Capítulo 15
El accidente del Blackwater 61

El cabo Harley Miller, del Ejército de Tierra de Estados Unidos, consiguió salir de los restos destrozados del vuelo 61 de Blackwater, un avión turbopropulsado que, apenas unos minutos antes, se había estrellado contra el monte Baba, de 4.465 metros de altura, en el macizo afgano del Hindú Kush. Pasó entre los otros dos soldados que le habían acompañado en aquel vuelo, ambos muertos por el impacto y aún sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad. Miller, de 21 años, sufría heridas sólo un poco menos graves que las que habían acabado con la vida de los otros dos hombres. Estaba totalmente solo en medio de aquella montaña, completamente cubierta de nieve, a 600 metros de la cima. Los dos pilotos del aparato —trabajadores contratados por Blackwater— habían salido despedidos 45 metros por delante del avión. Éste se había detenido de golpe tras haber patinado más de cien metros por la nieve. El cadáver del ingeniero del avión yacía también en el exterior de la nave, al lado de lo que quedaba de la pared de cabina.

El cabo Miller fumó un cigarrillo, orinó dos veces (una al lado de la parte trasera del avión y otra cerca del morro de éste) y desplegó dos sacos de dormir. Apoyó una escalera de metal en el fuselaje y, posiblemente, se subió a ella para pedir ayuda o para determinar mejor su posición. Luego, se estiró en la cama improvisada que había preparado. Padecía una fuerte hemorragia interna, tenía una costilla rota, traumatismos en los pulmones y el abdomen, y heridas de menor importancia en la cabeza. Las lesiones de Miller se vieron agravadas por la falta de oxígeno y las gélidas temperaturas, y tras permanecer con vida durante más de ocho horas y totalmente solo en la cima del monte Baba, el choque se cobró su última víctima. Tardaron tres días en recuperar su cuerpo.

El accidente sufrido el 27 de noviembre de 2004 por el Blackwater 61 (un avión de propiedad privada contratado por el ejército estadounidense) atrajo escasa atención de los medios (que apenas se plasmó en forma de edulcoradas esquelas en los periódicos de las localidades de origen de los allí fallecidos). Aunque Blackwater había pasado a ser un nombre conocido tras la emboscada de Faluya de unos meses antes, el accidente aéreo en sí, un insignificante montón de restos inaccesibles en las accidentadas montañas de Afganistán, no fue noticia. Difícilmente podría imaginarse un suceso que hubiese creado una impresión tan diametralmente opuesta a la que generaron los gráficos asesinatos de Faluya. No hubo imágenes truculentas emitidas a escala internacional ni declaraciones de la Casa Blanca. Se trató, a efectos prácticos, de una tragedia menor dentro de la que ya se había convertido —al menos, a ojos de los medios de comunicación— en una guerra secundaria (cuando no olvidada) en Afganistán. Pero aquel avión estrellado acabaría transformándose, sin embargo, en un serio problema legal para Blackwater, ya que, en esta ocasión (y a diferencia de lo sucedido en Faluya), sí existió un rastro de papeles oficiales que documentaron los hechos desde el primer momento.

El ejército estadounidense convocó una Junta de Investigación de las Circunstancias del accidente cuyos trabajos, unidos a los de la Junta Nacional para la Seguridad en el Transporte, generaron cientos y cientos de páginas de documentación. Una de las cajas negras captó los instantes finales del vuelo. A diferencia de lo ocurrido en Faluya, algunas de las víctimas del accidente eran soldados estadounidenses en servicio activo y los causantes (no intencionados) de las muertes eran trabajadores contratados por una empresa privada. A simple vista, podría parecer que, salvo la implicación de Blackwater en ambos incidentes, el avión estrellado en la cima del monte Baba y la escabrosa matanza de Faluya tenían poco en común.

Sin embargo, las similitudes empezaron a aflorar a partir del momento en que las familias de los tres soldados estadounidenses muertos en el accidente presentaron una demanda judicial de responsabilidad por muerte dolosa el 10 de junio de 2005. En la práctica, las circunstancias que rodearon el accidente resultarían ser muy similares a las que rodearon los asesinatos de Faluya, si bien acabarían atrayendo mucha menos atención. Las familias de los soldados muertos en el vuelo 61 de Blackwater sostenían que la compañía había recortado gastos y había eludido procedimientos de seguridad básicos, con lo que, por tales descuidos, había causado la muerte de sus seres queridos. El núcleo central del caso, como el de la demanda de las muertes de Faluya, volvía a ser la reclamación de inmunidad ante toda demanda judicial que Blackwater planteaba para sus fuerzas amparándose en que la compañía formaba parte de la «Fuerza Total» de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo.

Blackwater cuenta con una división aérea, Presidential Airways, que lleva tiempo funcionando alejada del ojo público, aun cuando sus aparatos han frecuentado los mismos aeropuertos en el extranjero que los utilizados por la CIA en su famoso programa de traslados irregulares (o «entregas extraordinarias») de detenidos a terceros países para su interrogatorio. Los pilotos de Blackwater gozan del mismo nivel de autorización de seguridad que el de los pilotos de dichos vuelos de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. David P. Dalrymple, gerente de la delegación de Presidential en Bagram, dijo: «Yo y otros miembros del personal de Presidential que prestan servicio en Afganistán poseemos (o hemos solicitado obtener) niveles de autorización de seguridad del gobierno de Estados Unidos para temas clasificados como "secretos" o "de alto secreto"». La compañía también aseguró que ocupaba «una oficina del Departamento de Defensa estadounidense para agilizar la concesión de autorizaciones de seguridad para temas considerados secretos de Estado».

El contrato por el que Blackwater operaba aquel vuelo 61 en Afganistán había sido firmado en septiembre de 2004, apenas dos meses antes del accidente. Tras tres meses de negociaciones, la Fuerza Aérea decidió conceder a Presidential Airways un contrato de 34,8 millones de dólares para que ésta suministrara vuelos «de despegue y aterrizaje cortos» (o STOL, según su acrónimo en inglés) en Afganistán, Uzbekistán y Pakistán. Presidential accedió a operar seis vuelos regulares diarios a pequeños aeródromos de todo Afganistán, así como otros vuelos especiales según fuesen necesarios. Según los cálculos recogidos en el contrato, los tres aparatos aéreos de Presidential volarían unas 8.760 horas anuales. «Con este contrato, [la división aérea de Blackwater] ha ampliado su radio de acción fuera de Irak y está facilitando una asistencia muy necesaria a los militares —hombres y mujeres— estadounidenses en Afganistán y en los países más meridionales de la antigua Unión Soviética», alardeaba Blackwater en uno de los números de octubre de 2004 de su boletín Tactical Weekly.

John Hight, director de operaciones de Presidential, explicó que la compañía había basado su oferta en su «experiencia como operadora de vuelos en pistas de aterrizaje y despegue no asfaltadas y en las labores de transporte de paracaidistas que había desempeñado para el ejército». Hight dijo que, cuando en la compañía supieron que su oferta era la ganadora, empezaron a reclutar a «pilotos experimentados de aparatos CASA» para las misiones de Afganistán. Cinco días después de la firma del contrato, «llegamos con nuestro primer avión a Afganistán», recordaba Hight.

Pero, por experimentados que sean los pilotos, lo cierto es que volar en Afganistán difiere sustancialmente de volar en la mayor parte de Estados Unidos. El territorio afgano está atravesado por cadenas montañosas con picos que superan la altitud de la cima más elevada del Estados Unidos continental, que es el monte Whitney, en California, de 4.418 metros de altura. La montaña más elevada de Afganistán alcanza casi los 7.500 metros. Los pilotos se enfrentaban también a un obstáculo adicional: la comunicación con otras aeronaves en vuelo sobre el país era muy limitada y no disponían de un sistema de control del tráfico aéreo que orientara a los pilotos si se encontraban con un denso banco de nubes u otra clase de fenómeno atmosférico adverso, algo ciertamente arriesgado en el caso de un país como el afgano, en el que, según los expertos, el tiempo puede ser sumamente variable. Esto podía provocar problemas graves con gran facilidad, dado que los aviones eran a menudo pilotados siguiendo «reglas visuales de vuelo», lo que, dicho de otro modo, significaba que los pilotos no tenían a nadie más en su trabajo y debían fiarse básicamente de su instinto y su sentido común para orientarse. Como dijo uno de los pilotos de Blackwater, «el personal de vuelo sabe que si no puedes pasar por encima ni por debajo de lo que se avecina, es mejor que des la vuelta y regreses al punto de partida. No hay que presionarse para completar el trayecto».

Aunque algunas bases afganas —como las de Kabul, Bagram y Shindad— disponían de torres de control, otras muchas no las tenían. En la práctica, se puede decir, según los pilotos de Presidential, que «en cuanto el avión sale unas veinte millas más allá del alcance de los radares, ya no cuenta con la ayuda de nadie». Volar en Afganistán era una actividad tan tecnológicamente reducida que los pilotos se veían obligados a menudo a usar teléfonos vía satélite para informar de su posición cuando aterrizaban en cualquier lugar que no fueran las áreas más frecuentadas, pero incluso la telefonía por satélite solía dar problemas de fiabilidad. Aparte de la imposibilidad práctica de fijar rutas de vuelo, los pilotos tampoco querían «navegar por unas rutas fijas por motivos de protección de fuerzas», es decir, por temor a ser blanco de las fuerzas antiocupación o «enemigas».

La unión de todos esos factores (la climatología, las reglas visuales de vuelo, la amenaza de fuego enemigo, los aparatos aéreos turbopropulsados ligeros con carga variable de mercancías y pasajeros y las pronunciadas elevaciones del terreno) suponía una combinación muy dificultosa hasta para los más experimentados pilotos. En esencia, el cielo afgano era una especie de frontera impredecible. De hecho, todos los aviones de Blackwater en el país operaban siguiendo reglas visuales de vuelo. «Por consiguiente, no había rutas de vuelo preestablecidas de acceso o de salida de Bagram o de cualquiera de las otras localizaciones en las que operábamos que no fuera la lógica y prudente práctica de seguir la ruta más directa posible evitando los obstáculos del terreno y las adversidades atmosféricas», explicó Paul Hooper, gerente de la delegación de Presidential en aquel país. «La práctica habitual era volar siguiendo la ruta más recta posible. El terreno, la climatología y el deseo de no establecer un patrón de vuelo reconocible en un entorno en el que operaban fuerzas terrestres hostiles eran algunas de las razones por las que nuestro personal de vuelo variaba la ruta de cada vuelo.»

Entre las personas contratadas por Blackwater para volar en circunstancias tan inusuales como peligrosas se encontraban dos experimentados pilotos de aeronaves CASA: Noel English, de 37 años, y Loren «Butch» Hammer, de 35. Ambos tenían ya experiencia pilotando aviones en condiciones poco normales, con escaso apoyo desde tierra, sobre terrenos y climatologías variables, y obligados a aterrizar en emplazamientos alejados de lo convencional. English acumulaba casi novecientas horas de vuelo en un CASA 212 (la mayor parte de ellas como «piloto forestal» en Alaska), mientras que Hammer llevaba años pilotando y copilotando aviones para el transporte y lanzamiento de «bomberos paracaidistas y otros materiales descargados con paracaídas» durante las temporadas de incendios estivales en Estados Unidos, según explicó Kevin McBride, otro piloto de Blackwater que había trabajado anteriormente con el propio Hammer. «Era un primer oficial de a bordo con conocimientos y aptitudes, y una dilatada experiencia sobrevolando terrenos montañosos y en vuelos a baja altura.»

Tras varias semanas de entrenamiento en Melbourne (Florida) de cara a la misión de Afganistán, Hammer e English llegaron a territorio afgano el 14 de noviembre de 2004. Según el Ejército de Tierra estadounidense, Presidential seguía la política de no emparejar en un mismo vuelo a dos pilotos que llevaran menos de un mes «en el teatro». Pero Presidential colocó juntos a Hammer y a English, que llevaban únicamente dos semanas en el país, porque eran los únicos miembros del personal de vuelo de la compañía capaces de pilotar no sólo los aviones CASA, sino también un SA-227 DC, o avión Metro, que podía ser utilizado para vuelos a Uzbekistán. Presidential disponía de dos CASA y de un Metro en la zona de operaciones. Durante su breve estancia en Afganistán, tanto Hammer como English acumularon 33 horas de vuelo cada uno.

El 27 de noviembre, los pilotos se despertaron a las 4.30 de la madrugada. El tiempo era frío (4º centígrados) y despejado en el aeropuerto de Bagram, principal recinto carcelario para los detenidos por las fuerzas estadounidenses en Afganistán y presunto escenario de torturas a prisioneros. La tripulación de Presidential tenía previsto abandonar la base en algo menos de tres horas para realizar una misión de transporte de un par de soldados estadounidenses y 180 kilogramos de granadas de iluminación de mortero de 81 milímetros. Su ruta los llevaría, en una primera escala, a Farah, a unos 700 kilómetros al suroeste de Bagram, luego a Shindad para repostar y, finalmente, de vuelta a Bagram, adonde tenían previsto regresar a la 1.30 de la tarde. Ni Hammer ni English habían realizado esa ruta con anterioridad.

Otros dos pilotos de Presidential habían dormido también la noche anterior en Bagram. Éstos tenían prevista su salida, más o menos, para la misma hora que el vuelo 61 de Blackwater y con una ruta muy similar a la de éste. Al igual que Hammer e English, los pilotos Lance Carey y Robert Gamanche pilotarían esa mañana un CASA de Blackwater en dirección oeste, haciendo una parada técnica en Shindad para repostar combustible. Carey, que compartió habitación en Bagram con English y Hammer durante los tres días previos al vuelo, diría posteriormente que «ambos tenían muchas ganas [de realizarlo]». Gamanche desayunó con English la mañana del vuelo. Ambas tripulaciones repasaron el pronóstico meteorológico de aquel día. «Como nuestros vuelos tenían el mismo destino final (Shindad) y el pronóstico era incierto por culpa de los posibles problemas de visibilidad, optamos por decidir en grupo si iríamos o no», explicó Gamanche. «Si el tiempo en aquel momento en [Shindad] no hubiese sido favorable, nos habríamos quedado en tierra.» No se había informado de problemas meteorológicos en ninguno de los destinos iniciales de los vuelos. «El tiempo en aquel momento era favorable, así que todos decidimos volar», puntualizó Gamanche. Aunque algunos indicios apuntaban a que en Farah y Shindad se estaban registrando fuertes rachas de viento y el polvo en suspensión podía dificultar el aterrizaje, en Bagram «la predicción del tiempo daba a entender que éste sería despejado y que la visibilidad sería ilimitada».

Así pues, el vuelo seguía adelante. Melvin Rowe, mecánico de vuelo de 43 años de edad, se sumó a la tripulación del Blackwater 61. También estaba programada la presencia a bordo de dos pasajeros: el cabo Harley Miller y el alférez Travis Grogan. Cuando ya habían cargado en la bodega del aparato los 180 kilos de munición y éste empezaba a rodar por la pista, un soldado se les aproximó corriendo. Un tercer pasajero se les sumaba: el teniente coronel Michael McMahon, comandante del Destacamento Especial Saber, formado por 25.000 soldados y encargado de toda la región occidental de Afganistán (la zona a la que el vuelo 61 de Blackwater tenía previsto dirigirse aquel día). McMahon, un veterano de la operación Tormenta del Desierto y graduado por West Point, «no era más que una persona adicional que se presentó allí y [pidió] subirse al avión», según explicó un empleado de Blackwater. Si «nos lo piden y no se sale del sentido común, se hace y ya está». Así que, al final, eran seis las personas que viajaban a bordo de la aeronave.

A las 7.38 de la mañana, el Blackwater 61 despegó de Bagram en dirección noroeste. Lo último que sus seis ocupantes oyeron de alguien que no estuviera a bordo de aquel vuelo fue un «hablamos luego» desde la torre de control. Cinco minutos después, el avión salía del alcance del radar de Bagram, a unos quince kilómetros del aeropuerto. Hammer, el copiloto del Blackwater 61, comentó ya al principio del vuelo la buena visibilidad reinante: «No se puede pedir que sea mejor.» Pero lo era sólo en apariencia, porque, ya desde los primeros momentos, los pilotos dieron muestras de no saber exactamente hacia dónde dirigirse, según prueban las grabaciones tomadas de la caja negra recuperada de aquel vuelo:

Piloto English: «Espero haber tomado el valle correcto».

Copiloto Hammer: «¿Éste o aquél?».

English: «Yo voy a ir por este de aquí».

Hammer: «Me parece bien. Nunca hemos ido (o, al menos, yo nunca he ido) a Farah [...] desde Bagram, así que será un valle de éstos».

Como era evidente que aquellos pilotos, novatos en Afganistán, no dominaban la ruta que les tocaba cubrir aquel día, English acabó diciendo: «Bueno, pues veamos a dónde nos lleva este de aquí». Tantos los pilotos como Rowe pasaron los siguientes minutos buscando entre sus mapas datos que les permitiesen determinar su localización y su ruta. Hammer dijo que no había traído un sistema de posicionamiento global de mano que les advirtiera en caso de que el aparato se acercara peligrosamente al suelo. Tras unos ocho minutos de vuelo, English empezó a manifestarse un poco preocupado por el tiempo en el oeste de Afganistán: «Normalmente, [...] con una jornada tan corta como la que hoy tenemos, dispondríamos de tiempo para jugar un poco y hacer algo de exploración, pero con los vientos que nos esperan prefiero llegar allí a toda [expresión soez suprimida], tan rápido como podamos».

Pese a los indicios iniciales de posibles complicaciones, los pilotos estuvieron charlando un rato durante el vuelo entre ellos sobre temas triviales. «Os juro que a mí no me pagarían un centavo si supieran lo mucho que me divierto con esto», dijo English. Los pilotos habían sobrevolado buena parte del valle de Bamiyan, aunque, a juzgar por la transcripción de sus conversaciones durante el vuelo, parecían no estar muy seguros de dónde se encontraban exactamente, si bien no era algo que los tuviera muy preocupados. «No veo que tengamos ningún pico que supere los 4.000 metros en toda la ruta, creo», dijo entonces Rowe, el ingeniero de vuelo. «Y hay valles de sobra», añadió English. «O sea que siempre podremos buscar una vía para sortearlo. Además, con esta buena visibilidad que tenemos, será la [expresión soez suprimida] de fácil. Si nos encontramos con algo grande, seguiremos paralelos a su alrededor hasta hallar la salida. Como digo, éste es el primer día de buena visibilidad que he tenido a bordo de un CASA. No es sólo bueno, es sensacional.»

En un determinado momento, los pasajeros preguntaron a los pilotos al lado de qué pasarían en su viaje hacia Farah. Rowe, que era quien tenía los mapas, respondió: «No sé lo que vamos a ver, porque normalmente no venimos por esta ruta». Segundos más tarde, English dijo: «Lo único que queremos evitar es ver una roca enorme a las doce en punto». Luego, Hammer —el copiloto— se fijó en la manera que English tenía de pilotar el aparato aquel día: «Oye, tío, estás hecho todo un piloto de cazas intergalácticos como los de La guerra de las galaxias».

«¡Qué razón tienes, [expresión soez suprimida]!», repuso English. «Es que esto es divertido.»

Los pilotos empezaron a encontrarse algunas montañas y a maniobrar para evitar que les cerraran el paso, pero proseguían con su cháchara amistosa y despreocupada. Hablaron de la posibilidad de enchufar un MP3 a sus auriculares; English dijo que quería escuchar «Phillip Glass o algo de New Age que esté bien». Hammer se negó en redondo: «¡Qué va! Aquí deberíamos tener rock duro como el de los ochenta. Quiet Riot, Twisted Sister...».

Pero cuatro minutos después, cuando llevaban aproximadamente 25 de vuelo, las cosas empezaron a torcerse muy seriamente para el Blackwater 61. Cuando salieron del valle de Bamiyan, tuvieron que volar en paralelo a la cadena montañosa del Baba. «Vaya, uf, esta cadena de montañas que hay a nuestra izquierda, pues, la verdad, no baja de los 4.200 o 4.300 metros en ningún punto, al menos, no hasta donde alcanza el límite de mi mapa», informó Hammer a English mientras comentaban cómo sortear la montaña. «Bueno, pues vamos a ver si encontramos algún sitio por el que escabullirnos», respondió English. «La verdad es que tampoco importa mucho, porque el valle tiene que hacernos salir por algún punto. Pero, bueno, trata de encontrar un paso por ahí. Si tenemos que subir hasta los 4.300 metros durante un instante, tampoco será muy grave.»

De todos modos, no tardaron en optar por un giro de 180 grados. «Vamos, muchacho, vamos, muchacho, tú puedes conseguirlo», dijo English como si tratara de estirar del avión hacia arriba con su voz. En un tono nervioso, el ingeniero Rowe preguntó a los pilotos: «Bueno, ya está bien, chicos. Vais a salir de ésta, ¿verdad?».

«Sí, eso espero», replicó English.

El informe de la Junta Nacional para la Seguridad en el Transporte indicaba que, en ese momento, en la grabación de la caja negra se oía un sonido similar al de un «pitido de aviso de entrada en pérdida». Dentro del aparato, la conversación se había vuelto un caos. Entonces, Rowe anunció al piloto: «Oye, tienes que, eh, tomar una decisión». En ese momento de la grabación, se oía un ruido de respiración entrecortada y fuerte en la cabina. English exclamó: «Oh, [expresión soez suprimida]». Rowe avisaba en voz alta: «Cien, noventa nudos, modifica esa velocidad de vuelo por él». En ese momento, el pitido de advertencia de entrada en pérdida ya se había vuelto constante y el diálogo entre los tripulantes era frenético y desesperado.

«Ah, [expresión soez suprimida]», exclamó English.

Rowe dijo entonces: «Cámbiala. Ayúdale o modifica tú la velocidad de vuelo por él [...] Butch».

Copiloto Hammer: «Tienes noventa y cinco. Noventa y cinco».

Piloto English: «Oh, Dios. Oh [expresión soez suprimida]».

Ingeniero Rowe: «Nos caemos».

«Dios.»

«Dios.»

Cuando el piloto intentaba dar una vuelta de 180 grados a la vista de que el Blackwater 61 no sería capaz de superar el monte Baba, de 4.465 metros de altura, el ala derecha del aparato impactó con la montaña y fue arrancada de cuajo, lo que hizo que el avión se voltease y patinase más de cien metros sobre la ladera de la montaña, partiendo el fuselaje y estrujando el ala izquierda bajo el peso del resto de la estructura. Los pilotos salieron despedidos 45 metros por delante de los restos del avión y todos los pasajeros murieron en el impacto, salvo el cabo Miller, del Ejército de Tierra.

Si bien el terreno de la ruta entre Bagram y Farah era montañoso, el vuelo 61 de Blackwater había conseguido salvar casi por completo el peor tramo del mismo. El avión había dejado atrás casi todo el valle de Bamiyan cuando los pilotos decidieron girar dirigiéndose casi de lleno hacia el monte Baba. Como explicó más tarde el piloto de Blackwater Kevin McBride, «la verdad es que no sé cómo los pilotos [...] llegaron hasta el lugar donde fueron hallados. [...] El macizo contra el que se estrelló [el Blackwater 61] es el techo de la cadena montañosa más elevada que había en nuestra ruta».

Pero ahí no se acabaron, ni mucho menos, los errores que rodearon a aquel accidente. No fue hasta seis horas después de la hora prevista de llegada del vuelo a Farah (y una después de la que se suponía que debía haber regresado a Bagram) cuando se puso en marcha algún tipo de misión de rescate o recuperación de las víctimas. La búsqueda del Blackwater 61 se vio dificultada ya desde el primer momento porque el avión no tenía instalado ningún dispositivo de rastreo y, al parecer, no se disponía de información suficiente sobre su ruta prevista. A ello se sumó el desconcierto a la hora de decidir a quién competía la responsabilidad de buscar el aparato siniestrado. «En vista de la falta de una operación coordinada de rescate y de la probabilidad de que el aparato hubiese volado en dirección sur, mi unidad operó sobre amplísimos sectores de búsqueda que, básicamente, abarcaban la mayor parte del territorio afgano», comentó el mayor David J. Francis, oficial de operaciones del Destacamento Especial Wings, que formaba parte, a su vez, del Destacamento Especial Conjunto 76. «Reinaba cierta confusión en torno a quién iba a encargarse de la operación de rescate. Alguien preguntó entonces: "¿De quién es esta misión?"», añadió Francis. «No hubo un plan coordinado de rescate hasta [transcurridas once horas del momento para el que estaba previsto el regreso del vuelo a Bagram] el mismo día del accidente.»

Se tardó 74 horas en localizar los restos de siniestro y en que las condiciones atmosféricas hiciesen posible que los helicópteros CH-47 llegaran al lugar y recuperaran los restos, la grabadora de la caja negra y la munición que transportaba el aparato. Aunque el cabo Miller había sobrevivido inicialmente al impacto, no habría tenido posibilidad alguna de seguir con vida tras los tres días transcurridos hasta la llegada de los equipos de rescate. En aquel momento, el siniestro fue descrito en las noticias como un accidente normal y corriente: el típico incidente que apenas merece un breve en los periódicos. Lo cierto es que, dos semanas después de que el Blackwater 61 se estrellase contra el monte Baba, la esposa del ingeniero Rowe describió el suceso como «un accidente aéreo de los de toda la vida».

Pero, a medida que empezaron a conocerse nuevos detalles y que el ejército comenzó su investigación de los hechos, las familias de los soldados fallecidos en el siniestro dejaron de considerarlo un accidente meramente casual. El 10 de junio de 2005, las familias de Michael McMahon, Travis Grogan y Harley Miller se querellaron contra la filial de aviación de Blackwater alegando negligencia de parte de la tripulación del vuelo y acusando a la compañía de haber causado la muerte de los soldados. «Las graves y flagrantes infracciones de la normativa de seguridad evidencian un desprecio irresponsable y consciente por la vida humana y por los derechos y la seguridad de sus pasajeros», sostenía la querella, en la que también se decía que las acciones de la compañía «ponen de manifiesto la insensatez y la displicencia de sus políticas, procedimientos, planificación y operaciones de vuelo». Robert Spohrer, abogado de las familias, alegó que la empresa trataba de «recortar costes» en el servicio que prestaba a las fuerzas armadas del país. «Si [éstas] subcontratan servicios como el traslado aéreo de su personal en Afganistán, deben hacerlo con empresas que pongan la seguridad de nuestros hombres y mujeres de uniforme por delante de la rentabilidad comercial. Desgraciadamente, eso no fue lo que se hizo en el caso que aquí nos ocupa.»

El argumento expuesto por las familias venía reforzado, además, por el hecho de que la Junta de Investigación de las circunstancias del accidente designada por el Ejército de Tierra estadounidense había hallado a Blackwater responsable del siniestro. Tras una prolongada investigación, aquel organismo determinó que la tripulación tenía una «conciencia deteriorada de la situación» y hacía gala de una evidente «falta de atención y un exceso de complacencia», amén de un «pobre criterio y una clara disposición a asumir riesgos inaceptables». La investigación también apuntó la posibilidad de que los pilotos padecieran espejismos visuales e hipoxia, entre cuyos síntomas se incluirían las alucinaciones, la distracción y una disminución de las habilidades motrices. Asimismo, el Ejército afirmó que existían pruebas demostradas de que «la verificación y la coordinación de las decisiones de los diferentes miembros de la tripulación eran inadecuadas». Presidential Airways restó importancia al informe alegando que «se [había] concluido en tan sólo dos semanas y est[aba] repleto de errores, tergiversaciones y supuestos infundados».

En diciembre de 2006, casi dos años después de que los investigadores del Ejército terminaran su informe, le llegó el turno al de la Junta Nacional para la Seguridad en el Transporte (NTSB). La NTSB concluyó que los pilotos de Blackwater «se comportaron de un modo muy poco profesional y volaron deliberadamente a baja altura por una ruta no convencional a lo largo de aquel valle sólo para "divertirse"». Entre las averiguaciones de la Junta también estaba que la visión y el criterio de los pilotos podrían haberse visto disminuidos por el hecho de no haber usado mascarillas de oxígeno, algo que suponía una potencial vulneración de la normativa federal. «Según diversos estudios sobre el tema [...] las personas que no usan oxígeno suplementario suelen evidenciar escasos (o nulos) síntomas, por lo que, muchas veces, no tienen conciencia del efecto», sostenía el informe de la Junta.

Pero, tal vez, la conclusión más significativa de aquel informe (extraída de las autopsias de los cadáveres) que no se mencionaba en el informe previo del Ejército fue que el cabo Miller dispuso de «un tiempo mínimo absoluto de supervivencia de, aproximadamente, ocho horas» tras el accidente y que, si Miller «hubiera recibido asistencia médica no más tarde de ese límite temporal, seguida de una intervención quirúrgica apropiada, lo más probable es que hubiese sobrevivido». Sin embargo, según las conclusiones de la Junta, el hecho de que, al parecer, Presidential Airways careciera de procedimientos como los que estipula la legislación federal para el rastreo de los vuelos hizo que «cuando se iniciaron las búsquedas aéreas, [Miller] llevara ya unas siete horas abandonado junto al avión siniestrado». Su rescate, además, «se vio aún más demorado porque, durante las cinco horas siguientes, los rastreos aéreos se centraron en áreas que el avión ni siquiera había sobrevolado».

Joseph Schmitz, director del departamento legal de la compañía matriz de Blackwater, The Prince Group (y de quien se hablará en mayor profundidad en un capítulo posterior), calificó el informe de «erróneo y guiado por motivaciones políticas», según el News & Observer de Raleigh. Schmitz «dijo que el propósito inicial del informe era analizar los fallos del ejército, pero, al final, obvió profundizar en ellos. Estaba claro, según declaró, que la NTSB no había cumplido con los mínimos exigibles a una buena investigación de un accidente, lo que, según él, era una falta de respeto hacia las víctimas y hacia los contribuyentes estadounidenses», y añadió que la empresa solicitaría a la NTSB que reconsiderara sus conclusiones.

En realidad, aunque la NTSB culpó a los pilotos y a Presidential, no se olvidó de asignar también las culpas correspondientes a la FAA y al Pentágono por no ejercer una «supervisión adecuada». Uno de los miembros de la Junta escribió una opinión concurrente con las conclusiones del informe en la que ponía de relieve la confusión de jurisdicciones a la hora de investigar «un accidente civil que tuvo lugar en un escenario de guerra cuando el operador del vuelo realizaba operaciones en nombre del Departamento de Defensa». Deborah Hersman, componente de la NTSB, consideró «desconcertante» que el Departamento de Defensa y la FAA no hubiesen determinado quién era responsable de «esta clase de vuelos» y añadió que, aun cuando se había culpado a la FAA por su nula supervisión de esas actividades, ni ésta ni la NTSB tenían personal alguno destinado en Afganistán. Esas cuestiones y la descripción que Hersman hizo del vuelo 61 de Blackwater como «una operación de evidente naturaleza militar sujeta al control del Departamento de Defensa» apelaban directamente al enfoque adoptado por la compañía para defenderse de la demanda por negligencia con resultado de muerte.

La estrategia de respuesta de Blackwater ante la demanda interpuesta por el accidente en Afganistán fue prácticamente análoga a la que siguió para su defensa en el caso de los asesinatos de Faluya: que la compañía y sus filiales forman parte de la «Fuerza Total» del Departamento de Defensa y que, por consiguiente, deben gozar de inmunidad frente a reclamaciones por daños y perjuicios. Blackwater se resistió obstinadamente a reconocer que los tribunales tuviesen jurisdicción alguna sobre el caso y presentó continuamente mociones para detener el proceso de revelación de pruebas durante el juicio argumentando que la simple posibilidad de que sus empleados fuesen obligados a declarar formalmente infringiría la inmunidad de la empresa. Los abogados de Blackwater sostenían que «la inmunidad frente a las demandas judiciales no sólo significa que la parte demandada no pueda ser hallada responsable, sino que no puede ser demandada en absoluto y no tiene por qué soportar siquiera la carga de participar en el proceso. Formular un requerimiento para que Presidential revele datos supondría, pues, pisotear la inmunidad de la que goza esta empresa».

Blackwater argumentó su inmunidad frente a esa clase de litigio basándose en tres aspectos centrales: que sus actividades pertenecen al ámbito de una «cuestión política» que debe ser abordada por los poderes ejecutivo o legislativo, pero no por el judicial; que la empresa constituye esencialmente una prolongación del ejército y, por consiguiente, debería gozar de la misma inmunidad frente a posibles demandas y querellas judiciales de la que goza el gobierno cuando sus militares mueren o se lesionan en acto de servicio, y que Blackwater debería ser inmune frente a las demandas judiciales ateniéndose a una excepción incluida en la Ley Federal de Reclamaciones por Daños y Perjuicios y que había sido anteriormente concedida a diversas empresas contratistas responsables del diseño y la fabricación de piezas complejas de equipos y aparatos militares. De ahí que otros contratistas militares siguieran muy de cerca los argumentos de Blackwater en los casos judiciales de Faluya y Afganistán creyendo que las sentencias de éstos tendrían implicaciones de muy largo alcance para toda la industria bélica.

La doctrina de la cuestión política

En los escritos presentados ante el tribunal, Blackwater/Presidential hizo referencia a una «doctrina de la cuestión política» basada en la idea de que «el poder judicial se inhibe correctamente de decidir sobre controversias que la Constitución consigna textualmente a un poder político distinto y sobre casos que están fuera de la competencia de los tribunales por falta de unos criterios manejables desde el punto de vista judicial». En alusión a su ya conocida argumentación de que constituía una parte reconocida de la «Fuerza Total» de Estados Unidos y de la «capacidad de combate bélico» del Departamento de Defensa, Blackwater sostenía que «permitir que los tribunales civiles entendieran de cuestiones de responsabilidad por soldados muertos o heridos en operaciones en el campo de batalla en las que han intervenido contratistas inscribiría directamente a esos tribunales civiles en el ámbito de la regulación de las operaciones militares».

Esta lógica no fue acogida favorablemente por el juez federal del caso. Como refutación del argumento de Blackwater, el juez John Antoon citó la sentencia de 2006 del caso Smith v. Halliburton Co. Aquella demanda acusaba a Halliburton de negligencia por no haber protegido adecuadamente un comedor en Mosul, Irak, que fue objeto de un atentado con bomba perpetrado el 21 de diciembre de 2004 por un terrorista suicida que mató a 22 personas. Refiriéndose a aquel caso anterior, el juez Antoon expuso que:

La pregunta correcta, según el tribunal, era si la reclamación obligaría al tribunal a cuestionar la misión del ejército y la respuesta de éste a un ataque. Si el ejército era responsable de proteger aquellas instalaciones, emitir un fallo sobre el asunto supondría necesariamente «cuestionar a posteriori una decisión militar» y evaluar la conducta del ejército, lo que constituiría una cuestión política. Sin embargo, si el contratista era el principal responsable de proteger aquel comedor según el contrato conforme al que operaba, la demanda sí sería de competencia judicial. El tribunal de aquel caso concluyó que existía «una diferencia básica entre cuestionar la ejecución de una misión por parte del ejército y cuestionar el modo en que un contratista cumple con sus deberes contractuales», y, con ello, prefiguró la conclusión a la que este tribunal ha llegado: la primera situación plantea una cuestión política, pero la segunda no.

El juez Antoon decidió que, como el Blackwater 61 estaba «obligado a volar —como haría normalmente— conforme a unas normas comerciales civiles, aun tratándose de un territorio extranjero y peligroso», y podía, por consiguiente, negarse a realizar un vuelo si su tripulación lo consideraba demasiado peligroso, «no parece [...] que se le vaya requerir a este Tribunal que cuestione orden militar táctica alguna».

El tribunal rechazó finalmente el argumento de la «cuestión política» presentado por Blackwater aduciendo que no era «una base adecuada para desestimar este caso». Antoon también puso reparos a la opinión expresada por Blackwater de que formaba parte del ejército entendido en un sentido amplio, y señaló que, de haber sido así, el gobierno federal podría haber presentado un escrito de apoyo a la empresa en el caso, pero no lo había presentado. «No podemos pasar por alto que el gobierno de Estados Unidos no ha optado por intervenir en nombre de los demandados en este caso», escribió el juez. «Ha declinado la oportunidad de intervenir para explicar de qué modo podrían verse afectados sus intereses por esta querella.»

Pese a esa reprimenda dirigida a Blackwater, el juez dio la impresión de señalar que estas situaciones podrían cambiar para los contratistas en el futuro. «La medida en la que las empresas comerciales privadas que realizan funciones militares clásicas tienen derecho a cierta protección frente a la responsabilidad por daños y perjuicios constituye un área de interés para los poderes políticos.»

La doctrina Feres

Para defender su inmunidad frente a los litigios de responsabilidad por daños y perjuicios, Blackwater alegó la llamada doctrina Feres, que sostiene que el gobierno goza de inmunidad soberana frente a demandas judiciales de responsabilidad civil por «lesión de sus soldados cuando tal lesión se produce durante (o como consecuencia de) una actividad inherente a su servicio como militares». Blackwater sostenía que «aquí carece de importancia si los fallecidos murieron en un avión contratado por la Fuerza Aérea o en un aparato operado por la propia Fuerza Aérea: lo que realmente importa es que eran miembros del personal militar que murieron en acto de servicio castrense». Blackwater aducía que incluso las familias de los soldados muertos admitían que sus seres queridos «1) estaban destinados en Afganistán, 2) fallecieron en una zona de combate, y 3) murieron mientras eran transportados en una misión del Departamento de Defensa de un aeródromo a otro en Afganistán».

El juez Antoon disintió claramente de la interpretación que hacía Blackwater de la supuesta inmunidad directa de la que gozaba el ejército y señaló que los abogados de Blackwater «no cita [ron] ningún caso en el que la doctrina Feres haya sido considerada aplicable también a los empleados de los contratistas privados». Concretamente, dijo que, en el fondo, Blackwater/Presidential «disimuló su solicitud para que este Tribunal hiciera extensiva la doctrina Feres más allá de sus límites establecidos y lógicos citando casos que ponen el acento en que lo significativo es el estatus de los demandantes como miembros del ejército y no el estatus de la propia [Blackwater]». El juez concluía que «es evidente que los demandados en este caso no son susceptibles de la protección prevista en la doctrina Feres porque son entidades comerciales privadas. [...] Los demandados suscribieron aquel contrato como una actividad comercial. Proporcionaban un servicio por un precio estipulado. Que el servicio se realizase en las montañas de Afganistán durante un conflicto armado no convierte a los demandados (ni a su personal) en miembros del ejército ni en empleados del gobierno». Dicho de otro modo, Antoon sentenció que, aunque el Pentágono se hubiese referido a los contratistas militares privados como parte de su «Fuerza Total», eso no modificaba el estatus de Blackwater como empresa privada con ánimo de lucro y responsable de sus acciones.

La excepción a la Ley Federal de Reclamaciones por Daños y Perjuicios

El tercer argumento principal de Blackwater para reivindicar su inmunidad frente a litigios legales por daños y perjuicios era que, siendo un contratista militar, era inmune a esa clase de demandas del mismo modo que los tribunales habían hallado en el pasado que lo eran varios productores de componentes de equipos militares complejos. En uno de aquellos casos, la familia de un marine muerto demandó a un fabricante por defectos en el diseño de su sistema de evacuación de un helicóptero. El tribunal entendió que «la legislación estatal sobre responsabilidad civil por daños y perjuicios quedaba relegada por la gran importancia que para el gobierno federal tiene la adquisición de equipamiento militar», y que éste tenía «libertad de decisión para priorizar la eficacia bélica sobre la seguridad en el diseño de material y equipos militares».

El juez Antoon sentenció que, aunque esa línea de defensa existe y se ha hecho extensiva a algunos casos adicionales, un tribunal carece de «autoridad para ofrecer el escudo de la inmunidad soberana a un actor privado. Hasta que el Congreso no indique lo contrario, [las excepciones otorgadas a] contratistas privados que no son empleados del Estado quedan limitadas» a casos como el del diseño de equipos complejos. «Este Tribunal duda mucho de que la excepción que se aplica a las actividades de combate en la [Ley Federal de Reclamaciones por Daños y Perjuicios], y que sirve para preservar la tradicional inmunidad soberana del Gobierno en materia de responsabilidad civil, pueda ser aplicable en las demandas interpuestas contra contratistas de la defensa nacional», escribió Antoon. «Y si lo fuera, como mucho sólo protegería a los contratistas privados de defensa frente a reclamaciones por su responsabilidad civil en la fabricación de equipos complejos y sofisticados que se empleen en tiempos de guerra. Nunca se ha ampliado para impedir demandas por una negligencia activa de los contratistas en la provisión de sus servicios ni será este Tribunal quien la amplíe.»

La curiosa división de aviación de Blackwater

A finales de 2006, el juez Antoon denegó todas las mociones presentadas por Blackwater para poner fin a las revelaciones de datos y conseguir la desestimación del caso. Como era de esperar, Blackwater inició inmediatamente el proceso de apelación. Pero, aunque Antoon rechazó de plano el planteamiento que hacía Blackwater de sí misma como prolongación del ejército estadounidense por el hecho de haber sido mencionada como parte de la «Fuerza Total» del Pentágono, es posible que la empresa esté mucho más ligada al funcionamiento del ejército y las agencias de inteligencia de lo que ésta está dispuesta a dar a conocer.

A pesar de que la poca atención prestada hasta el momento a la división de aviación de Blackwater se ha centrado en la demanda interpuesta contra ella por el siniestro de Afganistán, la compañía tiene suscritos múltiples contratos con el gobierno estadounidense para el suministro de pilotos y aparatos. Es difícil obtener información sobre el uso que el gobierno hace de los aviones de Blackwater, pero está sobradamente documentado que las agencias de inteligencia y el ejército estadounidenses han utilizado compañías aéreas privadas para el traslado (o «entrega») irregular de prisioneros a distintos puntos del planeta, especialmente, con motivo de la «guerra contra el terror» de la administración Bush.

En aplicación de este programa clandestino, algunos detenidos han sido trasladados por vía aérea a terceros países con historiales cuestionables o muy negativos en materia de derechos humanos, donde son interrogados lejos de cualquier supervisión y sin atenerse al debido proceso legal. Precisamente, para eludir toda supervisión, el gobierno ha empleado pequeñas empresas privadas de aviación —muchas de ellas con documentos de propiedad poco claros— para el transporte de dichos prisioneros. «Varios sospechosos de terrorismo residentes en Europa, Africa, Asia y Oriente Medio han sido raptados por agentes estadounidenses encapuchados o enmascarados y subidos a la fuerza a un avión Gulfstream V», escribió la periodista de investigación Jane Mayer en la revista The New Yorker. El aparato «tenía autorización para aterrizar en bases militares estadounidenses. Tras su arribada a terceros países, los sospechosos allí "entregados" suelen desvanecerse de la vista de los observadores externos sin dejar rastro. A esos detenidos no se les facilitan abogados y muchas familias no tienen información alguna sobre su paradero». Si bien nada vincula directamente a Blackwater con esas entregas extraordinarias, abundan las pruebas circunstanciales merecedoras de un estudio y una investigación más minuciosos.

El programa de entregas extraordinarias no nació con la administración Bush, sino durante la administración Clinton, a mediados de la década de 1990. La CIA, con aprobación de la Casa Blanca de entonces y conforme a una directiva presidencial, empezó a enviar a sospechosos de terrorismo a Egipto, donde, lejos de la ley y del derecho procesal estadounidenses, podían ser interrogados por agentes de la mujabarat de aquel país. En 1998, el Congreso estadounidense aprobó una ley que proclamaba que entre las políticas de Estados Unidos no tiene cabida «la expulsión, la extradición ni el forzamiento del regreso involuntario de una persona a países en los que se piense, conforme a las sospechas suficientemente fundadas que se tenga de ellos, que esa persona corre el riesgo de ser sometida a torturas, y esto es así tanto si dicha persona se hallare físicamente presente en territorio estadounidense como si no». Tras el 11-S, el llamado «Nuevo Paradigma» de la administración Bush logró eludir esa anterior legislación garantista, ya que desposeyó a los presuntos sospechosos de terrorismo de diversos derechos fundamentales. Nadie supo exponer mejor la lógica de tales medidas que el propio vicepresidente Dick Cheney cinco días después de los atentados de Nueva York y Washington, cuando sostuvo en el programa Meet the Press de la NBC que el gobierno debía «trabajar también con el "lado oscuro", por así llamarlo». Cheney declaró: «Si queremos tener éxito, buena parte de lo que tiene que hacerse tendrá que hacerse de forma callada, sin suscitar discusión, utilizando fuentes y métodos que están al alcance de nuestras agencias de inteligencia. Ese es el mundo en el que se mueve esa gente. Así que, para nosotros, será vital emplear todos los medios a nuestra disposición para alcanzar nuestro objetivo». Ese mismo sentir se reflejaba en las palabras del número tres de la CIA en aquel momento, Buzzy Krongard (el supuesto responsable del primer contrato de seguridad de Blackwater en Afganistán), quien declaró que la guerra contra el terrorismo sería «ganada, en gran medida, gracias a fuerzas que ustedes desconocen, mediante acciones que no llegarán a ver y por medios de los que quizás no quieran tener jamás noticia».

El uso clandestino de compañías aéreas por parte de Estados Unidos se remonta, al menos, a la época de la guerra de Vietnam. Entre 1962 y 1975, la CIA utilizó una compañía de la que era propietaria en secreto, Air America (que funcionaba simultáneamente como una aerolínea comercial más), para realizar operaciones encubiertas que habrían motivado aún más investigaciones e indignación si se hubiesen hecho públicas en aquel momento. «Air America, una aerolínea que era propiedad en secreto de la CIA, fue un componente crucial de las operaciones de la Agencia en Laos», según un artículo sobre la CIA en el sitio web de ésta escrito por el profesor de historia de la Universidad de Georgia William M. Leary. «En el verano de 1970, dicha aerolínea disponía de unas dos docenas de aviones bimotores de transporte, así como otras dos docenas de aparatos para vuelos de despegue y aterrizaje cortos (STOL) y unos 30 helicópteros, dedicados todos ellos a operaciones en Laos. Más de 300 pilotos, copilotos, mecánicos de vuelo y especialistas en transporte aéreo participaban en misiones que despegaban desde el propio Laos y desde Tailandia. [...] Las tripulaciones de Air America transportaban a decenas de miles de soldados y refugiados, efectuaban misiones de evacuación médica y de rescate de aviadores abatidos en cualquier lugar de Laos, introducían y extraían equipos de vigilancia de carreteras, realizaban misiones de vuelo nocturno de lanzamiento en paracaídas de personas y suministros sobre la Ruta Ho Chi Minh, controlaban los sensores colocados a lo largo de las vías de infiltración, llevaban a cabo un programa de fotorreconocimiento que acabó siendo todo un éxito y participaban en numerosas misiones clandestinas para las que usaban gafas de visión nocturna y equipos electrónicos de última generación. Sin la presencia de Air America, la CIA no habría podido sostener su campaña en Laos como lo hizo.»

En 1975, la Comisión Church inició la investigación de la legalidad de las prácticas de recopilación de información de inteligencia llevadas a cabo por Estados Unidos. El jefe del personal encubierto y comercial de la CIA declaró ante el Senado que, si volvía a surgir una necesidad operativa como la emanada de la guerra de Vietnam, «yo supondría que la Agencia consideraría la posibilidad de poner en marcha una empresa de servicio aéreo de su propiedad con una única condición: que tuviéramos la opción de mantener en secreto que es algo de la CIA».

Décadas más tarde, la administración Bush, embarcada en una guerra que muchos han comparado con la de Vietnam, apreció claramente la necesidad de contar con una flota clandestina de aviones. Poco después del 11-S, la administración puso en marcha un programa para el que contemplaba el uso de una red de aviones privados a la que algunos empezaron a referirse como la «nueva Air America». El programa de «entregas» alcanzó su máxima velocidad de crucero cuando Estados Unidos puso en funcionamiento una sofisticada red de prisiones y centros de detención secretos distribuidos por todo el mundo, ya que precisaba de los aviones privados para el transporte de los prisioneros. La mayor parte de las aeronaves sospechosas de haber participado en esa clase de traslados con motivo de la guerra de la administración Bush contra el terrorismo eran propiedad de empresas tapadera. Esto contrasta con la política de Blackwater, que es propietaria directa de su división de aviación y ha anunciado y promovido públicamente la participación de ésta en actividades militares.

Blackwater Aviation nació en abril de 2003, cuando aún estaba en marcha la ocupación inicial de Irak, a raíz de la adquisición de Aviation Worldwide Services (AWS) y todas sus filiales (incluida Presidential Airways) por parte de Prince Group. El consorcio AWS había sido formado a principios de 2001 por sus dos propietarios, Tim Childrey y Richard Pere, quienes «centraron sus actividades en las operaciones de formación y el transporte aéreo para el gobierno estadounidense». Dentro del consorcio, Presidential Airways era la línea aérea que contaba con licencia oficial para actuar como tal. Además del contrato de Afganistán, Presidential ha proporcionado aparatos CASA 212 y Metro 23 para otros contratos militares de carácter formativo, entre los que se han incluido algunos para el Mando Estadounidense de Operaciones Especiales. STI Aviation era la compañía dedicada al mantenimiento de la flota de Blackwater. Y Air Quest Inc. proporcionaba aviones Cessna Caravan equipados con sistemas de vigilancia aérea: concretamente, en 2001, facilitó aviones de vigilancia para el Mando Sur estadounidense destinados a operaciones en Sudamérica.

«Además de ofrecer soluciones de instrucción en el manejo de armas de fuego, dianas de acero, construcción de campos de tiro y servicios de seguridad, Blackwater ahora ofrece también soluciones aéreas y logísticas para sus clientes», declaró el presidente de Blackwater, Gary Jackson, cuando anunció la adquisición. La nueva división de aviación «complementa nuestro objetivo estratégico, que no es otro que proporcionar una solución única e integrada para todas las necesidades de seguridad y formación táctica de nuestros clientes».

Blackwater también comenzó a desarrollar un dirigible de vigilancia que podría emplearse para espiar a fuerzas «enemigas» en el extranjero o para que el Departamento de Seguridad Interior controlara la frontera. En 2004, Blackwater anunció su intención de trasladar las actividades de su división de aviación a Carolina del Norte y, en 2006, trató de conseguir la autorización necesaria para construir una base aérea privada de dos pistas para su flota de más de veinte aviones. «Disponemos de una flota de aparatos para todos los cuales contamos con clientes», dijo Jackson. «Cada uno de esos aviones está comprometido en un contrato u otro.» Aunque el papel desempeñado por esos aparatos en la guerra contra el terrorismo no está muy claro, la sección aérea de Blackwater se ajusta al patrón de las compañías de las que se sabe a ciencia cierta que han participado en las llamadas entregas extraordinarias.

Los aviones de Blackwater han realizado escalas en Piñal, el «aeroparque» de Arizona en el que tenía su base la flota de Air America.Cuando, a raíz del examen público de sus actividades, la CIA se vio obligada a desmantelar su flota y a vender el aeroparque, una empresa llamada Evergreen International Aviation, en cuyo consejo de administración se sentaba el ex jefe de operaciones aéreas de la CIA, compró la base aérea. En 2006, Evergreen seguía siendo la propietaria del aeródromo, que utilizaba principalmente como instalación de almacenaje de aviones aún no estrenados, básicamente porque el clima del desierto hace posible que los aparatos sobrevivan más tiempo con menor mantenimiento.

No es de extrañar, pues, que la compañía alardeara en abril de 2006 de haber disfrutado de «cuatro años consecutivos de crecimiento».

Además de sus escalas en el aeroparque de Piñal, los aviones de Blackwater frecuentaron otros muchos aeropuertos presuntamente implicados en el programa de entregas extraordinarias. Aero Contractors, que ha sido objeto reciente de atención por sus conexiones con la CIA, tenía su sede central en el condado de Johnston, en Carolina del Norte, una ubicación «intencionadamente cercana a la Base Pope de la Fuerza Aérea, donde los pilotos de la CIA podían recoger agentes paramilitares acuartelados en Fort Bragg [sede de las fuerzas especiales]. La proximidad a una base militar de tal importancia también era oportuna por otros motivos. «Así podíamos sostener nuestra principal tapadera», [según comentó] un ex piloto, "que era la de que estábamos haciendo efectivos unos contratos gubernamentales suscritos con el ejército para los chicos de Fort Bragg".» El ex jefe de pilotos de Air America, Jim Rhyne, fundó Aero Contractors para la CIA y, según uno de sus pilotos, «eligió un aeródromo rural [el del condado de Johnston] porque estaba próximo a Fort Bragg y a muchos veteranos de las Fuerzas Especiales. Además, tampoco había allí una torre de control que alguien pudiera utilizar para espiar las operaciones de la compañía». El del condado de Johnston es uno de los muchos aeropuertos frecuentados por los vuelos de la CIA, según los expertos. «Normalmente, los aviones de la CIA parten de estos aeródromos rurales hacia Dulles», según los autores de Torture Taxi.

Repasando los registros de vuelo de varios aviones registrados a nombre de filiales de Blackwater (Aviation Worldwide Services y Presidential Airways), aparecen numerosos vuelos que siguen esas pautas y que también frecuentan los aeropuertos vinculados a la CIA:

—Desde febrero de 2006, el aparato con matrícula N964BW, un CASA 212, ha volado del condado de Johnston a Dulles, ha estado en el aeroparque de Piñal tres veces, ha estado en la Base Pope dos veces, ha estado en la Base Phillips (también de la Fuerza Aérea) y en el Aeródromo Mackall (del Ejército de Tierra), y también ha recalado dos veces en la pista de aterrizaje del Campamento Peary, donde se alojan unas instalaciones de entrenamiento de la CIA (de 3.600 hectáreas de superficie) conocidas como «la Granja».

—El N962BW, otro CASA 212, ha efectuado numerosos viajes entre el condado de Johnston y Dulles, y también ha estado en el Campamento Peary, en el Aeródromo Simmons (del Ejército) situado en Fort Bragg, y en el Aeródromo Blackstone (también del Ejército) en las inmediaciones de Fort Pickett. Su último vuelo registrado fue en septiembre de 2006, cuando se dirigió de Goose Bay, una base que las fuerzas aéreas canadienses y de la OTAN tienen en Terranova, a Narsarsuaq, en Groenlandia.

—El N955BW, un SA227-DC Metro, está registrado a nombre de Aviation Worldwide, pero no tiene registrados vuelos recientes. Tampoco los tienen el N961BW ni el N963BW, que son ambos aparatos CASA 212. Todos estos aviones tienen números de serie a los que no se han asignado números N diferentes.

—En enero de 2006, el rastro del N956BW se perdió en los radares tras haber iniciado un vuelo de Luisiana a Carolina del Norte.

—El N965BW, otro CASA 212, ha realizado viajes regulares al aeroparque de Piñal y al Aeropuerto Logístico del Sur de California (utilizado por el ejército), y ha efectuado escalas en las Islas Turcas y Caicos, la República Dominicana, las Bahamas, en Saint Croix y en Trinidad y Tobago.

—El N966BW, un CASA 212, ha estado en el aeroparque de Piñal, en muchas de las mismas escalas caribeñas que el N965BW, y en la Base Pope de la Fuerza Aérea, y ha realizado varios viajes entre Dulles y Johnston.

—El último desplazamiento registrado para el N967BW, un CASA 212, fue entre Goose Bay y Narsarsuaq dos semanas después del registrado para el N962BW.

—EL N968BW, otro CASA 212, que realiza escalas regulares en el condado de Johnston, Dulles, el aeródromo Phillips y el Campamento Peary, ha estado también en la Base Pope de la Fuerza Aérea, en el aeroparque de Piñal y en la Estación Aeronaval de Oceana.

Por otra parte, aunque los aparatos de Blackwater realizaban circuitos normales en el interior de Afganistán, también se acusó a la empresa de volar al exterior del país, a destinos entre los que se incluía Uzbekistán. Así, en el informe de la FAA sobre el accidente del vuelo 61 de Blackwater, se citaba el testimonio del capitán de la Fuerza Aérea Edwin R. Byrnes, quien decía que uno de los aviones que English y Hammer estaban entrenados para pilotar, «el Metro, iba a ser usado como reactor privado en vuelos con destino a Uzbekistán». Uzbekistán ha sido uno de los «destinos clave» de las entregas extraordinarias de personas realizadas tanto por el ejército estadounidense como por la CIA. Hasta allí han sido presuntamente trasladados varios prisioneros desde Afganistán para ser sometidos a interrogatorios. Además, los aviones de Blackwater que operan en Afganistán lo hacen desde Bagram, un conocido centro de detenciones y torturas bajo dirección estadounidense. Según el contrato por el que se rigen las operaciones de Blackwater/Presidential en Afganistán, todo su personal «está obligado a poseer un determinado nivel de autorización oficial de acceso a secretos de seguridad nacional». El contrato también indicaba otros requisitos relacionados con las «operaciones de seguridad»: «La información sobre pormenores como los horarios de los vuelos, los hoteles en los que se alojen las tripulaciones, los viajes de regreso u otros datos de la misión internacional deberá ser mantenida en estricto secreto y será única y exclusivamente comunicada a personas que tengan que conocerla. La tripulación de los vuelos debería estar alerta ante personas que traten de obtener información sobre el contratista, los vuelos, etc., y debería tratar de mantener la máxima discreción mientras esté realizando misiones del Departamento de Defensa». En junio de 2007, Blackwater hizo pública una nota de respuesta a un artículo publicado en el Daily Mail de Londres, que acusaba a la compañía de estar involucrada en los traslados irregulares de personas. «Blackwater y sus empresas afiliadas no llevan (ni han llevado nunca) a cabo ninguno de los llamados vuelos de "entregas extraordinarias", como se ha dado en conocer el transporte de personas detenidas o sospechosas de terrorismo hasta centros donde son luego sometidas a interrogatorio», afirmaba aquella declaración. (El diario londinense se retractó rápidamente de aquellas alegaciones.)

Sería necesaria una investigación de largo alcance para determinar qué implicación ha tenido Blackwater (si es que ha tenido alguna) en los programas de entrega secreta de personas a terceros países patrocinados por el gobierno estadounidense. El presidente de la empresa, Gary Jackson, ha alardeado con osadía de los contratos «informales» y «secretos» suscritos por Blackwater, y del hecho de que no sean públicos ni susceptibles de seguimiento externo. Llegó incluso a asegurar que dichos contratos eran tan secretos que no podía hablar con una agencia federal sobre los contratos que Blackwater tenía suscritos con otros organismos del mismo gobierno federal. El primer contrato de seguridad obtenido por Blackwater dentro de la llamada «guerra contra el terror» fue un contrato «informal» con la CIA, una agencia con la que tiene profundos vínculos. Y tampoco podemos olvidar que, a principios de 2005, Blackwater contrató al espía de carrera de la CIA que muchos consideran incitador principal del programa de entregas extraordinarias lanzado por la administración Bush tras el 11-S: J. Cofer Black, el ex jefe del centro de contraterrorismo de la Agencia. En noviembre de 2001, cuando fuerzas estadounidenses capturaron a Ibn Al Sheik Al Libi, a quien se consideraba jefe del campo de entrenamiento de Al Qaeda en Jalden (Afganistán), Black presuntamente solicitó y obtuvo permiso de la Casa Blanca —con la intermediación del director de la CIA, George Tenet— para trasladar y «entregar» clandestinamente a Libi (contra las objeciones, supuestamente, de las autoridades del FBI, que se manifestaron a favor de darle un trato más transparente). «Lo amordazaron con cinta adhesiva, lo maniataron y lo inmovilizaron, y lo enviaron a El Cairo», según declaró a Newsweek un ex alto cargo del FBI. «En el aeropuerto, el agente de la CIA a cargo del caso se le acercó y le dijo: "Ahora te vas a El Cairo, ¿sabes? Pero antes de que llegues allí voy a encontrar a tu madre y me la voy a follar".»