XXVIII

Jamás había visto una mujer tan bella.

Apenas se desnudó, el aroma a loto que impregnaba su piel se extendió por toda la habitación, inundándola y haciendo temblar hasta la última víscera del corso. Nadia, ajena a la tormenta que estaba provocando, parecía sumida en un éxtasis profundo. Desde el primer momento, apenas se hubo cerrado la puerta de la estancia de Bonaparte dejándola a solas con él, fue ella la que tomó la iniciativa. Le bastó cerrar los ojos con fuerza, respirar hondo un par de veces y volver a abrirlos, esta vez llenos de un fuego que el corso no había visto en su vida. Al general aquello le divirtió. No era corriente que una mujer, y menos aún una árabe, tuviera tanta soltura en presencia de un varón al que no había visto nunca.

¿O quizá no era así?

El corso, sobrecogido, observó sin pestañear cómo Nadia fue desprendiéndose de cada una de las capas de tela que la cubrían, mientras ejecutaba una danza al son de una música inaudible. Vio también cómo caminaba descalza hasta su lecho, tendiéndose cuan larga era sobre él y ofreciéndole sin pudor un paraíso de placeres que casi había olvidado desde su última batalla. El cuerpo de la nubia era perfecto, sus senos firmes y apretados daban volumen a un torso flexible, moreno, que Napoleón imaginó cuidado por todo un harén de esclavas. ¿De dónde había salido aquella criatura? ¿Cómo es que nadie le había hablado antes de ella?

Cual una experta odalisca, Nadia se contorneó sobre el colchón mirándole con aquellos ojos de cobra imposibles de evitar.

—¿Sabías que el sexo es la más poderosa y antigua de las energías? —susurró mientras deshacía la cama con sus largas piernas. Evidentemente, no esperaba una respuesta—. Actúa como un imán. Si sus polos están a la distancia adecuada, la fuerza que generan es inmensa. Pero si se tocan, toda esa tensión creadora desaparece.

Bonaparte estaba atónito. No entendía muy bien lo que aquella nubia quería decirle, pero tampoco le preocupaba demasiado. Le sobraba su levita, y la camisa había comenzado a empapársele de sudor frío. Sentía que debía hacer o decir algo si no quería perder definitivamente el control de la situación; así que terminó expresando el primer pensamiento coherente que le pasó por la cabeza.

—Aún no me has dicho quién desea traicionarme… —dijo.

—No.

—Ni qué sabes de la fraternidad de «los sabios azules».

—Tampoco.

—Ni me has explicado por qué te preocupas de mi seguridad.

Nadia volvió a negar con la cabeza.

—Ahora no es eso lo más importante —respondió La Perfecta.

—¿Ah, no?

—No, general. Lo que he venido a mostrarte es algo más místico, más trascendente que todo eso. Hoy es el día en el que, por fin, deberás aceptar tu destino y entregarte a él sin reparos.

—¿Mi destino?

Napoleón, desprovisto ya de su casaca militar, había decidido pasar a la acción. Estaba tan embriagado por los sensuales movimientos de aquella mujer que casi no se había dado cuenta de que caminaba directamente hacia ella.

—En la antigüedad, cuando los dioses gobernaban este país, miles de años antes de que nacieran Julio César o Alejandro y los extranjeros ambicionaran sus riquezas, las reinas sólo se unían en matrimonio con los dioses. Fue su manera de crear una estirpe de hombres de sangre azul, mitad humanos mitad divinos, robando así a los de arriba su don más preciado: la inmortalidad. Sin embargo —la bella prosiguió—, aquello abrió una herida en el corazón de los hombres que muy pocos supieron cicatrizar…

—No sé de qué hablas.

—De la separación entre espíritu y materia, general. De cómo fue creado el primer ser humano con esa herida partiéndole por la mitad, y cómo desde entonces cada uno de nosotros ha buscado, consciente o inconscientemente, unir esos dos trozos a toda costa.

—¿Y a quién importa eso?

Napoleón se había sentado ya junto al regazo de Nadia, observando sin tapujos su desbordante belleza. La Perfecta había depilado cuidadosamente todo su cuerpo, sumergiéndolo en un mar de aromas que, percibidos tan de cerca, casi le hacen perder el sentido. Pero se guardó de tocarla. Sus palabras silbaban junto a él como el amenazador siseo de una serpiente.

—Debería importarte a ti, general —dijo, señalándole con su índice—. En el pasado más remoto de mi pueblo, la diosa Isis se unió al dios Osiris para crear un nuevo rey de Egipto que tuviera esos dos polos unidos. Que comprendiera que materia y espíritu forman parte de una misma esencia. Aquella sagrada unión de la que nacería el rey Horus se consumó, paradójicamente, después de que Osiris muriera a manos de su hermano Set. Isis persiguió su alma hasta el país de los muertos, la rescató de las tinieblas y logró que la semilla osiriana penetrara en sus carnes, fecundándola.

—Un hermoso mito. «Los sabios azules» me hablaron de él en Nazaret.

—¿De veras?

La Perfecta pareció dudar por primera vez. Napoleón lo notó, y aprovechó para tratar de hacerse con la situación.

—Sí. También dijeron que Jesús estudió aquel relato, logrando acceder a la fórmula mágica con la que la diosa más querida en Egipto obró su prodigio. Por eso consumó la resurrección cuando le llegó la hora, y consiguió con ella la inmortalidad. ¿O no es verdad que el mesías de los judíos no volvió a morir tras su regreso a la vida…?

—Si ya sabes eso, entonces, Napoleón, supongo que estás preparado.

—¿Preparado? ¿Para qué?

Sentado ya en la misma cama que Nadia, el corso dudó un segundo si extender o no su brazo izquierdo hacia La Perfecta. Finalmente dejó que su mano se posara distraídamente sobre una de sus caderas. El tacto cálido de aquella piel cuidada le hechizó.

—Preparado para recibir el secreto que hizo de Jesús grande entre los grandes.

—¿Y me lo darás tú?

—Sí. Yo.

—¿Y cómo se supone que vas a transmitírmelo?

Nadia se escurrió bajo la poderosa mano del corso, y se sentó sobre sus rodillas.

—Primero, naturalmente, desvelándote el misterio del Hebsed.

—¿El Hebsed? También «los azules» me hablaron de él. Los faraones se sometían a ese ritual cada treinta años.

—Que son, exactamente, los que tú cumplirás dentro de tres días —le atajó ella.

—Cierto —sonrió embobado.

—Ningún pagano ha sabido nunca qué ocurría durante aquellos cultos. Lo único que el pueblo veía, cuando el Hebsed se celebraba en los albores de nuestra historia, era al faraón adentrándose en los corredores de su pirámide para salir de ella rejuvenecido. Lo que nadie sospechaba es que el rito tenía que ver con la energía sexual.

—¿La energía sexual?

El corso se mordió el labio inferior, disimulando su excitación.

—Todo cuanto nos rodea es energía, general. Pero ninguna es tan poderosa como la que genera el deseo. Dominar el instinto y manipularlo convenientemente puede hacer que nuestro cuerpo se regenere, que el pelo cano se oscurezca o que las fuerzas regresen a donde se habían perdido… Llevado a sus últimos extremos, el rito podía matar, como le sucedió a Osiris, y devolver la vida, como también el dios experimentó.

Nadia tomó las manos del corso, calientes y húmedas.

—Tu Biblia ya dice que en tiempos del rey David, cuando éste era muy viejo, se le hacía dormir con una joven virgen al lado. Los judíos que le obligaron a semejante cosa procedían de Egipto, donde habían oído rumores de cómo el aliento de una joven podía insuflarle parte de su vitalidad.

—Estupideces.

—No tanto como crees, general —dijo muy seria La Perfecta—. En Persia también se creía lo mismo. Lo que no sabían es que, en efecto, la presencia de una joven activaba ciertas secreciones hormonales en el anciano que le rejuvenecían. Tú mismo, ahora, las estás experimentando.

Aquella mujer tenía razón. El desbordante deseo que el corso sentía por aquella hermosa hembra le estaba haciendo hervir la sangre. Todo comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si las paredes enteladas circundantes hubieran ganado en intensidad y los colores de sus sábanas despidieran luz propia.

—Concéntrate en lo que sientes —ordenaba—. Sé consciente de cómo la materia pierde consistencia y acaricias un estado diferente al que te domina. No es guerra. No es estrategia. No es matemática. Ni política… Es como abrir una puerta sutil que está dentro de ti.

Napoleón se agarraba a las firmes manos de la nubia como un marino a punto de marearse. Sus ojos de cobra estaban cerca, muy cerca, clavados con una extraña fiereza en los suyos.

—Cuando sientas la puerta, cuando el deseo te haga perder de vista el horizonte… ¡crúzala!

La última instrucción de La Perfecta sonó como un eco lejano en la cabeza del corso. Era demasiado tarde para darse cuenta de que acababa de caer desplomado sobre aquel cuerpo perfumado con algún extraño aroma embriagador y dulce.

Nadia alzó la vista al cielo y dio gracias a Isis por aquella providencial ayuda. El corso estaba por fin en sus manos.

Al igual que Osiris muerto en las de la diosa…