XXIII
El Cairo, 7 Misra[36]
Los servicios secretos de Marcos VIII, mucho más lentos que los del invasor francés y menos resolutivos que los del enemigo mameluco, comenzaron a trabajar a toda máquina después de incendiarse la biblioteca de la comunidad. Jamás el padre Felipe, un sesentón de rostro cetrino y desconfiado, de pequeña estatura y frente aplastada, había gozado de tantos poderes para llevar a cabo una investigación interna.
Felipe no tenía buena fama entre el clero regular. Era el encargado de la seguridad de las sedes pontificias, y con frecuencia se había visto obligado a utilizar métodos violentos para sofocar problemas. Incluso los relacionados con política eclesiástica. Fuera de ese círculo, tenía el dudoso honor de ser el único copto al que varios líderes musulmanes habían puesto precio a su cabeza, sobre todo después de que se supiera que había utilizado sus influencias sobre los franceses para alertarles sobre un par de intentonas golpistas contra Napoleón.
Marcos VIII confiaba en él, pero fray Felipe nunca supo cuánto hasta ese verano. De hecho, jamás el Santo Padre había perfilado una de sus misiones con tanta meticulosidad como aquélla. Su nuevo encargo era el esclarecimiento de los hechos que habían rodeado la muerte de Cirilo de Bolonia y la orden de apresar a sus presuntos asesinos antes de que lo hicieran los franceses.
Al recibir las instrucciones papales, Felipe se frotó sus manos amarillas con evidente satisfacción: las nuevas órdenes le convertían en uno de los hombres más poderosos de la comunidad. Por primera vez en treinta años de servicio tenía carta blanca —absolutamente blanca— para llegar al fondo de aquel incómodo misterio.
Pronto le quedó claro que Marcos VIII estaba obsesionado con la idea del crimen. Quería asegurarse de que los homicidas no habían tenido acceso al libro perdido de san Marcos, ni habían transmitido su contenido a terceros. Aunque Takla, el ayudante del finado, aseguraba que ni él ni su maestro habían hablado jamás con nadie ajeno a la cúpula copta, y que la única copia obraba en poder del patriarca, tanto éste como sus asesores necesitaban estar completamente seguros de ello.
También era un misterio aquella enigmática frase del evangelio de Juan escrita en una de las paredes de la biblioteca. «… Uno, si no nace de nuevo, no podrá ver el reino de Dios». ¿A cuento de qué la copiaría Cirilo? ¿O tal vez no fue él, sino su verdugo, en un acto de suprema perversidad?
El octavo de los Marcos, solícito, facilitó al padre Felipe toda la documentación del caso, y con ella algunas pistas decisivas para que desarrollara su trabajo. Por ejemplo, le entregó la Biblia recuperada del incendio de la biblioteca, que resultó estar llena de anotaciones en los márgenes. «Estúdiela con cuidado», le ordenó, «pues en ella encontrará en qué se encontraba trabajando el padre Cirilo cuando desapareció». Asimismo, le invitó a que hiciera una averiguación extra: que determinara si existía aún un negocio de telas en El Cairo, o en las proximidades de Heliópolis, regentado por una familia que se llamara Ben Rashid. Su nombre, asociado al valioso texto del evangelista, figuraba en los escritos que había traducido el monje de Bolonia.
Si tenía éxito y localizaba pronto a los Ben Rashid, no debería precipitarse, vigilaría de cerca sus pasos y trataría de averiguar qué se propusieron eliminando a Cirilo antes de darles caza. El Patriarca estaba convencido de que ese clan era el único que tenía un móvil suficientemente fuerte como para acabar con su traductor, ya que, de creer al evangelista, sus remotos antepasados fueron los depositarios de un secreto místico que transmitieron al mismísimo Jesucristo, pero cuya naturaleza a buen seguro preferirían no ver en manos de la Iglesia copta.
Felipe comprendió la gravedad del asunto a la primera. Pidió que se le habilitase un amplio salón en la buhardilla de la mansión rosa adosada a la iglesia de Al-Moallaka, y ordenó que se instalaran en su interior grandes mesas de madera sobre las que colocó mapas detalladísimos de las barriadas más importantes de El Cairo. Le gustaba aquel lugar. Sus celosías de madera garantizaban la intimidad de su equipo, pero no le impedían fisgar en las calles aledañas siempre que necesitara distraerse.
El trabajo comenzó de inmediato. Sus mejores hombres —un pequeño grupo de trece religiosos de procedencias dispares, generalmente conversos católicos de aspecto poco sospechoso— comenzaron a peinar aquella misma tarde El Cairo y todas sus pequeñas aldeas en cuarenta kilómetros a la redonda. Muchos tuvieron que disfrazarse con ropas y turbantes de estilo mameluco para hacer su trabajo sin ser molestados. A fin de cuentas, los coptos seguían siendo los parias de Egipto. Una minoría bien arraigada pero molesta para la ortodoxia islámica.
La mansión rosa centralizó toda la información recogida por los trece espías, que de inmediato pasaba a manos de un selecto grupo de analistas que la archivaba según su importancia. De hecho, al tercer día los esfuerzos de los encargados de rastrear el sector oriental de la ciudad se vieron por fin coronados por el éxito. El hallazgo se produjo cuando el padre Felipe había perdido ya casi todas las esperanzas de encontrar a un solo Ben Rashid en el distrito centro de la ciudad.
Su mapa correspondiente a la barriada más populosa de El Cairo estaba casi completamente cubierto de cruces, indicando qué edificios habían sido ya investigados. Apenas quedaban un centenar de grandes fincas por rastrear, y eran tan antiguas que ni siquiera los grandes catastros realizados en los primeros años de gobierno otomano las contemplaban. Pero Dios premia a los pacientes, y tal como sospechaba el iluminado patriarca Marcos, a mediodía del sábado 6 Misra finalmente localizaron un caserón a nombre de una vieja familia local llamada Ben Rashid, justo en las inmediaciones del barrio de Bayn al-Qasrayn.
Fray Felipe no dudó en concentrar en aquel lugar todos sus esfuerzos.
Desde la calle, la propiedad de los Ben Rashid engañaba: su puerta de acceso apenas permitía el paso de un caballo, pero en el interior la finca ocupaba una extensión similar al perímetro de la Gran Pirámide. Un grueso muro de ladrillo aislaba el inmueble del exterior, y tras él una barrera de arbustos y zarzas convertían el lugar en prácticamente inexpugnable.
Los agentes del padre Felipe no fueron capaces de determinar la existencia de otras vías de paso a la finca, pero sí observaron que a su alrededor se desarrollaba una actividad frenética. Hombres y mujeres entraban y salían a deshoras, rumbo a los rincones más insospechados de la ciudad. Cargaban cueros en el distrito cercano a la ciudadela de Saladino, intercambiaban caballos junto al camino de Sakkara, o se aprovisionaban de grandes cantidades de trigo en la barriada mameluca de Bulak. De hecho, aunque parecían estar preparándose para un traslado o un largo viaje, los dueños de la finca no cesaban de recibir nuevos huéspedes a cada rato.
Los últimos en llegar, de los que supieron por los rumores de la vecindad, habían sido el Patriarca del clan, el vidente Ahmed, y su séquito. Era raro que un místico accediera a abandonar su poblado y se adentrara en la gran ciudad, así que al padre Felipe y a sus analistas no se les escapó que allí dentro se estaba fraguando algo de la máxima importancia. Pero ¿qué?
La rechoncha silueta del jefe de los servicios secretos coptos atravesó el norte de la ciudad de buena mañana. Pese a que era domingo, día santo, debía rendir cuentas al Patriarca de todos sus descubrimientos. Gracias a Dios, estaba relativamente satisfecho por los hallazgos de su equipo, pero deseaba conversar en privado con Marcos VIII sobre los resultados de su otra línea de investigación: la Biblia del padre Cirilo. La había entregado a un tercer y también selecto grupo de estudiosos del cenáculo de San Macario, que habían estado escrutándola día y noche durante las últimas setenta y dos horas, realizando algunos descubrimientos ciertamente significativos.
Tras apurar un tazón de leche caliente con azafrán que le ofreció uno de los secretarios de Su Santidad, Felipe, sentado ya frente a Marcos, no quiso impacientarle más:
—Santo Padre —dijo como si se le iluminara aquella cara de luna—, ya sabemos qué pretendía hacer Cirilo antes de morir.
El Patriarca, que apuraba otro tazón, limpió las gotas de leche que habían caído en su barba con un pañuelo se seda, y se le quedó mirando.
—¿De veras?
—Sí. Examinaba en los evangelios la pasión y muerte de Nuestro Señor, estableciendo comparaciones con el mito egipcio de Osiris.
—¿Y para qué diablos iba a hacer una cosa de ese tipo?
El sesentón sonrió complacido.
—No es difícil de imaginar, Santidad. Después de lo que hablasteis sobre la llegada de un Tiempo en el que sería posible resucitar a un hombre, probablemente se sumergió en el estudio de los últimos momentos de Jesús para descubrir qué preparativos serían necesarios, llegado el momento…
—¿Preparativos?
—Por las notas que aparecen junto a diversos pasajes bíblicos, al parecer Cirilo creía seriamente en la necesidad de purificarse antes de morir. Y decidió estudiar a fondo lo que hizo Jesús, tal vez para imitarle.
—Explíquemelo.
—Es sencillo, Santidad, la pasión de Nuestro Señor comienza con su entrada triunfal en Jerusalén a lomos de un pollino. La ciudad le recibe con hojas de palma en las manos. Ahí dio inicio el calvario de Jesús y el hecho terminó inspirando una de nuestras celebraciones religiosas más importantes.
—¿Y bien?
—En realidad, ese pasaje tiene un trasfondo profundamente egipcio. Jesús cabalga sobre un pollino, al igual que Horus, en el templo de Edfú, lo hace sobre la espalda de Set. Este dios egipcio del mal es representado en muchos lugares como un hombre con cabeza de asno… ¿Me seguís?…
El Patriarca asintió.
—Además, las hojas de palma se empleaban en muchas fiestas paganas para purificar el aire que debía respirar la divinidad, ya que se suponía que ahuyentaban a la oscuridad.
Marcos VIII se mesó las barbas impertérrito, sin abrir la boca.
—¿No lo entendéis aún, Santidad? Jesús sobre el pollino, a ojos de un antiguo egipcio, simbolizaría el triunfo de la luz sobre la oscuridad. El oscuro dios Set era representado con cabeza de asno —insistió—. Cuando los evangelistas escribieron este relato, y san Marcos fue el primero en hacerlo, ¡estaban rememorando una ceremonia egipcia ancestral!
—Casualidad.
—¿Y es también casualidad que Jesús, en la última cena, diga que su cuerpo y su sangre serán representadas por el pan y el vino, tal como Osiris había hecho milenios atrás? Cirilo, en uno de los márgenes del capítulo 14 de Marcos, escribe una oración egipcia a Osiris que dice: «Tú eres el padre y la madre de los hombres; viven de tu soplo, comen de la carne de tu cuerpo».
—Tampoco me impresiona, padre Felipe.
El rostro solemne del Patriarca seguía tieso como el de una cariátide griega.
—En sus notas, Cirilo de Bolonia hace otras consideraciones peculiares: dice que para lograr la resurrección, antes hay que purificarse. Los egipcios creían que el faraón lo hacía tras encontrarse con Ra en el lago sagrado. En su orilla, el dios Toth le lavaba los pies preparándolo así para regresar a la vida. Jesús también creyó en ese rito, y lavó los pies a sus discípulos durante la última cena, preparándoles para su resurrección. ¿Lo veis ya, Santo Padre? ¡Jesús era un iniciado en los misterios de Osiris!
—¿Y quiere usted decir que resucitó gracias a alguna clase de magia egipcia, tal vez?
El modo en que el Patriarca formuló su pregunta sonó a acusación. Fue como si acabara de dictar sentencia a muerte a un hereje.
—No lo digo yo, lo dice Cirilo.
—¿Y cómo pudo un hombre pío como él deducir semejante cosa?
—De nuevo gracias a los paralelismos evangélicos con el mito de Osiris, Santidad. Marcos explica claramente que fueron tres mujeres las que descubrieron el sepulcro vacío de Jesús e iniciaron su búsqueda. En Egipto, es la diosa Isis, a la que muy a menudo se representaba acompañada por sus hermanas Anukis y Satis, quien busca desesperadamente el cuerpo de Osiris. En la tradición egipcia, Isis descubre finalmente que el sarcófago con el cuerpo de su esposo cayó bajo un árbol y sus raíces lo cubrieron. El tronco fue tallado y colocado como columna en un palacio, pero la diosa recuperó el tronco, lo abrió, rescató de su interior el cuerpo de Osiris, lo envolvió en una sábana y lo perfumó antes de volver a enterrarlo.
—¿Y…?
—¿No advertís que exactamente eso mismo hizo José de Arimatea al descolgar a Jesús de un madero, envolverlo en un sudario y depositarlo perfumado en su nueva tumba antes de que resucitara?
—Entonces, Cirilo…
—Estoy convencido de que Cirilo pretendió seguir el mismo ritual de purificación que durante siglos siguieron los adoradores de Isis. Llegó a la conclusión de que para alcanzar la inmortalidad debía morir primero como Nuestro Señor; escribió aquella enigmática frase de Juan en la pared, y decidió probar suerte.
—¿Probar suerte?
—Entre las cubiertas de la Biblia que recuperamos en la biblioteca hemos encontrado algunos apuntes astrológicos interesantes. Son hojas llenas de cálculos precisos, realizados por alguna mente bien entrenada en esa clase de ciencia. Lo que sugieren, sin género de dudas, es que Cirilo creía que la configuración astrológica que precedió a la resurrección de Nuestro Señor se iba a repetir en estas mismas fechas. Y si estaba tan convencido de ello, ¿tan raro os parece que intentara emular a Jesucristo en su momento más glorioso? ¿No probaríais incluso vos la efectividad de la formula de la vida?
—¿Y lo pudo hacer en solitario?
Felipe miró al Santo Padre con expresión malévola, como si en su respuesta se encerrara la clave para resolver aquel enigma.
—Evidentemente, no —dijo.