XVIII
Luxor, II Década, Nonidi de Termidor[29]
El bigotillo de Jean-Baptiste se tambaleó graciosamente de lado a lado, como siempre que iba a decir algo solemne. El oficial se había dejado crecer aquel mostacho para superar su complejo de niño y sumar a sus recién estrenadas veintitrés primaveras otras cuatro o cinco más. Odiaba que le llamaran «criatura» o «jovencito» indistintamente, y en uno de sus frecuentes arrebatos de genio acababa de exigir a sus colegas que se dirigieran a él sólo por sus apellidos: Prosper Jollois. Nada de Jean-Baptiste.
—¡Qué fuerza tienen los siglos, barón! —exclamó al fin, sosteniendo un gran trozo de yeso policromado en sus manos—. Ayer entramos en una tumba real, recogimos esta piedra tallada hace treinta centurias, y hoy se deshace en nuestras manos como la arenisca…
—Es arenisca. ¿Qué esperaba?
La seca respuesta de Édouard de Villiers no le desanimó.
—¿Y eso no le dice nada sobre la fragilidad del hombre y sus obras?
—¡Ésta sí es buena! —gruñó el otro—. Además de filosofar, ¿ha hecho algo por reunir más información sobre nuestro guía de anteanoche, ese tal Mohammed? Ha tenido tiempo desde ayer.
El semblante suave del joven Prosper se endureció de golpe. Los seis años de diferencia que le separaban del barón De Villiers —un título hueco, sin fortuna detrás, aclaraba éste siempre a la menor oportunidad— le situaban en franca desventaja. Aunque los dos tenían el grado de ingenieros y eran buenos amigos desde sus años en la Escuela Politécnica de París, Prosper solía terminar siempre bajo sus órdenes. Y aquélla no iba a ser una excepción.
—La verdad es que no he podido averiguar nada todavía, barón. El tal Mohammed no es de Luxor, ni de ésta ni de la otra orilla del río. Nadie lo conoce, y mucho menos han trabajado con él.
—¿Y por qué cree que nos llevó ayer al templo de Luxor y nos explicó tan amablemente de quién era la tumba que hemos descubierto? ¿Por fidelidad a Francia, tal vez?
—Admito que quizá quiso utilizarnos.
—Sí —suspiró el barón—. Yo también pensé en eso. Pero no alcanzo a entender para qué.
Prosper no respondió. Agachó la cabeza y siguió caminando hacia poniente.
Los dos ingenieros habían madrugado mucho. Querían llegar a la boca de la tumba situada tras las Colinas Libias que nacen al oeste de Biban el-Muluk. Su intención era comenzar a retirar cascotes de la entrada antes de que el sol estuviera demasiado alto y el calor les impidiera trabajar a descubierto. Con razón, las extraordinarias revelaciones de Mohammed en el templo habían renovado sus esperanzas de encontrar algo verdaderamente valioso en el lugar de reposo eterno del faraón Amenhotep.
—¿No le parece extraño que nadie conozca a ese guía y que, sin embargo, pareciera tan al corriente de nuestros movimientos?
—Sí lo es, barón —aceptó el joven Prosper—. Hasta llegué a pensar que podría ser un espía de Alí Bey.
La mención del perseguido cabecilla mameluco estremeció a Édouard.
—Por cierto, olvidé decirle que anoche murió Salaj.
La extraña concatenación de ideas —el recuerdo del turco asesino y la muerte del tal Salaj— terminó por sobresaltar al ingeniero.
—¿Salaj? ¿Nuestro aguador? ¿Está seguro?
—Completamente.
—¿Qué sucedió? Dígame. ¿Por qué nadie me ha informado antes?
—Tampoco conozco los detalles en profundidad, barón, pero parece que lo asesinó Omar Abiff con sus propias manos, delante de testigos, en el local de Hayyim. En cuanto a por qué nadie le informó, debo recordarle que al regresar al campamento usted mismo dio órdenes precisas de que le dejaran dormir hasta el amanecer.
—Ya, ya. ¿Y cuándo pasó eso?
—Justo mientras estábamos en el templo. Al parecer, estaban discutiendo sobre nuestro descubrimiento, cuando los ánimos se caldearon y Omar rajó el vientre del aguador.
—Pobre muchacho…
Édouard de Villiers ahogó un suspiro. Cada vez que alguien le mencionaba un asesinato reaccionaba siempre igual. No es que le asustaran los muertos; le aterraban los ajusticiados. Entre los sabios de la expedición de Bonaparte se especulaba a menudo con que el barón no había superado aún el trauma de haber escapado del Terror de Robespierre por los pelos.
—Y dígame, Prosper, ¿no creerá que el asesinato tuvo algo que ver con esta tumba? No hace falta ni recordar que Omar es un conocido saqueador de antigüedades en toda la orilla este.
—He de admitir que la idea no se ha ido de mi cabeza en toda la noche —el bigotillo de Prosper volvió a columpiarse sobre su boca—. ¿Recuerda cuando entramos en la tumba por primera vez? Todo estaba revuelto. Había cascotes y restos de cerámica por todas partes, como si alguien se nos hubiera adelantado hacía poco y se hubiera llevado cualquier objeto de valor ante nuestras propias narices.
—Hasta la momia del rey.
—Cierto: hasta la momia.
El barón hizo memoria. En Versalles, junto a su padre, en el ministerio de Finanzas, aprendió que una atenta evaluación de las circunstancias que rodean un robo o una estafa, hecha a tiempo, puede ayudar a encontrar al culpable de casi cualquier atropello. En el caso de la tumba de Amenhotep, sus observaciones habían sido meticulosas en extremo. Entraron por una abertura practicada en el lado este de la colina y, tras descender cuatro tramos diferentes de escaleras, sorteando un peligroso pozo de casi cinco metros de profundidad, desembocaron en la sala del sarcófago. Todo allí había sido removido con anterioridad. Había fragmentos de vasijas, de yeso policromado desprendido por la humedad, y olía mal. El sarcófago de piedra había sido forzado y robado.
Entonces apenas dieron importancia al asunto, atribuyendo el desorden del sepulcro al saqueo a que debió de verse sometido en tiempos de los faraones. Pero ahora dudaba. En la cámara del ataúd de piedra, la tercera sala por orden dentro de la estructura de la tumba, lucía en una esquina un singular ankh. Esta cruz de los egipcios, cuyo brazo superior es como el ojal exageradamente grande de una aguja, había sido retocada hasta hacerla parecer un crucifijo cristiano. Alguien la había remozado, eliminando el agujero superior y simplificando sus trazos. Édouard barruntaba algo: ¿y si la tumba había sido saqueada en tiempos recientes? ¿Tal vez a manos de cristianos? ¿Y si Omar sabía de ella por algún confidente próximo y se adelantó a su expedición llevándose de ella lo poco de valor que aún podía contener?
—No hay forma de saber si esa cruz es antigua o reciente, barón. Quizá los cristianos copiaron ese símbolo a los egipcios hace siglos y, en consecuencia, la tumba fue profanada y olvidada antes de que nacieran nuestros tatarabuelos —terció Jean-Baptiste, tratando de quitarle importancia al descubrimiento.
—Cuidado con lo que dice, amigo. ¿Sabía que esa misma idea le costó la hoguera a Giordano Bruno? El buen monje creyó que los apóstoles copiaron el signo de la cruz de los egipcios, y así lo defendió hasta su muerte.
El joven ingeniero no respondió. Estaban llegando ya al terraplén donde se abría la entrada al mausoleo real. Ambos sabían que les aguardaba una jornada de duro trabajo.
—Prosper, debo preguntarle una cosa…
El tono del barón sonó repentinamente a confidencia.
—Dígame, Édouard.
—¿Recuerda lo que dijo Mohammed de Bonaparte?
—¿Se refiere a esa charada de que el general había venido a este país para seguir los pasos de Jesús en Egipto?
—Exacto —respondió seco el barón—. El nubio nos dijo algo de un elixir, y de que se ofrecía a llevarnos hasta su fuente…
De Villiers dudó un instante antes de proseguir.
—…Aunque nada sé yo del interés de nuestro general por estas cosas. ¿Y usted?
—Yo tampoco. Y dudo mucho que Girard[30] esté al corriente. Cada vez que llega a un templo, el muy imbécil sólo se preocupa de encontrar dónde se halla la mejor sombra para echarse a dormir. «El Nilo, el Nilo… Nos ordenaron estudiar el Nilo; no las ruinas».
La tosca imitación del acento bretón del ciudadano Girard hizo sonreír al barón.
—Vale, vale, lo admito, Prosper. Girard es un idiota, pero Bonaparte no. Los dos sabemos que haría cualquier cosa por ganarse la confianza de los egipcios. En El Cairo se declaró musulmán, y hasta dictó proclamas en alabanza de Mahoma. Pero de ahí a justificar su campaña de Nazaret como una especie de viaje evangélico tras las huellas de Jesús, me parece excesivo.
—Mi buen amigo, sólo he hablado una vez con Bonaparte cara a cara…
—¿De veras?
—Fue en Toulon, antes de que zarpáramos rumbo a Malta, y luego a Egipto con la Armada de Oriente. ¿Y sabe usted? La verdad es que no me pareció ningún buen cristiano.
—Su familia es creyente. De la Córcega más católica.
—Júzguelo usted por sí mismo: era un espléndido domingo de floreal[31], y yo mismo fui testigo de cómo echaba con cajas destempladas al capellán del puerto, que le recriminaba no haber ido a escuchar misa con el resto de la tropa.
—Eso no quiere decir nada.
—Oh sí, sin duda. Si Bonaparte ha ido hasta Nazaret con el general Kléber, no ha sido para rezar en la casa de la Virgen, ni tampoco para buscar el taller de carpintero de José.
—¿Qué quiere insinuar ahora?
—Tal vez, que Mohammed no nos mintió después de todo. Y que Bonaparte tampoco dijo a sus soldados toda la verdad sobre sus intereses. Tal vez —subrayó con tono misterioso— que nuestro general está buscando la llave de la vida eterna, tal como los faraones siglos atrás.
De Villiers, instintivamente, miró en la misma dirección que su compañero. Habían llegado a la embocadura de la tumba de Amenhotep. El barón torció el gesto nada más verla: la improvisada puerta de tablas que habían instalado el día anterior para bloquear la entrada al mausoleo había sido forzada.
Algo crujió en su interior.