Capítulo 11
El señor Prince se va a Washington
Antes de la invasión de Irak, cuando la mayoría de nosotros oíamos la expresión «personal civil contratado», no nos venían a la mente imágenes de hombres con ametralladoras y chalecos antibala desplazándose en todoterreno por parajes inhóspitos. Pensábamos, a lo sumo, en trabajadores de la construcción. Y así sucedió también con las familias de numerosos soldados privados destinados a Irak y Afganistán. Sus seres queridos no eran para ellas «personal civil contratado», sino miembros de «fuerzas especiales» o del «ejército», y así se referían frecuentemente a ellos en sus conversaciones familiares. Su cargo real o la empresa para la que trabajaban era irrelevante en ese sentido, ya que lo que estaban haciendo en Irak o Afganistán era lo que siempre habían hecho: luchar por su país. Los padres de uno de los vigilantes contratados por Blackwater que murió en Irak dijeron que «el hondo patriotismo [de su hijo] y su inquebrantable fe cristiana» habían sido «lo que lo había llevado a trabajar a Irak», un sentimiento extendido en la comunidad militar privada. Así que cuando el 31 de marzo de 2004 empezaron a llegar hasta Estados Unidos noticias de que cuatro «trabajadores civiles contratados» habían sido objeto de una emboscada en Faluya, varias de las familias de aquellos hombres no establecieron ningún tipo de relación. A fin de cuentas, para ellos, sus seres queridos no eran personal civil: eran militares. En Ohio, Dánica Zovko, la madre de Jerry, oyó por la radio la noticia de que habían asesinado en Faluya a cuatro trabajadores estadounidenses miembros del «personal contratado» desplegado en Irak. Tras ver las imágenes emitidas desde Faluya, llegó incluso a escribir un mensaje de correo electrónico a su hijo diciéndole que tuviera cuidado: «En Irak están matando a personas como lo hacían en Somalia».
Katy Helvenston-Wettengel, la madre de Scott, estaba trabajando en su casa en Leesburg, Florida, sentada de espaldas a la televisión. «Estaba sentada aquí, a mi mesa, investigando unas cosas, y tenía puesta la CNN sin prestarle apenas atención», recuerda. «Pero, de pronto, empezaron las noticias del mediodía y me di la vuelta para mirar y allí estaba aquel vehículo en llamas. Y me dije: "Oh, Dios mío".» En aquel momento no se le pasó por la cabeza que las imágenes que estaba viendo correspondían a las de la horrenda muerte de su propio hijo. «Cuando hablaron de "personal contratado", yo pensé que eran obreros de la construcción contratados para los oleoductos o algo por el estilo. Cambié incluso de canal porque pensé que aquello era demasiado y no podía seguir mirándolo.» Así que Helvenston-Wettengel prosiguió con su trabajo, pero entonces oyó que los hombres de los que se hablaba en las noticias eran «personal de seguridad contratado» y eso la intranquilizó. «Me dije: "Dios mío, Scotty pertenece al personal de seguridad contratado, pero no está en Faluya, sino que está protegiendo a Paul Bremer en Bagdad"», recordaba ella. «Telefoneé a mi otro hijo, Jason, y él me dijo: "Mamá, te preocupas demasiado".» Además, pensó ella, su hijo acababa de llegar a Irak hacía apenas unos días: «Se suponía que todavía no estaba para que lo asignaran a misión alguna». Helvenston-Wettengel salió de casa aquella tarde para asistir a una reunión y, cuando a regresó a su domicilio a las siete, observó que el indicador luminoso de su contestador telefónico parpadeaba como loco: 18 nuevos mensajes. «Los cuatro primeros eran de Jason. Me decía: "Mamá, era Blackwater. Los que cayeron en la emboscada eran hombres de Blackwater"». Helvenston-Wettengel llamó a la sede central de Blackwater y una mujer le atendió la llamada. «Hola, soy Katy Helvenston, la mamá de Scotty», le dijo. «¿Scotty está bien?» La representante de Blackwater le respondió que no lo sabía. «¡Pero si han pasado ya doce horas!», exclamó Helvenston-Wettengel. «¿Cómo que no lo sabe?» La madre de Scott recuerda que la representante de Blackwater le dijo que la compañía estaba en pleno proceso de comprobación de emergencia con cada uno de los miembros de su personal contratado desplegados en Irak. «Me dijo que había allí unos 400 y que 250 de ellos habían confirmado que se encontraban bien. Le pregunté si Scotty era uno de éstos y la mujer me respondió que no.» Helvenston-Wettengel cuenta que volvió a telefonear a Blackwater cada hora, desesperada por obtener algún tipo de información. Mientras tanto, buscó Faluya en el mapa y descubrió que no estaba muy lejos de Bagdad. A medianoche, era ya consciente en su interior de que su hijo había muerto. «Scotty se había portado muy bien llamándome y enviándome mensajes de correo electrónico, así que no podía dejar de pensar que, si estuviera bien, me habría llamado para decírmelo, porque sabía lo mucho que me preocupaba yo», recuerda ella. «Así que, no sé cómo, pero sabía lo que le había pasado.»
Al tiempo que las familias empezaban a absorber el golpe y el horror de lo que les había sucedido a sus seres queridos en Faluya, aquel suceso abría al mundo —y, por cierto, a numerosos cargos electos en Washington— un resquicio por el que pudo descubrir hasta qué punto se había privatizado la guerra y lo hondamente implicado en la ocupación que se hallaba el personal militar privado (al que pertenecían los hombres de Blackwater que acababan de morir). En la guerra del Golfo de 1991, una de cada sesenta personas desplegadas por la Coalición eran trabajadores contratados. Con la ocupación de 2003, esa proporción aumentó meteóricamente hasta ser de una de cada tres personas. Para Erik Prince, los asesinatos de Faluya y los enfrentamientos armados de Nayaf supusieron una oportunidad casi inimaginable: bajo la apariencia de sesiones informativas y de control de daños, Prince y su entorno pudieron reunirse con los grandes intermediarios de poder de Washington y convencerlos del proyecto de privatización militar patrocinado por Blackwater en el momento mismo en que esos senadores y congresistas estaban empezando a reconocer la necesidad de emplear a mercenarios para mantener la ocupación de Irak (y para no perder las oportunidades de negocio que ésta brindaba). Gracias a una oportuna conjunción temporal de acontecimientos que habría sido imposible de crear de ningún otro modo, Blackwater se vio aupada a una posición privilegiada, análoga a la del representante de una empresa farmacéutica que ofrece un analgésico novedoso a un paciente enfermo en el momento en el que a éste le asaltan los peores dolores.
El lobby pro Blackwater
Al día siguiente de la emboscada de Faluya, Erik Prince recurrió a un buen amigo suyo, Paul Behrends, socio de una poderosa compañía de presión política de signo republicano, el Alexander Strategy Group, fundado por personal destacado del gabinete del entonces líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, Tom DeLay. Behrends, un teniente coronel en la reserva del Cuerpo de los Marines de Estados Unidos, había sido asesor principal sobre seguridad nacional del congresista republicano por California Dana Rohrabacher, quien también fuera consejero del presidente Reagan. La relación entre Prince y Behrends acumulaba una larga historia tras de sí: en 1990-1991, el joven Prince había trabajado para Rohrabacher y había coincidido allí con Behrends. Aquello supuso el inicio de una estrecha colaboración política, comercial y religiosa entre ambos hombres que no haría más que fortalecerse a medida que Blackwater fue creciendo.
Behrends se registró por vez primera como «cabildero» en representación de Blackwater en mayo de 1998 y empezó a defender los intereses de la compañía en ámbitos que iban desde la planificación para la prevención de catástrofes hasta las relaciones exteriores. Ese mismo mes, la firma de Behrends, Boland & Madigan, consiguió traer al congresista Rohrabacher y a otro «defensor acérrimo» de la Segunda Enmienda constitucional, el también miembro de la Cámara de Representantes John Doolittle, hasta las instalaciones de Prince en Moyock para asistir a la gran inauguración de Blackwater con todos los gastos pagados por la compañía.
Mientras Prince —con la ayuda de Behrends en calidad de cabildero suyo— construía su imperio Blackwater, Behrends se involucraba cada vez más en áreas de la política exterior estadounidense que acabarían convirtiéndose en frentes principales de la posterior guerra contra el terrorismo y en campos lucrativos para Blackwater. Entre dichos ámbitos se encontraba un proyecto que implicaba a grandes compañías petroleras y en el que había mucho dinero en juego, encabezado por la gigante Unocal, para construir y operar un oleoducto a través de Afganistán, gobernado por entonces por los talibanes. Behrends actuó como cabildero a favor de Delta Oil, socio de Unocal en aquel proyecto, presionando a Estados Unidos para que reconociera oficialmente al gobierno afgano. Prince y el ex jefe de Behrends, Rohrabacher, llevaban mucho tiempo interesados en Afganistán, desde la época en que este último trabajó como uno de los principales redactores de discursos en la Casa Blanca de Ronald Reagan (en aquel momento, Estados Unidos apoyaba agresivamente a los muyahidines afganos contra la ocupación soviética de su país). Rohrabacher, conocido por sus simpatías por los «ejércitos de liberación» que servían a los intereses del gobierno estadounidense y estaban apoyados por éste, viajó hasta Afganistán en 1988, donde se unió personalmente a los muyahidines en la lucha de éstos contra las fuerzas soviéticas, antes de jurar su cargo como congresista. No era de extrañar, pues, que Blackwater se convirtiera en una de las primeras empresas militares privadas contratadas para llevar a cabo operaciones en el interior de Afganistán tras el 11-S.
Prince y Behrends habían sido miembros durante mucho tiempo de la junta directiva de Christian Freedom International (CFI), organización misionera evangélica fundada y gestionada por veteranos de la administración Reagan (entre ellos, varios de los principales implicados en el escándalo Irán-Contra). Su fundador y presidente, Jim Jacobson, adquirió experiencia política trabajando a las órdenes del amigo y beneficiario de Erik Prince, Gary Bauer, cuando éste ejerció como jefe de la Oficina de Desarrollo de Políticas del presidente Reagan. Jacobson también trabajó para la administración de George Bush padre. CFI brindó posteriormente un apoyo entusiasta a la guerra contra el terrorismo de la administración del presidente Bush hijo y, si en algo ha criticado las guerras lanzadas por la Casa Blanca en Irak y en Afganistán, ha sido únicamente por no haber hecho lo suficiente para defender a los cristianos.
Cuando se produjo la emboscada de Faluya, pocas eran las compañías especializadas en labores de presión política con más influencia en el Capitolio que Alexander Strategy, pieza central del llamado «K Street Project»[3] del Partido Republicano, un proyecto por el que los cabilderos de ese signo político lograron recaudar «de sus clientes enormes sumas de dinero dedicadas a asegurarse de que los republicanos conservaran la mayoría del Congreso. A cambio de semejante fidelidad, los líderes del partido permiten el acceso de los cabilderos a los políticos encargados de la toma de decisiones y proporcionan favores legislativos a los clientes de dichos lobbies». según Public Citizen, organismo dedicado al control de la actividad del Congreso estadounidense. Behrends y sus socios pusieron inmediatamente manos a la obra para promocionar a Prince y a Blackwater. «[Blackwater] no se había buscado aquella publicidad ni todo lo que le había pasado», explicaba Chris Bertelli, portavoz de Alexander Strategy asignado a Blackwater tras los asesinatos de Faluya. «Queremos hacer todo lo posible para que [los medios de comunicación y el Congreso] sepan lo que Blackwater hace y a qué se dedica.»
Una semana después de la emboscada, Erik Prince se reunió con, al menos, cuatro de los miembros de mayor relieve del Comité sobre Fuerzas Armadas del Senado, incluido su presidente, John Warner. El ex SEAL de la Armada reconvertido en ejecutivo de Blackwater Patrick Toohey acompañó a Prince en aquel encuentro con legisladores del Congreso, al igual que Behrends. El senador Rick Santorum dispuso la reunión, en la que también estuvieron presentes Warner y otros dos senadores republicanos clave: el presidente del Comité sobre Asignaciones Presupuestarias, Ted Stevens (senador por Alaska), y George Allen (senador por Virginia). Aquella reunión se producía después una serie de encuentros anteriores que Prince había mantenido personalmente con poderosos republicanos de la Cámara de Representantes encargados de la supervisión de los contratos militares del gobierno federal. Prince se había reunido, entre otros, con Tom DeLay (líder de la mayoría —republicana— de la Cámara y mecenas de Alexander Strategy), Porter Goss (presidente del Comité sobre Servicios de Inteligencia de la Cámara —y futuro director de la CIA—), Duncan Hunter (presidente del Comité sobre Fuerzas Armadas de la Cámara) y el representante Bill Young (presidente del Comité sobre Asignaciones Presupuestarias de la Cámara). Lo hablado en aquellos encuentros sigue siendo un secreto a día de hoy, ya que ni Blackwater ni los congresistas han comentado en público nada al respecto. Pero de lo que no había duda alguna era de que había llegado el momento de la compañía.
Gracias a la destreza con la que personajes tan poco amigos de la publicidad como Erik Prince y otros ejecutivos de la empresa fueron guiados por las altas esferas políticas durante aquellos días por los cabilderos de ASG (especialmente preparados para ello gracias a sus excelentes contactos), Blackwater se puso en situación de rentabilizar su recién adquirida fama desempeñando un papel clave en la elaboración de la normativa que regiría a partir de entonces para los mercenarios contratados por el gobierno federal estadounidense. «A partir de los publicitados sucesos del 31 de marzo, se han elevado aquí en Washington tanto la visibilidad [de Blackwater] como su necesidad de transmitir un mensaje coherente», explicaba Bertelli, de ASG. «Actualmente, existen diversas regulaciones federales que son de aplicación para sus actividades, pero que resultan, en general, de una naturaleza bastante más amplia. Lo que se echa en falta, pues, son normas específicas del sector. Y eso es algo en lo que estamos decididos a participar». En mayo, se dijo de Blackwater que estaba «liderando una campaña de presión política de la que también participaban otras empresas privadas de seguridad y otros contratistas con la intención de bloquear cualquier iniciativa del Congreso o del Pentágono destinada a unificar a dichas compañías y a sus empleados bajo el mismo código jurídico» que el de los soldados en activo de las Fuerzas Armadas. «El Código Uniforme de Justicia Militar no debería ser aplicable para el personal civil, ya que, cuando alguien entra en las Fuerzas Armadas, renuncia en la práctica a ciertos derechos constitucionales», comentaba Bertelli. «El militar se somete a un sistema legal distinto que el civil.» (Dos años después, y pese a los esfuerzos de Blackwater, en la asignación presupuestaria del Congreso para la defensa nacional acabaron incluyéndose cláusulas destinadas a someter a los trabajadores contratados al UCMJ.) Ese mismo mes de junio, se le concedió a Blackwater uno de los contratos de seguridad internacional más valiosos para la protección de diplomáticos en las legaciones estadounidenses en el extranjero. La propia empresa recibió, al mismo tiempo, su propia dosis de protección cuando Bremer le otorgó inmunidad generalizada por sus operaciones en Irak.
Pero mientras los ejecutivos de Blackwater trataban con éxito de convencer a la élite republicana del Capitolio, otros congresistas empezaban a cuestionarse lo que los hombres de Blackwater estaban haciendo no ya en Faluya aquel día, sino incluso en Irak en general. Una semana después de la emboscada, trece senadores demócratas, encabezados por el senador por Rhode Island, Jack Reed, escribieron una carta a Donald Rumsfeld en la que pedían que el Pentágono publicase un «cómputo exacto» del personal no iraquí «armado de forma privada» que operaba en Irak. «Estos trabajadores de seguridad contratados están armados y operan de un modo que resulta difícil de distinguir del de las fuerzas militares, especialmente de las de los grupos de operaciones especiales. Sin embargo, estas compañías de seguridad privadas no están sometidas al control militar ni a las normas que rigen la conducta del personal militar estadounidense», escribieron los senadores. «Permitiendo la presencia de ejércitos privados que operasen fuera del control de la autoridad gubernamental y respondieran sólo antes quienes les pagasen, Estados Unidos sentaría un peligroso precedente.» Los senadores aseveraban que la seguridad en un «área hostil levantada en armas es una misión clásica del ejército» y «delegarla] en contratistas privados suscita cuestiones de una gran seriedad». Rumsfeld no respondió a aquella carta. Todo lo contrario: las esclusas de la reconstrucción iraquí se abrieron de par en par y, con ello, precipitaron un auténtico aluvión de mercenarios contratados. Por emplear los rotundos términos del New York Times, «la combinación de una insurgencia letal y de miles de millones de dólares en ayuda exterior ha desatado unas poderosas fuerzas de mercado en la zona de guerra. Nuevas compañías de seguridad compiten agresivamente por lucrativos contratos en un auténtico frenesí de concesiones y cierres de tratos».
Dos semanas después de los asesinatos de Faluya, Blackwater anunció sus planes de construcción en sus terrenos de Moyock de unas nuevas (y gigantescas) instalaciones, consistentes en un edificio administrativo de 2.600 metros cuadrados, para el propio funcionamiento interno de la compañía. El producto finalizado, sin embargo, acabaría siendo de casi 6.000 metros cuadrados, más del doble de la superficie construida inicialmente proyectada. Aquél fue un acontecimiento trascendental en la evolución de Blackwater, a la que desde hacía seis años se le denegaba el permiso para las obras debido a las objeciones planteadas por el gobierno local. En los días posteriores a la emboscada, las autoridades del condado se apresuraron a enmendar las ordenanzas locales para hacer posible la expansión de Blackwater. Gracias a los nuevos permisos, Blackwater tuvo luz verde para construir y utilizar campos de tiro y zonas de aterrizaje de paracaidistas, así como para dedicarse a la instrucción en el manejo de explosivos y en el combate cuerpo a cuerpo y en el manejo de armas incendiarias y de armas de asalto automáticas. «Ésta será nuestra sede central mundial», sentenció el presidente de la compañía, Gary Jackson.
Entretanto, transcurridas solamente dos semanas desde los asesinatos de Faluya, Blackwater emitió una nota de prensa en la anunciaba que acogería el primer «Congreso y concurso mundial de SWAT (Equipos de Armas y Tácticas Especiales)» de la historia. La nota proclamaba que «nunca antes en la historia del mundo ha habido tal necesidad de hombres y mujeres que sepan responder eficazmente a nuestros incidentes más críticos. Blackwater USA, el mayor recinto del mundo dedicado a la formación táctica y el manejo de armamento, organiza un congreso para satisfacer esa necesidad que será como ningún otro que se haya celebrado antes». Anunciaba talleres sobre temas diversos, como «la resolución de situaciones de secuestro con rehenes, la identificación del perfil de los terroristas suicidas y la psicología de la intervención y la supervivencia en incidentes críticos». Tras la parte dedicada al congreso propiamente dicho, habría una especie de Olimpíadas para SWAT, en las que equipos llegados de todo Estados Unidos y Canadá competirían en una serie de encuentros retransmitidos por ESPN. En la rueda de prensa de presentación del certamen, Gary Jackson se negó a responder pregunta alguna sobre la emboscada de Faluya, reconduciendo en todo momento la conversación hacia el concurso de SWAT. La única mención de Faluya se produjo durante la bendición del acontecimiento pronunciada por el capellán. «Éstas son casi unas vacaciones comparadas con una semana normal de trabajo», explicó días más tarde Jackson a los periodistas, durante la inauguración propiamente dicha de aquellos juegos.
En el congreso que precedió al concurso, el teniente coronel retirado David Grossman, autor del libro On Killing (Del matar) y fundador del Killology Research Group,[4] se dirigió a los participantes en el salón de baile de un hotel, que recorría de un lado a otro con un micrófono en la mano. Habló allí del advenimiento de una «nueva Edad de las tinieblas» en la que reinaba el terrorismo de Al Qaeda y los tiroteos en los centros escolares. «¡Los malos vienen con rifles y chalecos antibalas!», exclamaba a modo de advertencia. «¡Destruirán nuestro modo de vida en tan sólo un día!» El mundo, según dijo Grossman, está lleno de corderos y, por lo tanto, los guerreros —hombres como los reunidos en aquel congreso de Blackwater— tenían el deber de protegerlos de los lobos. «¡Adhirámonos al espíritu del guerrero!», exhortó. «Necesitamos guerreros que no le hagan ascos a ese verbo de cinco letras tan sucio y desagradable: ¡matar!» En aquellas mismas fechas, Gary Jackson envió un correo electrónico a la lista de distribución de Blackwater animando a los destinatarios a no perderse al «fantástico» conferenciante que tendrían durante la cena de gala del certamen, uno de los espías más experimentados de la historia estadounidense reciente, J. Cofer Black, quien por aquel entonces era el jefe de contraterrorismo del Departamento de Estado. Tras el 11-S, en su calidad de director de la división de contraterrorismo de la CIA, Black había dirigido la caza de Bin Laden emprendida por la administración presidencial estadounidense. Finalmente, un año después de la emboscada de Faluya, acabaría incorporándose a Blackwater como vicepresidente de la compañía dentro de una campaña de contratación de ex altos cargos públicos emprendida por ésta para consolidar su imperio y su influencia.
La increíble expansión doméstica emprendida por Blackwater la entronizó como empresa que marcaba la pauta entre las proveedoras de fuerzas mercenarias. «El aumento de la violencia observado este mes ha hecho saltar a un primer plano el pequeño ejército de empresas estadounidenses privadas de seguridad que operan como paramilitares en Irak en virtud de contratos suscritos con el Pentágono», informaba PR Week, una revista del ramo de las relaciones públicas. «Al tiempo que crecen las peticiones de que dichas compañías estén sometidas a una mayor regulación, éstas no dejan de incrementar su presencia en Washington para hacer oír su voz. [...] A la vanguardia de todas ellas se sitúa Blackwater USA, la empresa de Carolina del Norte que perdió a cuatro empleados en un ataque perpetrado en Faluya el 31 de marzo pasado.» Después de que Blackwater se estrenara en el empleo de gabinetes de presión política con contactos de alto nivel para promocionar sus servicios, otras compañías de mercenarios siguieron su ejemplo. Todas parecieron caer en la cuenta de que se había iniciado una auténtica fiebre del oro para los servicios de mercenarios. La Steele Foundation, con sede en California y una de las primeras compañías privadas de seguridad que desplegó a sus efectivos en Irak, contrató los servicios del ex embajador Robert Frowick (quien tuviera una actuación destacada durante los conflictos de los Balcanes) el 13 de abril de 2004 para que le ayudara a gestionar sus «relaciones estratégicas con el gobierno» de Washington. Mientras tanto, la proveedora de servicios y fuerzas mercenarias Global Risk Strategies, con base en Londres, alquiló espacio de oficinas en el Distrito de Columbia ese mismo mes para instalar en él sus operaciones de presión política. «Somos plenamente conscientes de que el D.C. funciona de un modo totalmente distinto», declaró Charlie Andrews, ejecutivo de Global. «Lo que necesitamos para ayudar a nuestra compañía es una organización que nos lleve de la mano y nos guíe a través de los procedimientos y los protocolos de la capital estadounidense.» En pleno chaparrón de cabildeo político a cargo de compañías militares privadas, el senador Warner explicó al New York Times su opinión acerca de los mercenarios: «Yo los llamo nuestro socio silencioso en esta lucha», dijo.
El día después de que Erik Prince se reuniera con Warner y los otros senadores republicanos, su nuevo portavoz, Chris Bertelli (de ASG), presumió del incremento considerable que había podido apreciar en el número de solicitudes enviadas por ex soldados para trabajar en Blackwater. «Están enfadados», comentó Bertelli, «y nos dicen: "Dejadnos ir allí"». Bertelli dijo que, con las gráficas imágenes de la emboscada de Faluya aún frescas en la mente de muchos, «es natural suponer que la mayor evidencia que se tiene ahora de los peligros que conlleva este trabajo impulse hacia arriba los salarios de quienes tienen que ponerse en la trayectoria de las balas». A finales de abril, el New York Times informaba que «algunos altos mandos militares se quejan abiertamente de que el cebo de unas pagas de entre 500 y 1.500 dólares diarios está arrebatándoles algunos de los más experimentados miembros de sus equipos de Operaciones Especiales precisamente en el momento en que más se precisa de sus servicios».
En Irak, la situación se deterioraba por momentos. El 13 de abril, en una crónica desde Bagdad, los corresponsales de guerra británicos Robert Fisk y Patrick Cockburn informaban que, «al menos, unos 80 mercenarios extranjeros —guardias de seguridad reclutados en Estados Unidos, Europa y Sudáfrica, a sueldo de empresas norteamericanas— han muerto en el transcurso de los últimos ocho días en Irak». La violencia que sacudía el país había interrumpido por completo «buena parte de los trabajos de reconstrucción» y la cifra de miembros del personal contratado que estaban siendo asesinados o raptados había alcanzado niveles sin precedentes. Cerca de cincuenta de ellos fueron secuestrados durante el mes siguiente a la emboscada del 31 de marzo contra los hombres de Blackwater. Los trabajadores extranjeros contratados (llevados allí por Washington para ayudar en la ocupación y en las operaciones de reconstrucción), los cooperantes de la ayuda exterior y los periodistas se convirtieron así en una importante fuente de fondos para las fuerzas que combatían a Estados Unidos en Irak. Pese a que la política oficial de Washington es la de no pagar rescate alguno, lo cierto es que los grupos de la resistencia recaudan hasta 36 millones de dólares anuales en concepto de sumas destinadas a liberar al personal secuestrado. En abril de 2004, Rusia retiró a unos 800 trabajadores civiles de Irak, una medida que también tomó Alemania. Un alto cargo iraquí anunció también por aquellas fechas que, ese mismo mes, más de 1.500 trabajadores contratados extranjeros habían abandonado el país. Según informaba la revista Fortune, «el repunte de la violencia coincide con un momento en el que el gobierno está concediendo nuevos contratos por un valor total de unos 10.000 millones de dólares y en el que, por tanto, empresas como Halliburton y Bechtel están tratando de incrementar su presencia en aquel país». Estados Unidos se esforzaba por despertar el interés de un mayor número de socios comerciales y organizó para ello una serie de conferencias internacionales destinadas a atraer a nuevas empresas. «En Roma, estuvieron más de 300 compañías y el interés fue tal que tuvimos que utilizar una sala adicional», explicaba Joseph Vincent Schwan, vicepresidente del Equipo de Trabajo para Inversiones y Obras de Reconstrucción en Irak y Afganistán. El propio Schwan presumía de haber reunido a 550 empresas en una conferencia similar en Dubai y a otras 250 en Filadelfia. La Cámara de Comercio de Estados Unidos también distribuyó por todo el mundo (de Londres a Sydney pasando por Seúl) una presentación de PowerPoint elaborada por ella misma y titulada «Doing business in Iraq» («Hacer negocios en Irak»).
En la conferencia celebrada en Dubai tres semanas después de la emboscada de Faluya (y que la prensa local describió como una «oportunidad de ganar miles de millones de dólares con obras y tareas subcontratadas en Irak»), Schwan se dirigió a los contratistas potenciales diciéndoles que «Irak supone una oportunidad única en la vida». Pero para capitalizar esa oportunidad, la seguridad era una necesidad, por lo que se instaba a esos mismos contratistas a que sumaran a su factura el coste de la contratación de mercenarios. De hecho, y como servicio público para sus destinatarios, la propia presentación «Doing business in Iraq» contenía una lista de compañías de mercenarios de alquiler.
El recién nombrado Inspector General Especial de Estados Unidos para Irak, Stuart Bowen Jr., explicaba por aquellas mismas fechas el alcance de la nueva demanda de servicios de mercenarios en Irak. «Creo que, en un principio, las empresas contratistas esperaban que las fuerzas de la Coalición proporcionaran un nivel adecuado de seguridad interna y que, con ello, hicieran innecesaria la presencia de personal contratado para garantizar su propia seguridad», explicaba Bowen. «Pero la amenaza que plantea la situación actual obliga a que un porcentaje inesperado y sustancial del dinero de los contratistas tenga que ir dedicado a la seguridad privada.» De resultas del incesante aumento de la demanda de servicios de seguridad privada como los facilitados por empresas como Blackwater, las compañías que prestaban sus servicios a las fuerzas de ocupación empezaron a facturar a la APC sumas sustancialmente más elevadas en concepto de costes de protección. «Las cifras de las que tengo noticia alcanzan ahora el 25%», comentaba el propio Bowen, pese a que el porcentaje inicialmente estimado del presupuesto de la «reconstrucción» que tendría que ir dedicado a pagar los servicios de empresas privadas de seguridad como Halliburton no superaba el 10%. El funcionario del Pentágono encargado de los contratos de suministros del Ejército de Tierra confirmó la estimación de Bowen.
«El ejército estadounidense ha generado gran parte de la demanda de guardias de seguridad», informaba el londinense The Times. «Ha externalizado hacia contratistas privados un gran número de funciones anteriormente encuadradas dentro de la propia estructura militar, y esos contratistas, a su vez, precisan de protección.» Dado el elevado grado de privatización de servicios esenciales que ya había efectuado Estados Unidos —entre los que se encontraban la provisión de alimentos, combustible, agua y alojamiento para las tropas—, las empresas privadas se habían convertido en componentes necesarios de la ocupación, por lo que la administración Bush ni siquiera llegó a considerar la posibilidad de no utilizar a contratistas cuando la situación alcanzó niveles muy letales. Como bien reconocía Bruce Cole, una de las autoridades de la ocupación, «no vamos a parar ahora sólo porque los costes de seguridad estén subiendo». En lugar de ello, la administración se sumió más a fondo en el hoyo de la privatización y optó por pagar más dinero a más compañías, y por alentar el ya de por sí impresionante crecimiento de la industria de los servicios de mercenarios. «Cuando llegaron al país las primeras brigadas de trabajadores de Halliburton dedicadas a la reconstrucción de los oleoductos, disponían de protección militar», según explicaba la revista Fortune. «Pero ahora han tenido que contratar seguridad privada. Con todoterrenos blindados que cuestan más de 100.000 dólares cada uno y guardias armados que cobran 1.000 dólares al día, las grandes compañías contratistas como Bechtel y Halliburton se gastan cientos de millones en la protección de sus empleados. Como el gobierno federal es quien acaba pagando la factura, eso significa, en última instancia, menos dólares para las auténticas obras de reconstrucción.» Y muchos más dólares para las compañías militares privadas, podríamos añadir.
Lo que quedó claro tras la emboscada de Faluya y el enfrentamiento armado de Nayaf era que los mercenarios habían pasado a erigirse en un elemento necesario de la ocupación. «A cada semana que pasa con una insurgencia activa en una zona de guerra sin frente definido, estas compañías se ven más profundamente inmersas en los combates, en algunos casos hasta el extremo de que prácticamente desaparece la distinción entre tropas profesionales y comandos privados», informaba el New York Times. «Cada vez más, dan la impresión de tratarse de unas milicias privadas con ánimo de lucro.» Un año después del inicio de la invasión, el número de mercenarios presentes en el país se había disparado. Global Risk Strategies, una de las primeras empresas de mercenarios que se desplegó en Irak, pasó de 90 hombres a 1.500; Steele Foundation, de 50 a 500, y otras compañías anteriormente desconocidas, como Erinys, experimentaron una auténtica pujanza (hasta el punto de contratar a 14.000 iraquíes para cubrir plazas de soldados privados). La empresa de ingeniería global Fluor —la mayor sociedad anónima estadounidense dedicada a la construcción y a las obras de ingeniería— contrató a unos 700 guardias privados para proteger a sus 350 trabajadores y poder cumplir así sus contratos, valorados en 2.000 millones de dólares. «Digamos, simplemente, que hay más personas con pistola y dedicadas a vigilar que las que se dedican a apretar tuercas y tornillos», comentaba Garry Flowers, vicepresidente de Fluor. Las empresas de mercenarios más «consolidadas» —o las que tenían contactos con las potencias ocupantes— empezaron a quejarse de la competencia de otras firmas que ofrecían servicios de seguridad de mucha menor calidad y con trabajadores menos «cualificados» a precios más reducidos. También saltó la polémica por la presencia de guardias procedentes de las antiguas fuerzas de seguridad del apartheid sudafricano y de la que sólo se tuvo noticia a partir de la muerte en servicio de algunos de ellos. «Los mercenarios de los que estamos hablando trabajaron para fuerzas de seguridad que eran sinónimo de asesinatos y torturas», comentaba Richard Goldstone, un ex juez del Tribunal Constitucional de Sudáfrica que también ejerció como fiscal jefe de los tribunales de la ONU que juzgaban los crímenes de guerra cometidos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda. «Me ha horrorizado saber que personas así estén siendo empleadas en una situación en la que lo que debería alentarse es la introducción de la democracia. Ésa no es la gente con la que se debería contar en esa clase de iniciativa.» Un alto cargo del Pentágono explicó a la revista Time que «estas empresas están contratando a quien pueden. Está claro que algunas de esas personas han sido miembros de grupos de fuerzas especiales, pero algunos de ellos son buenos y otros no».
El 28 de abril de 2004, estallaba el escándalo de la prisión de Abu Ghraib con motivo de la emisión en el programa de la CBS 60 Minutes II de unas imágenes de contenido altamente explícito en las que se podía ver a soldados estadounidenses torturando y humillando a prisioneros iraquíes. Pronto se supo que dos empresas contratistas privadas estadounidenses —Titan Corporation, con base en San Diego, y CACI, con base en Virginia— estaban presuntamente implicadas en las torturas, ya que habían proporcionado interrogadores para su uso en la prisión durante el periodo de los supuestos abusos. Un informe de investigación del Ejército de Tierra elaborado por el general de división Antonio Taguba reveló que un interrogador de CACI y un traductor de Titan «estaban entre los responsables directos o indirectos de los abusos en Abu Ghraib». Ambas compañías negaron las imputaciones. Uno de los ex directores de CACI era el subsecretario de Estado, Richard Armitage, un personaje clave de la administración estadounidense en la guerra contra el terrorismo. En una posterior demanda colectiva presentada por el Center for Constitutional Rights, se acusaba a Titan y a CACI de conspirar con diversas autoridades estadounidenses para «humillar, torturar y abusar de personas» a fin de obtener más contratos para sus «servicios de interrogación». Pero, si bien los contratistas privados se veían ahora sometidos a un escrutinio más severo, apenas estaban notando efecto adverso alguno sobre la marcha del negocio.
En Irak, Blackwater, valiéndose del tirón de la supuesta calidad de sus efectivos humanos (ex miembros de grupos de operaciones especiales) y de sus contactos políticos, facturaba a algunos clientes entre 1.500 y 2.000 dólares por hombre y día, según la revista Time. Mientras tanto, las empresas de actividades militares privadas aprovecharon la emboscada de Faluya para reivindicar ante el gobierno federal estadounidense la aprobación abierta del uso de armamento más pesado por parte de sus soldados privados en Irak. A pesar, incluso, de la controversia y los problemas de imagen crecientes, aquél fue un momento increíble en la historia de la actividad mercenaria, un momento que abrió de golpe una puerta a una legitimación difícilmente concebible antes de que se emprendiera la llamada «guerra contra el terror». Un año después de la invasión de Irak, las acciones de una de las mayores empresas privadas de seguridad, Kroll Inc. —que proporcionaba sus servicios a la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID)—, habían aumentado su cotización en un 38%, al tiempo que sus beneficios se habían «disparado» un 231% gracias, entre otras cosas, a que su volumen de ventas se había duplicado hasta alcanzar los 485,5 millones de dólares. «Mire usted, esto es la fiebre del oro», sentenciaba Michael Cherkasky, presidente de Kroll, quien añadía, a modo de advertencia: «Lo que ocurre es muy sencillo. La gente que no sabe lo que está haciendo puede acabar haciéndose mucho daño». Cuesta evaluar la magnitud completa de los beneficios obtenidos por las empresas del sector, dado que muchas de ellas —incluida Blackwater— son sumamente reservadas y no son sociedades anónimas con títulos que coticen en mercados públicos de acciones. Pero las estimaciones iniciales realizadas por algunos expertos cifraban el valor del conjunto del sector en unos 100.000 millones de dólares anuales. «Hemos crecido un 300% en cada uno de los últimos tres años», alardeaba Gary Jackson sobre Blackwater poco antes de que se produjeran los asesinatos de Faluya. «Tenemos un nicho de mercado muy reducido y nos esforzamos por quedarnos con la créme de la créme, lo mejorcito.»
Tras los sucesos de Faluya y Nayaf, algunas de las empresas militares privadas empezaron a coordinarse informalmente entre sí compartiendo información técnica y de inteligencia. «Cada compañía privada viene a ser el equivalente de un batallón individual», explicaba al Washington Post un alto cargo del gobierno estadounidense. «Ahora se están uniendo para constituir la mayor organización de seguridad del mundo.» Aquél fue una especie de experimento del profesor Frankenstein en externalización de labores militares y de inteligencia con Irak como laboratorio. «[E]l poder de los mercenarios no ha dejado de crecer», escribía Robert Fisk desde Bagdad en el verano de 2004. «Los matones con pistolas de Blackwater van ahora por ahí empujando y propinando puñetazos a los iraquíes que se interponen en su camino: los periodistas kurdos abandonaron dos veces una rueda de prensa de Bremer por el trato abusivo recibido de esos hombres. Bagdad está plagada de unos misteriosos occidentales equipados con toda clase de tecnología y armamento, que van por la calle gritando a los iraquíes y abusando de ellos, y que beben como esponjas en los mal defendidos hoteles de la ciudad. Para los iraquíes de a pie, se han convertido en la viva imagen de todo aquello que Occidente tiene de malo. Nos gusta llamarlos "trabajadores contratados", pero las denuncias de incidentes de disparos de estos mercenarios contra iraquíes inocentes están aumentando de manera preocupante, amparados como están los primeros en la más absoluta impunidad.»
Kafka estaría orgulloso
Ese verano, Estados Unidos empezó a sufragar un gran centro de inteligencia y operaciones para los mercenarios, que pretendía convertir en una especie de Zona Verde privatizada dentro de la propia Zona Verde. La primera partida destinada al mismo llegó en mayo de 2004 y ascendía a la astronómica cifra de 293 millones de dólares, suministrados en forma de un contrato de tres años concedido a la recién formada empresa británica Aegis Defense Services, fundada y dirigida por el mercenario más célebre del mundo, Tim Spicer, un ex oficial de las Fuerzas Especiales británicas. La empresa para la que Spicer trabajaba anteriormente, Sandline, había sido contratada por las facciones enfrentadas en guerra en Papua-Nueva Guinea a finales de la década de 1990, lo que desató una gran polémica en Gran Bretaña acerca del uso de mercenarios. Spicer puso en marcha su nueva empresa en septiembre de 2002 para sacudirse de encima la imagen de mercenarios que les acompañaba a él y a sus empleados en Sandline. «Quería asegurarme de que Aegis fuese un animal completamente distinto», comentó. Spicer se convirtió en algo así como el padrino de la campaña destinada a refundir la imagen de las empresas de mercenarios para convertirlas en «compañías militares privadas». La concesión a Spicer del mayor contrato en materia de seguridad ofrecido en relación con la ocupación de Irak hasta aquella fecha era un simbólico presagio del albor de una nueva era. Además, la escala del contrato y el momento de su concesión eran toda una declaración de las intenciones reales de Estados Unidos con respecto al «traspaso de soberanía» previsto para un mes más tarde: Nosotros —y nuestros mercenarios— nos quedamos. Era también un testimonio devastador sobre la ligereza de una parte crucial de la retórica de aquel llamado «traspaso», aquella que proclamaba que los iraquíes asumirían toda la responsabilidad de la seguridad del país. Remedando el sistema utilizado por Halliburton para asegurarse unos beneficios a gran escala con los contratos suscritos con el gobierno, el contrato de Spicer era un acuerdo «cost plus»[5] una disposición que, «en la práctica, retribuye a las compañías con un volumen mayor de ganancias cuanto más gastan y, por consiguiente, es propicia al abuso y la ineficiencia», según escribió Peter Singer, un experto en subcontratación militar privada de la Brookings Institution. «No tiene paralelo alguno en las buenas prácticas del mundo empresarial por la sencilla razón de que sigue la lógica contraria a todo lo que Adam Smith escribió sobre los mercados libres.»
La intención oficial del contrato era doble: Aegis se encargaría de coordinar y supervisar las actividades y los movimientos de la pléyade de empresas militares privadas presentes en el país para prestar sus servicios a la ocupación, y facilitaría también informes y sesiones informativas sobre inteligencia y seguridad. Aegis no tardó en instalar seis centros de control por todo Irak. En virtud del contrato, Aegis se encargaría también de proporcionar hasta un total de 75 «equipos de protección próxima» que se ocupasen de impedir que los empleados de la Oficina de Gestión de Programas de la autoridad de la ocupación fuesen objeto de «asesinatos, secuestros, lesiones o situaciones violentas o embarazosas». El trato impulsó a Aegis (una empresa que no arrojaba beneficios) hasta convertirla en una de las más exitosas de las que operaban en la guerra contra el terrorismo. «El contrato nos ha transformado de una organización muy pequeña en una de gran tamaño», comentó en una ocasión Spicer, el mayor accionista de Aegis. «Ahora queremos consolidarnos. Iremos allí donde la amenaza nos lleve.» La concesión de aquel contrato a Spicer despertó las iras de diversos sectores, entre los que también se contaban las otras compañías militares. La texana DynCorp, uno de los seis postores originales por el contrato, presentó una queja ante la Oficina de Auditoría General del gobierno federal (la GAO). Aegis no estaba siquiera incluida en la lista de empresas militares privadas en Irak recomendadas por el Departamento de Estado. Incluso algunos legisladores republicanos se alzaron en armas contra aquel acuerdo. El congresista texano Pete Sessions escribió una carta al secretario de Defensa Rumsfeld en apoyo a DynCorp en la que le decía que era «inconcebible que la empresa a la que se ha encargado la responsabilidad de coordinar toda la seguridad de las compañías y los individuos implicados en la reconstrucción sea una que no ha estado nunca presente en aquel país».
Tampoco acababa de agradar el pasado de Spicer. En otra carta dirigida a Rumsfeld poco después del anuncio del contrato con Aegis, los senadores John Kerry, Edward Kennedy, Hillary Clinton, Christopher Dodd y Charles Schumer pedían al secretario de Defensa que ordenara un examen del contrato por parte del Inspector General del gobierno federal, ya que, según las palabras de los legisladores, Spicer era «un individuo con un largo historial de apoyo al uso excesivo de violencia contra la población civil» y un hombre «que defiende sin reparos [los abusos contra los derechos humanos]». Como prueba, los senadores citaban un artículo del Boston Globe en el que se acusaba a Spicer de tener «una mala reputación por su pasado como comerciante de armas en África y como jefe de una unidad militar que había cometido varios asesinatos en Irlanda del Norte». Las protestas de los senadores cayeron aparentemente en saco roto, ya que Estados Unidos renovó el contrato de Spicer los dos años siguientes. «Ese contrato es todo un ejemplo de lo que no hay que hacer», escribió en el New York Times Peter Singer, el investigador de Brookings. Tras citar la más que evidente ausencia de coordinación, supervisión y gestión de los mercenarios en Irak, Singer sentenciaba: «[S]ubcontratar ese problema a otra compañía privada atiende a una lógica de la que el mismo Kafka se sentiría orgulloso, y, por otra parte, sólo sirve para alejar aún más a esas empresas del alcance de la vigilancia y la supervisión públicas».
A finales de 2005, la controversia azotó de nuevo a Aegis por culpa de un vídeo publicado en el sitio web de un ex empleado de la empresa en el que parecía mostrarse a guardias privados de seguridad disparando sobre vehículos civiles que circulaban por carreteras iraquíes. Aparentemente, el vídeo había sido filmado con una cámara montada en la ventanilla trasera de un todoterreno. Según el Washington Post, «contenía varias filmaciones breves en las que se veía cómo varios coches eran acribillados por ráfagas de ametralladora mientras sonaba la canción de Elvis Presley "Mystery Train". Otra versión que fue colgada meses después contenía las risas y las voces de hombres que se intercambiaban comentarios jocosos mientras disparaban. Aquellas escenas fueron emitidas profusamente en los canales de televisión por satélite en lengua árabe y provocaron denuncias diversas de varios congresistas estadounidenses». Una posterior investigación llevada a cabo por la División de Investigación Criminal del ejército norteamericano determinó que «faltaba una causa probable para creer que allí se había cometido delito alguno». También llegó a la conclusión de que los incidentes grabados entraban «dentro de los límites de las reglas para el uso de la fuerza».
El Inspector General Especial de Estados Unidos para Irak ordenó que se realizase una auditoría a Aegis en 2005 y no halló «pruebas suficientes de que Aegis esté suministrando la mejor protección y la mejor seguridad posibles para el personal y las instalaciones del gobierno y de los contratistas que participan en la reconstrucción». Pese a la polémica, lo importante para el resto de empresas del sector era que «las compañías militares privadas» estaban siendo aceptadas en el redil general de los países ocupantes y adquiriendo una mayor legitimación. «Ha habido muchos cambios en el modo de funcionar de este negocio durante los últimos diez años», confesaba Tim Spicer a finales de 2006. «Lo que yo hacía diez años atrás era muy avanzado para la época. Pero el catalizador ha sido la guerra contra el terrorismo. El periodo transcurrido desde el 11-S ha puesto de relieve la necesidad de contar con un sector fuerte dedicado a la seguridad privada.» En octubre de 2006, se calculaba que había unos 21.000 mercenarios trabajando para empresas británicas instaladas en Irak, frente a los 7.200 soldados en activo del ejército británico presentes en aquel país.
Una nueva emboscada
En el verano de 2004, mientras proseguía el aluvión de nuevos soldados privados con destino a Irak, la situación sobre el terreno no dejaba de deteriorarse. En junio, varios comandos de Blackwater fueron nuevamente víctimas de una emboscada que trajo claras reminiscencias de los asesinatos de Faluya. La mañana del sábado 5 de junio, sobre las 10.30 de la mañana, dos todoterrenos de Blackwater se dirigían hacia el aeropuerto de Bagdad. Chris Bertelli, actuando como portavoz de Blackwater/Alexander Strategy, dijo que aquellos hombres estaban realizando una misión relacionada con el contrato de Blackwater para ESS (como la que estaban llevando a cabo los cuatro guardias asesinados en Faluya en el momento de su muerte). Bertelli especificó que se trataba de un subcontrato con KBR, filial de Halliburton. En aquel equipo de Blackwater trabajaba aquella mañana una mezcla de guardias estadounidenses y polacos. Uno de los americanos, Chris Neidrich, había trabajado anteriormente en la caravana de vehículos que acompañaba a Bremer. En uno de los últimos mensajes de correo electrónico que envió antes de la misión, Neidrich explicaba que él y sus amigos habían bromeado sobre la necesidad de conducir, por lo menos, a 150 kilómetros por hora para eludir la acción de las bombas colocadas al borde de las carreteras iraquíes. «¿Sabes? Cuando vuelva a casa, tendré que reprimirme de conducir durante dos meses», escribió Neidrich. «No recuerdo cuándo fue la última vez que conduje despacio, que me detuve en un semáforo o en un stop o, ni siquiera, ante una persona que cruzaba la calle.» Los miembros polacos del equipo de Blackwater de aquel día eran antiguos componentes de las GROM («Trueno»), las fuerzas de élite de su país, que habían abandonado el contingente militar oficial que Polonia tenía desplegado en Irak para pasar a trabajar para Blackwater. El general Slawomir Petelicki, ex comandante de las GROM, dijo que Blackwater ofrecía a los militares de élite polacos 15.000 dólares al mes más seguro.
Cuando el convoy de Blackwater circulaba todo lo aceleradamente que podía por la autovía de cuatro carriles que va hacia el aeropuerto, unos combatientes de la resistencia comenzaron a seguirlos de cerca en sus propios vehículos. «Allí les tendieron una trampa entre cuatro y cinco vehículos llenos de hombres provistos de armas automáticas», explicó Bertelli. «Fue una emboscada a gran velocidad.» Al parecer, los combatientes de la resistencia dispararon un proyectil de lanzagranadas sobre el vehículo de Blackwater que cerraba el convoy por la cola. La granada impactó en el depósito de combustible y la explosión resultante hizo que el todoterreno quedara envuelto en llamas de inmediato. El segundo vehículo de Blackwater se dio la vuelta para asistir al que había sido atacado y, en ese momento, se inició una auténtica batalla a tiros. «El tiroteo fue un infierno», comentó K. C. Poulin, dueño de Critical Intervention Services, una compañía de seguridad privada para la que Neidrich había trabajado durante años en Estados Unidos. «Se enfrentaron a contrincantes hostiles de varios vehículos y gastaron toda su munición en el combate. Se trataba de un ataque bien organizado. No eran unos terroristas del montón.» Blackwater reveló que sus hombres se habían visto superados en una proporción de 20 a 7. Al final, Neidrich y otro de los estadounidenses murieron en el enfrentamiento, así como dos de los guardias polacos contratados. Los tres hombres de Blackwater restantes lograron abrirse paso, según parece, hasta la calzada del sentido contrario de la autovía, donde pararon uno de los vehículos que por ella circulaban y se subieron a él escapando así del escenario.
La emboscada tuvo lugar en la principal vía de conexión por carretera entre la Zona Verde y el aeropuerto de Bagdad y volvió a llevar el nombre de Blackwater a los titulares de los periódicos. «¿Se acuerdan ustedes de hace un año, cuando el portavoz de Sadam, el estrambótico "Bob de Bagdad", como aquí lo llamábamos, aseguró que las fuerzas estadounidenses no controlaban el aeropuerto?», escribía el columnista del New York Times Thomas Friedman a propósito de la emboscada. «Pues resulta que no teníamos que habernos reído tanto de él, porque, un año después, seguimos sin controlar por completo la carretera principal entre el aeropuerto de Bagdad y la capital iraquí. En esas condiciones, es imposible construir nada.» Lo irónico es que Blackwater no tardaría en convertirse en uno de los proveedores de servicios de taxi mejor pagados a lo largo de esa misma peligrosa ruta transportando a sus clientes en vehículos blindados. El día siguiente a la emboscada, cuando el caos se intensificaba en Irak, el primer ministro iraquí en funciones (designado por EE.UU.), Ayad Alaui, un antiguo activo de la CIA, por fin parecía atreverse a atribuir la violencia reinante a la política estadounidense en el país. Concretamente, declaró a Al Yazira que Estados Unidos había cometido «graves errores», como fue el de la «disolución del ejército, los servicios policiales y las fuerzas de seguridad internas». Alaui pedía que se reconstruyera el ejército iraquí. Pero el daño ya estaba hecho y pocos actores se beneficiaban más de aquella violencia que las compañías militares privadas.
Paul Bremer abandonó Irak a hurtadillas el 28 de junio de 2004, dos días antes de la fecha prevista para el «traspaso de soberanía». Para su última ronda de visitas en Bagdad (que dedicó a despedirse de sus aliados iraquíes), el jefe de su equipo de seguridad, Frank Gallagher, se mostró especialmente insistente en la necesidad de reforzar la protección del procónsul. «Así que, para la ocasión, añadió 17 Humvees adicionales para cubrir la ruta de nuestro convoy y ordenó que los tres helicópteros de Blackwater —cada uno de ellos equipado con dos "artilleros"— sobrevolara justo por encima de nuestro séquito motorizado y consiguió que el ejército nos cediera un par de helicópteros Apache para proteger nuestros flancos y otro par de cazabombarderos F-16 para brindarnos cobertura aérea por encima», recordaba el propio Bremer. Uno de los últimos actos oficiales de Bremer fue la publicación de un decreto por el que concedía inmunidad a Blackwater y a otras empresas contratistas frente a posibles acciones judiciales por cualquier delito potencial cometido en Irak. El 27 de junio, Bremer firmó la Orden n° 17, que proclamaba que «los contratistas serán inmunes frente a cualquier proceso judicial iraquí por actos realizados en virtud de los términos y condiciones establecidos en un Contrato o en cualquier subcontrato derivado de aquél». Ese mismo mes, el senador Patrick Leahy trató de adjuntar una enmienda «contra los especuladores de guerra» al proyecto de ley de los presupuestos federales de defensa, la cual, entre otras disposiciones, habría creado «una jurisdicción extraterritorial competente sobre delitos cometidos en el extranjero» por los contratistas o sus trabajadores. Pero fue rechazada en votación.
Las políticas de Paul Bremer habían afianzado a Blackwater entre los grandes beneficiarios de contratos en Irak y entre ellos destacaba el tan preciado acuerdo para proteger a los altos cargos estadounidenses en el país. Blackwater no tardó en convertirse también en la empresa responsable de la seguridad del sucesor de Bremer, el embajador John Negroponte, personaje tristemente famoso por su crucial papel en las «guerras sucias» de EE.UU. en Centroamérica durante la década de 1980. Conocido ya entonces como el «procónsul» cuando ejerció como embajador estadounidense en Honduras entre 1981 y 1985, Negroponte fue uno de los supervisores del envío de ayuda estadounidense a los escuadrones de la muerte de la Contra nicaragüense, que luchaba por derrocar al gobierno izquierdista sandinista (un programa al que el propio Negroponte se refería como «nuestro proyecto especial»). Negroponte fue acusado también de encubrir abusos generalizados de los derechos humanos perpetrados por la junta militar hondureña, que ocupaba el gobierno del país con apoyo estadounidense. Como ya ocurriera con varios altos funcionarios estadounidenses de la era del escándalo Irán-Contra, Negroponte recibió un cargo clave en la administración Bush. En Irak, se iba a encargar de supervisar la mayor embajada del mundo y la mayor delegación de la CIA.
Cuando Bremer se marchó de Irak, lo que se estaba desarrollando era un fenómeno mucho más amplio que Blackwater comprendió como nadie (posiblemente, como ninguna otra empresa militar privada del planeta): a los nuevos soldados de fortuna se les había presentado un momento propicio (kairos) como ningún otro anteriormente. A raíz de la carnicería de Faluya, Blackwater estaba conduciendo a las empresas de mercenarios a un nivel de legitimidad que cualquiera habría creído inimaginable apenas unos años antes. Una de las metas más generales de la nueva campaña de refundición de la imagen de la industria de las fuerzas mercenarias era la aceptación de éstas como elementos legítimos de los aparatos de defensa nacional y seguridad del país. Para Blackwater, el contrato para la protección y vigilancia de Bremer en Irak tenía sin duda alguna un valor muy superior al que pudiera figurar en su increíblemente lucrativo precio: era prestigioso y constituía una valiosísima herramienta de marketing que le podía permitir obtener más clientes y más contratos gubernamentales de monto económico elevado. La compañía podía presumir a partir de ese momento de que el gobierno estadounidense le había confiado la protección de sus más altas autoridades en la primera línea del frente más peligroso de su «guerra contra el terror». El contrato también transmitía la impresión inequívoca de que las operaciones de Blackwater contaban con el sello de aprobación del gobierno de Estados Unidos.
Mientras las empresas militares privadas luchaban cuerpo a cuerpo en Irak por la obtención de nuevos contratos, Blackwater era recompensada, como quien no quería la cosa y sin apenas despertar atención, con toda una «sonda» de alimentación intravenosa del gobierno federal, administrada en la propia sede central de la empresa en Moyock y a cargo del contribuyente estadounidense. En junio de 2004, cuando finalizaba el mandato de Bremer en Bagdad, Blackwater obtuvo la concesión de uno de los contratos federales más jugosos y prestigiosos de su sector, gracias al poco conocido programa del Servicio de Protección Mundial del Personal (WPPS, según sus iniciales en inglés) del Departamento de Estado. Los documentos del departamento describen el programa del WPPS como una iniciativa de «seguridad diplomática» del Estado destinada a la protección de funcionarios estadounidenses y de «determinados funcionarios de alto nivel de gobiernos extranjeros cuando surja la necesidad». Según aparecen descritas en los documentos gubernamentales, dicho servicio tiene encomendadas las tareas de «proporcionar equipos cualificados de protección armada» y, si se le ordena, «equipos de contraasalto y de tiradores de largo alcance». Las compañías implicadas pueden también facilitar traductores y realizar labores de inteligencia. De todos modos, el Departamento de Estado advertía a las empresas postoras que «se asegur[aran] de que el personal de los equipos de protección asignados por los contratistas está preparado para operar y vivir en condiciones austeras y, en ocasiones, de gran inestabilidad, en cualquier lugar del mundo». El contrato también especificaba que, si fuera preciso, «los miembros de ese personal que sean ciudadanos estadounidenses podrán recibir un pasaporte apropiado a su situación, ya sea oficial o diplomático». Asimismo, se autorizaba a los contratistas privados a reclutar y a instruir a ciudadanos de otras nacionalidades, y a «llevar a cabo operaciones de seguridad protectora con ellos en otros países».
En su solicitud de ofertas para el contrato mundial de 2004, el Departamento de Estado hacía referencia a una necesidad nacida de «la continua agitación que se vive en Oriente Medio y los esfuerzos estabilizadores de Estados Unidos en la posguerra de Bosnia, Afganistán e Irak». También mencionaba que el gobierno federal «carece de capacidad para proporcionar servicios de protección a largo plazo con su plantilla de agentes especiales, por lo que se hace necesario un refuerzo contractual externo».
El contrato del WPPS se repartió entre un puñado de compañías de mercenarios con buenos contactos en las altas esferas de Washington, entre ellas DynCorp y Triple Canopy. La previsión inicial (conforme a una lista de ese contrato elaborada por el propio Departamento de Estado) era que Blackwater percibiera 229,5 millones de dólares en cinco años por su parte del servicio. Sin embargo, a 30 de junio de 2006, sólo dos años después del inicio del programa, la retribución total de la empresa por el mismo ascendía ya a un total de 321.715.794 dólares. Un portavoz gubernamental declaró más tarde que el valor estimado del contrato de Blackwater hasta septiembre de 2006 sumaba 337 millones de dólares. Hasta finales de 2007, Blackwater había cobrado más de 750 millones de dólares en virtud de aquel contrato. En un largo informe de auditoría de la propuesta de contrato para el WPPS presentada por Blackwater, encargado por el gobierno federal, se acusaba a la empresa de Carolina del Norte de presentar como beneficios parte de sus costes indirectos y totales, lo que significaría «no sólo una duplicación de beneficios, sino una escalada piramidal de los mismos, ya que, en la práctica, Blackwater aplica beneficios sobre beneficios». La auditoría alegaba además que la compañía trataba de inflar las ganancias previstas representando diferentes divisiones internas como si fueran empresas totalmente separadas entre sí.
El contrato del WPPS supuso todo un hito para Blackwater y permitió consolidar la posición de la compañía como empresa de mercenarios favorita del gobierno estadounidense: una auténtica guardia privada de élite para la guerra global de la administración Bush. A finales de noviembre de 2004, el presidente de Blackwater, Gary Jackson, remitió un mensaje de correo electrónico masivo celebrando la reelección del presidente Bush y el nuevo contrato suscrito por la compañía: «Bien, las elecciones presidenciales ya se han terminado. Las masas han hablado. Los progresistas han ido a hacer cola en las clínicas para someterse a un tratamiento contra el Síndrome por Derrota Electoral, y la guerra contra el terror del presidente Bush continuará avanzando durante los próximos cuatro años. Nuestro ejército está librando fenomenalmente bien esa guerra contra el terrorismo, como dejan patente los resultados de la victoria más reciente, la de la Batalla de Faluya. Mientras Irak prosiga en su avance hacia la estabilización, el Departamento de Estado continuará enviando allí a más autoridades del gobierno estadounidense que ayuden a que aquel país se convierta en una democracia. Aunque la mayoría de los iraquíes quieren la democracia, seguirá habiendo terroristas que no la quieran y que constituyan una importante amenaza para la seguridad de nuestros altos cargos. Estos altos funcionarios precisan de protección profesional y la Oficina de Seguridad Diplomática del Departamento de Estado ha seleccionado y ha contratado a Blackwater Security Consulting para que le asista en la provisión de dicha protección». Jackson anunciaba entusiasmado que para aquellos candidatos cualificados que estuvieran deseando «participar en la estabilización de Irak y apoyar la guerra del presidente contra el terrorismo», aquél era «el momento de unirse a Blackwater».