II

La noche cayó rápidamente sobre Abu Sarga.

Los coptos antiguos llamaban así al sagrado recinto de San Sergio, convencidos de que sus cimientos serán lo último que sucumbirá cuando llegue el Apocalipsis del que habla Juan en el último libro de la Biblia.

La actividad del barrio controlado por los «celosos de Dios» había cesado drásticamente tras la puesta del sol, y aunque en los aledaños el bullicio de los puestos ambulantes árabes seguía inalterable, el interior de la iglesia parecía a salvo de tanto frenesí. Allá dentro, siempre rodeado de penumbras, daba igual que fuera de noche o de día. Así debía ser también el reino de los cielos: inalterable, sereno, eterno.

Marcos VIII nunca se alegró bastante de haber tomado tantas precauciones para reunirse con Cirilo de Bolonia. Lo que éste había comenzado a detallarle bastaba para desatar una verdadera batalla campal entre los miembros de su colegio de obispos. Le costaba poco imaginar a Jorge de Asiut relinchando contra cualquier cosa que supusiera modificar la Tradición, y a Mateo de Damanhur clamando por todo lo contrario. Para aquel viejo león del Delta y sus numerosos seguidores, recuperar la «auténtica verdad» de la historia sagrada estaba por encima de cualquier encasillamiento doctrinal.

Pero las cosas podían ir a peor: la noticia del hallazgo del libro perdido de san Marcos les llegaba menos de dos semanas antes del mulid o celebración de la Ascensión de la Virgen. El Pontífice estaba seguro de que una revelación pública de la envergadura que insinuaban sus huéspedes echaría a perder los festejos previstos. Por eso guardaría silencio. Era lo más prudente.

—Santidad… —susurró Cirilo posando la mirada en el suelo de madera de San Sergio, mientras trataba de adivinar la reacción del Patriarca—. Hay algo más que debéis conocer.

—¿Algo más? ¿Algo… grave?

—El Kata Márkon, ya sabéis, el evangelio de Marcos, el que los primeros padres aceptaron como canónico cuando la Iglesia era sólo una, encierra un enigma insoportable para nuestra sagrada fe que el texto que hemos recuperado resuelve de modo inesperado.

Takla miró a su maestro con curiosidad. Nunca había oído hablar de aquel modo a Cirilo de Bolonia, ni referirse jamás a misterio alguno mientras lo traducía. El Patriarca también era todo oídos.

—Prosigue, por favor.

—En primer lugar, como sabemos, el de Marcos es un libro en el que apenas aparecen indicios sobre la naturaleza sobrenatural de Jesús. Esa característica siempre fue irritante para nosotros los coptos, en tanto que san Marcos fue quien trajo la verdadera fe a Egipto y nuestra religión sólo admite que Jesús gozó de naturaleza divina, jamás humana.

—¿Y bien?

—A diferencia de lo que cuentan Mateo o Lucas, san Marcos incluso ignora que Jesús naciera de madre virgen. En el Nuevo Testamento únicamente menciona el descenso del Espíritu Santo sobre el Mesías durante el bautismo del Jordán… y aun así es parco en palabras al describir tamaño prodigio.

—¿Y dónde está el enigma, padre?

El Patriarca, sentado ya en uno de los grandes bancos de San Sergio, llevaba un rato sin pestañear. Había cruzado las manos sobre el regazo y sólo ocasionalmente se atrevía a interrumpir las explicaciones del de Bolonia que, de pie, arrastraba frenéticamente su cuerpo enclenque de un lado a otro.

—La impresión que da el evangelio canónico, y que comparten muchos estudiosos del mismo, es que san Marcos procuró evitar deliberadamente cualquier alusión a milagros o intervenciones sobrenaturales. Que su misión fue la de presentarnos a un hombre, no a un dios. Sin embargo…

Cirilo pareció dudar un segundo antes de dar un paso más.

— Sin embargo —le atajó sonriendo el Patriarca, imaginando lo que estaba a punto de revelarle su traductor—, esa interpretación tenía que ser errónea. Jesús no fue jamás un hombre. Siempre fue Dios. ¿Me equivoco?

El anciano esquivó la mirada del Santo Padre.

— No debéis precipitaros. No es del todo así.

—¿Ah, no?

La contrariedad del Patriarca obligó a Cirilo a medir sus palabras:

—Ambos sabemos, Santidad, que Roma tachó a nuestra Iglesia de hereje porque Eutiques, el archimandrita de Constantinopla, defendió vehementemente en el siglo IV que la naturaleza del Mesías fue sólo divina. ¿Para qué pensar en otra cosa? ¿Acaso no le bastaba a Nuestro Señor con ser Dios? Defender Su doble naturaleza —humana y celestial—, como hacen los seguidores del Papa italiano, es menospreciar al Creador. Y por eso nos llamaron monofisitas y pretendieron desterrarnos de la cristiandad para siempre.

—¿Y ya no lo crees así?

El tono de Marcos VIII encerraba una funesta sombra de duda.

—Ya no.

—Explícate.

—Está bien: como sin duda sabéis, san Marcos puso punto final a su evangelio tan humano de Jesús en el capítulo 16, versículo 8. Lo que describió entonces fue lo que María Magdalena, María de Santiago y María Salomé encontraron el domingo de Pascua en la tumba de Nuestro Señor[7]. Las tres discípulas vieron, alarmadas, que la piedra que cubría el sepulcro había sido removida y que el cuerpo del Mesías había desaparecido. De hecho, tan sólo logran hablar con «un joven vestido de túnica blanca» que estaba plácidamente sentado en su interior. Y éste les indica que su Jesús ha vuelto a la vida.

—Bien: se trata de una metáfora que encubre que Jesús, siempre divino, no pudo resucitar porque, sencillamente, ya era inmortal cuando se lo crucificó. Él nunca murió.

—¡No! —gritó Cirilo—. ¡Ése es el error! ¡Nuestro error! Si Marcos insistió tanto en describir a un Jesús humano en el evangelio canónico fue porque sabía que su naturaleza era mortal… aunque luego algo lo resucitó.

Marcos VIII dudó. ¿Había perdido el juicio Cirilo? ¿Cómo podía renegar así de una de las bases de su propia doctrina?

—Me extraña que seas precisamente tú quien diga esto, padre —dijo sin perder la solemnidad&mash;. Sabes mejor que nadie, porque lo enseñaste durante años a tus alumnos, que el final del evangelio de san Marcos se prolonga aún doce versículos más allá del capítulo 16, en los que se da cuenta de las apariciones de Jesús resucitado. Según recuerdo, Nuestro Señor se apareció primero a la Magdalena y después a sus discípulos invitándolos a difundir el Evangelio por todo el orbe. Y fuiste tú, padre, quien en el seminario nos explicaste que esos párrafos finales fueron un siniestro añadido elaborado en el siglo II por san Ireneo para dar la razón a los que creían que Jesús fue primero mortal y luego regresó a la vida.

—Me equivoqué.

—¿Te equivocaste?

—El nuevo texto, el que he traducido según vuestras instrucciones, contiene la continuación de la vida de Jesucristo después de su resurrección. Marcos la desgajó deliberadamente del texto canónico, a sabiendas de sus implicaciones, ya que demuestra que Jesús volvió a recuperar su naturaleza humana durante un tiempo tras ser sometido a tortura en el Gólgota.

—¿Entonces, san Ireneo…?

—San Ireneo hizo, en el fondo, un gran servicio a la cristiandad. Él debía de conocer la Verdad y la añadió piadosamente al texto canónico.

—Padre, no puedo aceptarlo. La Iglesia no puede.

El anciano no se dejó intimidar:

—Es mejor que leáis lo que os traigo, Santidad, antes de manifestaros tan contundentemente. Si Dios ha querido poner este texto en nuestras manos ahora es para sacarnos de nuestro error secular.

El Patriarca ahogó su nueva protesta. Si Cirilo de Bolonia estaba en lo cierto, entonces, en efecto, parte de la doctrina defendida por los coptos durante los últimos quince siglos estaba en un serio apuro.

—Dime sólo una cosa más: lo que dice ese texto, ¿está de acuerdo con lo que nos legó nuestro venerable Clemente de Alejandría?

Marcos VIII aguardó la respuesta a aquella pregunta capital. El de Bolonia, tanto como él mismo, había estudiado en sus años de seminario la abundante correspondencia dejada por aquel monje iluminado del siglo II, contemporáneo de san Ireneo. Era verdad que en algunas de sus misivas aquel Clemente se refirió a cierto «evangelio secreto de Marcos», describiéndolo como un tratado que contenía las enseñanzas más elevadas del Nazareno, así como las instrucciones precisas acerca de cómo vencer a la muerte y lograr la inmortalidad del cuerpo. Pero los coptos siempre lo consideraron como una metáfora piadosa para referirse a la elevación del alma a los cielos tras abandonar nuestros cuerpos. Ahora bien, aquellas epístolas, ricas en detalles, mostraban sin duda a un Jesús capaz de someter a la muerte en casi cualquier circunstancia: un individuo tocado con el don de la vida, que podía devolver el aliento a los difuntos o adentrarse en su mundo de tinieblas para rescatar de él a las almas que merecieran continuar su camino en la tierra de los vivos.

Clemente, según lo poco que se sabía de él, tuvo acceso a aquel «evangelio secreto» y lo utilizó para la instrucción de sus discípulos más aventajados. Sin embargo, el propio religioso advirtió a sus correligionarios que en adelante deberían negar su existencia «incluso bajo juramento», ya que «no todas las cosas verdaderas deben decirse a todos los hombres». Cirilo sonrió condescendiente.

—Santidad, permaneced tranquilo. El texto secreto no contradice ni un ápice las enseñanzas del padre Clemente. Todo lo contrario: confirma que se las debe interpretar al pie de la letra, y obliga a aceptar que Jesús fue hombre primero, e inmortal después. Ahora, padre, podemos estar seguros de que éste fue el documento que iluminó muchas de sus catequesis más elevadas. Clemente debió ser uno de sus lectores más atentos.

—¿Y eso es todo?

El Pontífice había detectado poco convencimiento en las últimas palabras de Cirilo. El brillo de su expresión se había ido marchitando según avanzaba en su descripción, como si un funesto recuerdo hubiera caído a plomo sobre sus arqueadas costillas.

—¿O te preocupa algo?

El monje dudó.

—En realidad sí, Santidad.

—Puedes sincerarte.

—¿Habéis pensado ya qué vamos a hacer ahora con este nuevo evangelio de Marcos? Aunque no atenta contra nuestra fe fundamental, las revelaciones que contiene nos pueden dejar en un mal lugar frente a las otras Iglesias cristianas. Además, la información que da sobre el regreso a la vida de Nuestro Señor puede resultar incluso… pecaminosa.

—Me hago cargo, padre Cirilo. El texto está en buenas manos. Puedo asegurártelo.

—Ya, ya. Pero alguien podría utilizar el texto en beneficio propio para…

—¿Para qué, hermano?

—… Para destruir nuestra fe desde dentro. Y lo que es peor, Santidad, para alterar el orden natural de las cosas a su capricho. Dios no entregó a su Único Hijo poder sobre la vida y la muerte para que éste cayera en manos de hombres irresponsables.

—La Iglesia se hará cargo de todo.

—Pero la Iglesia la integran hombres, y los hombres temen a la muerte y pueden corromperse.

—¡Ya basta, padre Cirilo! —le atajó el Pontífice—. Por hoy no quiero oír hablar más de ello.

—Comprended mi desasosiego… Incluso yo, siendo anciano, he estado a punto de caer en la tentación de desafiar a Dios con su propia revelación.

—¿Qué pretendes afirmar, padre?

—Exactamente eso: que he debido superar la tentación de no alcanzar la resurrección de la carne siguiendo los pasos que dio Jesús para lograrlo.

La cara de Marcos VIII palideció de asombro.

—¿También cuenta eso?

—Sí.

—En ese caso, el libro no puede haber caído en mejores manos.

Dicho aquello, el Pontífice se levantó del banco en el que estaba, dejó a un lado su Biblia y, sin cruzar una palabra más con sus frailes o tenderles el anillo de pastor para que lo besaran, Marcos VIII abandonó orgulloso la iglesia con la traducción bajo sus hábitos.

Takla y el anciano de Bolonia se miraron sin saber qué decir.