Capítulo 14
«Las putas de la guerra»
Mientras Blackwater tramaba su expansión a raíz de la emboscada de Faluya e internacionalizaba sus fuerzas en Irak, las familias de los cuatro hombres allí asesinados el 31 de marzo de 2004 buscaban respuestas. Querían saber cómo habían ido a parar sus seres queridos a tan volátil ciudad aquella mañana, por no hablar del modo en que lo habían hecho: en unos todoterrenos sin protección y cortos de personal y de armas. Todas aquellas familias se consideraban estadounidenses patriotas: eran familias militares, gente de la comunidad de los grupos de operaciones especiales. Para la familia Zovko, la vida desde lo de Faluya se había consumido en una lucha por comprender la vida y la muerte de su hijo. Dánica Zovko, la madre de Jerry, pasó meses juntando fragmentos de detalles y recuerdos personales. En concreto, recordaba una semana del verano de 2003 en que Jerry había ido a visitarla antes de partir para Irak. Las caídas en el suministro eléctrico que se experimentaron a nivel nacional aquellos días también habían afectado al domicilio que la familia tiene en Cleveland, Ohio, y lo habían dejado sin luz. «Tuvimos mucho tiempo para pasarlo en casa sin más (sin televisión, sin radio, sin nada), sentados fuera y hablando.» Recordó una conversación con su hijo acerca del trabajo y los viajes de éste. «Mientras estábamos sentados aquí mismo, mi Jerry me dijo: "Lo mejor que alguien puede hacer en la vida es algo así como plantar semillas y ver lo que pasa con ellas, porque, así, vaya uno adonde vaya, nunca cierra las puertas del todo tras de sí, siempre tiene a alguien que estará allí y con quien puede contar". Cuando lo pienso ahora, de todo lo que hablamos y lo que hicimos eso es lo que me viene a la cabeza.»
En un primer momento, a Dánica Zovko no le pareció que hubiera más culpables de la atroz muerte de su hijo que los insurgentes de Faluya. En los momentos inmediatamente posteriores, no fue capaz de leer ninguna noticia al respecto ni de contemplar las gráficas imágenes del suceso que llegaban a Estados Unidos, pero tampoco albergaba dudas sobre quién era responsable de aquello. Blackwater dio la impresión de tener controlada la situación desde el principio. A las ocho de la tarde del 31 de marzo de 2004, Erik Prince se presentó personalmente en el domicilio familiar de Cleveland, acompañado de un agente de la policía del estado. Dánica lo recordó así: «[Prince] nos dijo que Jerry era uno de los hombres asesinados aquel día. Estábamos anonadados, simplemente anonadados. También me dijo que él personalmente creía que, si le hubiesen preguntado quién era el mejor preparado para sobrevivir a la guerra en Irak, él habría dicho que mi Jerry. Dijo que había visto a Jerry, se había reunido con él, había estado en Bagdad con él y que Jerry era... Vamos, que cualquiera habría dicho que Jerry le caía fenomenalmente bien». Dánica Zovko comentó que Prince le hizo entrega de unos impresos que ella tenía que rellenar para obtener 3.000 dólares para los gastos del funeral y prometió que el cuerpo de Jerry regresaría pronto a casa y el propio Prince asistiría al funeral en persona.
El 6 de abril, los Zovko recibieron una carta de Paul Bremer: «Quiero asegurarles personalmente que Jerry estaba sirviendo a una causa honorable. El pueblo iraquí conseguirá finalmente arribar a buen puerto en su largo viaje hacia una sociedad democrática y libre. Jerry era una persona dedicada a su trabajo y seguirá sirviéndonos de inspiración a todos nosotros aquí en Irak, tanto a civiles como a militares. Él lo dio todo en acto de servicio. Pueden estar convencidos de que nuestras autoridades están investigando activamente la muerte de Jerry y que no descansaremos hasta que los responsables sean castigados por tan despreciable crimen. Su familia estará presente en nuestro recuerdo y en nuestras oraciones en estos difíciles momentos en los que todos ustedes tienen que hacer frente a semejante tragedia. Yo haré lo que esté en mi mano para garantizar que la contribución que Jerry ha hecho a este país sea recordada para siempre por el pueblo de Irak [sic]». Tres días después, los restos mortales de Zovko regresaban a Estados Unidos en un cajón de aluminio desembarcado en la base de la Fuerza Aérea en Dover (Delaware). Cumpliendo su palabra, según dijo Dánica Zovko, Erik Prince asistió al velatorio y al funeral.
Mientras tanto, en Tampa (Florida), la familia de Scott Helvenston celebró un funeral en el Cementerio Nacional de Florida. Su padrino, el juez federal William Levens, hizo un panegírico de Scott calificándolo de «guerrero que quería la paz: la paz en su corazón y la paz en el mundo». En la esquela publicada en la prensa, la familia de Helvenston escribió que «Scott perdió heroicamente la vida sirviendo a su país». Unas semanas después, los antiguos compañeros de instituto de Scott Helvenston se enteraron de que en su localidad natal de Winter Haven (Florida) se iba a celebrar un homenaje organizado por el miembro republicano de la Cámara de Representantes estatal Baxter Troutman. El evento «Operación Homenaje a las Tropas» pretendía honrar a los militares desplegados en la zona de guerra y a él acudieron unas ocho mil personas, entre las que se incluían la primera dama, Laura Bush, y el gobernador de Florida y hermano del presidente, Jeb Bush. Los compañeros de estudios de Helvenston esperaban que el nombre de su amigo caído, todo un ex SEAL, fuese mencionado desde el estrado en memoria de su servicio en Irak. Pero Troutman, el organizador, se negó porque Scott era un trabajador contratado por una empresa privada, no un soldado en servicio activo. «Esto era en honor de los soldados (tanto hombres como mujeres) que no están allí por elección propia. Para mí, esa diferencia es muy importante», dijo Troutman. «Si yo soy empleado de una empresa y no me gustan las condiciones a las que me someten, siempre puedo volverme para casa.» Para los amigos de Scott, aquél fue un golpe muy duro. «Estarían dedicándole nombres de calles si él hubiese seguido alistado en el ejército», se lamentó su antiguo compañero de instituto, Ed Twyford. Katy Helvenston-Wettengel estaba descubriendo en aquellos momentos que las familias de los trabajadores contratados fallecidos en la guerra apenas disponían de recursos externos con los que contar, así que decidió ponerse en contacto con una de las pocas personas que ella podía imaginar que entendería por lo que estaba pasando. Buscó el número de teléfono de Dánica Zovko en la guía y la llamó. Las dos acabaron entablando amistad y desarrollando un propósito compartido de búsqueda de la verdad sobre lo que les había ocurrido a sus hijos. «Los primeros dos meses, tomamos varias veces el avión para visitarnos la una a la otra, digamos que una vez cada dos semanas, y nos dimos mucho apoyo mutuo. Si una de las dos se hundía, allí estaba la otra para levantarnos a las dos», recordaba Helvenston-Wettegel. «Durante esos primeros meses tras el suceso, yo no paraba de llorar. Y eso me duró casi un año. Lloraba todos los días. Lo echaba tanto de menos; era mi hijito. Ya sé que era todo un hombretón, pero no dejaba de ser mi pequeñín.»
A medida que fueron surgiendo nuevos detalles sobre la emboscada en los medios de comunicación, las familias pasaron de la pena y la tristeza a las preguntas sobre cómo había sucedido todo aquello. «¿Por qué no iban escoltados?», se preguntó en una ocasión Tom Zovko, hermano de Jerry. «No puedo creer que mi hermano hubiese hecho una cosa así. No tenía ni un pelo de descuidado.» Cuando Dánica Kovko supo más detalles de la misión que estaban realizando aquellos hombres en Faluya, dijo que «no podía creerlo. No podía creerme que mi hijo estuviera escoltando camiones y protegiendo camiones. Mi hijo no era así. Eso hizo que me figurara que no, que no era mi Jerry, que debía de ser otra persona. No me lo podía imaginar haciendo algo como aquello, no podía. Y aún hoy, por mucho que nosotros enterráramos su féretro, como yo no vi el cuerpo, sólo tengo la palabra de otras personas —políticos y gente ávida de dinero— como garantía de que es él quien estaba allí dentro. Y, a veces, aún sueño que mi Jerry está en algún otro lugar y, simplemente, no puede llamarme o no tiene un ordenador a mano. Y es que, ya se sabe, aunque sé que no es así, es inevitable albergar esperanzas». Dánica Zovko afirmó que las cosas empezaron a no cuadrarle del todo cuando Blackwater le devolvió las pertenencias y objetos personales de Jerry y ella notó que echaba en falta algunos de ellos. Según dijo, sus esfuerzos por conseguirlos (o, al menos, por obtener alguna información sobre lo que les había sucedido) fueron extrañamente obstaculizados por la propia compañía. Empezó a leer algunos artículos sobre el incidente y sobre la misteriosa empresa para la que trabajaba su hijo, Blackwater. «Cuando quieres averiguar cosas, cuando empiezas a hacerte preguntas, cuando no te contentas con decir que todo está en las manos de Dios, cuando piensas "Bueno, vamos a saber qué pasó", se te abren los ojos», dijo. «Me di cuenta de que no había reglamentos ni leyes que regulasen lo que mi hijo estaba haciendo, que era un campo abierto, ya me entiende. El trabajaba para una compañía que podía hacer lo que quisiera y del modo en que le viniera en gana.» Así que comenzó a pensar más a fondo en la emboscada en sí: para empezar, ¿qué hacían ellos en Faluya?
Pero no sólo las familias tuvieron la sensación de que algo no cuadraba. Lo cierto es que el mismo día de la emboscada hubo quien se preguntó públicamente «a quién se le ocurría conducir en unos todoterreno sin protección» por Irak. En Fox News, el coronel retirado Ralph Peters dijo: «Yo tengo una respuesta que no te va a gustar, pero o bien se trataba de los trabajadores contratados más insensatos de la historia de la humanidad, o bien, sinceramente, debían de ser personal de los servicios de inteligencia. No lo sé. Yo estuve hablando hace un rato sobre esto con un coronel amigo mío que está ahora mismo destinado en la zona del Golfo y me dijo: "Si eran vigilantes contratados, lo de hoy ha sido obra de la selección natural darwiniana"». Al día siguiente, en la NPR (la radio nacional pública estadounidense), el corresponsal del New York Times Jeffrey Gettleman, recién salido de Faluya, se hacía las mismas preguntas. «Lo que resulta realmente misterioso, de todos modos, es por qué dos vehículos sin escolta ni blindaje protector estaban atravesando el centro de una de las ciudades más peligrosas de Irak sin contar con una protección de verdad», apuntó Gettleman. «Si esto les ha podido pasar a estos hombres, que, bueno, ya se sabe, están bien entrenados y tenían muchísima experiencia en escenarios de esta clase, ¿qué podemos esperar que suceda con otras personas, como yo mismo, que tenemos que adentrarnos en situaciones complicadas como las que se dan en sitios como Faluya y no disponemos de formación militar alguna?» También dijeron la suya otras empresas de mercenarios. «La política de nuestra división de seguridad internacional obliga a nuestros trabajadores a usar vehículos blindados en todo momento», declaró a Fox News Frank Holder, de Kroll. «No aceptamos un encargo si no disponemos de vehículos blindados para llevarlo a cabo.»
Unos días más tarde, el diario The Observer de Londres publicó una noticia referida a la emboscada de Faluya bajo el titular «Amenaza velada: por qué los todoterrenos son ahora los vehículos más peligrosos de Irak». En aquel artículo se calificaba el todoterreno de «vehículo por excelencia de las fuerzas de ocupación». El corresponsal del Observer explicaba que «Faluya es un núcleo de la resistencia antiamericana. Allí ni siquiera la policía está con los estadounidenses. Los soldados norteamericanos apenas se dejan ver conduciendo sus vehículos por la ciudad. Y si lo hacen, cuentan con el apoyo de algún helicóptero y de un considerable blindaje protector. "Casi todos los extranjeros a los que han asesinado aquí eran idiotas", dijo un ex SEAL de la Armada. Los soldados suelen mostrarse bastante poco compasivos con quienes no siguen los procedimientos correctos establecidos». En un artículo de opinión elaborado desde Ammán y Bagdad, el profesor Mark LeVine escribió para el Christian Science Monitor que «son muchos los que aquí ven algo sospechoso en la carnicería de la que fueron objeto varios estadounidenses la pasada semana en Faluya. Enviar a unos trabajadores contratados extranjeros a Faluya en unos todoterrenos de último modelo con escolta armada —haciéndolos pasar, además, por una calle abarrotada de tráfico en la que se convierten poco menos que en blancos fijos— puede interpretarse como un intento deliberado por parte estadounidense de instigar a la violencia para luego ser usada como pretexto de una operación de "castigo" del ejército estadounidense». Las gráficas escenas de la mutilación y la retórica de venganza que emanaba del Pentágono y de la Casa Blanca y dominaba el panorama informativo eclipsaron los interrogantes obvios que planteaba aquella misión de Blackwater, pero, en ningún caso, los hicieron desaparecer. La empresa sabía a ciencia cierta que tendría que ofrecer algún tipo de explicación.
Transcurrida una semana desde la emboscada, Blackwater expuso un relato de los hechos que, según el New York Times, «podría servir para desviar de Blackwater las culpas por el incidente». «Lo cierto es que nos condujeron a aquella emboscada», explicó al Times el vicepresidente de la empresa, Patrick Tbohey, un condecorado oficial militar de carrera. «Nos tendieron una trampa.» Según la versión de Blackwater recogida aquel día en el New York Times, los cuatro hombres asesinados en Faluya «fueron atraídos en realidad a una emboscada cuidadosamente planeada por hombres que ellos creyeron que formaban parte de una fuerza amiga: el Cuerpo de Defensa Civil iraquí. [...] Estos prometieron al convoy encabezado por los vehículos de Blackwater un tránsito rápido y seguro por aquella peligrosa ciudad, pero, en lugar de eso, a los pocos kilómetros bloquearon súbitamente la carretera, con lo que cerraron toda vía de escape de los hombres armados que les aguardaban». Según la posterior investigación del Congreso, el informe de la APC sobre la emboscada rebatía esa versión, ya que en él se concluía que «las pruebas no corroboran la afirmación de que la ICDC participó en la emboscada, ni escoltando el convoy hasta Faluya ni utilizando su propio vehículo para bloquear la vía de escape de la comitiva cuando ésta cayó en la emboscada». Pese al incremento de las hostilidades que ya se vivía en Faluya por aquel entonces, el Times dio pábulo a la versión de la compañía e informó que el convoy de Blackwater «tenía pocos motivos para la sospecha». En la noticia de aquel día, el diario no planteaba pregunta alguna sobre la falta de vehículos blindados o sobre la presencia únicamente de cuatro hombres en aquella misión en lugar de seis. Otorgando credibilidad al relato de Blackwater, el New York Times proclamó que «las averiguaciones iniciales de la empresa concuerdan con algunas quejas planteadas recientemente por varios altos cargos estadounidenses con respecto a las fuerzas iraquíes»:
En el testimonio que prestó ante el Comité sobre Fuerzas Armadas del Senado el mes pasado, el general John P. Abizaid, el máximo comandante militar estadounidense en Oriente Medio, expresó abiertamente su preocupación a propósito de las fuerzas policiales y de seguridad iraquíes, que actualmente acumulan una plantilla superior a los 200.000 agentes. «No hay duda de que los terroristas y los insurgentes intentarán infiltrarse en las fuerzas de seguridad», dijo. «De hecho, sabemos que ya está pasando y que ha pasado, y nos esforzamos al máximo por examinar a los candidatos.» Asimismo, el Pentágono ha recibido nuevos informes de inteligencia que advierten de que milicianos, tanto suníes como chiíes, han saqueado comisarías de la policía iraquí en algunas ciudades y luego han hecho entrega de las armas y los uniformes policiales robados a grupos de manifestantes violentos, según informaciones de las autoridades gubernamentales.
Pero esa noticia no tardó en verse directamente contradicha por uno de los más altos cargos estadounidenses en Irak en aquel entonces: Jim Steele, el segundo de Bremer, quien había sido enviado en secreto a Faluya para recuperar los cadáveres e investigar. Tras un encuentro de éste con el periodista Jon Lee Anderson del New Yorker en Bagdad, Anderson informó que Steele había «llegado a la conclusión de que no había prueba alguna de que la policía iraquí hubiese traicionado a los guardias privados estadounidenses». Malcolm Nance, un ex oficial de la inteligencia naval y asesor del FBI en temas de terrorismo que dirigía una empresa de seguridad privada en Irak en aquel entonces, dijo: «Concretamente en Faluya, cualquier garantía [del Cuerpo de Defensa Civil iraquí] carece de valor. Nadie podría fiarse de la palabra de las fuerzas locales en un lugar como ése, especialmente, si uno va a bordo de un convoy tan poco disimulado como el que conducían los fallecidos.» Richard Perry, otro ex oficial de inteligencia naval, que había trabajado con Scott Helvenston cuando éste estaba aún enrolado en el ejército regular, dijo: «Todo lo sucedido en Faluya aquel día fue un grave error. No me cabe en la cabeza por qué demonios iban ellos conduciendo por la zona más peligrosa de Irak en sólo dos vehículos sin una escolta militar apropiada. [...] Iban poco armados y, aun así, no tuvieron reparos en exponerse a gente que se enfrenta —día sí y día también— al mismísimo ejército estadounidense». La revista Time informó que «un ex guardia militar privado que conoce las tácticas operativas de Blackwater afirma que la empresa no dio a todos sus soldados contratados en Afganistán un entrenamiento adecuado en tácticas de conducción ofensiva, aun cuando se sabía que las misiones requerirían el uso y conducción de vehículos y tareas de escolta a autoridades. «En la instrucción impartida no se trataron para nada —insisto, para nada— temas como la conducción evasiva y las tácticas de emboscada», aseguró esta fuente».
Mientras tanto, el San Francisco Chronicle, en una crónica desde Bagdad, informaba que Control Risks Group, la empresa a la que Blackwater había arrebatado el contrato de ESS, había advertido por aquellas fechas a Blackwater de que Faluya no era un lugar seguro para los desplazamientos de los convoyes: «Según algunos altos ejecutivos de otras compañías de seguridad que operan en Bagdad, la decisión de Blackwater de seguir adelante con la misión de todos modos vino motivada por el deseo de ésta de impresionar a sus nuevos clientes. "Esto ha armado mucho revuelo", dijo uno de los ejecutivos, que pidió permanecer en el anonimato. "No mucho antes de que partiera aquel convoy, Control Risks advirtió: No pasen por Faluya, no es seguro. Pero Blackwater quería demostrar [...] que no había lugar demasiado peligroso para ellos"». En respuesta a estas insinuaciones, Bertelli, el portavoz de Blackwater, declaró: «Ni que decir tiene que habrá competidores de Blackwater que utilicen este trágico suceso como una oportunidad para intentar dañar nuestra reputación y, así, asegurarse más contratos para sí mismos».
En la que acabaría siendo la declaración más detallada que Blackwater ha llegado a hacer sobre el incidente, Bertelli explicó al Chronicle lo siguiente:
Aunque nuestra investigación interna continúa en marcha, no tenemos constancia de haber recibido advertencias concretas de nadie, ni siquiera de otros contratistas de seguridad privada, a propósito de que la carretera por la que nuestro convoy circulaba el 31 de marzo no fuese la más segura para alcanzar su destino. Los dos hombres que encabezaban el convoy tenían una dilatada experiencia en Irak anterior al viaje que acabó en aquella emboscada y eran muy conscientes de cuáles eran las áreas consideradas de alto peligro. Todos ellos eran ex miembros de los SEAL de la Armada estadounidense y de grupos de Fuerzas Especiales con una gran preparación. La emboscada tuvo lugar de tal modo que no habría importado que hubiese habido más personal protegiendo el convoy.
Mientras tanto, algunos periodistas empezaron a ahondar en busca de respuestas en la propia casa de Blackwater, en Carolina del Norte. Unos meses después de la publicación de la coartada de la empresa en el New York Times, Joseph Neff y Jay Price, del News and Observer de Raleigh, arrojaron nuevas dudas sobre el relato de los hechos aportado por Blackwater. «Varios de los guardias que han trabajado contratados por Blackwater en Irak restaron credibilidad a la posibilidad de que los miembros del equipo hubiesen pedido una escolta del Cuerpo de Defensa Civil iraquí», informaba el diario en su edición del 1 de agosto de 2004. «Para empezar, según dijeron estos guardias militares privados (que pidieron ser mantenidos en el anonimato para no perder sus empleos), no se confiaba lo suficiente en las fuerzas de seguridad iraquíes.» Más importante aún era que el News and Observer tenía fuentes en el interior de la compañía que cuestionaban seriamente las condiciones en las que aquellos cuatro hombres habían sido enviados a Faluya:
Los guardias contactados también aseguraron que los equipos de seguridad que trabajaban para el contrato con ESS disponían de una potencia de fuego insuficiente. Y el equipo que fue objeto de la emboscada de Faluya debería haber sido el que es estándar en Blackwater: tres hombres en cada coche y no dos, según explicaron. Días después de la emboscada, la familia de Helvenston recibió una copia de un mensaje de correo electrónico fechado el 13 de abril [de 2004]y remitido por alguien que decía llamarse Kathy Potter, una mujer de Alaska que había ayudado a administrar la delegación de Blackwater en Kuwait mientras Helvenston estuvo allí. Las condolencias de Potter ocupaban la mayor parte de aquel largo mensaje, pero en él ella también decía que el equipo normal de Helvenston (el que operaba en el sur de Irak, una zona relativamente segura) estaba formado por seis miembros y no por cuatro como el grupo que se adentró en Faluya. Potter también escribió que Helvenston ayudó a adquirir «los vehículos de refuerzo y los suministros críticos para esos todoterrenos [...] cuando el plan original, que incluía vehículos blindados, no pudo materializarse». Los directivos de la empresa declinaron explicar por qué no había vehículos blindados disponibles para las tareas del contrato de ESS.
En Florida, a Katy Helvenston-Wettengel, la madre de Scott, le asaltaban toda clase de dudas y preguntas. Así que, finalmente, decidió llamar directamente a Erik Prince. Según ella misma dijo, resultó sorprendentemente fácil que se pusiera al teléfono. «Yo le dije: "Quiero el informe sobre el incidente de Scotty". Y también le dije: "Y quiero una copia del contrato que firmó con ustedes"», recordó haberle comentado. «Entonces, él me dijo: "¿Por qué?". Y yo le dije: "Quiero saber lo que pasó, eso es todo". Él respondió que me conseguiría ambas cosas en las semanas siguientes. Y yo le repondí: "Bien, pero si ya han redactado ustedes un informe, ¿por qué no me lo pueden enviar mañana mismo?". Y añadí: "¿Es que van a reelaborarlo especialmente para mí?"». Katy Helvenston-Wettengel confesó no haber «recibido nunca aquel informe. Lo que sí hicieron fue llamarme unos días después, porque, de pronto, [a Blackwater] se le había ocurrido celebrar una gran ceremonia conmemorativa».
Y así fue. Se programó un homenaje para mediados de octubre en las instalaciones de Blackwater en Carolina del Norte. Pero, una semana antes de la ceremonia, Blackwater decidió celebrar otra de carácter muy distinto: la inauguración de una nueva planta de producción de dianas para prácticas militares. El presidente de la compañía, Gary Jackson, habló henchido de orgullo de la rápida expansión de Blackwater. «Las cifras son ciertamente asombrosas. Durante los últimos 18 meses, hemos experimentado un crecimiento de más del 600%», dijo Jackson, quien añadió que, en breve, la nómina de empleados de Blackwater en Carolina del Norte se duplicaría. La empresa, comentó, había abierto también oficinas en Bagdad y Jordania. «Ésta es una industria de mil millones de dólares», dijo Jackson refiriéndose al sector de las dianas de tiro. «Y Blackwater no ha hecho más que rascar la superficie.» En su nota de prensa, Associated Press indicaba que «el gobernador Mike Easley declaró que el hecho de que Carolina del Norte fuera sede de las oficinas centrales de aquella empresa de seguridad global era muy apropiado, tratándose del estado más receptivo al mundo militar de todo el país».
Unos días después, el 17 de octubre, la compañía trasladó en avión a la mayoría de las familias de sus trabajadores fallecidos en Faluya hasta Carolina del Norte, donde Prince tenía previsto dedicar un homenaje de la empresa a su personal muerto en acto de servicio. Además de los familiares de aquellos hombres, también estuvieron presentes otras tres familias de trabajadores contratados por Blackwater que habían muerto igualmente cumpliendo con sus tareas asignadas. La empresa alojó a las familias en un hotel, en cuyas habitaciones les aguardaban, a su llegada, unas cestas de obsequio con quesos y galletas. Dánica Zovko aseguró que, desde el momento mismo en que llegaron a Carolina del Norte, «me sentí incómoda. Es como cuando sientes que alguien te mira, pero no sabes quién. Así me sentía yo, rígida. No podía relajarme». Según dijo, a cada familiar le fue asignada una persona de la compañía que lo acompañaba a todas partes y estaba presente en todas las conversaciones, a veces, incluso, cambiándolas de tema si éstas tocaban un asunto en particular: tanto Zovko como Katy Helvenston-Wettengel confesaron haber tenido la impresión muy evidente de que la empresa intentaba evitar que las familias hablasen entre ellas de los detalles del incidente de Faluya.
La ceremonia se celebró. Se plantaron árboles. También se destaparon unas pequeñas lápidas conmemorativas colocadas sobre el suelo y alrededor de un estanque ubicado en el recinto de la compañía, en las que aparecían grabados los nombres de aquellos hombres. Los Zovko dijeron que, el 18 de octubre, les informaron de que habría una reunión en la que podrían hacer preguntas sobre el incidente de Faluya. «Supusimos que todos los demás también acudirían a aquel encuentro», dijo Dánica Zovko. Al final, sólo asistieron ella, Jozo (su marido) y su hijo, Tom. «Habían servido alcohol en el almuerzo [para las familias] previo a la reunión, así que, quizás, estábamos todos demasiado cansados para acudir a ésta o a los demás se los habían llevado a hacer una visita», recordaba ella. «Blackwater estaba muy insistente en lo de mostrarnos a todos sus instalaciones, su centro de entrenamiento.» Los Zovko fueron acompañados a un edificio de la compañía y, nada más entrar, vieron dos grandes banderas, una de las cuales llevaba los nombres de Jerry y de sus tres colegas fallecidos. Un representante de la empresa, según dijeron, les explicó que aquella bandera había sido confeccionada por el personal de Blackwater en Irak.
Los Zovko dijeron que les condujeron a una sala de reuniones situada en el segundo piso, donde se sentaron a una amplia mesa de conferencias para veinte personas. Erik Prince no estaba presente. En la cabecera de la mesa, recordaba Dánica, había una joven mujer rubia llamada Anne. Un ejecutivo de Blackwater, Mike Rush, también estaba allí, lo mismo que un hombre de cabello canoso que presentaron a la familia con el apodo del «pistolero más rápido de Irak» (un hombre que, según les explicaron, acababa de regresar a Estados Unidos para «divorciarse y vender su casa» antes de volver a partir de nuevo hacia Bagdad). Ninguno de ellos, según Dánica, dijo haber conocido personalmente a Jerry: «La única persona de Blackwater que admitió haber conocido a mi Jerry fue Erik Prince».
Dánica contó que lo primero por lo que preguntó en aquella reunión fue por la suerte de los objetos personales desaparecidos de su hijo. Le contaron que él se los había llevado todos consigo a Faluya aquel día y que habían quedado destrozados. Al cabo de un rato, los Zovko empezaron a hacer preguntas sobre el incidente en sí. «Annie [la representante de Blackwater] ya no podía siquiera mantenerse sentada en aquel momento, porque yo estaba preguntándoles sobre los contratos, sobre la hora exacta en que murió mi hijo, sobre cómo había muerto. Y tampoco dejaba de preguntarles acerca de las pertenencias personales de Jerry», dijo Dánica. «Ya habíamos perdido todos un poco la compostura. Es decir, estábamos siendo civilizados, pero no era una conversación agradable. Ya sabe, era el punto aquel en que nosotros veíamos que no nos estaban diciendo lo que queríamos saber y ellos no estaban muy contentos con lo que nosotros les preguntábamos. Así que Annie llegó incluso a levantarse de su silla... Ella estaba sentada sola, en la cabecera de la mesa. Los otros dos estaban sentados justo enfrente de nosotros. Ella estaba a mi derecha, en la cabecera de la mesa. Pues bien, se levantó y dijo que aquello era confidencial y que si queríamos saber esas cosas tendríamos que demandarlos.» Entonces, Dánica Zovko les dijo: «Pues eso es precisamente lo que haremos». En aquel momento, Zovko no sabía siquiera qué significaba realmente aquello, pero ya estaba totalmente convencida de que Blackwater ocultaba algo: algo realmente grave acerca de la muerte de su hijo.
Dos semanas más tarde, George W. Bush se proclamó vencedor en las elecciones presidenciales de 2004. Los ejecutivos de Blackwater, encabezados por el propio Prince, habían donado mucho dinero a las arcas de la campaña de Bush y del Partido Republicano, y consideraron aquella reelección como algo sin duda muy positivo para su negocio y necesario para continuar con aquella expansión sin precedentes de las empresas de mercenarios. El 8 de noviembre, Gary Jackson envió un mensaje de correo electrónico a un número masivo de destinatarios con un estridente titular: «¡BUSH GANA POR CUATRO AÑOS MÁS! ¡SÍ, SEÑOR!». El ejército estadounidense acababa de emprender el segundo gran asedio a Faluya, durante el que había bombardeado la ciudad y había intervenido en virulentos combates casa por casa. Murieron más centenares de iraquíes, miles tuvieron que abandonar sus casas y la resistencia nacional contra la ocupación no hizo más que fortalecerse y ampliarse. Y pese a los feroces ataques contra la ciudad, no se capturó a los asesinos de los hombres de Blackwater." El 14 de noviembre, los marines reabrieron simbólicamente el tristemente célebre puente sobre el Eufrates en Faluya. Fue precisamente entonces cuando escribieron con letras negras y gruesas: «Esto es por los americanos de Blackwater que fueron asesinados aquí en 2004. Semper Fidelis. P.D.: Que os jodan». Gary Jackson colgó un enlace a la foto de la pintada en el sitio web de Blackwater añadiendo el comentario siguiente: «BRAVO [...] Esta foto vale más de lo que se imaginan»." Las familias de los fallecidos, sin embargo, hallaron escaso consuelo en aquellas ofensivas de venganza o en los eslóganes.
Cuando Katy Helvenston-Wettengel comenzó a quejarse de la conducta de Blackwater y de la falta de transparencia de la empresa con respecto a la emboscada de Faluya, el padrino de Scott, el juez federal William Levens, la puso en contacto con un abogado que, según dijo, la ayudaría a buscar respuestas. Al final, un amigo de Scott, otro trabajador contratado de Blackwater que había servido en el extranjero con él, consiguió que se interesara en el caso el exitoso bufete de abogados de Santa Ana (California) Callahan & Blaine, cuyo dueño, Daniel Callahan, acababa de obtener de un jurado una resolución favorable en un caso de fraude empresarial con una compensación récord de 934 millones de dólares. Callahan aceptó el caso de inmediato. Para ello, consiguió la ayuda local en Carolina del Norte de otro abogado conocido, David Kirby, ex socio del bufete de John Edwards, el candidato demócrata a la vicepresidencia del país en las elecciones de 2004. El nuevo equipo legal empezó a reunir pruebas, a hablar con otros trabajadores contratados por Blackwater, a examinar a fondo las noticias y las informaciones de la prensa en busca de todos los detalles de la emboscada, a observar los escasísimos momentos de la escena captados por los vídeos de la insurgencia y las cámaras de los periodistas. Se hicieron con copias de los contratos laborales que vinculaban a aquellos hombres con la compañía, así como de algunos contratos entre Blackwater y sus socios comerciales en Oriente Medio. En apenas unas semanas, consideraron que ya tenían suficiente material para emprender medidas legales.
El 5 de enero de 2005, las familias de Scott Helvenston, Jerry Zovko, Wes Batalona y Mike Teague interpusieron una demanda judicial de responsabilidad por muerte dolosa contra Blackwater ante el tribunal superior del condado de Wake, en Carolina del Norte. «Lo que sucede ahora mismo en Irak es peor que lo del Salvaje Oeste», comentó Dan Callahan. «Blackwater opera allí libre de todas las supervisiones que normalmente existen en una sociedad civilizada. Exponiendo públicamente a Blackwater en este caso pondremos también al descubierto el sistema ineficiente y corrupto que impera en aquel país.» En el documento de la demanda se alegaba que aquellos hombres «estarían hoy vivos» si Blackwater no los hubiera enviado sin los preparativos suficientes a aquella desgraciada misión. «Que estos cuatro estadounidenses se hallasen en una ciudad tan desgarrada por la guerra y de tan alto riesgo como Faluya sin vehículos blindados ni armas automáticas, y con un número de miembros en su equipo inferior al mínimo establecido, no fue ningún accidente», se sostenía en la demanda. «Todo lo contrario: ese equipo fue enviado por los responsables de Blackwater a realizar su misión sin el equipo ni el personal necesarios.»
Tras la presentación de la demanda, las familias se sintieron capacitadas para comenzar a expresar públicamente su enojo con la compañía. «Blackwater envió a mi hijo y a los otros tres hombres a Faluya a sabiendas de que existía una posibilidad muy elevada de que algo así pasase», acusaba Katy Helvenston-Wettengel. «Los iraquíes fueron los autores materiales y nadie puede hacer algo más horrible que lo que ellos le hicieron a mi hijo, ¿no? Pero yo considero a Blackwater responsable al mil por cien.»
A primera vista, aquella demanda podía parecer un tanto traída por los pelos. A fin de cuentas, los cuatro trabajadores contratados por Blackwater eran básicamente mercenarios. Todos fueron voluntariamente a Irak, donde iban a recibir sustanciosos sueldos como contrapartida consciente del elevado riesgo que corrían de morir o de quedar seriamente lesionados de por vida. Lo cierto es que todo eso estaba expuesto muy claramente (hasta en los detalles más macabros) en el contrato que habían firmado con Blackwater, en el que se advertía de que se arriesgaban «a recibir disparos, a quedar permanentemente inválidos y/o a fallecer por disparos de arma de fuego o por otro tipo de munición, por la caída de aparatos aéreos o helicópteros, por fuego de francotiradores, por la explosión de minas terrestres, por fuego de artillería, por proyectiles de lanzagranadas, por la acción de un camión o un coche bomba, por terremoto u otra catástrofe natural, por envenenamiento, por un levantamiento civil, por actividad terrorista, en un combate cuerpo a cuerpo, por enfermedad, por intoxicación, etc.; también a morir o a quedar permanentemente inválidos como consecuencia de la caída de un helicóptero o de un aparato aéreo siendo pasajeros de éste, o a padecer una pérdida auditiva, una lesión ocular o la pérdida de la vista; así como a inhalar o a entrar en contacto con contaminantes biológicos o químicos (tanto a bordo de aparatos aéreos como en tierra) y/o con escombros o restos suspendidos en el aire, etc.». Blackwater, por su parte, presentó una moción para desestimar la demanda en la que, citando fragmentos de su propio contrato tipo, insistía en que quienes lo firmaron «eran plenamente conscientes de los peligros y asumieron voluntariamente esos riesgos y cualesquiera otros relacionados (directa o indirectamente) con el compromiso suscrito».
Callahan y su equipo legal no negaban que los hombres supieran los riesgos que habían asumido, pero acusaban a Blackwater de haber rechazado deliberadamente proporcionarles garantías que ellos también creían tener aseguradas, como, por ejemplo, disponer de vehículos blindados, de tres ocupantes por vehículo (un conductor, un navegador y un artillero de retaguardia) y de un arma automática pesada a disposición del artillero de cola, como una SAW Mach 46, capaz de disparar hasta 850 balas por minuto, lo que permite a quien la maneja repeler cualquier ataque que se produzca por la retaguardia. «Ninguna de esas condiciones se cumplió», aseguraba Callahan. La realidad fue muy distinta: cada vehículo estaba ocupado únicamente por dos hombres que, presuntamente, disponían de unas ametralladoras Mach 4 (mucho menos potentes) que no habían tenido siquiera oportunidad de probar. «Sin un arma con la potencia apropiada, sin un tercer hombre por vehículo, sin el blindaje debido, eran blancos fijos», sentenció Callahan.
Disputas contractuales
El contrato que aquellos cuatro hombres estaban ejecutando para Blackwater cuando fueron asesinados en Faluya era uno que la empresa de Carolina del Norte acababa de negociar con Eurest Support Services (ESS), una compañía registrada en Chipre que era, además, una división de la empresa británica Compass Group. Como ya se ha comentado anteriormente, Blackwater había alcanzado un acuerdo de colaboración con una firma kuwaití llamada Regency Hotel and Hospital Company y, juntas, habían conseguido el encargo de proteger los convoyes de transporte de material de cocina para el ejército estadounidense. Blackwater y Regency habían ganado ese contrato frente a la otra candidata principal al mismo, Control Risks Group (otra empresa de seguridad), y la demanda interpuesta contra Blackwater acusaba a esta empresa de estar ansiosa por obtener más contratos lucrativos de ESS a través de la otra división de esta última compañía que se dedicaba a prestar servicio a las obras de construcción en Irak. «Con la infortunada misión del 31 de marzo de 2004, Blackwater intentaba demostrar ante ESS que era capaz de proporcionarle un equipo de seguridad con adelanto sobre el calendario previsto, aunque eso significase que los vehículos, el equipo y la logística de apoyo necesarios no estuviesen listos», se aducía en el texto de la demanda.
Como muchas de las actividades de los contratistas privados en Irak, la misión que los cuatro hombres de Blackwater estaban llevando a cabo aquel día en Faluya estaba envuelta en capas y capas de subcontratos. De hecho, años después de la emboscada aún se discutía para quién estaban trabajando en última instancia en aquel momento. Inicialmente, parecía que los fallecidos operaban al amparo de un subcontrato de ESS con KBR, filial de Halliburton que, supuestamente, facturaba al gobierno federal por los servicios de seguridad prestados por Blackwater. En el contrato primario entre Blackwater/Regency y ESS, esta última se reservaba «el derecho a rescindir este acuerdo o cualquier porción del mismo a los treinta (30) días de haberlo notificado por escrito en caso de que ESS sea avisada por escrito por Kellogg, Brown & Root de la cancelación de los contratos de ESS, cualquiera que sea el motivo, o en caso de que ESS reciba notificación escrita de Kellogg, Brown & Root de que ESS ya no está autorizada a utilizar ninguna forma privada de servicios de seguridad privados [sic]». Tras la emboscada de Faluya, KBR/Halliburton no quiso confirmar la existencia de relación alguna con ESS, pese a la clara referencia a KBR que figuraba en el contrato.
La historia se complicó aún más en julio de 2006, cuando el secretario del Ejército, Francis Harvey, escribió una carta al congresista republicano Christopher Shays, miembro del Comité sobre Reforma Gubernamental de la Cámara de Representantes, en la que le decía que, «si nos basamos en la información que Kellogg, Brown & Root (KBR) ha facilitado al Ejército, esta empresa no ha contratado nunca directamente a ningún contratista privado de seguridad para apoyar la ejecución de un encargo de trabajo en virtud de lo estipulado en el programa LOGCAP III. Además, KBR ha preguntado a ESS al respecto y esta empresa también desconoce que ninguno de los servicios amparados por el contrato del programa LOGCAP fuese realizado por Blackwater USA. [...] El ejército estadounidense proporciona todas las fuerzas armadas que KBR precisa para su protección a menos que no se indique expresamente lo contrario». Harvey escribió también que el comandante de las fuerzas estadounidenses sobre el terreno no había «autorizado a KBR ni a ningún subcontratista del programa LOGCAP a llevar armas. KBR ha declarado que no tiene conocimiento de que ningún subcontratista utilizara seguridad armada privada en virtud del contrato del programa LOGCAP». Cuando testificó ante el Comité sobre Reforma Gubernamental de la Cámara de los Representantes en septiembre de 2006, Tina Ballard, subsecretaria del Ejército, dijo que el propio Ejército de Tierra sostenía que Blackwater no había proveído servicio alguno a KBR.
KBR, por su parte, se explicó así ante los productores del programa Frontline de la PBS: «Podemos decirles que la postura de KBR es que cualquier tarea que [ESS o Blackwater] estuvieran realizando cuando se produjo el ataque del 31 de marzo de 2004 no era al servicio de KBR ni de la labor de esta empresa en Irak. [...] Aquélla no fue una misión dirigida por KBR». KBR también afirmó que no era responsable del suministro de material de cocina al Campamento Ridgeway, que era el destino final de los trabajadores de Blackwater cuando éstos fueron asesinados en Faluya. Las afirmaciones de KBR debían valorarse dentro del contexto de lo que los propios auditores del Pentágono descubrieron a propósito de las prácticas de la compañía en Irak. «KBR clasifica casi toda la información que facilita al gobierno como datos sobre los que KBR tiene derechos reservados [...] [lo que] constituye un abuso de los procedimientos [estipulados en las Regulaciones de las Adquisiciones Federales (o FAR)] e inhibe la transparencia de las actividades gubernamentales y del uso del dinero de los contribuyentes», concluía un informe de octubre de 2006 del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Irak. «En la práctica, KBR ha convertido las disposiciones de las FAR [...] en un mecanismo que impide que el gobierno haga pública información que, normalmente, tendría que ser transparente, lo que supone una obstaculización potencial de la competencia y de las labores de supervisión.» En Irak, Halliburton/KBR ha llegado hasta tal punto de secretismo que no revela ni siquiera el nombre de sus subcontratistas. «Toda la información de la que dispone KBR confirma que el trabajo de Blackwater para ESS no suponía un servicio que se estuviese prestando a KBR ni estaba amparado por ningún subcontrato otorgado por KBR», declaró Melissa Norcross en calidad de portavoz de Halliburton en diciembre de 2006. «Blackwater prestó servicios para la Oficina Regional para Oriente Medio de KBR. Esta delegación no guarda relación alguna con ningún contrato gubernamental. [...] Se trataba de servicios proporcionados fuera de la Zona Verde que no se facturaban directamente en concepto de ningún contrato estatal.» Todo esto suscitaba varias preguntas fundamentales: ¿Para quién trabajaba finalmente Blackwater cuando envió a esos cuatro hombres a aquella desgraciada misión de Faluya? ¿Y cuál era la relación oficial y documentada de aquella misión con el ejército estadounidense?
Esas eran las preguntas que el miembro de la Cámara de Representantes por California Henry Waxman, investigador principal del Congreso, había estado estudiando desde noviembre de 2004, cuando aparecieron las primeras informaciones sobre los diversos niveles de subcontratos bajo los que se ocultaba la misión que acabó en los asesinatos de Faluya. El 7 de diciembre de 2006, la historia dio un nuevo giro: Waxman reveló que había obtenido un memorando legal de Compass Group (la matriz británica de ESS), fechado el 30 de noviembre de 2006, en el que se aseguraba que ESS tenía un subcontrato amparado por el contrato de Halliburton con el programa LOGCAP y que, en virtud de dicho subcontrato, la empresa había empleado a Blackwater «para que le facilitara servicios de seguridad». Waxman afirmaba en una carta dirigida a Rumsfeld que, «si la información que contiene el memorando de ESS es exacta, Halliburton alcanzó, por lo que parece, un acuerdo de subcontratación que está expresamente prohibido por el propio contrato». En aquella carta, Waxman añadía que el memorando parecía contradecir lo que el secretario del Ejército Harvey había expuesto en su carta de julio de 2006 y lo que la subsecretaria Ballard había declarado en su posterior testimonio jurado. El memorando también daba a entender la intervención de otro gran contratista bélico en aquel mejunje. «El memorando de ESS también revela que Blackwater operaba conforme a un subcontrato con Fluor [competidora de KBR] cuando cuatro empleados de Blackwater fueron asesinados en Faluya en marzo de 2004», según Waxman. Por ello, acusaba a Blackwater de lo que parecía ser una «provisión de servicios de seguridad al amparo del contrato del LOGCAP que vulneraba los términos de dicho contrato y no contaba con el conocimiento ni la aprobación del Pentágono».
Finalmente, a principios de febrero de 2007, Waxman logró obtener respuesta para la pregunta que llevaba haciéndose casi tres años. Tras la victoria de los demócratas en las elecciones de 2006 al Congreso estadounidense, Waxman se convirtió en presidente del poderoso Comité de Supervisión y procedió de inmediato a convocar una comisión de investigación sobre la emboscada. Lo que la opinión pública pudo saber gracias a aquellas sesiones fue que el rastro del contrato en virtud del cual operaban los hombres de Blackwater cuando fueron asesinados en Faluya acababa en realidad a las puertas del mayor contratista de la guerra en Irak, KBR.
Aquél fue un giro radical de los acontecimientos que contradecía numerosas negaciones y desmentidos previos, incluidos los de la propia KBR y el ejército estadounidense. Tina Ballard, la autoridad principal del Ejército en materia de contrataciones, había asegurado ante aquel mismo comité seis meses antes que Blackwater no había sido contratada al amparo de un subcontrato previo de KBR.
Sin embargo, durante las sesiones de febrero, Ballard declaró que, «tras haber realizado extensas investigaciones», se había podido comprobar que las afirmaciones anteriores habían sido erróneas y añadió que, si KBR «había anotado en los costes del contrato los gastos que había dedicado a la subcontratación de seguridad privada [...], el ejército estadounidense emprendería las medidas oportunas contempladas en los términos del contrato para recuperar todos los fondos abonados por dichos servicios». Al concluir las sesiones, Ballard anunció que el ejército descontaría 20 millones de dólares de la asignación inicialmente destinada a KBR toda vez que se había demostrado que —bajo el cobijo proporcionado por varias capas de subcontratos— Blackwater había sido contratada infringiendo el contrato principal de KBR con las fuerzas armadas estadounidenses, en el que se estipulaba que sólo éstas podrían proporcionar servicios de seguridad. Que hiciesen falta cerca de tres años para responder a una pregunta tan simple como ésa daba una idea muy aproximada (y descorazonadora) de la vigilancia (o, mejor dicho, de la ausencia de ésta) a la que está sometido el sector de las empresas de mercenarios en Estados Unidos.
Al mismo tiempo, el abogado de Blackwater Andrew Howell declaró ante el Congreso que la compañía no entregaría su informe sobre el incidente de la emboscada de Faluya expresándose en los siguientes términos: «No podemos entregar información reservada. Sería un acto delictivo». Waxman le replicó entonces: «Esa apreciación suya no es del todo correcta. En este comité estamos autorizados a recibir información reservada». Waxman exigió a continuación que Blackwater entregase el documento al comité y un abogado de la empresa respondió: «Blackwater carece de autoridad unilateral para facilitar al Comité cualquier informe reservado sobre el incidente». Muy comprensiblemente, Waxman consideró indignante que una compañía privada le estuviese diciendo a él, el presidente de un comité de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, que no podía hacerle partícipe de cierta información «reservada». Al final, la investigación del Congreso descubrió que «ninguno de los documentos sobre el incidente de Faluya eran reservados». Waxman alegó que el director ejecutivo de Blackwater, Joseph Schmitz, «había reconocido al propio personal del Comité que, en lugar de proporcionar inmediatamente a éste el informe elaborado por la Autoridad Provisional de la Coalición, lo entregó en mano al Departamento de Defensa, donde solicitó que lo revisasen para determinar si debía ser clasificado como reservado o no. Dio todos esos pasos pese a que el informe estaba marcado como "no reservado" y a pesar de que ninguna de sus partes estaba reservada y de que ni Blackwater ni sus asesores externos lo habían archivado como se archivan los documentos reservados. [...] [Posteriormente,] fue el Departamento de Defensa el que entregó el informe al Comité y confirmó que no consideraba aquel documento materia reservada».
Waxman alegó que Schmitz había hecho lo mismo con otro documento, que pidió que fuera «revisado a efectos de su posible clasificación como reservado» por el Departamento de Defensa. El Pentágono informó a Blackwater que tampoco éste constituía materia reservada. Y en otra ocasión, según Waxman, Blackwater se negó a proporcionar documentos requeridos por una citación y sólo los acabó entregando cuando «el Comité amenazó con celebrar una votación de condena a Blackwater por desacato al Congreso». Blackwater declararía posteriormente que había «obtenido permiso» para ceder los documentos gracias a sus «gestiones con el ejecutivo federal».
«Las putas de la guerra»
Independientemente de la controversia que surgiría posteriormente en torno a la presuntas conexiones con KBR, Fluor y el ejército estadounidense, el contrato original entre Blackwater/Regency y ESS, firmado el 8 de marzo de 2004, estipulaba «un mínimo de dos vehículos blindados como apoyo a los movimientos de ESS» [la cursiva es mía] y de tres hombres en cada uno de esos vehículos, dado que «el nivel de amenaza actual en el teatro de operaciones iraquí» seguía siendo «constante y peligrosamente elevado». Pero el 12 de marzo de 2004, Blackwater y Regency firmaron un subcontrato que especificaba una serie de disposiciones en materia de seguridad idénticas a las del contrato original excepto en una palabra: «blindados». Aquel adjetivo fue borrado de este segundo contrato. «Con la eliminación de esa sola palabra, "blindados", Blackwater se ahorraba de un plumazo 1,5 millones de dólares que ya no tendrían que desembolsar en la compra de vehículos blindados y que podrían quedarse en sus arcas», alegó en una entrevista Marc Miles, otro de los abogados de las familias. «A aquellos hombres les dijeron que utilizarían vehículos blindados para su trabajo. Si los hubiesen utilizado, sinceramente creo que hoy estarían vivos. Fueron asesinados por insurgentes que, literalmente, los pisotearon y les dispararon con armas de pequeño calibre. No estamos hablando de una bomba colocada en un arcén y activada a su paso, ni de ningún otro artefacto explosivo. Se trataba simplemente de fuego de armas de pequeño calibre, que cualquier vehículo bien blindado habría podido repeler.»
Antes de que Helvenston, Teague, Zovko y Batalona fuesen enviados a Faluya, John Potter —el amigo de Helvenston—, quien se encargaba de supervisar el contrato con ESS, ya había llamado la atención de los directivos de Blackwater sobre la omisión de la palabra «blindados» en el texto del acuerdo finalmente firmado, según se explicaba en la demanda judicial de las familias. Potter «insistió en que el subcontrato debía estipular que los vehículos fuesen blindados, no sólo para no infringir el contrato primario, sino también —y lo que era más importante— para proteger la seguridad de los guardias privados que tendrían que trabajar en la zona. Sin embargo, la obtención de vehículos de esa clase no sólo suponía un gasto para Blackwater, sino que también podía ocasionar un retraso en el inicio de las operaciones. Por eso, el 24 de marzo de 2004, Blackwater destituyó a Potter como Gestor del Programa y lo sustituyó por otro empleado de la empresa, Justin McQuown», el mismo hombre a quien Helvenston había identificado como «Shrek» y con quien presuntamente había tenido sendos encontronazos en Carolina del Norte y Kuwait.
La demanda aducía que había seis guardias disponibles para la misión de Faluya, pero que los directivos de Blackwater ordenaron que sólo fueran cuatro «infringiendo directamente todas las políticas y acuerdos de la propia empresa». Al parecer, los otros dos vigilantes recibieron órdenes de quedarse en las instalaciones de Blackwater en Bagdad realizando tareas administrativas. Un alto cargo de Blackwater llegó incluso a presumir tras el incidente de que la empresa había salvado dos vidas no enviando a los seis hombres previstos, según se indicaba en el texto de la demanda. Andrew Howell, asesor legal de Blackwater, declaró posteriormente que «el vehículo en el que ellos salieron aquel día fue considerado el apropiado para la misión por todos los que en ella participaron, porque, si no... no creo que [la misión] se hubiese llevado a cabo en aquel momento». Respecto a la alegación de que a aquella misión deberían haber ido seis hombres en vez de cuatro, Howell dijo: «Para la misión que estaban realizando aquel día, en aquel momento, y en vista del nivel de amenaza que se había constatado sobre el terreno en Irak, lo normal era que no viajara una tercera persona en cada vehículo». Pero un alto cargo de Regency explicó posteriormente a los investigadores del Congreso que, «aunque estos vehículos incluían una plancha blindada tras el asiento posterior, ese nivel de protección estaba por debajo del conjunto de medidas exigidas por el contrato» entre ambas empresas.
El 30 de marzo de 2004, el día anterior a la emboscada de Faluya, Tom Powell, director de operaciones de Blackwater en Bagdad, envió un mensaje de correo electrónico a los directivos de la empresa con el título «Situación sobre el terreno». En él escribió: «Necesito nuevos vehículos. Necesito nuevos operarios, necesito munición, necesito Glocks y M4. Todo el blindaje de carrocería para el cliente que puedan conseguirnos. Los chicos están en zona de combate con material prestado y expuestos al peligro. He pedido coches duros [vehículos blindados] desde el principio y, por lo que yo sé, ese encargo sigue pendiente».
El mensaje concluía con la frase «la situación sobre el terreno es terrible».
Otro equipo de Blackwater enviado a una misión aquel día tuvo que hacer frente a una situación similar a la de Helvenston y sus compañeros–cortos de personal, insuficientemente armados y sin haber tenido un adecuado tiempo de preparación— y ese grupo también se quejó de esas condiciones a los directivos de la compañía. Tras haber sido presuntamente amenazados por éstos con el despido, aquellos hombres salieron a realizar su misión y lograron sobrevivir. Uno de ellos dijo más tarde: «¿Por qué queríamos todos matarlo [al director de operaciones de Blackwater]? Porque nos había enviado a aquella misión de m***** pese a nuestras protestas. Estábamos desorientados, no teníamos mapas, no habíamos dormido lo suficiente y nos había quitado a dos de los nuestros, con lo que había recortado nuestro campo de tiro. Cuando nosotros protestamos por esto, sabíamos que el otro equipo tenía también las mismas quejas. También les habían recortado el personal. [...] ¿Por qué fueron enviados a la zona más caliente de Irak en unos vehículos mal blindados y mal armados para proteger un camión? Ellos no tenían forma alguna de proteger sus flancos porque sólo eran cuatro hombres». En la demanda también se exponía que a aquellos hombres no se les había facilitado un mapa detallado de la zona de Faluya. Un directivo de Blackwater le dijo a Helvenston que «era demasiado tarde para mapas y que se limitara a hacer su trabajo con lo que tenía», según se sostenía en el texto de la demanda. «El equipo desconocía por completo adónde se dirigía, carecía de mapas que pudieran estudiar para saberlo y no disponía de nada que los guiara hacia su destino.» Según Callahan, existía una ruta alternativa más segura que circunvalaba la localidad, pero de la que aquellos hombres no estaban enterados porque Blackwater no realizó una «evaluación de riesgos» previa al viaje, como obligaba el contrato. En la demanda se sostenía también que aquellos cuatro hombres deberían haber tenido la posibilidad de reunir cierta información de inteligencia y de familiarizarse con las peligrosas rutas por las que se iban a desplazar. El informe interno de Blackwater, que Waxman logró finalmente obtener, reconocía que el equipo de Faluya no tuvo «tiempo para realizar una planificación adecuada de la misión» y fue enviado a ésta «sin tener mapas apropiados de la ciudad». Aquello no llegó a hacerse en ningún momento, según indicó el abogado Miles, «para no perjudicar el balance de cuentas de Blackwater» y para impresionar con su supuesta eficiencia a ESS a fin de obtener nuevos contratos de esta última empresa. La demanda también acusaba a Blackwater de «negarse intencionadamente a permitir que los vigilantes de seguridad contratados por la compañía realizaran» viajes de prueba previos acompañando a los equipos de Control Risks Group a los que iban a reemplazar. En el informe de CRG sobre el incidente, el gerente de proyectos de la compañía escribió que Blackwater «no aprovechó la oportunidad para aprender de la experiencia adquirida por CRG gracias a aquella operación, lo que hizo que se encargase de esa tarea sin haberla preparado adecuadamente y provocó el desgraciado resultado de la pérdida de cuatro vidas. [...] Creo que ese incidente podría haber sido evitado o que, cuando menos, su riesgo podría haberse minorizado [sic]». La demanda argüía que Blackwater se había «inventado documentos fundamentales» y había «creado» «con posterioridad a los sucesos de aquella emboscada mortal» una evaluación de riesgos a la que había puesto una fecha anterior para «encubrir aquel incidente». El día después de la emboscada, Erik Prince había dado instrucciones a sus directivos en Bagdad para que «efectuaran una auditoría interna inmediata y mantuvieran la información en absoluto secreto». Cuando ese informe llegó por fin a manos de Waxman, el congresista pudo comprobar que algunos empleados de Blackwater calificaban la delegación de la empresa en Bagdad de «directamente descuidada» y de «barco a punto de naufragar». Un guardia de Blackwater dijo: «A algunos de esos vagos de m***** sólo les importa una cosa, y es el dinero».
Después de que estas (y otras) declaraciones fuesen reveladas por el comité de Waxman, Blackwater publicó su propio informe. «Ni un armamento más potente, ni los vehículos blindados, ni la munición, ni los mapas habrían salvado las vidas de estos americanos», declaró Blackwater. «[E]se suceso fue una tragedia y los únicos culpables de la misma fueron los terroristas». El informe repitió nuevamente las ya desacreditadas alegaciones sobre la participación de la policía iraquí en la emboscada y aseguraba que los cuatro hombres habían tomado la decisión de proceder con la misión aquel día. Además, afirmaba que, «aunque Blackwater hubiera destinado a seis hombres a aquella misión, el resultado habría sido probablemente el mismo».
El abogado Dan Callahan dijo que si Blackwater hubiera hecho en Estados Unidos lo que presuntamente había hecho en Irak, «se la habría podido imputar por la vía penal». Blackwater se negó a realizar comentario alguno sobre el caso, pero su vicepresidente, Chris Taylor, declaró en julio de 2006: «Nosotros no ahorramos detalles, sino que tratamos de preparar a nuestra gente lo mejor que podemos para el entorno en el que van a encontrarse». El abogado de Justin McQuown, William Crenshaw, alegó que la demanda presentada contenía «numerosos errores graves sobre los hechos», ya que, por ejemplo, según afirmaba, McQuown no había «participado en la planificación ni en la puesta en práctica de aquella misión». En un mensaje de correo electrónico, Crenshaw se expresaba de este modo: «Que no se nos malinterprete: los asesinatos de los miembros del equipo de Blackwater fueron trágicos. Como representantes del señor McQuown hacemos extensivas nuestras más sinceras condolencias a las familias de los fallecidos. Pero es también lamentable y falso sugerir que el Sr. McQuown contribuyó de algún modo a tan terrible tragedia».
En una de sus escasísimos pronunciamientos al respecto de la demanda de los familiares, el portavoz de Blackwater, Chris Bertelli, dijo: «Los fallecidos y sus familias estuvieron en nuestro recuerdo y en nuestras oraciones entonces como lo están ahora. [...] Blackwater espera que el honor y la dignidad de nuestros camaradas caídos no se vean disminuidos por el recurso a este proceso judicial». Katy Helvenston-Wettengel calificó esas palabras de «auténtica gilipollez, en mi opinión», y dijo que las familias sólo se decidieron a interponer la demanda después de que sus preguntas hubiesen sido respondidas desde la compañía con evasivas, con información engañosa o, directamente, con mentiras. «Blackwater sólo parece conocer el lenguaje del dinero. Es lo único que entienden», dijo. «Carecen de valores y de moral. Son unas putas. Son las putas de la guerra.»
Tras su admisión a trámite en enero de 2005, el caso se movió con lentitud por el sistema legal y suscitó diversas batallas sobre cuestiones de jurisdicción. Blackwater estuvo representada desde el principio por algunos de los abogados y los bufetes más influyentes y mejor relacionados de todo Estados Unidos. Su abogado original en el caso de Faluya fue Fred Fielding, ex consejero legal de la Casa Blanca durante el mandato del presidente Reagan (entre los ayudantes de Fielding cuando ejercía aquel cargo se encontraba quien se convertiría en el actual presidente del Tribunal Supremo de EE.UU., John Roberts). Fielding había ejercido también como uno de los principales abogados del presidente Nixon y fue uno de los miembros de la Comisión de Investigación del 11-S. Tan buenos eran los contactos de Fielding y tan lejos llegaban que, a principios de 2007, el presidente Bush lo nombró nuevamente consejero legal de la Casa Blanca, con lo que volvía a acceder al cargo sustituyendo, en esta ocasión, a Harriet Miers. Blackwater también ha estado representada en este caso judicial por Greenberg Traurig, el influyente bufete de abogados de Washington, D.C., en el que, tiempo atrás, trabajara el cabildero caído en desgracia Jack Abramoff. Los abogados de las familias acusaron a Blackwater de haber tratado de obstruir el proceso desde el momento mismo en que se interpuso la demanda. Y si bien parte de esas tácticas podrían considerarse legítimas como estrategia, la defensa de las familias alegó que la empresa había impedido que se tomara declaración formal a ciertas personas implicadas tal como había ordenado el tribunal, hasta el punto de que había tomado medidas manifiestas para evitar que testificara un testigo vital: John Potter, el hombre que supuestamente había denunciado la eliminación de la palabra «blindados» del texto del subcontrato y quien, a raíz de ello y según la demanda, había sido obligado a cesar en su cargo.
El abogado Marc Miles dijo que al poco de interponer la demanda, solicitó del tribunal de Carolina del Norte una orden urgente para tomar declaración formal a John Potter. Aquella deposición fue fijada para el 28 de enero de 2005 y Miles tenía previsto volar hasta Alaska, donde, según dijo, vivían los Potter. Pero tres días antes de la mencionada deposición, Miles dijo que «Blackwater contrató de nuevo a Potter, lo trajo a Washington en avión (donde, según tengo entendido, se reunió con representantes de la empresa y con sus abogados). Luego, [Blackwater] lo trasladó en otro vuelo hasta Jordania para llevarlo hasta su destino final en Oriente Medio». Miles acusó a Blackwater de «ocultar a un testigo material contratándolo y enviándolo fuera del país». Miles también explicó que Blackwater intentó posteriormente que se desestimara la orden judicial para la deposición de Potter, pero un tribunal federal denegó tal solicitud. Cuando testificó ante el Congreso en junio de 2006, Chris Taylor, el vicepresidente de Blackwater, declaró: «No creo que John Potter esté en nuestra plantilla en este momento».
La historia de Potter dio un nuevo giro en noviembre de 2006, cuando Miles descubrió que Potter había vuelto a Estados Unidos. Tras localizarlo por teléfono en su ciudad natal, en Alaska, Miles presentó nuevamente una solicitud ante el tribunal para obtener una declaración formal de aquel testigo, a lo que Blackwater respondió con rapidez y contundencia. En el escrito de motivación con el que la empresa de Carolina del Norte acompañó su solicitud de desestimación de la moción de los abogados de las familias, Blackwater sostenía que el «caso afecta a cuestiones de seguridad nacional y de información reservada relacionadas con las operaciones militares de Estados Unidos en Irak» y que «cualquier testimonio que [Potter] pudiera prestar supondría inevitablemente la revelación de información clasificada». Miles y sus colegas respondieron que la solicitud de Blackwater «se asemejaba a una buena novela de espías», con todas aquellas «alegaciones de información "clasificada", secretos de Estado y amenazas a la seguridad nacional». En realidad, sostenían ellos, los «trabajadores contratados por Blackwater no actuaban como agentes encubiertos de la CIA, sino que, amparados por un contrato con una empresa hotelera extranjera, se dedicaban a proteger material de cocina». La seguridad nacional y el espionaje, según afirmaban, «no tienen nada que ver con este caso». De la importancia de aquella demanda y, más aún, del ascendiente de Blackwater sobre el gobierno, da buena idea el hecho de que la Fiscalía General de Estados Unidos presentara también un escrito de oposición a la deposición de Potter solicitando que —cuando menos— ésta fuese retrasada para que el gobierno pudiese estudiar la supuesta posesión de información o de documentos clasificados por parte de Potter. El fiscal federal citó la necesidad de «proteger los intereses de la seguridad nacional de Estados Unidos». El litigante principal del ejército estadounidense también presentó una declaración jurada en la que se solicitaba «proteger frente a cualquier revelación inapropiada toda información sensible y debidamente clasificada a la que el señor Potter pueda haber tenido acceso como contratista del gobierno». Lo realmente asombroso fue la rapidez con la que Blackwater fue capaz de movilizar al gobierno y al ejército para que acudieran en su auxilio —justo el día después de navidad— y ayudaran a impedir, al menos momentáneamente, la declaración formal de un testigo potencialmente crucial.
Todas las familias han mantenido en todo momento que interpusieron la demanda no por el dinero, sino para que Blackwater rindiera cuentas. «No hay dinero suficiente en el mundo que pueda pagar lo de mi Jerry. Nadie podrá darme jamás suficiente dinero por eso», comentó Dánica Zovko. «Si ellos pusieran ciertas normas y si se vieran obligados a tratar la vida de esas personas como yo tengo que tratar la chapa y la pintura de los coches en mi trabajo en la administración municipal de Cleveland, me conformaría. Es como si existieran más leyes y reglas acerca de cómo arreglar un coche que las que rigen en torno a las vidas humanas. Ninguna cantidad de dinero podrá hacer nada por nosotros. No puede resarcirme de la muerte de mi hijo. Son verdaderamente estúpidos si creen que ésa es la solución.»
En los meses posteriores a la interposición de la demanda, Blackwater no ofreció una refutación de las alegaciones concretas planteadas por las familias, pero negó que, en general, tuvieran validez. La empresa ha argumentado que lo que está en juego en este caso es nada menos que la capacidad del presidente de Estados Unidos para guiar la política exterior como comandante en jefe de las fuerzas armadas. Los abogados de Blackwater sostuvieron que los soldados privados de la compañía han sido reconocidos por el Pentágono como una parte esencial de la llamada «Fuerza Total», que constituye la «capacidad y [el] potencial de combate [de la nación] [...] en miles de destinos de todo el mundo, donde [los componentes de esa Fuerza Total] realizan una amplia gama de actividades para llevar a cabo misiones de vital importancia», por lo que, aducían ellos, si se permitía que Blackwater fuese demandada por unas muertes producidas en la zona de guerra, se atacaría a la soberanía del Comandante en Jefe. «[L]a división constitucional de poderes [...] excluye la intrusión judicial en el modo en que el contingente contratado del despliegue militar estadounidense en Irak es entrenado, armado y desplegado sobre el terreno» por el presidente de la nación, sostenía Blackwater en uno de los documentos que presentó ante los tribunales. Si ese argumento hubiese prevalecido, habría tenido la ventaja adicional de inmunizar preventivamente a Blackwater frente a toda responsabilidad relacionada con el despliegue de sus fuerzas en las zonas de guerra de Estados Unidos.
La compañía peleó por conseguir el sobreseimiento del caso sobre la base de que, puesto que Blackwater estaba prestando un servicio en operaciones militares de Estados Unidos, no podía ser demandada judicialmente por las muertes o las lesiones de sus trabajadores, ya que esa responsabilidad recaía sobre el gobierno. En su moción para la desestimación del caso en un tribunal federal, Blackwater sostuvo que las familias de los cuatro hombres asesinados en Faluya tenían únicamente derecho a percibir compensaciones económicas de los seguros del Estado. De hecho, los abogados de las familias alegaron que, tras la emboscada, la empresa se movió con rapidez para ayudar a los familiares a solicitar el cobro de las cantidades previstas en la Ley Básica de la Defensa (DBA) en virtud de un seguro federal que cubre a algunos de los trabajadores contratados que realizan tareas de apoyo a las operaciones militares estadounidenses. En los escritos presentados ante los tribunales por el caso de Faluya, Blackwater solicitaba el reconocimiento de la DBA como única fuente de compensación por los hombres asesinados en aquella ciudad. Según la DBA, la máxima indemnización por muerte a la que pueden tener derecho las familias de los trabajadores contratados quedaba limitada a 4.123,12 dólares mensuales. «Lo que Blackwater trata de conseguir es barrer toda su conducta improcedente bajo la alfombra de la Ley Básica de la Defensa», declaró el abogado Miles. «Están intentando decir: "Miren, podemos hacer lo que nos dé la gana sin tener que responder por ello. Podemos enviar a nuestros hombres a una muerte segura para no estropear nuestra cuenta de resultados, porque si alguien nos pide cuentas luego, tenemos un seguro que nos cubre". En esencia, se trata de un seguro para matar.»
De todos modos, el argumento principal de Blackwater giraba en torno a lo que planteaba como ramificaciones más amplias del caso de cara al futuro de la capacidad de desenvolvimiento bélico de Estados Unidos. «Que los contratistas privados puedan ser demandados ante cualquier tribunal por bajas de guerra por las que no se puede demandar a las fuerzas armadas [...] podría retrasar decisivamente varias décadas la capacidad del presidente —como comandante en jefe— para desplegar la Fuerza Total», sostenía Blackwater en un escrito de apelación presentado el 31 de octubre de 2005. En otro escrito presentado dos meses después, la empresa mencionaba la Orden n° 17 de Paul Bremer —que inmunizaba oficialmente a los contratistas en Irak— argumentando que, dado que aquel decreto «refleja[ba] una decisión de política exterior tomada o, al menos, apoyada por Estados Unidos», Blackwater debería gozar de «inmunidad frente a las reclamaciones expuestas» en la demanda judicial. Los abogados de la compañía afirmaban que, si se permitía que el caso contra Blackwater prosperase, podría quedar amenazada la capacidad de desenvolvimiento bélico de la nación: «Para que los contratistas federales responsables puedan acompañar a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en el terreno de combate, es imprescindible que su inmunidad frente a posibles responsabilidades por bajas en combate de sus empleados esté protegida a nivel federal y sea unánimemente confirmada en los tribunales federales. Nada sería más perjudicial para el concepto de la Fuerza Total profesional que subyace a la doctrina del personal militar estadounidense que exponer a los componentes a los sistemas de responsabilidad civil por daños y perjuicios de los cincuenta estados trasladados más allá de las fronteras nacionales, a los campos de batalla del extranjero. [...] La manera en que el presidente supervisa y ordena esas operaciones militares —en la que se incluyen sus decisiones transmitidas a través de la cadena de mando en lo referente a la formación, el despliegue, el armamento, las misiones, la composición, la planificación, el análisis, la gestión y la supervisión de las fuerzas de los contratistas militares privados y de sus misiones— queda fuera del ámbito decisorio de los tribunales federales y, forzosamente también, de los estatales».
Blackwater sostenía que los tribunales no podían interferir en sus actividades porque, con ello, estarían interfiriendo esencialmente en el funcionamiento del ejército en su conjunto, algo prohibido por la «doctrina de la cuestión política», que «es uno de los conjuntos de principios que salvaguardan de la investigación judicial todas aquellas decisiones tomadas por dirigentes políticos civiles a través de la cadena de mando, incluidas, en este caso, las relacionadas con la contratación de empresas privadas para la protección de las líneas de suministros militares frente a posibles ataques enemigos». En Faluya, según argüía Blackwater, sus hombres «estaban realizando una función militar clásica —actuar de escolta armada de un convoy de suministros que cumplía la orden de llegar a una base del ejército— bajo autorización del Departamento de Defensa». Precisamente por ello, según el argumento de la empresa, ésta debería gozar de inmunidad frente a toda responsabilidad: «Cualquier otro resultado equivaldría a una intromisión judicial en la capacidad del presidente para desplegar una Fuerza Total que incluya también a contratistas privados».
Demostrando lo mucho que otros contratistas de aquella guerra consideraban que había en juego en la demanda judicial por los incidentes de Faluya, KBR —el mayor contratista del Pentágono en Irak, que acumulaba unos ingresos totales de 16.100 millones de dólares por sus trabajos en aquel país— presentó en septiembre de 2006 un escrito de amicus curiae en apoyo de los argumentos de Blackwater. En el momento de presentar el documento, KBR se identificó a sí misma como «la mayor proveedora civil de servicios de apoyo logístico a "Operaciones de Estabilidad" en todo el mundo del Departamento de Defensa» estadounidense. KBR respaldaba el argumento de la Fuerza Total esgrimido por Blackwater afirmando que el propósito del programa LOGCAP «es facilitar las Operaciones de Estabilidad mediante la integración de contratistas de apoyo logístico militar como KBR en la Fuerza Total del ejército estadounidense. KBR opera así como un "multiplicador de fuerzas" al llevar a cabo servicios cruciales para las misiones, como puede ser la conducción de convoyes de suministros militares. Tales servicios eran realizados anteriormente en exclusiva por personal militar uniformado, pero, en la actualidad, continúan operando en todos los sentidos bajo la dirección y el control de mandos del ejército estadounidense». La demanda contra Blackwater fue entendida, desde un primer momento, como un caso que sentaría un importante precedente acerca del papel y el marco legal de las fuerzas privadas en las zonas de guerra de Estados Unidos. La empresa contrató los servicios de un mínimo de cinco bufetes legales punteros para que la ayudaran en su intento de que el caso se sobreseyera o, cuando menos, se trasladara a un tribunal federal. Los abogados de las cuatro familias creían que tendrían un terreno de juego más favorable en un tribunal estatal, ya que allí no regiría ningún tope para las reparaciones exigibles y los demandantes no necesitarían una decisión unánime del jurado para ganar el caso. En octubre de 2006, Blackwater contrató para su representación legal a uno de los mayores pesos pesados (y más persistentes perros de presa) de la abogacía estadounidense: Kenneth Starr, el fiscal independiente del proceso de impugnación abierto en 1998 contra el presidente Bill Clinton por su escándalo sexual con Monica Lewinsky. El nombre de Starr apareció relacionado con el caso por vez primera en la petición presentada por Blackwater el 18 de octubre de 2006 ante el Fiscal General John Roberts para frenar cautelarmente el caso en los tribunales estatales mientras la empresa preparaba su solicitud de revisión judicial, que, de haber sido concedida, habría permitido a Blackwater defender su proposición de sobreseimiento del caso ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos, dominado por jueces nominados por los republicanos. Starr y sus colegas argumentaron que Blackwater gozaba de «inmunidad constitucional» frente a esa clase de demandas y dijeron que, si se permitía que el caso de Faluya prosperara, la empresa «sufrirá un daño irreparable». En la petición de 18 páginas presentada ante el Tribunal Supremo, Blackwater sostenía que no había otras demandas judiciales parecidas contra compañías privadas de seguridad o militares en tribunales estatales «porque la exhaustiva estructura reguladora aprobada por el Congreso y el presidente otorga inmunidad a los contratistas militares como Blackwater frente a litigios en los sistemas judiciales de los estados». El 24 de octubre, el juez Roberts (presidente del Supremo) anotó simplemente la palabra «denegada» sobre la solicitud presentada por Blackwater, sin añadir razonamiento alguno a su decisión. A finales de noviembre de 2006, y contra la objeción de los abogados de la empresa, Donald Stephens, juez del tribunal superior del condado de Wake, falló que el caso contra Blackwater siguiera adelante en el sistema judicial del estado de Carolina del Norte. Un mes más tarde, Starr y sus colegas apelaron ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos para que se declarara competente para juzgar aquel caso, sosteniendo que si se permitía que prosperara en los tribunales estatales, «expondría a los contratistas civiles estadounidenses que realizan operaciones ordenadas por el Departamento de Defensa en territorio hostil al desestabilizador alcance de cincuenta sistemas distintos de responsabilidad civil por daños y perjuicios en nuestro propio país. [...] [Esto] relegaría a los contratistas civiles que prestan sus servicios en circunstancias sumamente peligrosas a los caprichos de un régimen balcanizado de sistemas legales contradictorios entre unos estados y otros». En diciembre de 2006, dos años después de la presentación de la demanda judicial de responsabilidad por muerte dolosa contra Blackwater, la empresa presentó una contrademanda post mortem contra los cuatro hombres asesinados en Faluya en la que solicitaba 10 millones de dólares a cuenta del patrimonio cedido en herencia por éstos bajo la acusación de que sus familias habían roto los contratos firmados por sus seres queridos con Blackwater, en los que se estipulaba que éstos no podían demandar a la compañía. El abogado Callahan calificó aquella acción de «reclamación inútil dirigida únicamente a obstaculizar la búsqueda de justicia por parte de las familias».
Tras más de dos años perdiendo batallas legales en torno a este caso y en vísperas del inicio del trascendental juicio, Blackwater efectuó una serie de maniobras de última hora entre las altas esferas. En mayo de 2007, los abogados de la compañía convencieron a un juez federal de Carolina del Norte para que ordenara una arbitración del caso a puerta cerrada, ya que, según Blackwater, ése era el único foro legítimo para un caso que atañía a los contratos firmados con la empresa por los cuatro hombres asesinados. La decisión de la comisión privada compuesta por tres miembros sería vinculante y sería muy improbable (por no decir imposible) que prosperase cualquier recurso contra el fallo que ésta emitiera. «Cualquiera que crea en el Estado de derecho debería alegrarse de que el acuerdo escrito al que se llegue se cumpla finalmente y la disputa que ha conducido a este arbitraje se resuelva», declaró la portavoz de Blackwater Anne Tyrrell. Uno de los abogados de Blackwater se atrevió a proclamar que «ha[bía] terminado la intervención del tribunal estatal». Este arbitraje supondría la no celebración de una vista judicial pública, una limitación del alcance de las averiguaciones y de los testigos, y la posibilidad de que el fallo tuviera que mantenerse en secreto si así lo imponía la comisión a las partes en litigio. En la primavera de 2008, los abogados de las familias estaban recurriendo ese fallo del tribunal federal. «Blackwater ha tratado de llevar el examen de su comportamiento culposo fuera del alcance del ojo público y de la decisión de un jurado», afirmaban Callahan y Miles en una declaración. «Blackwater está tratando de anular la capacidad de las familias para descubrir la verdad sobre la implicación de la empresa en las muertes de estos cuatro estadounidenses y pretende silenciar todo comentario público al respecto».
A medida que este caso ha ido avanzando a través del laberinto judicial, Blackwater no ha dejado de cambiar de equipos de abogados ni de introducir nuevos argumentos y nuevas tentativas de desestimación antes de que llegue a juicio. En enero de 2008, Blackwater arremetió contra Wiley Rein, el bufete que había representado originalmente a la empresa en la demanda por el incidente de Faluya. Blackwater se querelló contra sus antiguos representantes por mala praxis: si los abogados hubiesen hecho su trabajo —argumentó la compañía—, la «demanda judicial habría sido desestimada y el litigio con los demandantes habría terminado». Blackwater pidió 30 millones de dólares por daños y perjuicios. Wiley Rein dijo que aquella petición no tenía fundamento.
A la vista de las decenas de miles de iraquíes que han muerto desde la invasión y de los múltiples asedios a los que Estados Unidos ha sometido a Faluya tras el incidente del asesinato de los hombres de Blackwater, habrá quien diga que esta demanda judicial no es más que una pelea entre belicistas que viven del negocio de la guerra. Pero, mirado en un sentido más general, el auténtico escándalo no fue que aquellos hombres fuesen enviados a Faluya como un equipo de sólo cuatro miembros cuando deberían haber ido seis o que no dispusieran de una ametralladora suficientemente potente para eliminar a sus atacantes. El escándalo radicaba en que Estados Unidos había abierto las puertas de Irak a unas empresas de mercenarios cuyas fuerzas campaban a sus anchas (y con aparente impunidad) por el país. Las consecuencias de aquella política no pasaban inadvertidas a las familias de los cuatro trabajadores de Blackwater asesinados. «Más de mil personas murieron por culpa de lo que le sucedió a Scotty aquel día», dijo Katy Helvenston-Wettengel. «Ha muerto mucha gente inocente.» Aunque en el texto de la demanda no se mencionaba el ataque de represalia emprendido por EE.UU. contra Faluya a raíz de los asesinatos de los hombres de Blackwater, el caso generó una auténtica onda expansiva entre los miembros de la comunidad empresarial que ha cosechado enormes ganancias en Irak y otras zonas en guerra. En el momento en que se interpuso la demanda, más de 428 trabajadores contratados privados habían muerto en Irak, y los contribuyentes estadounidenses habían pagado casi la totalidad de la factura de las indemnizaciones percibidas por las familias por aquellas muertes en acto de servicio. En septiembre de 2006, el Departamento de Trabajo estadounidense ya había actualizado esa cifra hasta los 647 «contratistas» muertos en aquel país. «Este es un caso que fijará un precedente», dijo el abogado Miles. «Como ya ocurrió con los litigios con la industria del tabaco o con la de los fabricantes de armas de fuego, en cuanto pierdan este primer caso, empezarán a tener miedo de que se presenten nuevas demandas contra ellos.»