XIII
Viejo Cairo, 29 Abib[27]
La columna de humo era negra como la obsidiana. Y tan compacta que parecía sólida.
—Apúrese, Santo Padre. Es ahí. Junto a la iglesia de San Miguel.
La indicación de Teodoro, el fiel ayudante de cámara de Marcos VIII, sonó hueca, como si en realidad el diácono tuviera ya la mente en otra cosa. Pero aquella ausencia, lejos de tranquilizar al Pontífice, le alarmó aún más.
El asunto debía ser funesto. La mirada del hermano Teodoro, a juego con su voz, parecía también ida. Había perdido el inmutable gesto severo que le había hecho acreedor de no pocas antipatías entre el resto de asistentes del Patriarca, y jamás nadie le había visto tan excitado. Pronto descubrieron la razón: al otro lado de los jardines que protegían la que en El Cairo todos llaman la sinagoga de Ben Ezrá, un humo negro y espeso se abría paso entre los tejados.
Fue entonces cuando todos se compadecieron de la enajenación de su asistente.
Como él, hasta Su Santidad en persona se vio envuelto en el caos. Un incontrolable tráfago de monjes con los hábitos cubiertos de cenizas acarreaba a toda prisa recipientes llenos de agua de un caño adosado al templo. Cerca de ellos, arremolinadas junto a un grupo de datileras, varias mujeres cubiertas por la tradicional melaya[28] egipcia gemían desconsoladas. De algún modo sabían que la patrulla que controlaba el sector oeste de la ciudad no abandonaría la plaza hasta aclarar los hechos. Los franceses habían dejado bien claro a la población que no tolerarían ningún disturbio. El ejército de ocupación temía —y con razón— que El Cairo se levantara contra ellos.
Marcos VIII apretó el paso.
De hecho, hasta que el grueso Patriarca atravesó la primera barrera de religiosos y cruzó el pequeño cementerio anexo a Ben Ezrá, no se hizo cargo de la causa de tanta alarma: un pequeño edificio de dos plantas, de paredes de adobe y techo de hoja de palmera, ardía aparatosamente, oscureciendo la tibia mañana cairota. Era la biblioteca de la comunidad.
El Santo Padre no quiso creer lo que veían sus ojos —«Dios no quiere esto. No puede quererlo», se consoló casi al borde de la blasfemia—, pero pronto se rindió a la evidencia. El legado de casi cinco siglos de trabajo se estaba reduciendo a cenizas ante sus propios ojos. En unos minutos no quedaría nada.
A los pies del inmueble, un grupo de hombres se esforzaba por contener los muros inferiores y retrasar su inevitable hundimiento. Habían acarreado troncos de palmera que apuntalaban contra los tabiques maestros, pero éstos se hinchaban de humo y se fracturaban a la menor ocasión. Uno de los operarios, al ver llegar la comitiva del papa Marcos entre la nube tóxica de humo y chispas, abandonó su posición para acercarse corriendo hacia ellos. Tenía el cráneo rapado y cubierto de hollín, y gesticulaba como si ya conociera al Pontífice.
—¿Hermano Takla? ¿De veras eres tú?
El rostro juvenil y afeminado del ayudante del padre Cirilo, cubierto de un polvo negruzco y grueso, impresionó de veras al Patriarca. Tenía los ojos enrojecidos, casi fuera de las órbitas, y unos abultados grumos negros asomaban por debajo de ellos.
—¿Has llorado?
Takla asintió con la cabeza.
—¿Y qué haces aquí? Te suponía camino de Santa Catalina, de regreso a tus tareas.
El copto, temblando de la impresión, pareció buscar en las escasas fuerzas que le quedaban el impulso para arrancar a hablar.
—Santo Padre… —balbuceó arrodillado a sus pies, tiritando—. Ha sido terrible… ¡Terrible!
—¿Qué es terrible, hijo mío?
El tono falsamente pausado del Pontífice inyectó bríos al novicio. De reojo, Marcos VIII buscó una explicación en su comitiva a la actitud del joven monje. Fue en vano. Nadie pestañeó siquiera.
—… Cirilo… Es Cirilo —gimoteó Takla otra vez.
—¿Cirilo? ¿El padre Cirilo? No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Él… —tragó saliva—… Él entró en la biblioteca hace dos horas y después… Después ardió.
—¿Está aún dentro el padre Cirilo? ¿Es eso lo que quieres decirme?
El Pontífice respiró hondo antes de continuar.
—Hijo, ¿estás seguro de lo que dices?
Takla, inundado en lágrimas, se aferraba con fuerza a los hábitos del Santo Padre, asintiendo otra vez con la cabeza.
En ese momento, un estrepitoso crujido quebró el ambiente. El techo de palmera de la segunda planta se había venido abajo, arrastrando consigo las vigas, las rejas azules de las ventanas, los ornamentos de madera y la parte superior de la biblioteca. El fuego, iniciado bajo aquellas cañas centenarias, lo había arrasado todo en poco más de media hora, dejando sólo dos de sus cuatro paredes en pie.
—¡Adelante, hermanos! —se oyó bramar a uno de los frailes, al frente del improvisado servicio de bomberos—. ¡Esto ya no puede arder más!
Takla, espantado por aquella visión del infierno, ocultó su rostro entre las manos. Ni por un momento recordó que entre ascuas debían estar aún las notas originales que su maestro había redactado a propósito del evangelio de Marcos. La comitiva que acompañaba al Patriarca no logró tranquilizarle.
—Es una tragedia terrible —murmuró uno de los más veteranos, un monje sordo y de cabello escaso.
—Una pérdida irreparable.
Casi una hora más tarde, las llamas habían concluido su trabajo. Con precisión de cirujano, habían reducido a polvo gris y humeante nueve grandes estanterías repletas de libros y códices antiguos, así como una rara colección de iconos, reunidos con tesón por los monjes de Abu Sarga durante un tiempo difícil de precisar.
Cuando las últimas tinas de agua terminaron de refrescar las brasas, un grupo de cinco monjes, con los pies envueltos en trapos húmedos, comenzó a remover nerviosamente los restos por si encontraban aún algo que salvar.
—¡Buscad el cuerpo del hermano Cirilo! —gritó desde el piso de abajo un deshecho Takla—. ¡Tiene que estar ahí!
Los voluntarios lo tantearon todo. De tanto en tanto uno de ellos emergía de entre la nube de humo y polvo, dando cuenta de lo infructuoso de su búsqueda. Su conclusión fue unánime y definitiva: el cuerpo del anciano de Bolonia debió arder como la leña seca, fundiéndose en el caótico manto de cenizas que cubría el suelo del segundo piso.
—Un fin digno de un sabio… —dijo el último en salir de las ruinas.
—¡Pero no puede ser! —protestó el novicio—. Debe quedar algo. Aunque sea un hueso. ¡Buscad el cráneo! ¡Lo que sea!
Tras la insistencia de Takla y la piadosa autorización del Pontífice, los monjes batieron por última vez las cenizas: sólo el grueso anillo de plata que llevaba el padre Cirilo despuntó al fin junto a los restos de una Biblia chamuscada. Nadie esperaba un hallazgo así. Ésta apareció bajo una plancha cobriza, envuelta en un paño azul y abierta por un capítulo ya casi ininteligible del Evangelio de Juan. La tinta se había humedecido por efecto del calor emborronando casi todas las páginas. Aun así, en medio del manchurrón de tinta, podía admirarse una bonita miniatura iluminada con pan de oro en la que se identificaba al apóstol emergiendo de una hoguera. Marcos VIII apreció la ironía con desgana.
—¿Nada de Cirilo? —preguntó.
—Nada. Pero hemos encontrado algo más, Santo Padre…
El mayor de los cinco monjes, Benjamín el cocinero, se inclinó ante el Pontífice, tratando de disimular su propia sorpresa. No sabía muy bien cómo iba a encajar el Santo Padre la noticia, así que decidió dársela rápida y secamente, sin darle opción a muchas cavilaciones.
—… En uno de los muros que no han caído hemos hallado un texto escrito. Y a juzgar por el lugar donde está, en sitio bien visible, debió de haber sido escrito poco antes del incendio.
—¿Un texto? —el orondo rostro de Marcos se arrugó como una pasa.
—Se trata de un fragmento del evangelio de Juan. Podéis verlo vos mismo ahora, si os place.
Con cierta dificultad, y los pies envueltos en sus correspondientes paños húmedos, el octavo de los Marcos trepó por las escaleras ennegrecidas de la biblioteca hasta la segunda planta. La estructura emitió un extraño crujido al notar el peso del ilustre visitante, pero aguantó. El Patriarca, compadecido de la suerte de su profesor, hizo que Takla subiera con él y le auxiliara en caso de necesitar un brazo joven en el que apoyarse.
No tuvieron que dar demasiados rodeos. El texto lucía perfecto sobre el muro más occidental del edificio, exactamente frente al hueco de la escalera. Sólo el inicio de la frase había desaparecido al derrumbarse parte del tabique:
…en verdad, en verdad te digo que uno, si no nace de nuevo, no podrá ver el reino de Dios.
La letra, grande, roja y minuciosa, destacaba como si tuviera luz propia. Estaba escrita en copto, con una caligrafía cuidada, idéntica a la que podía admirarse en los misales y libros bíblicos ahora desaparecidos. No cabía duda de que la frase había sido pintada a conciencia. Sin reparar en tiempo y delicadeza. Las líneas eran rectas, el texto impecable, la cita… perfecta.
El Pontífice la leyó un par de veces más, como si aquellas palabras contuvieran una explicación a lo sucedido.
—… Es de Juan, capítulo tres, versículo tres.
Takla asintió.
—El texto preferido del padre Cirilo.
—Es curioso —atajó Marcos sin despegar su mirada del muro—: creía que su evangelio favorito era el de Marcos.
—No, no… Nada de eso. Ese es un texto que cuenta el encuentro entre el fariseo Nicodemo y Nuestro Señor. El padre Cirilo, que en gloria esté, lo leía a menudo.
—¿Y sabes por qué, Takla?
—Bueno… —dudó—, a veces comentaba que en aquella conversación Jesús explicó al fariseo que su capacidad de obrar milagros procedía de la Luz.
—¿De la Luz?
—Es una metáfora, Santidad.
Marcos VIII no replicó. La esperada patrulla de soldados franceses acababa de irrumpir en la plaza. Debían ser diez hombres, armados con mosquetones y bayonetas, y pertrechados de la casaca azul y la culotte de las tropas de Bonaparte. No tenían cara de buenos amigos.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó en un rudimentario árabe el que parecía capitanear el grupo.
Los asistentes del Pontífice se miraron unos a otros, dudando si responder. Un gesto de Marcos hizo que su fiel Teodoro se adelantara hasta el capitán y tratara de explicarle la situación. En el estado de nervios en el que se encontraban las tropas de ocupación, era mejor colaborar.
El soldado entendió a medias las explicaciones de Teodoro, al que prestó toda la atención por tratarse de un anciano de aspecto despierto. Por sus gestos y su francés fuertemente arabizado, adivinó que el incendio que les había alertado era fortuito, y no tenía nada que ver con la cadena de agresiones que la ciudad estaba viviendo a manos de la resistencia mameluca. También comprendió que se trataba de un edificio de los propios coptos y que ellos se responsabilizarían de impedir que el fuego se extendiera a otros inmuebles vecinos.
Finalmente, el capitán, satisfecho, preguntó algo que descompuso al viejo monje:
—No hay ninguna víctima, ¿verdad?