—No soy digno de saber más —dijo amargo.

—Omar… —un destello de piedad brilló en sus ojos—, no te he mostrado el libro ni contado esta historia para aumentar tu dolor. Si los shiíes permanecemos tan atentos a cualquier descubrimiento que anuncie una recuperación de El libro de la vida es porque estamos seguros de que el duodécimo imán de nuestra familia, Al-Muntazar, vive gracias a él escondido en algún lugar del mundo, y pronto volverá para llevar al islam hasta lo más alto.

—Alá lo quiera.

—Lo que no sabemos es de dónde vendrá, y si lo hará bajo otra forma.

—¿Bajo otra forma? ¿Qué quieres decir?

—Que quizá el imán llegue de un país no islámico. Incluso cabe la posibilidad de que no se presente como tal, sino como un extranjero infiel que haya perdido la memoria de su sagrada misión.

Omar apuró de un trago la jarra de agua fresca que le habían servido para acompañar su especiada comida. Debía borrar de su mente la impotencia que le causaba la desaparición de Nadia si quería comprender lo que quería decirle el viejo Yusef. Pero antes de que lograra librarse de sus remordimientos, éste le tendió una nueva hoja, escrita en caracteres árabes muy torpes y en francés, que el nubio leyó sin dificultad:

Cadis, jeques, imanes: vengo a restituiros vuestros derechos contra los usurpadores. Adoro a Alá más de lo que lo hacen los mamelucos, vuestros opresores, y respeto a Mahoma y al admirable Corán.

La nota, que se perdía en otros vericuetos de carácter militar, estaba firmada por Napoleón Bonaparte en El Cairo y —según Yusef— había sido distribuida y leída por sus tropas en todas las barriadas y aldeas cercanas a Luxor.

—¿Y esto?

—Eso, Omar, es una señal. Una llamada de atención de Alá para que recuperemos la fe en el pronto regreso del imán —dijo entrecerrando los ojos, como si ahora meditara cada una de sus palabras.

—¿Insinúas que Napoleón es el sagrado imán que esperamos?

—¿Y por qué no, hijo mío? ¿Acaso no ha sido él quien nos ha liberado del dominio del sultán de Constantinopla y ha prometido restaurar nuestra soberanía?

—¡Pero es un infiel! ¡No sabe nada de alquimia! ¡Su país es completamente ajeno a nuestras tradiciones! ¡Y Al-Muntazar desapareció hace novecientos años!

—Déjame que te explique algo que no sabes, Omar.

Yusef apartó las viandas de la mesa de madera, haciendo un hueco donde dejar de nuevo El libro de las balanzas. El tomo, aunque fino, cayó a plomo sobre la mesilla de madera levantando una imperceptible nube de polvo. Tras verlo caer, prosiguió:

—Cuando los romanos invadieron Egipto y conquistaron Alejandría, se llevaron consigo preciosos volúmenes, como éste, de la biblioteca de Alejandría. Por aquel entonces, en los tiempos que precedieron al nacimiento del islam, esos libros se tradujeron a lenguas paganas y se guardaron en lugares poco accesibles para los no iniciados. Sólo los más sabios de Roma, y más tarde de otras provincias del Imperio, accedieron a su sabiduría y la comprendieron. Con el tiempo, algunos de esos textos, inspirados en El libro de la vida de la Gran Pirámide, fueron estudiados en la actual Francia.

—¿Y?

—Los descendientes de Harun al-Rashid, ya en época islámica, habían rastreado Grecia en busca de esos textos, encontrando algunos en la biblioteca del monasterio ortodoxo del monte Athos, así como en otros reductos similares. Y de ahí viajaron por todo el Mediterráneo en busca de las piezas dispersas de aquel saber milenario. Cuando descubrieron que en Francia había alquimistas que manejaban torpemente conceptos que sólo pudieron haber salido de El libro de la vida, marcharon rápidamente hacia sus costas.

Omar no perdía de vista el volumen que no se había atrevido a abrir, mientras seguía sin pestañear la explicación del viejo imán.

—Lo que quiero decirte —dijo Yusef mirándole directamente a los ojos— es que los Ben Rashid localizaron a aquellos aprendices, y los instruyeron a conciencia. Y así fueron dejando a su paso una estela de iniciados en alquimia que llegarían a resucitar el interés por la ciencia en aquel lado del mar. Incluso construyeron pirámides a menor escala para reproducir en ellas sus ritos de inmortalidad, consiguiendo que algunos de sus seguidores rozaran la vida eterna.

—¿Inmortales? ¿Entre los infieles?

La capacidad de sorpresa de Omar estaba llegando al límite.

—¿Y por qué no? ¿Recuerdas en qué lugar del islam se oyó hablar por última vez de uno de ellos?

Yusef aguardó paciente la respuesta. Estaba seguro de que Omar, hijo de una venerable estirpe de arquitectos, conocía aquella historia tan bien como él.

—¡En Granada! —dijo al fin—. ¡En la Granada de Al-Ándalus!

El imán sonrió, dejando otra vez al descubierto su degenerada dentadura.

—Muy bien. ¿Y qué recuerdas?

—Bueno, es una vieja historia familiar, que se ha ido contando de generación en generación y que conozco vagamente.

—No importa. Cuéntamela.

—Hacia el año 200 después de la Hégira, llegó a la corte nazarí de Granada un anciano que aseguró vivía desde los tiempos del Profeta, al que habría tratado personalmente. Se presentó como astrólogo y alquimista. Y aunque el monarca Aben Habús quiso alojarlo en el palacio de la Alhambra, éste rechazó el ofrecimiento instalándose en una cueva con un óculo en la parte superior, por el que controlaba el movimiento de los astros.

—¿Y recuerdas de dónde venía?

—Perfectamente: de Egipto. De hecho, aquel anciano, de nombre Ibrahim, contó al rey de Granada que había descubierto el secreto para prolongar la vida en la Gran Pirámide, donde había estudiado el libro que Alá entregó a Adán, que pasó por las manos de Salomón y, de alguna manera, terminó en manos de los egipcios.

Omar tuvo que morderse la lengua. El recuerdo de aquel relato, que su madre ya le había contado años atrás, aparecía ahora como un lejano eco en su memoria. El imán se dio cuenta de sus dudas.

—Y eso no te es tan ajeno, ¿verdad Omar?

—Pues no —admitió al fin con una sonrisilla orgullosa—. Mi apellido, Ben Abiff (hijo de Abiff), entronca con Hiram Abiff, el arquitecto que construyó el Templo de Yahvé sobre el monte Moriah de Jerusalén por orden expresa de Salomón. Probablemente mi antepasado accedió también a El libro de la vida.

—Querido Omar: ¿ves ya a dónde quiero ir a parar con todo esto?

El nubio, desconcertado por la ágil mente del anciano imán de Al-Haggag, negó con la cabeza.

—De Granada y de Córdoba, hijo mío, salieron los saberes alquímicos que transformarían Europa en los siglos siguientes y que han convertido a esos países en lo que ahora son. Quienes accedieron a su sabiduría alcanzaron proezas tan notables como la transmutación de metales, el dominio de ciertas fuerzas de la naturaleza o la longevidad. ¿Nunca oíste hablar del alquimista Nicolas Flamel, cuyo cadáver jamás apareció y al que se le supuso una vida de más de doscientos años? ¿Y a las tropas de Bonaparte nunca les escuchaste mencionar el nombre de cierto conde de Saint-Germain, con fama de inmortal?… Pues ambos, Omar, eran franceses. Esta obra —añadió señalando las pastas de El libro de las balanzas— explica parte de sus secretos.

—¿Y por qué me lo muestras a mí?

—Porque eres un Ben Abiff y tienes derecho a conocer lo que tus ascendientes conocieron.

—Sólo soy un comerciante de antigüedades. No un mago o un sabio. Y, además, acabo de fracasar al perder a Nadia.

—¡Razón de más, Omar! Si falta Nadia, debemos procurar llegar a El libro de la vida por otros caminos.

—¿Otros caminos?

—El libro de las balanzas es un oscuro eco de las ceremonias de longevidad que practicaron los antiguos egipcios. Quien gozó de mayor número de ellas fue el faraón cuya tumba están explorando los franceses.

—¡Amenhotep!

—Amenhotep, sí —aceptó Yusef— Aquel faraón escondió en su tumba las indicaciones rituales necesarias para rescatar la fórmula por la que a él le prolongaron la vida. Deberías estudiar este tratado y repetir el ritual. Tal vez así la verdad nos sería revelada sin necesidad de ningún Ben Rashid.

—¿Sin Nadia?

—Sin ella, por supuesto.