16
LADO NOCTURNO
La pila de escombros estaba hecha de partes de droides quemadas, bobinas condensadoras, y varillas torcidas, todas comprimidas a la fuerza en un cubo perfecto. Artagan había hurgado entre una docena de bloques aquí abajo un año antes mientras vagaba por un ala sin terminar del Sub-nivel de Mantenimiento 3, al que los reclusos llamaban el Lado Nocturno.
Originalmente diseñado como el vertedero de escombros de Sub Colmena Siete, el Lado Nocturno era una cueva industrial desolada, sus sombras surgiendo con embaladoras de desperdicios, máquinas esquiladoras, y trituradoras de metal. El hedor de los compuestos de carbono y varias aleaciones de hierro flotaba permanentemente en el aire. Los prisioneros bajaban aquí de vez en cuando, buscando entre los escombros abandonados, cada vez que empezaba a circular el rumor de que alguien había encontrado una vez un disruptor de escudos Baragwin en una pila de chatarra pesada incandescente. La historia probablemente fuera apócrifa, pero les atraía de todos modos.
Nada de eso explicaba por qué Artagan Truax había traído a su hijo aquí hoy.
—Muy bien. —Artagan miró al bloque de escombros y entonces volvió a mirar a Eogan—. Este ahora.
—¿Ese? —El chico le dio una mirada de reojo—. ¡Es demasiado! ¡Y mis brazos ya están quemados con esos pesos muertos!
—Las excusas no te salvarán. —Artagan miró a su hijo fijamente—. ¿Deseas sobrevivir a este sitio o no?
Eogan asintió y cerró sus ojos. Estaba vestido hasta el pecho, su torso desnudo pálido y casi sin pelo. Había pasado las últimas horas cazando ratas de la prisión por las vigas elevadas, atacándolas con ambas manos atadas tras su espalda. Eran cosas grandes, desagradables, pero se movían rápido, y perseguirlas requería absoluta concentración y determinación.
Después de que practicara los puñetazos, patadas, barridos, agachadas, levantadas, tiradas, Artagan entrenó a su hijo a través de los varios agarres, bloqueos, y ataques que algún día podrían marcar la diferencia en un combate.
No había reglas aquí en Sub Colmena Siete, no había tales cosas como piedad, no se daba ni se pedía cuartel. Tras el trabajo matutino, el sudor brillaba desde el labio superior de Eogan y la frente, aplastando el pelo marrón rojizo contra su frente en mechones y matas.
—¿Ahora?
—Cuando estés preparado.
Retrocediendo, Eogan inclinó su cabeza hacia atrás y extendió el brazo hacia la barra de pesas improvisada que su padre había metido bajo el jergón. Artagan esperó mientras su hijo probaba la barra para asegurarse de que la carga estaba equilibrada, y observó los rasgos de su hijo tensarse en anticipación al alzamiento.
—Ponte debajo, —dijo Artagan.
—¿Cuántos?
—Empieza con uno.
El chico cerró sus ojos y empujó. Los músculos saltaron sobre sus hombros, pecho, y abdomen, los bíceps luchando, los brazos extendiéndose hasta que sostuvo la pila de escombros a la altura del brazo desde el suelo. Empezó a bajarla, pero Artagan habló.
—Aguanta hasta mi cuenta.
Eogan no discutió. La carga tembló. La mandíbula del chico se apretó, luchando contra la gravedad y la fatiga con cada segundo que pasaba. A través de todo eso, Artagan estaba sobre él sin ninguna expresión, observando la debilidad drenarse del cuerpo de su hijo, sintiendo la mezcla familiar del profundo orgullo y consternación que venía con la revelación de lo duro que estaba trabajando el chico, y finalmente lo poco que importaba eso.
Eogan gruñó.
—Padre…
—Cinco segundos más, —dijo Artagan—. Puedes hacerlo.
El chico alzó su mentón. Para cuando su cara se había oscurecido, una sombra plomiza de escarlata, por encima de la raíz del pelo. Las venas sobresalían de su sien. Un ligero jadeo, involuntario escapó de su garganta, y Artagan escuchó la carga empezando a tambalearse mientras los brazos del chico temblaban con más fuerza que nunca, amenazando con colapsar.
—No puedo…
—No puedo…
—Dos segundos más, —le dijo Artagan—. Uno… —Él asintió—. Es suficiente.
La carga cayó con un crujido, y Eogan dejó salir un jadeo de alivio, acomodándose lentamente, frotando sus hombros, y temblando con el ácido láctico formándose en sus músculos. Artagan le lanzó una toalla y esperó hasta que el chico se secara la cara y mirara de vuelta al cubo antes de finalmente elevar su mirada para mirar a Artagan. Su cara estaba pálida ahora, drenada pero claramente complacida.
—¿Cuánto? —preguntó Eogan.
—Ciento veinte.
—¡Nunca he levantado tanto antes!
—Me pediste una verdadera prueba, —dijo Artagan—. Te he dado una. —Extendiendo el brazo para revolver el pelo sudado de su hijo, sintió una ternura que rara vez se permitía aceptar, el profundo amor cuyo único contrapeso era el profundo saber de que demasiado pronto le sería arrebatado.
Él retiró su mano.
—Ahora, —dijo él—, los Cincuenta y Dos Puños.
Los ojos de Eogan se abrieron como platos.
—Padre…
—Ahora.
Reluctante el chico asumió la postura de preparación, el cuello recto, el cuerpo rígido, los brazos levantados, un velo de desesperanza condenada ya descendiendo sobre su cara. Comprometiendo una ráfaga de ataques rápidos como el rayo durante un periodo de menos de cinco segundos, el ataque conocido como los Cincuenta y Dos Puños requería total dedicación a la destrucción absoluta del oponente. Hecho apropiadamente, podía matar a un hombre de tres veces el tamaño y peso de Eogan. Pero el más ligero temblor de intenciones dejaba a su desafortunado practicante abierto a todo tipo de retribuciones.
—Ahora, —dijo Artagan.
El chico se lanzó hacia su padre, los brazos cortando en un borrón de puñetazos. Al principio los resultados parecían prometedores. Pero demasiado rápido, Artagan vio un agujero, se lanzó hacia delante, y lanzó a su hijo al suelo.
Eogan yacía supino, jadeando por aire, los ojos brillando, las mejillas y la frente ardiendo. Sólo ahora llegó la rabia, con retraso, impotente.
—¿Vas a llorar, entonces? —Artagan no se molestó en ocultar la decepción en su cara—. Ya conoces la regla.
—Sí, Padre. —El chico alzó su cabeza arriba y abajo con ferocidad, luchando contra las lágrimas. Desde el principio, la regla había sido simple: por cada lágrima, una gota de sangre.
—Entonces levántate, —dijo Artagan, extendiendo su mano—. Y lo intentaremos de nuevo.
—Sí, Padre.
—¿Y todo para qué? —se mofó una nueva voz desde el otro extremo de la tienda, sonando sobre las superficies de metal que les rodeaban—. ¿Un enfrentamiento? ¿Dos si tiene suerte?
Padre e hijo se giraron para mirar al guardia que salía de detrás de una enorme prensa de briqueta acoplada en la otra esquina. Abriéndose paso hacia ellos, el OC Voystock se aproximó al bloque de escombros y le dio una patada apreciativa antes de volver su atención a Artagan y a Eogan.
—Estás perdiendo el tiempo, crío, —dijo secamente el guardia—. ¿Lo sabes, no?
—Estoy entrenando.
—¿Para qué, para un viaje sólo de ida al horno crematorio?
—Eso… —La cara de Eogan se contorsionó, volviéndose amarga—. ¿Qué sabrás tú de fuerza y disciplina?
—¿Fuerza y disciplina, eh? —Aún riéndose entre dientes, Voystock metió sus pulgares en su cinturón y giró sobre sus talones—. Me gusta eso. Recuérdame que lo haga grabar sobre el cuerpo de tu padre como inspiración para otros.
—Mi padre puede desgarrar a un hombre como tú en pedazos sin romper a sudar.
Un poco de la sonrisa del guardia se desvaneció.
—Olvídalo, niño. No lucho contra ancianos.
—Él mantuvo el Título de Blasko durante tres temporadas seguidas, ¿lo sabías? —Eogan dio un paso hacia él—. Sin ese interruptor en tus caderas, no durarías ni cinco segundos contra él.
—No me tientes, chico. Recuerda con quién estás hablando.
—Casi estoy preparado. Díselo, Padre.
—Cierto. —Voystock rió, pero no había humor en ello, sólo la frágil exasperación de un hombre cuya paciencia estaba siendo tentada extremadamente—. Chico, tú no durarías ni cinco segundos en una pelea. Incluso tu viejo lo sabe. —Extendiendo arriba el brazo, pasó una mano por su mandíbula puntiaguda—. ¿Por qué crees que está pagándome para que os ayude a vosotros dos lame-suelos para sacaros de aquí?
—¿De qué estás hablando?
—¿No me crees? Pregúntale a tu padre. ¿Qué crees que estoy haciendo aquí abajo, respirar todo este polvo de metal para mi salud?
El chico se quedó callado. Sus ojos iban de Voystock a su padre, y entonces dijo, en una voz muy silenciosa:
—¿Es cierto?
—Eogan…
—¿Es cierto?
—Hijo, —dijo Artagan—, ambos moriremos aquí si…
—¡Dijiste que era lo suficientemente fuerte! ¡Dijiste que estaba preparado para luchar!
Artagan cerró sus ojos. Esto iba a ser más duro de lo que había esperado, se dio cuenta, e infinitamente más doloroso. Sacó sus manos de los bolsillos para que Eogan pudiera ver cómo temblaban.
—Hijo, se acabó para nosotros aquí.
—No digas eso. ¡No es cierto!
—Tú ya eres más fuerte y más rápido que yo, —continuó Artagan—, pero no eres un asesino. —Él calmó su mano y la puso sobre el hombro desnudo del chico, sintiendo la tensión que se había acumulado ahí, retorciéndose en nudos de indignación postadolescente—. Hay acero en ti, sí, pero también hay una gran piedad. Amabilidad. —Él cogió aliento profundamente, resignado—. Este no es lugar para un chico como tú.
Chico. Esa única palabra parecía caer más aplastante sobre Eogan que cualquiera de los pesos que había tenido que levantar.
—¿Entonces por qué me has traído aquí? —preguntó él.
Artagan apartó la mirada. Era una pregunta que no podía responder.
—Fue… un error.
—¿Un error?
—Calculé mal. Confié en la salvación de un hombre que no podía proveerla. —Se movió pasando a su hijo, alzándose hacia Voystock.
—¿Puedes llevarnos a la plataforma médica?
Voystock le miró por un largo momento.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Qué prisa hay?
—Preferiría no permanecer aquí mucho más de lo que absolutamente tengamos que hacerlo. —Artagan se dio cuenta de que estaba apretando sus puños y se forzó a abrirlos. Sus uñas habían cortado diminutas medias lunas en las líneas de su palma—. ¿Sí o no?
El guardia suspiró y asintió.
—Sí, —dijo él, y comprobó el crono atado a su muñeca—. Puedo cortar la alimentación primaria y auxiliar de la plataforma médica. Cuando la energía no vuelva a la red, mantenimiento tendrá que hacer un reinicio. Llevará quince minutos reponer el servidor principal de vuelta online.
—Pero si cortas toda la energía, entonces cómo…
Voystock alzó una mano para detenerle.
—En ese punto, nuestro protocolo estándar es reencauzar toda la energía a través de la GH-7 para que puedan parchear la vigilancia a través de los fotorreceptores de los droides… ahí es cuando entráis en juego.
—Está bien.
—Te das cuenta de que verán vuestras caras. Tendréis que hacer algo al respecto.
—No es un problema, —dijo Artagan.
—Tenéis quince minutos. Si el droide no ha desactivado las cargas electrostáticas de vuestros corazones para entonces, no hay nada más que pueda hacer.
—Lo entiendo.
—Lo digo en serio. —Voystock fijó su mirada en él—. Estáis por vuestra cuenta. No somos amigos, lo que significa que tu chico y tú sois un par de objetivos duros al igual que cualquier otro fugitivo. No sé cómo vais a salir de la plataforma médica y no me importa. Cualquiera que me pregunte si os he visto, le diré todo.
—Entonces vamos.
—¡Padre, no! —Eogan dio la vuelta, y ahora su rabia renovada y su incredulidad estaban centradas en donde Artagan había esperado todo el tiempo… directamente sobre él—. Nos está tendiendo una trampa, ¿no puedes verlo? ¡Simplemente va a robar cada crédito que tengas, drenará las cuentas, y nos mandará de vuelta a las celdas de nuevo! ¡Nos traicionará a la primera ocasión que tenga!
—Eogan, él es nuestra única esperanza de salir. Y tenemos que irnos ya.
—¡Puedo aprender los Cincuenta y Dos Puños! ¡Sólo necesito más tiempo!
Artagan agarró a su hijo, agarrándole en un abrazo sudoroso. El chico se estremeció, empujándole, luchando por resistir. Era más fuerte que Artagan ahora, y bajo cualquier otra circunstancia habría roto el agarre, pero sus brazos estaban cansados, los músculos gastados de los levantamientos.
Al final colapsó en brazos de Artagan, mirando arriba a su padre en una furia impotente.
—Es por lo que me has hecho trabajar tan duro, —dijo monótonamente—. Para que no pudiera detenerte.
—Detenernos, —corrigió Artagan, y volvió su mirada a Voystock, encogiendo sus ojos—. ¿Estás preparado?
Voystock asintió.
—Sólo esperándoos. Vamos.