XXIV
Al mediodía de aquel domingo 7 Misra, fiesta de la Anunciación del nacimiento de la Virgen María, el panorama de noticias incompletas y rumores a medio cocinar que destilaba la finca de los Ben Rashid cambió de pronto.
El grueso guardián árabe que protegía siempre la puerta del lugar abrió la plancha reforzada de la entrada a una insólita pareja. Lo que tenían de extraño era que, a diferencia de cuantos les habían precedido en esas jornadas, abandonaban el recinto sin paquetes o mercancías de ninguna clase. Además, iban ataviados con calzado cómodo y dos grandes cueros llenos de agua, como si se dispusieran a adentrarse en el desierto.
Jorge y Andrés —los responsables de la vigilancia a esa hora, apostados unos metros más allá, junto a un almacén de chatarras— no los habían visto nunca por allí. Él era un tipo enorme, forzudo y de piel negra. Ella, aunque tostada también, parecía delicada y hermosa. Pese a que un velo la cubría de arriba abajo, no podía disimular una silueta bella y bien proporcionada, y unos brazos frágiles y de aspecto suave. Debían de haber llegado durante alguno de los cambios de turno de los vigilantes, y su presencia les había pasado desapercibida a todos hasta ese momento.
Nada más salir, los nuevos huéspedes de los Ben Rashid enfilaron el concurrido Bayn al-Qasrayn perdiéndose entre la multitud. Jorge, el más veterano de los espías del padre Felipe, no lo dudó ni un segundo, se deslizó desde su observatorio en la misma dirección que ellos, con intención de no perderles de vista.
La pareja atravesó el centro de El Cairo y puso rumbo hacia la periferia. No pararon a comer, ni se detuvieron en ninguno de los negocios que la familia regentaba en la ciudad, todos ellos ya cuidadosamente censados y vigilados por los hombres de Marcos VIII. Tampoco observaron las preceptivas pausas para la oración que establece el Corán, y evitaron acercarse demasiado a cualquiera de las muchas mezquitas que les salieron al paso. Sin embargo, a mitad de camino, el forzudo y la mujer hicieron un alto frente a un pequeño callejón en el que Jorge no había reparado jamás.
Éste no tendría más de un metro de ancho, era estrecho y largo, y desembocaba en una ridícula plazuela ocupada por un único establecimiento. Los nubios debían conocerlo bien, porque no dudaron en enfilar aquel miserable corredor y adentrarse detrás de las telas que guarecían su fachada.
Jorge aguardó durante casi media hora, de pie, merodeando entre puestos de frutas y aguadores con sus tinajas de líquido fresco, a que salieran… Memorizó los nombres de las calles, escritos con tiza en cada esquina, en árabe y en francés, y calculó para distraerse el número de viandantes que pasarían frente a aquel callejón cada hora. Pero el tiempo pronto empezó a correr inexorable y la espera se hizo insufrible. ¿Y si le habían dado esquinazo? ¿Y si la tienda en la que habían entrado sus «objetivos» tenía otra salida que él desconocía? ¿O es que, acaso, terminaba allí su viaje? Y en ese caso, ¿cuál era el propósito último de aquellos dos peculiares peregrinos?
Extrañado por no ver a nadie más entrar y salir por aquel minúsculo embudo de ladrillos, Jorge se decidió finalmente a atravesarlo. ¿Qué podía perder? Nadie allí le conocía, y, si las cosas se le ponían feas, siempre le quedaría el recurso de hacerse pasar por un ciudadano despistado en busca de algún lugar donde comer algo.
El establecimiento era muy diferente de todo lo que había visto en El Cairo. Nada más entrar, se percibía en su interior una atmósfera densa y oscura, apenas quebrada por la luz de tres o cuatro faroles de cobre anárquicamente distribuidos por el suelo. Unas gruesas cortinas de lana separaban la plazoleta del interior, y el suelo estaba sembrado de alfombras multicolores muy sucias y una colección de pufs y mesitas bajas llenas de restos de té solidificados. Hacía frío. Un frío extraño, duro, que contrastaba con la elevada temperatura del exterior.
—¿Hay alguien? —preguntó Jorge en voz alta, mientras sorteaba aquel caos de cojines y mesas.
Al fin, detrás de un mostrador escondido al fondo del establecimiento, un hombre de mediana edad que se presentó como Jalil le saludó cortésmente. Tenía el rostro cuidadosamente rasurado, limpio, lo que extrañó no poco al espía copto.
—Ahlan wa Sahlan[37]. ¿En qué puedo ayudarle, amigo? — dijo en perfecto árabe.
Jorge dudó, a lo que el tendero, que cubría su galabeya con una magnífica abaya o capa de color verde, prosiguió.
—¿Mal de amores, tal vez? ¿O lo suyo es un problema de salud? ¿Ciática? ¿Pérdida de cabello? —Jalil arqueó su frente despejada bajo el turbante, y escrutó a su cliente con gesto profesional—. No será impotencia, ¿verdad, señor?
El copto, sorprendido por tanta locuacidad, acertó a balbucir algo inteligible:
—¿Es… es usted médico?
—No, amigo. Soy Jalil, el brujo más trabajador y constante de la ciudad —dijo con ritintín—. Si usted busca remedio para cualquier problema, ha venido a parar al lugar indicado.
—En realidad… —titubeó—. Lo que busco es a unos amigos.
—También puedo ayudarle en eso.
Jalil sonrió de oreja a oreja, rebuscando algo en un aparador tan negro y avejentado que Jorge no lo había visto hasta ese mismo momento.
—Soy un experto en el viejo arte de buscar personas desaparecidas. Existe un antiguo conjuro egipcio que nos dirá rápidamente dónde están sus amigos. Y, además, es muy económico.
—¡No, no! —Jorge agitó su cabeza desaprobando aquello—. Se trata de dos amigos que han estado aquí hace un rato…
Jalil dejó de revolver en su colección de frascos y ungüentos, y se giró hacia su cliente desdibujando poco a poco su sonrisa.
—¿Se refiere a los dos nubios que me han visitado poco antes de llegar usted?
—Sí, esos mismos.
—Bueno —suspiró—. Nunca doy información sobre mis clientes, pero éstos eran verdaderamente especiales. He de confesarle que hacía años que no tenía una conversación tan interesante sobre magia, ¡Allahu akbar![38].
—¿De veras?
Jorge abrió los ojos de par en par. Estaba de suerte. Si el brujo Jalil era de lengua fácil, como parecía, iba a obtener más información de la que esperaba. Fray Felipe estaría satisfecho de su gestión.
—Desde luego. Me preguntaron por la clase de hechizos de amor y de fertilidad que conocía. Naturalmente, les expliqué que esa clase de trabajos son los más difíciles y costosos que existen. Hay que saber muy bien qué plantas usar, recogerlas en el momento preciso, triturarlas de manera muy concreta, añadir aceite sólo cuando se debe, destilar óleos de las raspas de pescados muy difíciles de conseguir, y, sobre todo, hay que estar atento a las fases de la luna… Pero ¿sabe lo mejor de todo? ¡Que ellos ya estaban al corriente de todo eso!
—También son magos…—mintió Jorge para seguir tirando de Jalil.
—Y muy buenos, sin duda. Tiene suerte de ser su amigo. Imagínese: ¡hasta conocían el método del escarabajo para enamorar a una mujer!
—¿El método del escarabajo?
—Ya veo que usted no es de la familia. Está bien, en realidad esa técnica es muy poco popular —Jalil volvió a lucir una amplia sonrisa en su rostro—. Requiere coger un escarabajo pequeño que todavía no haya desarrollado sus cuernos, e introducirlo en leche de una vaca negra desde la mañana hasta la tarde.
Después se sacará su cadáver a la luz, se colocará arena sobre su panza y se le ahumará con incienso. Al día siguiente se cortará su cuerpo en rodajas utilizando un gran cuchillo de bronce, se cocerá con vino y pepitas de manzana a las que se añadirá el orín del brujo y se mezclarán algunas gotas con un licor que se dará a beber a la mujer deseada… No falla nunca.
—Ya —Jorge disimuló como pudo su repugnancia.
—También me confirmaron lo que muchos creen ya por aquí…
—No le entiendo, ¿a qué se refiere?
—¡A los franceses, hombre! Parece que no sólo se han traído soldados a Egipto, sino también a sus propios sabios y brujos.
—¿Ah, sí?
—Y, al parecer, son muy poderosos. Para que vea, sus amigos querían saber cómo neutralizar sus poderes y acercarse a ellos sin resultar agredidos. Y me pagaron bien por mi consejo.
Jorge silbó de admiración, disimulando su profunda convicción de que aquellas historias árabes no eran más que supercherías propias de salvajes. Pero dejó que Jalil se explayara.
—Sin embargo, lo que buscaban era algo muy complejo, que naturalmente requería del asesoramiento de alguien tan experto como yo.
—¡Al Hamdu li-lah[39], Jalil! —replicó el copto ceremonioso—. Su fama traspasa todas las fronteras, desde Nubia hasta el Delta. Por eso vinieron a consultarle mis amigos.
—¡Por las barbas del Profeta! ¡Por supuesto!
—No lo dudé ni un instante.
—Sin embargo, lo que realmente querían iba más allá de mis capacidades —el tendero enfatizó misterioso sus palabras—. Porque si la magia para enamorar a una mujer es algo bien estudiado y fácil, no lo es tanto la magia para enamorar a un hombre.
—¿A un hombre?
—Eso he dicho, amigo —Jalil torció el gesto, haciendo ahora una mueca nueva—. Pero esa información cuesta.
Jorge hizo ademán de comprender, y depositó una brillante moneda de plata sobre la mesa. Los ojos del tendero chispearon un segundo antes de hacer desaparecer el óbolo por debajo del mostrador.
—Para lograr el prodigio de poseer a un hombre hay antes que demostrar verdadero amor. Ese es el secreto. Amor verdadero como el que Isis demostró a Osiris, hasta el punto de ir a buscarlo al mundo de los muertos y traérselo de él para resucitarlo después.
—¿Y eso es todo lo que les ha enseñado?
—Eso… y el uso de perfumes e infusiones que podrían predisponer al varón a un viaje de esa naturaleza.
—Ya veo. ¿Y sabría decirme, Jalil, hacia dónde han partido?
—Por supuesto. Salieron por detrás de este edificio, cruzando el patio que tiene frente a usted, hacia Azbakiya. Tenían bastante interés por llegar lo antes posible hasta allí.
—¿Azbakiya? ¿El cuartel general de los soldados franceses?
Jalil asintió con mirada divertida.
—Y adivine qué, amigo mío —dijo.
El copto se encogió de hombros.
—Querían entrevistarse nada menos que con el sultán Bunabart.
—¿Con Bonaparte? ¿Con Napoleón Bonaparte? ¿Está seguro de lo que dice?
—Sí. Jalil nunca miente. Además, le daré un consejo mágico gratis, si pregunta allá por Bunabart, seguro que los encontrará.
La risotada que soltó el brujo le desarmó. Jorge dio algo más de bakhshish[40] al amable tendero, y abandonó precipitadamente su tienda rumbo al despacho del padre Felipe.