Capítulo 17
Escuadrones de la muerte, mercenarios y la «opción El Salvador»

Cuando Paul Bremer abandonó en secreto Irak el 28 de junio de 2004 dejó tras de sí un desastre de caos y violencia que la Casa Blanca definió como «un Irak libre y soberano». La inestabilidad que sufría el país cuando Bremer se marchó salió a relucir cuando éste se vio obligado a organizar la salida de Bagdad fletando un avión para la prensa y saliendo él mismo en otro aparato para «que me sacaran de ahí... preferiblemente de una pieza». En términos reales, esta «soberanía», que el presidente Bush describió como «la devolución de su país a los iraquíes», constituía un modo de preparar el terreno para que los altos cargos estadounidenses culparan al gobierno títere de Bagdad del empeoramiento del desastre inducido por los americanos. Cuando el vuelo secreto de Bremer abandonó Irak, los ataques contra los estadounidenses se intensificaban día a día, al tiempo que iba entrando en el país un mayor número de mercenarios, que actuaban ya oficialmente amparados en la inmunidad. Entre tanto, un mayor número de facciones iraquíes armaron milicias y empezó a hablarse ya más de guerra que de una resistencia unida frente a la ocupación estadounidense. Éste es el contexto que se encontró el sucesor de Bremer cuando llegó a Bagdad.

Al embajador John Negroponte, desde luego, no le eran ajenos los baños de sangre gratuitos y las operaciones con escuadrones de la muerte, puesto que ya se había fogueado trabajando con el gobierno de Henry Kissinger durante la guerra de Vietnam. Fue el hombre clave de la administración Reagan para la introducción de escuadrones de la muerte en Centroamérica, una actividad que inició en 1981. Como embajador en Honduras, Negroponte había dirigido la segunda embajada más importante de Latinoamérica por entonces y la mayor base de la CIA del mundo. Desde ese cargo, Negroponte había coordinado el apoyo encubierto de Washington a los escuadrones de la muerte de la Contra nicaragüense y a la junta militar hondureña, ocultando los asesinatos cometidos por el sanguinario Batallón 316. Durante el mandato de Negroponte como embajador en Honduras, los altos cargos estadounidenses que trabajaron a sus órdenes afirmaron que los informes sobre derechos humanos en el país que emitía el Departamento de Estado se redactaron para que sonara a algo parecido a Noruega y no reflejaran la verdadera realidad de Honduras. El antecesor de Negroponte en Honduras, el embajador Jack R. Binns, declaró al New York Times que Negroponte no era partidario de que se informara a Washington de los secuestros, torturas y asesinatos cometidos por destacadas unidades militares hondureñas. «Creo que [Negroponte] fue cómplice de prácticas ilícitas, creo que trató de evitar que salieran a la luz estas prácticas y creo que no dijo la verdad al Congreso sobre estas actividades», afirmó Binns. Según informó el Wall Street Journal, en Honduras «la influencia de Negroponte, respaldada por grandes cantidades de ayuda estadounidense, era tan enorme que se decía que superaba la del presidente del país y que el único rival a su altura era el jefe militar hondureño». Tenía «tanto poder como embajador en Honduras a principios de la década de 1980, que se le conocía como "el procónsul", un título que recibían los administradores más influyentes de la época colonial», apuntó el Journal en un artículo publicado poco después de su nombramiento como embajador en Irak. «Ahora el presidente Bush le ha elegido para desempeñar de nuevo ese papel en Irak.»

Tal vez no tuvo nada de irónico, entonces, que poco después del nombramiento de Negroponte como embajador en Irak, en abril de 2004, el gobierno hondureño anunciara la retirada de 370 efectivos de la «coalición de la buena voluntad». Aun con un documentado historial de implicación en una política de terribles abusos en materia de derechos humanos, la confirmación de Negroponte como embajador en Irak llegó a buen puerto sin excesivos problemas: el Senado la aprobó con 95 votos a favor y 3 en contra el 6 de mayo de 2004. El senador Tom Harkin, que como congresista en la década de 1980 había investigado las actividades de Negroponte en Centroamérica, afirmó que deseaba haber hecho algo más por impedir el nombramiento de Negroponte. «Me ha sorprendido lo alto que ha llegado este individuo, desde lo que hizo en Centroamérica, donde desaparecieron cientos de personas mientras él se quedaba mirando. Falsificó informes y cerró los ojos ante lo que estaba ocurriendo», afirmó Harkin. «¿Éste va a ser ahora nuestro embajador en Irak?»

Negroponte fue protegido por efectivos de Blackwater cuando llegó a Bagdad en junio y también durante el período en que intensificó el desarrollo de la mayor embajada estadounidense del mundo, supervisando una plantilla que se calcula en 3.700 personas, entre las que se incluyen 2.500 personas dedicadas a tareas de seguridad, «una unidad sólo algo menos numerosa que un regimiento entero del cuerpo de marines». Haciéndose eco de su época en Honduras, la embajada en Bagdad acogería a unos quinientos agentes de la CIA. Al mismo tiempo, se acababa de adjudicar a Blackwater un cacareado contrato para seguridad diplomática por valor de cientos de millones de dólares. Pero no sólo eran los ejércitos privados los que estaban dejando huella en Irak. Además de las empresas de mercenarios, que cada vez eran contratadas con mayor frecuencia por las fuerzas de ocupación y la industria de la reconstrucción, también se produjo un importante incremento en el país de actividades propias de escuadrones de la muerte durante los meses inmediatamente posteriores al breve alzamiento conjunto de chiíes y suníes en marzo y abril de 2004.

Seis meses después de que llegara Negroponte, el 8 de enero de 2005, Newsweek publicó que Estados Unidos estaba empleando una nueva táctica para derrotar a la insurgencia iraquí, una táctica que recordaba al anterior trabajo sucio llevado a cabo por Negroponte dos décadas antes. Se denominó «la opción El Salvador», que se remonta a una estrategia aún secreta de la batalla que libró la administración Reagan contra la insurgencia guerrillera izquierdista de El Salvador, a principios de la década de 1980. Por entonces, el gobierno estadounidense, inmerso en una guerra contra los rebeldes salvadoreños que iba perdiendo, financió o apoyó a fuerzas "nacionalistas" que incluían presuntamente a los denominados "escuadrones de la muerte", que ordenaban dar caza y asesinar a líderes y simpatizantes rebeldes». La idea parecía ser que Estados Unidos intentaría utilizar escuadrones de la muerte iraquíes para localizar y eliminar a insurgentes contrarios a la ocupación, al tiempo que desviaría recursos de la resistencia y fomentaría las luchas sectarias. Aunque Rumsfeld calificó de «tonterías» el artículo de Newsweek (que reconoció no haber leído), la situación sobre el terreno esbozaba un panorama bien distinto.

En febrero de 2005, el Wall Street Journal informó desde Bagdad que unos 57.000 soldados iraquíes estaban actuando en «unidades organizadas» que eran «resultado de los esmerados preparativos realizados este verano entre los mandos estadounidenses e iraquíes». Al mismo tiempo, el país fue testigo de la aparición de milicias «dirigidas por amigos y parientes de altos cargos gubernamentales [iraquíes] y jeques tribales; adoptan nombres como los Defensores de Bagdad, los Comandos Especiales de la Policía, los Defensores de Jadamiya o la Brigada de Amarah. Las nuevas unidades, por lo general, cuentan con el respaldo del gobierno iraquí y reciben financiación gubernamental [...]. Algunos estadounidenses las consideran una grata incorporación a la lucha contra la insurgencia, aunque a otros les preocupan los riesgos». Los mandos estadounidenses se referían a ellas como las unidades «emergentes» y calculaban que reunían a 15.000 efectivos. «He empezado a denominarlas "brigadas irregulares dirigidas por el ministerio iraquí"», comentó el comandante Chris Wales, a quien se encomendó la tarea de identificarlas en enero de 2005. El Wall Street Journal identificó, como mínimo, a seis de esas milicias, una de ellas compuesta por «varios miles de soldados» armados generosamente con «lanzagranadas propulsados por cohete, lanzamorteros y grandes cantidades de munición». Una de las milicias, los «Comandos Especiales de la Policía», fue creada por el general Adnan Thabit, que participó en el fallido intento de golpe de Estado contra Sadam Husein de 1996. El teniente general David Petraeus, que en 2005 «supervisaba la operación a gran escala para entrenar y equipar a las unidades militares iraquíes», contó al Journal que había entregado fondos a la unidad de Thabit para que montara su base y adquiriera vehículos, munición, radios y más armas. «Decidí que era un caballo ganador», aseguró Petraeus.

Cuando Negroponte llegó a Bagdad, se unió a otros altos cargos estadounidenses con amplia experiencia en las «guerras sucias» libradas por Estados Unidos en Centroamérica; entre ellos, James Steele, antigua mano derecha de Paul Bremer, que en la década de 1980 había sido uno de los militares clave en la brutal campaña «contrainsurgente» de Washington en El Salvador. «El modelo para Irak en la actualidad no es Vietnam, con el que se ha comparado a menudo, sino El Salvador, donde un gobierno de derechas respaldado por Estados Unidos libró una guerra contra la insurgencia izquierdista que se inició en 1980 y se prolongó durante doce años», escribió por entonces el periodista Peter Maas en The New York Times Magazine; este periodista continúa:

El coste fue muy elevado: fallecieron más de 70.000 personas, civiles en su mayoría, en un país con una población de seis millones de habitantes únicamente. La mayor parte de los asesinatos y torturas fueron cometidos por el ejército y los escuadrones de la muerte derechistas que actuaban en asociación. Según un informe de Amnistía Internacional de 2001, entre los actos ilícitos cometidos por el ejército y sus socios paramilitares destacan «ejecuciones extrajudiciales, otros asesinatos ilegales, "desapariciones" y torturas [...]. Pueblos enteros estuvieron en el punto de mira de las fuerzas armadas y sus habitantes fueron masacrados». Como parte de la política de apoyo a las fuerzas anticomunistas desarrollada por el presidente Reagan, se inyectaron en el ejército salvadoreño cientos de millones de dólares en forma de ayuda estadounidense y un equipo de 55 asesores de las Fuerzas Especiales, encabezado durante varios años por Jim Steele, entrenó a batallones de primera línea, que fueron acusados de cometer importantes violaciones de los derechos humanos. En la actualidad hay muchos más estadounidenses en Irak —unos 140.000 efectivos en total— que los que hubo en El Salvador, pero los soldados y oficiales de Estados Unidos están derivando cada vez más hacia un rol de asesoramiento, como ocurrió en El Salvador. En este proceso, están prestando apoyo a fuerzas locales que, como los militares salvadoreños, no rehuyen la violencia. No es ninguna coincidencia que esta nueva estrategia resulte de lo más evidente en una unidad paramilitar que tiene a Steele como principal asesor; éste, como figura clave en el conflicto salvadoreño, posee conocimientos para diseñar una campaña contrainsurgente liderada por fuerzas locales. No es el único estadounidense en Irak que cuenta con este tipo de experiencia: el asesor estadounidense en el Ministerio del Interior, con control operativo sobre los comandos, es Steve Casteel, un antiguo alto cargo de la Drug Enforcement Administration (DEA) que pasó gran parte de su carrera profesional inmerso en las guerras de la droga latinoamericanas. Casteel trabajó en colaboración con las fuerzas locales de Perú, Bolivia y Colombia.

Newsweek describió la «opción El Salvador» en Irak como «el uso por parte de Estados Unidos de equipos de Fuerzas Especiales para asesorar, prestar apoyo y, tal vez, entrenar a escuadrones iraquíes, cuidadosamente seleccionados entre combatientes kurdos pesbmerga y milicianos chiles para atentar contra la insurgencia suní y sus simpatizantes». La revista también publicó que Ayad Alaui, primer ministro del por entonces gobierno provisional, «era, según se rumoreaba, uno de los más directos partidarios de la opción El Salvador». Este dato resultaba interesante, considerando que según el New York Times: «Negroponte había adoptado una postura discreta, al optar por mantenerse en la sombra como deferencia hacia Ayad Alaui».

Aunque las acusaciones de que Estados Unidos estaba implicado en operaciones al estilo salvadoreño en Irak son anteriores al mandato de Negroponte en Bagdad, no parecieron intensificarse de un modo significativo cuando éste llegó al país. Ya en enero de 2004, el periodista Robert Dreyfuss informó que existía una operación secreta estadounidense en Irak parecida a «la mortífera operación Fénix en Vietnam, los escuadrones de la muerte latinoamericanos o la política oficial israelí de asesinatos selectivos de activistas palestinos». Estados Unidos, según Dreyfuss, había reservado 3.000 millones de dólares como fondos «secretos» de la asignación de 87.000 millones destinados a Irak aprobada por el Congreso en noviembre de 2003. El dinero se utilizaría para organizar «una unidad paramilitar formada por milicianos asociados con antiguos grupos de exiliados iraquíes. Los expertos consideran que podría comportar una oleada de asesinatos extrajudiciales, no sólo de rebeldes armados sino también de nacionalistas, otros elementos contrarios a la ocupación estadounidense y miles de civiles baazistas». El antiguo director de contraterrorismo de la CIA, Vincent Cannistraro, afirmó que las fuerzas estadounidenses en Irak estaban trabajando con importantes miembros del ya desaparecido aparato de inteligencia de Sadam Huseín: «Están montando equipos reducidos de miembros de los SEAL de la Armada y de Fuerzas Especiales combinados con equipos de iraquíes; están trabajando con personas que formaban parte de la antigua inteligencia iraquí para hacer ese tipo de cosas», afirmó Cannistraro. «El grueso del dinero se destinará a la creación de una policía secreta iraquí para liquidar a la resistencia.»

El veterano periodista Alian Nairn, que sacó a la luz el apoyo estadounidense a los escuadrones de la muerte centroamericanos en la década de 1980, declaró que, estuviera o no implicado Negroponte en la «opción El Salvador» en Irak, «esas operaciones, que respaldaban el asesinato de civiles extranjeros, forman parte habitual de la política estadounidense. Está arraigado en la política que desarrolla Estados Unidos en docenas y docenas de países». Duane Clarridge, que dirigió la «guerra secreta [de la CIA] contra el comunismo en Centroamérica desde Honduras», visitó a su antiguo colega Negroponte en Bagdad durante el verano de 2004. En Irak, «[Negroponte] tenía órdenes de desempeñar un papel discreto y dejar que los iraquíes ocuparan la primera línea», declaró Clarridge al New York Times. «Y, de todas maneras, eso es lo que le gusta hacer.» Según el Times, «Negroponte desvió más de mil millones de fondos destinados a proyectos de reconstrucción a la creación del ejército iraquí, una medida propiciada por su experiencia con la debilidad del ejército sudvietnamita».

Negroponte calificó el vínculo establecido entre su nombre y la «opción El Salvador» como algo «totalmente gratuito». Sin embargo, los defensores de los derechos humanos que seguían muy de cerca su carrera afirmaron que resultaba imposible cerrar los ojos ante el incremento de las actividades propias de escuadrones de la muerte en Irak durante el mandato de Negroponte en Bagdad. «Lo que estamos viendo es que los militares estadounidenses están perdiendo la guerra [en Irak], de modo que la "opción El Salvador" era realmente una política de escuadrones de la muerte», declaró Andrés Contreris, director de las operaciones en Latinoamérica del grupo pacifista Non-violence International. «No es ninguna coincidencia que Negroponte, al haber sido embajador en Honduras, donde se implicó mucho en este tipo de apoyo a escuadrones de la muerte, fuera embajador en Irak, y éste era el tipo de política que estaba empezando a aplicarse en la zona, una política que no sólo perseguía a la resistencia propiamente dicha, sino que buscaba la represión, la tortura y el asesinato de la base de apoyo subyacente, de familiares y miembros de las comunidades donde se localiza la resistencia. Este tipo de políticas constituyen crímenes de guerra.»

El mandato de Negroponte en Irak fue breve: el 17 de febrero de 2005, el presidente Bush le nombró Director Nacional de Inteligencia. Algunas voces dirían que Negroponte tenía una misión en Irak, la cumplió y, después, se marchó. En mayo de ese mismo año, había regresado ya a Estados Unidos, mientras surgía un mayor número de informaciones relativas al incremento de las actividades propias de escuadrones de la muerte en Irak. «Las milicias chiíes y kurdas, actuando en ocasiones como parte de las fuerzas de seguridad del gobierno iraquí, han llevado a cabo una oleada de secuestros, asesinatos y otros actos de intimidación, consolidando su control sobre territorio del norte y el sur de Irak y agravando la división del país en líneas étnicas y sectarias», informó el Washington Post pocos meses después de que Negroponte abandonara Irak. «En 2005 fuimos testigos de numerosos casos en los que el comportamiento de los escuadrones de la muerte era muy similar, asombrosamente similar al que habíamos observado en otros países; entre ellos, El Salvador», afirmó John Pace, diplomático de las Naciones Unidas durante cuarenta años, que ejerció como director de la oficina de derechos humanos de la ONU en Irak durante el mandato de Negroponte en el país. «Empezaron como milicias por así decirlo, una especie de grupos armados organizados que constituían el ala militar de distintas facciones.» Con el tiempo, según declaró, «muchos de ellos acabaron actuando, en realidad, como agentes de policía oficiales bajo el paraguas del Ministerio del Interior [...] Ahora estas milicias, ataviadas con uniforme e insignias policiales, están llevando a la práctica unos planes que no convienen en absoluto al conjunto del país. Colocan controles de carretera en Bagdad y otras zonas, secuestran a gente. Se les ha relacionado de forma muy estrecha con numerosas ejecuciones masivas».

Poco después de que Negroponte abandonara Irak, Scott Ritter, ex inspector de armamento de la Comisión Especial de las Naciones Unidas para el desarme de Irak, auguró que «la opción El Salvador servirá de acicate para la guerra civil generalizada. Igual que el asesinato de baazistas con el respaldo de la APC propició la reestructuración y el fortalecimiento de la resistencia liderada por los suníes, cualquier iniciativa de equipos kurdos y chiíes apoyados por Estados Unidos que pretendiera actuar contra líderes de la resistencia suní eliminaría todos los obstáculos que impiden un estallido generalizado de la guerra étnica y religiosa en Irak. Resulta difícil, como estadounidense, defender el fracaso de las operaciones militares de Estados Unidos en Irak. Este fracaso traerá aparejados muchos muertos y heridos entre los militares estadounidenses, y muchos más entre los iraquíes». La opinión de Ritter acabaría resultando profética durante los meses siguientes, ya que Irak padeció un nivel de violencia continuada sin precedentes que muchas voces empezaron a describir como una guerra civil generalizada.

En octubre de 2005, el corresponsal Tom Lasseter, de la agencia de prensa Knight Ridder, pasó una semana patrullando «con una unidad de élite del ejército iraquí: la Primera Brigada de la Sexta División iraquí, formada por 4.500 miembros». Según informó, «en lugar de situarse por encima de la tensión étnica que está desgarrando a su país, las tropas, de mayoría chií, están preparándose para una guerra civil, si no la están librando ya, contra la minoría suní». La unidad se encargaba de mantener la seguridad en zonas suníes de Bagdad y, según Lasseter, «están buscando vengarse de los suníes que los oprimieron cuando Sadam Husein ocupaba el poder». Citó al general de ejército chií Suadi Ghilan afirmando que quería matar a casi todos los suníes de Irak. «Existen dos Iraks; es algo que ya no se puede negar», declaró Ghilan. «El ejército debería ejecutar a los suníes en sus barrios para que todos ellos presencien lo que ocurre, para que todos ellos aprendan la lección.»

Según Lasseter, muchos de los mandos y soldados chiíes afirmaron «desear un gobierno permanente, dominado por chiíes, que les permita aplastar por fin a gran parte de la minoría suní, que constituye cerca del 20% de la población y la columna vertebral de la insurgencia». Lasseter describió la Primera Brigada, que los mandos estadounidenses pusieron como modelo del futuro ejército iraquí, en los siguientes términos: «No parecen una unidad del ejército nacional iraquí ni actúan como tal, sino más bien como una milicia chií». Otro oficial, el sargento Ahmed Sabri, afirmó: «Permítannos, simplemente, tener constitución y elecciones... y, después, haremos lo mismo que hizo Sadam: empezaremos con cinco personas de cada barrio, las asesinaremos en las calles y de ahí en adelante». En noviembre de 2006 se calcula que cada semana eran asesinados unos mil iraquíes y el balance final de víctimas mortales iraquíes había superado ya por entonces la cifra aproximada de 600.000 personas desde la invasión de marzo de 2003.

Volviendo la vista atrás, si uno se distancia de las distintas tramas secundarias que estaban desarrollándose sobre el terreno en Irak en 2005, la realidad que ofrecía el escenario general era la de un país que estaba convirtiéndose con gran rapidez en el epicentro global de una guerra privatizada, con montones de grupos fuertemente armados, leales a causas distintas y con prioridades también diferentes, que merodeaban por Irak. Además de los escuadrones de la muerte, con respaldo estadounidense, que operaban reivindicando una cierta legitimidad dentro del sistema instaurado por Estados Unidos en Bagdad, estaban las milicias privadas de varios líderes chiíes contrarios a la ocupación, como Muqtada Al Sáder, y los movimientos de resistencia de las facciones suníes, compuestos en su mayor parte por antiguos mandos militares y soldados, además de las milicias de Al Qaeda. La administración Bush mantuvo la política de censurar la actuación de algunas milicias. «En un Irak libre, los antiguos milicianos deben dirigir ahora su lealtad hacia el gobierno nacional y aprender a actuar dentro del estado de derecho», declaró Bush. Sin embargo, en la cúspide de esta pirámide de milicias se encontraban los mercenarios oficiales que Washington había exportado a Irak: las empresas militares privadas, con Blackwater como líder del sector. Mientras reclamaba el desarme de algunas milicias iraquíes, Estados Unidos permitió abiertamente que sus propios mercenarios pro ocupación actuaran por encima de la ley en Irak.

«Sigue existiendo la necesidad de este tipo de seguridad»

Al final del mandato de Negroponte en Bagdad, con la violencia de las milicias en claro ascenso, los guardias de Blackwater ocuparon los titulares de prensa una vez más en lo que sería —hasta entonces— el incidente más mortífero que la empresa reconoció públicamente en Bagdad. El 21 de abril de 2005, día en que Negroponte fue ratificado en su nuevo cargo de Director Nacional de Inteligencia en Washington, algunos de sus antiguos guardaespaldas perdían la vida en Irak. Ese día, un helicóptero Mi-8 con tripulación búlgara contratado por Blackwater volaba desde la Zona Verde hasta Tikrit, localidad natal de Sadam Husein. A bordo se encontraban seis guardias estadounidenses de Blackwater contratados por la Oficina de Seguridad Diplomática del gobierno de EE. UU. Con ellos viajaban tres tripulantes búlgaros y dos mercenarios fiyianos. El día antes de partir, uno de los hombres de Blackwater, Jason Obert, de 29 años y natural de Colorado, había telefoneado a su esposa, Jessica. «Me dijo que le iban a enviar a una misión. Tenía un mal presentimiento», recordó. «Le supliqué que no fuera. Le dije que regresara a casa. Pero él no abandonaba nunca; no era propio de él.» Jessica Obert aseguró que su marido no le contó las características de la misión. Jason Obert, como muchos otros que se postularon para trabajar con Blackwater en Irak, lo consideraba una oportunidad de reunir unos ahorros para su mujer y sus dos hijos pequeños. En febrero de 2005, dejó su trabajo como agente de policía y se enroló en Blackwater. «El beneficio económico era increíble», afirmó el teniente Robert King, antiguo jefe de Obert en la Oficina del Sheriff del condado de El Paso. Me había contado, a mí y a otras personas, que se quedaría durante un año, y sus hijos y su mujer estarían cubiertos. Podrían pagar la educación universitaria, liquidar la hipoteca de la casa.» El día después de contarle a su mujer que tenía un «mal presentimiento», se subió al helicóptero Mi8 con sus compañeros de Blackwater, los fiyianos y la tripulación búlgara.

Sobre las 13.45 del mediodía, cuando el helicóptero se dirigía hacia Tikrit, pasó cerca de Tarmiya, una pequeña comunidad de musulmanes suníes situada en la orilla del río Tigris, dieciocho kilómetros al norte de Bagdad. Los pilotos volaban a baja altura, una táctica militar habitual para burlar a posibles atacantes. En un llano elevado de las cercanías se encontraba un iraquí que, según se dijo entonces, llevaba tres días esperando a que un aparato de las fuerzas de ocupación se acercara lo suficiente como para cumplir su misión. Cuando el helicóptero se puso a tiro, el iraquí disparó un misil Strela termodirigido, de fabricación soviética, que impactó de lleno en el aparato y le hizo estrellarse en llamas contra el llano del desierto. El atacante y sus compañeros filmaron el ataque y dejaron las cámaras encendidas mientras se dirigían corriendo al lugar del accidente. En el vídeo que grabaron, se les oye repitiendo casi sin aliento el cántico: «¡Alá es grande! ¡Alá es grande!». Cuando llegan al lugar, las piezas del helicóptero están diseminadas por campo abierto y siguen ardiendo varias hogueras de reducidas dimensiones. El cuerpo carbonizado de uno de los fallecidos está tendido en el suelo con un brazo levantado en forma de L, como si estuviera encogiéndose por alguna clase de ataque. «Mirad qué basura», dice uno de los atacantes. «Vamos a ver si ha quedado algún americano.»

Los atacantes continúan explorando los restos del helicóptero cuando se topan con Lyubomir Kostov, el piloto búlgaro que, con uniforme azul oscuro, está tendido en una zona de hierba alta. Uno de los hombres, al percatarse de que Kostov sigue vivo, grita en árabe y en inglés: «¿Llevas armas?». La cámara enfoca al piloto retorciéndose de dolor. «Levántate, levántate», grita uno de los atacantes en un inglés con marcado acento. «No puedo», contesta el piloto. Señalándose la pierna derecha, Kostov les dice: «No puedo, la tengo rota. Echadme una mano». Uno de los atacantes replica: «Ven aquí, ven aquí», mientras ayuda a levantarse a Kostov. «¡Venga, venga!», grita alguien al piloto. Kostov se vuelve y empieza a alejarse cojeando, de espaldas a la cámara. Mientras va renqueando, se gira y levanta la mano como para decir: «¡Alto!», cuando alguien grita de pronto: «Imponed el castigo de Dios». Los atacantes, gritando «Alá es grande», abren fuego sobre Kostov, grabando la ejecución mientras le disparan dieciocho balas en el cuerpo y siguen disparando incluso después de que el piloto se haya derrumbado en el suelo.

En el plazo de dos horas, un grupo que se identificó como el Ejército Islámico de Irak facilitó el vídeo a Al Yazira, que lo emitió. «Héroes del Ejército islámico derriban un aparato de transporte del ejército de los infieles y matan a la tripulación y a todos sus ocupantes», relató el grupo en una declaración escrita que acompañaba al vídeo. «Uno de los miembros de la tripulación fue capturado y asesinado.» El grupo declaró que había ejecutado al piloto superviviente «como venganza por los musulmanes que han sido asesinados a sangre fría en las mezquitas de la infatigable Faluya ante los ojos del mundo y en todas las pantallas de televisión, sin que nadie lo condene». La declaración se interpretó como una referencia a la supuesta ejecución de un iraquí herido a manos de un soldado estadounidense en una mezquita de Faluya, el 24 de noviembre de 2004 (registrada en una grabación), durante el segundo asalto estadounidense a la ciudad.

En un comunicado emitido poco después de que el helicóptero fuera derribado, Blackwater afirmó que «los seis eran pasajeros de un helicóptero comercial fletado por Sky Link a instancias de Blackwater, en el marco de un contrato con el Departamento de Defensa». A pesar de su evidente uso militar, la inmensa mayoría de los medios de comunicación se refirió al helicóptero como aparato «civil» o «comercial». Entre tanto, los reporteros del Pentágono empezaron a divulgar que «estos aparatos comerciales vuelan sin el tipo de medidas de protección aérea que utilizan los aparatos militares». Poco después de que fuera derribado el helicóptero, el general retirado de la Fuerza Aérea Don Shepperd, antiguo responsable de la Guardia Nacional Aérea, declaró a la CNN: «De ser posible, todos los aparatos que se encuentren en la zona deberían contar con contramedidas infrarrojas y lanzadores de bengalas para protegerse de los misiles disparados desde el hombro, la mayor amenaza para los helicópteros en vuelo rasante. [...] En cuanto te disparan desde el hombro un misil guiado por infrarrojos, puedes confundirlo y desviarlo, ya sea con lanzadores de bengalas o con maniobras más sofisticadas». Y Shepperd añadió: «Todas esas medidas sirven de protección». En la rueda de prensa del Pentágono posterior al derribo, un reportero preguntó al portavoz Larry Di Rita por la aparente ausencia de estas «contramedidas» en el helicóptero contratado por Blackwater:

Reportero: El departamento de Defensa está contratando a esta gente. Bien, ¿existe algún tipo de restricción que les imponga a ustedes obligar a esos contratistas a asegurarse de que los particulares que están trabajando en nombre del Departamento de Defensa cuenten con el mismo tipo de protecciones del que disfrutan quienes operan uniformados? Además, una persona que está haciendo el trabajo del Departamento de Defensa, que está cumpliendo idéntica misión, precisamente porque el sueldo le llega de un tercero, ¿no debería tener la misma protección, beneficiarse de las mismas protecciones que tendría una persona de uniforme?

Di Rita: No estoy seguro de que esa premisa constituya la base sobre la que opera la gente que está ahí. En otras palabras, hay contratistas que corren cierta dosis de riesgo. Todos los que están en Irak... bueno, no diría «todos»... hay algunos contratistas del ejército estadounidense, del Departamento de Defensa, y otros del Departamento de Estado, corren cierto riesgo precisamente por estar ahí y no quisiera describir exactamente cuál es su estatus particular; obviamente, lamentamos profundamente la pérdida de vidas humanas y estoy seguro de que la empresa contratista habrá adoptado las debidas precauciones. En definitiva, creo que ellos muestran la misma consideración hacia sus empleados que mostramos nosotros hacia nuestras fuerzas. Pero no puedo decir que eso implique necesariamente que vayan a disfrutar del mismo estatus. No creo que sea ése el caso.

Reportero: Tienen las mismas contramedidas. ¿Acaso no deberían contar con el mismo equipo de protección, no deberían contar con el mismo equipo balístico, no deberían contar con el mismo...?

Di Rita: Como ya he comentado, creo que los subcontratistas son conscientes del entorno en el que están actuando. Están por todo el mundo e introducen los ajustes adecuados por decisión propia.

A diferencia del Pentágono —que estaba limitado por restricciones presupuestarias— Blackwater poseía escasa capacidad de defender a su personal si únicamente decidía la empresa cuánto gastar y qué cantidad estaba dispuesta a destinar a contramedidas defensivas. «Me preocupan muchos de los empleados de empresas contratistas que todavía están sobre el terreno», declaró Katy Helvenston-Wettengel, que ya había interpuesto una demanda contra Blackwater por el fallecimiento de su hijo en Faluya. «Nuestro gobierno parece estar subcontratando esta guerra y estas empresas no tienen responsabilidad alguna.»

El mismo día en que fue derribado el helicóptero, Curtis Hundley, de 42 años, formaba parte del operativo de seguridad de Blackater fuera de Ramadi, no muy lejos del lugar donde fue abatido el aparato. Le quedaban pocos días para regresar a casa y ver a su esposa en Winston-Salem, Carolina del Norte. «Cuando empezó la guerra en Irak, quería luchar por su país», declaró su padre, Steve Hundley, piloto de helicóptero retirado que participó en la guerra de Vietnam. «Como era demasiado mayor para alistarse en el ejército, se incorporó a la seguridad de Blackwater. Esto le obligaba a salir casi a diario a la carretera en Irak, el sitio más peligroso donde pueda uno estar. Nunca le he visto tan orgulloso. Disfrutaba lanzando caramelos a los niños desde la carretera. Igual que me ocurrió a mí en Vietnam, en un principio pensó que el progreso era bastante bueno. Pero errores de cálculo por parte de civiles (como, por ejemplo, no enviar suficientes efectivos para proteger los depósitos de municiones y las fronteras y, después, desmantelar el ejército iraquí al completo, una medida que generó de inmediato miles de terroristas en potencia) empezaron a surtir efecto. Observé cómo mi hijo, que antes se mostraba despreocupado, iba endureciéndose. Sus ojos, siempre con brillo en la mirada, no eran los mismos en las fotografías que enviaba. Cuando conseguía que hablara de su trabajo, empezó a parecerme asqueado por una situación que iba de mal en peor. En las últimas semanas de su vida, el asco se había convertido en ira.» Curtís Hundley perdió la vida en Ramadi el 21 de abril, cuando explotó una bomba cerca de un vehículo blindado para el transporte de tropas de la empresa. La muerte del Hundley implicaba que, con el incidente del helicóptero, Blackwater había perdido a siete hombres en Irak aquel día, el más mortífero de la guerra hasta entonces. «El día negro de Blackwater», proclamó el titular de un periódico.

Entre tanto, en Moyock, los directivos de la empresa se movilizaron de inmediato para dar una respuesta. «Es un día muy triste para la familia de Blackwater», declaró el presidente Gary Jackson. «Hemos perdido a siete de nuestros amigos en ataques terroristas en Irak y nuestros pensamientos y oraciones están con sus familiares.» : Un comunicado de prensa de la empresa manifestaba: «Blackwater cuenta con un equipo de asesores de crisis, formado por quince miembros, que está trabajando con esos familiares para ayudarles a sobrellevar la pérdida de sus seres queridos». Entre tanto, en el Departamento de Estado, los siete hombres fueron elogiados como héroes. «Esos miembros del personal contratado por Blackwater estaban prestando apoyo a la misión del Departamento de Estado en Irak y desempeñaban un papel crucial en nuestros esfuerzos por proteger a los diplomáticos de la zona», afirmó el vicesecretario de Estado Joe Morton. «Esos valientes dieron su vida para que, en un futuro, los iraquíes puedan disfrutar de la libertad y la democracia que tenemos en Estados Unidos.»

Una vez más, el asesinato de trabajadores de Blackwater en Irak había vuelto a sacar a la luz pública el hermético mundo de las empresas de mercenarios. «La verdad es que las empresas de seguridad privada han estado implicadas en Irak desde el principio, así que no representa ninguna novedad», afirmó Adam Ereli, portavoz del Departamento de Estado, ante preguntas de la prensa. «Hay una necesidad de seguridad que va más allá de lo que pueden ofrecer los trabajadores del gobierno estadounidense, así que recurrimos a empresas privadas para ofrecerlo. Es una práctica habitual. No es algo exclusivo de Irak, lo hacemos en todas partes del mundo.» En Irak, según declaró Ereli: «Me parece que sería afirmar lo obvio decir que las condiciones [...] son tan particulares que no resulta completamente seguro moverse por todas las zonas del país, en todo momento, de modo que sigue existiendo la necesidad de ese tipo de seguridad».

Estas palabras debieron de sonar a música celestial para Blackwater: sigue existiendo la necesidad de ese tipo de seguridad. Una vez más, el fallecimiento de trabajadores contratados por Blackwater se traducía en un mayor apoyo para la causa mercenaria. Un día después de que siete mercenarios de Blackwater perdieran la vida en Irak, el Senado de Estados Unidos aprobó una controvertida asignación presupuestaria de 81.000 millones de dólares para financiar las ocupaciones de Irak y Afganistán, lo que disparó el coste total de las guerras hasta los más de 300.000 millones de dólares. Se estaba destinando más dinero a la «seguridad» en Irak. Cerca de 1.564 soldados estadounidenses habían perdido la vida desde la invasión, junto con un número indeterminado de mercenarios. Había transcurrido un año desde la emboscada a Blackwater en Faluya y el negocio no podía ir mejor para Erik Prince y sus colegas, a pesar de que se había confirmado la muerte de ocho empleados de Blackwater en Irak. Entre tanto, en Estados Unidos el Imperio Blackwater estaba a punto de añadir a su lista a otro personaje poderoso: un antiguo alto cargo de la administración Bush.