XXI

Napoleón no acababa de entender muy bien qué le estaba sucediendo. Él, joven general de expediente intachable, se había dejado arrastrar hasta Nazaret para celebrar un cónclave con unos nómadas del desierto que parecían salidos de un cuento de Las mil y una noches. Y lo que era aún peor, había permitido de buen grado que éstos le suministraran una especie de «fármaco de la memoria». Una droga de consecuencias imprevisibles que bien podría acabar con su vida.

Pero no. Sus efectos, extraordinariamente lúcidos, le habían devuelto los recuerdos de sus primeros años como oficial en París.

Poco a poco, el corso comenzaba a entender qué hacía allí, tan lejos de su país, sumergido en un mundo de creencias tan diferentes a las suyas. Al revivir con aquella inesperada intensidad tantos personajes y circunstancias, se iba haciendo consciente de que detrás de todo aquello se escondía una misión, un sino inevitable.

Un astrólogo, un destino escrito en alguna parte, un misterioso conde inmortal, la existencia de una pirámide perdida en Niza a semejanza de la que ahora le albergaba en sus tripas… ¿Debía aceptar que todos ellos eran hilos sueltos de una misma madeja? Napoleón, embriagado de sensaciones nuevas, empezaba a creerlo posible. Pero, ¿formaban ellos parte del tapiz de su propio destino? ¿O era mucho suponer, a aquellas alturas, que tanto aquella droga de «los sabios azules» como el cofre de granito en el que ahora descansaba tenían un mismo propósito? ¿Tal vez, incluso, un mismo origen?

El corso, tendido cuan largo era en el fondo del frío tanque de la Cámara del Rey de la Gran Pirámide, meditó en silencio sobre aquello.

Una vez más, no pudo evitar recordar algo: una visita discreta que efectuó a un viejo restaurante parisino al poco de dejar los despachos del funcionario Doulcet de Pontécoulant…

Bonaventure Guyon no supo resistirse al seductor tintineo de unas monedas de plata. Y Bonaparte, astuto, se aprovechó de su mezquindad lo mejor que supo.

Aun cuando la economía del general no estaba para esos dispendios, su generosa retribución al mago le arrancó una pista postrera, tal vez fundamental para el rompecabezas en que parecía haberse convertido su porvenir.

Según admitió el «profesor de matemáticas celestes» en un arrebato de entusiasmo, al huidizo conde de Saint-Germain le gustaba frecuentar cierto restaurante de la ciudad, donde solía citar a sus amistades más íntimas. Si alguna vez se le escapó una revelación sobre su origen o el de la misteriosa fórmula de la vida que tantos le atribuían, tuvo que ser tras esas cuatro paredes.

—Pregunte por ahí —dijo el astrólogo, señalando vagamente un rincón de París, más allá de las ventanas de su buhardilla—. Quizá sepan decirle algo. Yo le daré la dirección; pero no mencione que se la he dado.

Napoleón asintió. No tenía tiempo que perder, así que al poco de abandonar la consulta descendió hacia el Sena, rumbo a su nuevo objetivo.

El local al que le envió Guyon, sito en el número 51 de la oscura rué de Montmorency, resultó ser un lugar gris y de paredes tan abombadas que parecían a punto de reventar. De cuatro plantas y una buhardilla picuda, el inmueble era, pese a su aspecto depauperado, el mejor de toda la calle.

El corso tardó un buen rato en localizarlo. Próximo a la céntrica rué Saint Martin, en pleno barrio del Temple, Montmorency no dejaba de ser un callejón sin vida comercial de ninguna clase y de escaso glamour para un hombre que, en época prerreevolucionaria, presumía de conde y derrochaba su fortuna en las cortes de media Europa. Pero una vez en ella, de pie frente a la fachada del restaurante en cuestión, el joven general creyó comprender la sutileza de la elección de Saint-Germain.

En efecto, talladas en la fachada, en piedra viva, unas grandes letras anunciaban que aquel era el Auberge Nicolas Flamel, «la casa más antigua de París». Allá donde mirara había un medallón de piedra en altorrelieve, desprovisto hacía mucho tiempo de sus coloridos esmaltes. Figuras de ángeles y profetas emergían por todas partes, dando al conjunto un aspecto grotesco.

Y, tal como le había dicho el profesor Bonaventure, las tres puertas de la calle daban paso a un recoleto restaurante.

Bonaparte sonrió para sus adentros. Si la memoria no le fallaba, el tal Flamel al que estaba dedicado el edificio no había sido sino un celebérrimo alquimista parisino del siglo XV, impresor y copista, de quien se decía que había obtenido la piedra filosofal en compañía de su esposa, la bella y no menos famosa Pernelle.

Saint-Germain, naturalmente, debía conocer aquella historia al dedillo. No en vano, para muchos iniciados, la piedra filosofal era sinónimo de árbol de la vida o de elixir de la eterna juventud.

—¡Pero eso son bobadas! ¡La piedra filosofal no existe más que en los delirios de los locos!

La señora Nerval, una oronda y charlatana mujerona del Aude, viuda del antiguo dueño del negocio, se rió de la ocurrencia de su nuevo huésped mientras le servía un magnífico «saumon roti et ses lentilles aux lard» y una espléndida jarra de cerveza.

—Muchos creyeron que la piedra existió realmente… —protestó el corso sin demasiada convicción, mientras invitaba a la cocinera a que se sentara a la mesa. Estaban solos. Era el día libre del servicio.

—¡Oh, vamos, ciudadano general! Con la Revolución todas esas supercherías quedaron atrás. Eso son cosas de curas.

—No, no me entienda mal, señora… Si yo no digo que crea en ellas. Le pregunto por pura curiosidad.

—Ya veo —sonrió picarona—. Usted lo dice por lo que ha visto grabado en la fachada, ¿verdad?

Napoleón asintió por cortesía. En realidad, la parte frontal del restaurante le había parecido tan negra desde afuera que ni se le había ocurrido pensar que hubiera algo que leer en ella. Mientras empezaba a dar cuenta del rosado filete de salmón, su anfitriona, evidentemente satisfecha por la conversación de su inesperado cliente, prosiguió:

—Debe usted saber que esta casa fue levantada por un mago, ese tal Nicolas Flamel que da nombre al local. ¡Otro loco!… Ya sabe, el hombre era un ricachón de los de antes, y se entretuvo en levantar varias casas por todo París a las que llenó de estatuas y símbolos extraños. Ésta es la única que queda en pie. La más sólida. Y es de 1407. La fecha está sobre el dintel.

—¿Sobre el dintel?

—Sí. No me puedo creer que no la haya visto, general.

—Pues no, señora.

—Es como una oración. En realidad, si alguien le quitara el «amén» y borrara lo del «padrenuestro» y el «avemaría», podría hasta pasar por un edicto de la Junta Revolucionaria…

Madame Nerval se rió abiertamente de su propia ocurrencia ante la mirada sorprendida del general.

—¿Se sabe usted la frase del dintel?

—¡De memoria!: «Nosotros, hombres y mujeres trabajadores, vivimos en la parte delantera de esta casa que fue hecha en el año de gracia de 1407. Cada uno de nosotros tiene la obligación de decir todos los días un Padrenuestro y un Avemaría pidiendo a Dios que por su gracia perdone a los pobres pecadores difuntos. Amén».

—Impresionante. La recita de carrerilla.

—Sí —sonrió eufórica—. Mi marido halagaba más mi memoria que mi cocina.

—Seguro que es capaz de recordar a casi todos sus clientes habituales…

Napoleón, poco a poco, comenzaba a cercar el terreno que le interesaba. Madame Nerval asintió confiada.

—En ese caso, seguro que se acuerda usted de haber visto por aquí a cierto conde de Saint-Germain…

—¡Saint-Germain! —el rostro de la posadera se iluminó como si, de pronto, hubiera recordado a un remoto familiar—. ¡Pues claro! ¿Era también amigo suyo, general?

—Desde luego —mintió.

—El conde, por supuesto, venía mucho por aquí. Se hizo muy amigo de mi marido, y con frecuencia utilizaba nuestro restaurante como si fuera su salón de té, para recibir a sus amistades. ¡Un honor!

—¿De veras?

—Sí, sí. El pobre siempre tenía su casa en obras, y recurría a nosotros para que le ayudáramos. Nunca tuvimos ningún problema con él o con sus invitados, aunque algunos hablaban de tonterías. Pero el conde era todo un caballero. Educado, galante…

El tono de voz de madame Nerval reflejaba cierta nostalgia. El corso la invitó a tomar un trago del seco vino de la casa, y ésta, de dos tientos, apuró un par de copas, una detrás de la otra.

—¿Y qué clase de amigos solían venir a verle?

—¡Oh, monsieur! —respondió cantarina—. De muchas clases. Los había ilustrados y humildes. Soldados y hombres de alcurnia. Hasta clérigos y obispos vimos desfilar por aquí.

—Y, claro, hablaban de política, supongo.

—No, no. Nada de eso. No dejaban de hablar de Egipto. ¿Conoce usted algo de Egipto, general?

Bonaparte asintió.

—He leído mucho sobre ese país. Pero son tantas las cosas que se dicen de él que no imagino bien de qué podía hablar el conde…

—Eso también puedo decírselo yo. De pirámides. Era su tema favorito.

—¿Y ya está?

—Bueno —la señora Nerval se sirvió su tercera copa de vino—, no sólo de ellas. Un día se pasaron toda la noche cotorreando del viaje de cierto Paul Lucas a Turquía, hace ahora unos ochenta años, y de cómo un derviche le había confesado haberse encontrado con Nicolas Flamel en persona, en India…

—¿Flamel? —saltó el corso—. ¿Vivo? ¡Pero si levantó esta casa en 1407!

—Y murió diez años después, sí. Lo que le digo, ¡todos locos!

La cocinera, no obstante, torció el gesto al pronunciar el verbo morir. Como si éste no terminara de resultarle apropiado para la ocasión.

—Pero eso es imposible.

—Eso creía también yo, ciudadano general, pero mi marido estaba convencido de que todo era verdad. Y fíjese qué cosas decían: según ese tal Paul Lucas, Flamel había dado órdenes para que le enterraran en la iglesia de Santiago, cerca de aquí, y colocaran sobre su lápida una pequeña pirámide. Saint-Germain, que conocía el cuento, explicó que en esa operación estaba el secreto de su regreso a la vida…

—¿Y cómo podía Flamel saber de aquello?

—Mi marido decía que porque conocía la magia egipcia. ¡Oh, vamos! Usted, que parece haber leído tanto, ¿no conoce el famoso Libro de las figuras jeroglíficas[34] de Flamel?

Napoleón sacudió la cabeza en sentido negativo.

—Pues en él se habla de la magia inscrita en ciertas imágenes, y cómo a través de ellas, conociendo ciertas fórmulas de «lectura», puede accederse a la sabiduría de los antepasados. Para mí es un galimatías, pero Flamel, según dijo Saint-Germain en esta misma mesa, «leyó» en imágenes egipcias la vía de la devolución de la vida a aquellos difuntos que fueran limpios de corazón.

—¿Le explicó eso a ustedes?

Los ojos del corso se clavaron en la mirada húmeda y vagamente alcoholizada de madame Nerval.

—Recuerdo que nos puso una condición antes de hacerlo, que le ayudáramos a restaurar en Francia la verdadera fe de los egipcios.

—¿La verdadera fe de los egipcios? ¿Y qué diablos es eso?

—¿El conde no le habló de ella? ¡Qué extraño! ¿Y tampoco le confesó su obsesión por Marcilio Ficino?

—Jamás oí hablar de él, madame. ¿Quién es?

—Oh, mi ignorante general —rió—. Ficino nació en Italia en la misma época que Flamel, y según nos explicó el conde, trabajó a las órdenes del mecenas Cosimo de Medici, siendo el responsable de reunir a todos los humanistas de la época bajo un mismo techo. ¡Aquella academia improvisada puso en marcha el Renacimiento, monsieur!

Bonaparte dio un respingo. Incrédulo, le costaba creer que aquella cocinera de aspecto desastrado hablara como si tal cosa de conceptos que, a la vista estaba, debían quedarle grandes.

—Y dígame, madame Nerval, ¿qué tiene que ver el tal Ficino con la restauración de la religión egipcia y con nuestro común amigo el conde de Saint-Germain?

—¡Mucho! Ficino tradujo importantes textos al latín de origen arcano. Elevó el gusto por lo egipcio entre sus semejantes, y se dio cuenta de la enorme influencia que ese pueblo tenía en nuestra historia y nuestra religión…

—¿Y Saint-Germain?

—Él sólo siguió sus pasos para dar con el secreto de la vida y protegerlo. Encontró pirámides en Europa levantadas a escala de la Gran Pirámide egipcia, y durante años buscó con ahínco a los parientes de quienes las levantaron. Estaba convencido de que ellos debían guardar parte de los saberes arcanos que le obsesionaban…

—¿Y los localizó?

Madame Nerval acomodó sus gruesos codos sobre el mantel de lino, y apoyando su barbilla en las manos, respondió con tono autosuficiente.

—Por supuesto. Los amigos del conde podían estar locos, pero él no. Siempre hacía las cosas por algo. ¿A quiénes cree usted que citaba aquí? ¿A burócratas en busca de baile?

Un extraño escalofrío recorrió a Bonaparte.

—¿Quiere decir que…?

—Que quienes invitaba aquí eran parientes de esos constructores, sí.

Napoleón guardó un instante de silencio. Una pregunta, sólo una, se le había quedado atragantada al oír aquello. Con esfuerzo, tragó saliva y la soltó:

—¿Y conoció usted a alguno de ellos, señora?

—A varios. Pero nadie como Nicodemo Buqtur, tataranieto, o qué sé yo, de un tal Ahmed Buqtur, el hombre que levantó en Niza la mayor y más perfecta de esas pirámides. Él vino, claro está, de Egipto, y presumía de ser el mejor amigo del conde.

—¿Buqtur…?

Napoleón repitió aquel apellido un par de veces más.

Pero lo cierto es que en aquella tarde de 1795, del año III de la Revolución, difícilmente podía decirle nada. En cuanto al nombre de pila, Nicodemo, de pronto recordó dónde lo había visto por primera vez: en el evangelio de Juan. Allí se dice que junto a José de Arimatea, Nicodemo fue el único que se acercó al cadáver de Jesús y lo embalsamó con áloe y mirra. En cierta manera, fue el responsable de su purificación y de prepararlo para su regreso a la vida.

Cuán necios aquellos que aún creen que nuestra existencia carnal no está planificada desde el nacimiento hasta la muerte, incluso en los más nimios detalles… Cuán necios aquellos que, aun habiéndose enfrentado a los avatares de la vida, todavía creen en la casualidad.