Capítulo 7
La emboscada

Por la época en que Scott Helvenston llegó a Oriente Medio, hacia mediados de marzo de 2004, la situación en Faluya estaba alcanzando tintes incendiarios. Tras la masacre acaecida frente a la escuela de la calle Hay Nazzal en abril de 2003, las fuerzas estadounidenses se retiraron hasta el perímetro exterior de la ciudad. Como hicieran los seguidores chiíes de Muqtada Al Sáder en el barrio bagdadí de Ciudad Sáder, los habitantes de Faluya se habían organizado por su cuenta y, con anterioridad a la entrada de las tropas norteamericanas en la ciudad, habían creado un sistema propio de gobierno (habían constituido un Consejo de Administración Civil, con un administrador y un alcalde) en claro desafío a la autoridad de la ocupación. Según Human Rights Watch, «diversas tribus se hicieron cargo de los activos e instituciones locales, como los bancos y las oficinas municipales. Especialmente señalado fue el caso del hospital de Faluya: la tribu responsable del mismo organizó con gran rapidez una patrulla de hombres armados para proteger el recinto frente a un ataque inminente. Los imanes locales instaron a la población a respetar la ley y el orden público. La estrategia funcionó, debido, en parte, a los cohesionados lazos familiares entre los habitantes. Faluya no evidenciaba signos del saqueo y la destrucción visibles, por ejemplo, en Bagdad». Los habitantes locales también se oponían encarnizadamente a cualquier clase de cooperación con Estados Unidos y sus aliados iraquíes. En enero de 2004, el general de división Charles Swannack, comandante de la 82ª División Aerotransportada del Ejército de Tierra, dijo que la región estaba «iniciando la maniobra final de aproximación al éxito», y declaró: «hemos realizado el último viraje y ya enfilamos la recta de llegada a toda velocidad». Las fuerzas de Swannack, sin embargo, habían operado principalmente en las afueras de la ciudad, la cual, para consternación de Bremer y otras autoridades estadounidenses, había mantenido un estatus semiautónomo, vigilada y patrullada por milicianos locales. «Los iraquíes consideran el periodo actual únicamente como una tregua», explicaba Saad Halbusi, un tendero de Faluya, refiriéndose a las semanas posteriores a la masacre de la Escuela del Líder y a la consiguiente retirada estadounidense hasta el perímetro exterior de la ciudad. «Pero acabarán entrando en erupción como un volcán. De momento, sólo hemos cambiado un tirano por un ocupante.» En febrero, en una incursión sumamente organizada y realizada a plena luz del día, combatientes de la resistencia irrumpieron en una comisaría de la policía iraquí respaldada por Estados Unidos en Faluya y mataron a 23 agentes y liberaron a decenas de detenidos. Al mes siguiente, con los milicianos patrullando abiertamente las calles de Faluya y al tiempo que el sentimiento antiocupación aumentaba en todo Irak, Estados Unidos decidió dar un castigo ejemplar a la ciudad. «La situación no mejorará hasta que no limpiemos Faluya», declaró Bremer. «En los noventa días [que quedan hasta el "traspaso" oficial de soberanía], es fundamental que demostremos que hablamos muy en serio.»

El 24 de marzo, la Primera Fuerza Expedicionaria de los Marines asumió la responsabilidad de la ciudad tomando el relevo de la 82ª Aerotransportada y trató inmediatamente de imponer el dominio estadounidense sobre los habitantes de Faluya comprometidos con la lucha contra la ocupación. Días antes, el general de división de los marines James Mattis había expuesto las líneas generales de su estrategia para Faluya y las demás zonas de la provincia de Anbar, de mayoría suní, en una ceremonia de «traspaso» de poderes. «Esperamos ser buenos amigos de los iraquíes que están intentando reorganizar su país», dijo Mattis. «Pero quienes quieran luchar contra nosotros, los combatientes extranjeros y la gente del régimen anterior, lo lamentarán. Vamos a ser muy duros con ellos. […] Si quieren luchar, lucharemos.» Menos de un año después, Mattis hablaría de su paso por Irak y Afganistán en un acto público en los siguientes términos: «La verdad es que es bastante divertido combatir contra ellos, ¿saben? Para desternillarse de risa». Y añadió: «Disparar contra cierta gente es muy entretenido. A mí, que me reserven un sitio; me encanta armar camorra».

En el momento en que las fuerzas de Mattis tomaron Faluya, Associated Press informó desde el interior de la ciudad en los siguientes términos: «Los marines estadounidenses que acaban de llegar no están dejando lugar a dudas sobre su determinación de derrotar a los insurgentes. Los habitantes locales están sobrecogidos ante tal demostración de fuerza, pero continúan convencidos de que los marines no podrán erradicar toda resistencia». En un mensaje dirigido a las tropas recién llegadas al lugar, Mattis comparó la misión de Faluya con las batallas de la Segunda Guerra Mundial y de Vietnam: «Hemos vuelto a la pelea. […] Ésta es nuestra prueba de fuego: nuestro Guadalcanal, nuestra batalla de la Presa de Chosin, nuestra Hué. […] Vais a hacer historia». Jamis Hasnaui, importante líder tribal de Faluya, advirtió en el Washington Post: «Si quieren impedir un baño de sangre, deben quedarse fuera de la ciudad y dejar que los iraquíes se encarguen de la seguridad en el interior». Dos días después de su llegada, los marines se enzarzaron en encarnizados combates (de horas de duración) con los iraquíes por las calles del barrio obrero de Al Askari. Al final, un marine murió y siete resultaron heridos. Quince iraquíes —entre ellos, un cámara de ABC News y un niño de dos años— murieron en los enfrentamientos. Inmediatamente después, los marines procedieron a realizar una campaña de batidas por la población como, «según muchos vecinos, no se habían visto en casi un año de ocupación estadounidense». La agresiva ofensiva de los marines contra Faluya planteó una dura elección entre una serie de opciones para un gran número de residentes locales: rendirse a la ocupación extranjera, huir de sus hogares o resistir. Aunque parte de la población de Faluya se decantó por abandonar el lugar, la mayoría se fue envalentonando en la misma medida en que crecía el número de civiles muertos.

Por aquel entonces, se produjo también otro incidente que avivó las llamas de la resistencia suní. Sucedió no en Irak, sino en Palestina. El ejército israelí asesinó sin secretismo alguno al líder espiritual de Hamás, el jeque Ahmed Yasín, en Gaza. El 22 de marzo de 2004, mientras salía en su silla de ruedas de los rezos matinales de aquel día, un helicóptero de artillería israelí disparó un misil Hellfire sobre el jeque y su séquito que mató a Yasín y al menos a seis personas más. Aquel «asesinato selectivo» enfureció a los musulmanes de todo el mundo, pero, especialmente, a los suníes (mayoritarios en Faluya). Justo después de dicho asesinato, más de 1.500 personas se congregaron en la ciudad para orar por la memoria de Yasín. Los clérigos suníes declararon que aquel ataque mortal suponía «una clara justificación para lanzar una yihad [guerra santa] contra todas las fuerzas de ocupación». Tiendas, escuelas y edificios gubernamentales cerraron sus puertas para sumarse a una huelga general declarada en Faluya. Para muchos iraquíes, la ocupación estadounidense de su país se enmarcaba dentro de un plan más amplio de favorecimiento de los intereses de Israel en la región, por lo que la ocupación israelí de Palestina y la invasión estadounidense de Irak se veían como fenómenos estrechamente ligados entre sí. «El asesinato de un anciano en silla de ruedas, cuya única arma era su apasionada campaña por la liberación de su país, es un acto de cobardía que demuestra que ni los israelíes ni los estadounidenses desean la paz», dijo Muslih Al Madfai, un hombre de 64 años y vecino de Faluya. El momento del asesinato, que coincidió con el inicio de la agresiva toma de Faluya por parte de los marines, alimentó aún más la creencia de que Estados Unidos e Israel actuaban en connivencia. En realidad, muchos iraquíes de a pie estaban convencidos de que los guardias de los contratistas de seguridad privados eran miembros del Mossad o de la CIA.

Desde el momento mismo en que los marines se desplegaron en abanico por Faluya, empezaron las denuncias de allanamientos y arrestos arbitrarios vivienda por vivienda de los habitantes de la ciudad. «Si encuentran a más de un varón adulto en una casa, se llevan a uno detenido», explicaba Jaled Yamaili, vecino de Faluya. «Estos marines nos están destrozando. Están ejerciendo una presión tremenda sobre la ciudad.» El sábado, 27 de marzo, los marines emitieron un comunicado en el que informaban de que estaban «llevando a cabo operaciones ofensivas […] con el fin de potenciar un entorno seguro y estable para la población». En él, también se decía que «hay quien ha optado por luchar. Quienes así obran, han decidido su destino: serán combatidos y destruidos». Los marines bloquearon las principales entradas a la ciudad con tanques y vehículos blindados, y cavaron trincheras a lo largo de las carreteras. Por las mismas fechas, empezaron a aparecer pintadas en las paredes de los edificios del barrio de Askari con eslóganes como «¡Viva la resistencia iraquí!», «¡Vivan los honorables hombres de la resistencia!» o «La frente bien alta. Estás en Faluya». Muchos habitantes de la localidad optaron por mantenerse firmes ante la intensificación de la campaña estadounidense destinada a la toma de Faluya. «Todos sufrimos con lo que nos están haciendo los americanos, pero eso no es óbice para que sigamos sintiéndonos igualmente orgullosos de la resistencia», explicaba Saadi Hamadi, de 24 años y licenciado en filología árabe por la Universidad Al Mustansiriya de Bagdad. «Para nosotros, los americanos son exactamente como los israelíes.» La tensión no hacía más que crecer en el interior de Faluya cuando los estadounidenses, usando vehículos patrulla con megáfonos, advertían a la población de que iban a convertir sus barrios en un campo de batalla si los «terroristas» no se iban de allí. Algunas familias ya habían empezado a abandonar sus casas para entonces.

«Las fuerzas estadounidenses se habían retirado de Faluya durante el invierno, porque, según decían, iban a confiar a las fuerzas de seguridad iraquíes la labor que habían venido realizando y porque no querían incitar a la provocación», explicaba en aquellas fechas el veterano corresponsal del New York Times John Burns. «Los marines, que asumieron el traspaso de la autoridad sobre la zona de Faluya de manos de la 82ª División Aerotransportada, modificaron esos planes esta misma semana pasada. Decidieron volver a Faluya por la fuerza y asestar un golpe definitivo a algunos de esos insurgentes. La consecuencia de todo ello fue una serie de batallas que se prolongaron toda la semana y en la que murieron varios marines. También [resultaron muertos] un número bastante elevado de civiles iraquíes (hasta dieciséis en un solo día, como sucedió el pasado viernes).» Aquello formaba parte de una estrategia de los marines destinada a expulsar a los «insurgentes». «¿Queremos que esos hijos de puta tengan un refugio seguro?», se preguntaba Clarke Lethin, jefe de operaciones de la Primera División de los Marines. «¿O queremos agitarlos para que salgan de sus escondrijos?» Según el corresponsal especialista en defensa del Washington Post, Thomas Ricks, «las patrullas de los marines en el interior de Faluya aprovecharon su proceso de familiarización con la ciudad para remover intencionadamente la situación. Dentro de la localidad, los insurgentes se preparaban para responder a las provocaciones (advirtiendo a los comercios para que cerrasen y levantando barricadas y emboscadas con coches aparcados)». Aun así, el 30 de marzo de 2004, el general de brigada Mark Kimmitt declaró ante los periodistas: «Los marines están encantados con cómo van las cosas en Faluya y tienen muchas ganas de continuar con sus progresos en el establecimiento de un entorno seguro y en la reconstrucción de esa provincia iraquí.» En realidad, Estados Unidos estaba agitando un avispero en Faluya en el que Scott Helvenston y otros tres contratistas de Blackwater se verían envueltos menos de 24 horas más tarde.

Como «ovejas sacrificadas en el matadero»

Jerry Zovko era ya un soldado privado años antes de que empezara la «guerra contra el terror». Había entrado en el ejército de Estados Unidos en 1991, a los 19 años, y se había ido abriendo camino hasta incorporarse a las Fuerzas Especiales, donde acabaría convirtiéndose en ranger del Ejército de Tierra. Como croata-americano que era, eligió Yugoslavia (la tierra de sus padres) como destino durante la guerra civil que asoló aquel país a mediados de la década de 1990. Allí, según su familia, participó en operaciones encubiertas. Era independiente, tozudo y ambicioso, y a su regreso de Yugoslavia, se entrenó para ser un boina verde de élite, aunque nunca llegó a ser asignado a ningún equipo. Zovko dejó el ejército en 1997. «Hizo algo para el gobierno que no podía explicarnos», recuerda su madre, Dánica Zovko. «No sabemos qué era. Bueno, la verdad es que nunca supe lo que hacía y, aún hoy, sigo sin saberlo.» Ella dice que su hijo le mostró una vez unas pequeñas «fichas» de cobre, del tamaño de un dólar de plata, que, según le comentó, servirían para demostrar quién era a quien tuviera que saberlo. También recuerda una conversación en la que Jerry le dijo: «Mamá, es fácil ser un ranger del Ejército; todo se reduce a un esfuerzo físico. Pero cuando te metes en las Fuerzas Especiales, es cuando tu inteligencia entra en juego».

En 1998, Zovko se inició en el relativamente desconocido mundo (para el público en general, al menos) de la seguridad privada. Fue contratado por una de las mayores compañías del ramo, DynCorp, y fue destinado al Estado de Qatar, en el golfo Pérsico, donde trabajó en la embajada estadounidense y aprovechó para aprender árabe. Aquella misión acabaría desembocando en toda una carrera profesional como soldado de alquiler. Viajaba mucho y pasó una temporada en los Emiratos Árabes Unidos. Siempre que Dánica Zovko le preguntaba a su hijo qué era exactamente lo que hacía en aquellos destinos tan exóticos, éste siempre respondía del mismo modo a su madre. «Me decía que simplemente se encargaba de la embajada y trabajaba en la cocina. Pero, claro, durante toda la vida que se pasó en el ejército —más de siete años— siempre había trabajado en la "cocina"», recuerda con un tono de duda. «Ahora es cuando he descubierto que él no estaba realmente en la cocina.» Completada la ocupación de Irak, Zovko consiguió un empleo a finales de agosto de 2003 en la empresa Military Professional Resources Incorporated, con sede en Virginia, para formar al nuevo ejército iraquí. Unos meses antes de que partiera para Irak, su madre le preguntó: «¿Acaso quieres ser un pistolero a sueldo o algo por el estilo? ¿Por qué ibas tú a poner tu vida en peligro por otra persona?». Él le respondió: «Mamá, no es eso lo que voy a hacer. Yo voy a entrenar a los iraquíes». El empleo no duró mucho; muchos de los reclutas iraquíes no regresaron nunca de un permiso que, con motivo del Ramadán, se les concedió un par de meses más tarde. Así que Zovko fue reaprovechado por Blackwater, que estaba en plena fiebre de reclutamiento de efectivos para su despliegue en Irak. Aquél era un buen trabajo para Zovko, sobre todo porque junto a él estaría su amigo Wes Batalona, un hawaiano y ex ranger del Ejército que había estado destinado en Panamá en 1989 y en Somalia en 1993. Ambos se habían conocido y habían hecho buenas migas durante su breve temporada como instructores del ejército iraquí. Batalona regresó a Irak en febrero de 2004 a instancias de Zovko para trabajar para Blackwater tras el fiasco del empleo como instructor. «Por aquel entonces, Jerry me llamó», recuerda su madre. «Estaba serio. Me dijo que tomase nota de una cosa. Le pregunté: "¿De qué?". Y me dijo que era el número de la póliza del seguro. Entonces, le dije: "Pues si yo tengo que apuntar el número de una póliza de seguro, significa que tú tienes que volver para casa a toda… tú ya me entiendes". Y le colgué el teléfono.» Dánica Zovko ordenó a su otro hijo, Tom, que le dijera lo mismo a Jerry si volvía a llamar. «Aquélla fue la primera vez que habíamos discutido con Jerry o le habíamos pedido que regresara a casa. No me dijo que estuviera trabajando para Blackwater», aclara Dánica. La siguiente vez que Jerry llamó, «nos prometió a mi marido y a mí que estaría de vuelta para la cena de Pascua, y que iríamos juntos a misa y que pasaría a encargarse del negocio familiar».

Pero unos días antes de Semana Santa, la mañana del 30 de marzo, Zovko y Batalona formaron equipo con otro contratado por Blackwater, Mike Teague, un ex miembro del 160° Regimiento de Operaciones Especiales de la Aviación (los «Night Stalkers» o «Acechadores Nocturnos»). Con 38 años de edad y nacido en Tennessee, Teague —o «Ice Man» («Hombre de hielo») para sus amigos— era un veterano del ejército, donde había servido durante doce años. Antes de pasar a la reserva, estuvo destinado en Panamá y Granada. En fecha más reciente, había conseguido una Estrella de Bronce por su servicio en Afganistán tras el 11-S. Después de aquello, regresó a Estados Unidos y aceptó un trabajo mal pagado en el ramo de la seguridad antes de ser contratado para un empleo bastante más lucrativo con Blackwater en Irak. «Aquél era el trabajo que le encantaba a Mike», explicó su amigo John Menische a la revista Time. «Él era un soldado y un guerrero.» Aquel mismo día, Teague había enviado un mensaje de correo electrónico a un amigo desde Irak, en el que le decía que le encantaba el país y que estaba entusiasmado con su nuevo empleo, remunerado con un salario anual de seis cifras. El cuarto miembro de aquel heterogéneo equipo era alguien a quien ni Zovko ni Batalona habían visto jamás en Bagdad: un ex SEAL llamado Scott Helvenston. Su misión era escoltar a unos camiones que iban a recoger material de cocina cerca de Faluya para entregarlo en una base militar. Era uno de los primeros encargos realizados conforme al nuevo contrato de Blackwater para proporcionar vigilancia a los convoyes del servicio de comida de ESS. Con anterioridad a la misión, Batalona se quejó a un amigo de que los miembros del grupo nunca hubiesen trabajado antes juntos. Además, aquella mañana se les había enviado a realizar el trabajo asignado sin dos de los hombres previstos inicialmente, a quienes unas tareas administrativas pendientes les habían retenido en las instalaciones de Blackwater. Y, por si fuera poco, estaba el problema de los vehículos. En lugar de camiones blindados, los escoltas tuvieron que conformarse con dos todoterrenos en los que hacía poco tiempo que se había instalado una simple plancha de acero improvisada para proteger la parte de atrás.

El 30 de marzo de 2004, Scott Helvenston, en su primera jornada de trabajo real en Irak, se encontraba al volante de un todoterreno Mitsubishi Pajero rojo, conduciendo a toda velocidad por el fantasmagórico y vacío desierto del Irak occidental. A su lado iba Teague. Helvenston había conocido a los demás el día antes, lo cual no puede considerarse precisamente el procedimiento ideal para unos hombres que estaban a punto de ser enviados a una de las zonas más peligrosas del mundo. Por detrás del todoterreno rojo y a muy corta distancia, el corpulento Jerry Zovko conducía otro Pajero, pero de color negro; junto a él iba Batalona, quien, con sus 48 años de edad, era el mayor del grupo. La misión que les tocaba aquel día no tenía nada que ver con Paul Bremer ni con la seguridad de la legación diplomática. Estaban poniendo sus vidas literalmente en el disparadero por unos cuantos tenedores, cucharas, ollas y sartenes. De todos modos, aquellos hombres no cobraban 600 dólares diarios por fijar prioridades o por cuestionar la situación en general, sino, simplemente, para asegurarse de que el trabajo se hiciera bien y de que el «nombre» a quien les tocara proteger en aquel momento estuviese bien protegido. Un día podía ser material de cocina; al siguiente, el embajador.

Ahora, en retrospectiva, se nos ocurren muchos y muy variados motivos por los que aquellos hombres no debían haber sido enviados a aquella misión. Para empezar, al equipo le faltaban dos miembros. La CIA y el Departamento de Estado dicen que nunca enviarían únicamente a cuatro hombres a una misión en el territorio hostil al que éstos se dirigían aquel día: seis es lo mínimo. El hombre que faltaba en cada uno de los dos vehículos habría manejado una ametralladora pesada SAW con un margen de maniobra de 180 grados para acribillar a cualquier atacante, especialmente a cualquiera que atacara por la retaguardia. «A mí me toca conducir, así que dependo un montón de que mis compañeros tengan un buen campo de tiro», escribió Helvenston en un mensaje de correo electrónico a su ex esposa, Trida, unos días antes de partir para Faluya. Sin ese tercer hombre, el acompañante del conductor estaba obligado a hacer de copiloto y, al mismo tiempo y sin ayuda ninguna, a defender el vehículo de posibles ataques. Pero, además, aquellos hombres deberían haber viajado en vehículos más protegidos que unos simples todoterrenos (medios de transporte conocidos en Irak como «imanes de balas» por lo habitual que es su uso entre los vigilantes a sueldo de los contratistas extranjeros). También se suponía que aquellos hombres tendrían que haber tenido la oportunidad de ponerse al corriente de la información de los servicios de inteligencia disponible antes de la operación y de revisar el nivel de amenaza existente a lo largo de su recorrido, pero, al parecer, la misión se decidió y se organizó con demasiada urgencia. Y, para colmo, se dice que Helvenston fue enviado a conducir el grupo aquel día sin un mapa adecuado de la peligrosa zona en la que se iban a adentrar. Desde nuestra actual perspectiva, es fácil apreciar los datos y pensar que aquellos hombres tenían que haber dicho: «¡Y un cuerno! Al diablo con la misión. Nosotros no vamos». A fin de cuentas, ellos no eran militares en activo del ejército regular, así que no se habrían enfrentado a un consejo de guerra por desobedecer órdenes. Lo único que podían perder negándose a ir era su reputación y, muy posiblemente, sus salarios. «No deberíamos haber ido [a aquella misión]», explicó Kathy Potter (amiga de Helvenston y ex empleada de Blackwater) al News and Observer. «Pero esos hombres son ambiciosos y tienen mucho empuje, así que tratan de apañárselas con lo que les den.»

Y así partieron hacia el silencio del desierto del Irak occidental. Cuesta imaginar que no hablaran de la mala fortuna que les había acompañado al tocarles en suerte aquella misión. Nadie que no fuera iraquí podía siquiera acercarse a Faluya en aquellos momentos sin correr un gran peligro y no hacía falta informe alguno de inteligencia para saberlo. Los marines estadounidenses se hallaban en plena ofensiva dentro de la ciudad y ningún militar en su sano juicio se habría adentrado en Faluya con sólo cuatro hombres y sin una cobertura de artillería mínimamente seria. La dirección de Blackwater era sobradamente consciente de ello. En el propio contrato que había firmado con ESS, Blackwater lo había dejado claro al reconocer que, con «la actual amenaza en el teatro de operaciones iraquí evidenciada por los recientes incidentes contra entidades civiles en Faluya, Ar Ramadi, Al Tayi y Al Hilah, hay áreas enteras de Irak en las que se hará necesaria la presencia de un mínimo de tres miembros del Personal de Seguridad por vehículo. La amenaza en el momento presente (y en el futuro inmediato) seguirá siendo constante y peligrosa. Por consiguiente, sólo será posible proporcionar unos Destacamentos de Seguridad Protectora adecuados desde el punto de vista táctico y plenamente capacitados para las misiones si el tamaño mínimo de cada equipo es de seis operarios». [La cursiva es mía.]

En los días inmediatamente previos a aquella misión en concreto, la situación en Faluya había entrado ya en una espiral descontrolada. Varios soldados estadounidenses habían caído en emboscadas dentro de la ciudad, el número de víctimas civiles crecía y cada vez era más extendido el comentario de que «la ciudad de las mezquitas» se estaba erigiendo rápidamente en la ciudad de la resistencia. Un día antes de que los cuatro empleados de Blackwater partieran en dirección a Faluya, un convoy de los marines activó a su paso un artefacto explosivo improvisado. Al instante, combatientes de la resistencia se abalanzaron sobre el vehículo abriendo fuego con sus AK-47 y matando a un marine e hiriendo a otros dos. A la mañana siguiente, cuando Helvenston y los demás se dirigían a Faluya, los marines cerraron la principal carretera de enlace entre la ciudad y Bagdad. Nueve marines habían muerto en los once días anteriores en diversos puntos de la ciudad. Tras meses de relativa calma, un gigante estaba emergiendo de las ruinas de la doctrina militar del shock and awe, y Scott Helvenston y los otros tres contratistas de Blackwater no iban a tardar en encontrarse atrapados en su terreno.

La suerte quiso (o, tal vez, fuera la imprudencia de no llevar un mapa encima) que la noche del 30 de marzo Helvenston y sus tres compañeros se perdieran. Condujeron durante un buen rato por el llamado Triángulo Suní sin saber adónde iban antes de establecer contacto con el ejército estadounidense destacado en la zona. Lograron así llegar a una base de los marines, el Campamento Faluya (como se lo conocía según su nueva denominación, que había sido cambiada hacía poco), y decidieron pasar allí la noche antes de reanudar su viaje. Es de sobra conocido en Irak que muchos soldados en servicio activo guardan rencor a los mercenarios. La mayoría de soldados sabían que tipos como Helvenston y sus tres compañeros ganaban en un día lo que un soldado de tropa gana en una semana. Así que no es de extrañar que aquellos empleados de Blackwater no fuesen recibidos precisamente como invitados de honor en la base. Pese a todo, los cuatro se hicieron un hueco allí y cenaron con el resto de la tropa. Un oficial de los marines los increpó airadamente llamándolos «cowboys» y quejándose de que se negaran a informar a los comandantes (o a cualquier otra persona) de la base sobre la naturaleza de su misión. Según una investigación llevada a cabo por el Congreso en 2007, varios miembros del personal de KBR destinados en el Campamento Faluya informaron de que «los del personal de Blackwater parecían estar desorganizados y no tener conciencia del riesgo potencial de desplazarse a través de la ciudad de Faluya. Uno de los empleados de KBR dijo haber tenido la sensación de que "la misión que les había tocado se había decidido a toda prisa y no estaban preparados para ella"». Los empleados de KBR explicaron a los investigadores del Congreso que «advirtieron en múltiples ocasiones [a los hombres de Blackwater] sobre la temeridad de conducir atravesando el centro de Faluya y les informaron de que aquélla era una zona donde se producían frecuentes emboscadas. Tras uno de aquellos avisos, uno de los guardias de Blackwater dijo que no iban a cruzar Faluya. Pero cuando se les volvió a advenir otra vez, los empleados de Blackwater respondieron que "ya verían cómo había ido todo cuando hubieran salido de allí". Según un miembro del personal de KBR, "era como si les estuvieran presionando para meterse allí y lo antes posible"». A la mañana siguiente, antes de reemprender la marcha, Helvenston telefoneó a su madre, quien diría después que estaba ya muerta de preocupación por que su hijo estuviera en aquel lugar. Pero lo que aún la inquietaba más era que, hasta aquel momento, llevase días sin haberla llamado. Era ya noche avanzada en Leesburg (Florida), por lo que la madre de Scott había apagado el timbre del teléfono para ir a dormir, así que Helvenston dejó un mensaje: Todo va bien, mamá. Por favor, no te preocupes. Voy a volver pronto a casa. Iré a cuidar de ti.

Instantes después, Scott Helvenston iba al volante del Pajero por la Nacional 10, directo hacia la que, posiblemente, era la ciudad más peligrosa del mundo en la que podían encontrarse cuatro americanos con aspecto de agentes de la CIA, gafas de sol cerradas y sin apenas blindaje protector. Eran aproximadamente las 9.30 de la mañana y la ciudad de las mezquitas estaba ya despierta y a la espera.

La arteria principal que atraviesa Faluya es una calle habitualmente congestionada, flanqueada por restaurantes, cafés, zocos y remolinos de gente que pulula por el lugar. En un determinado momento previo a la llegada de los agentes de Blackwater a Faluya, según testigos, un pequeño grupo de hombres enmascarados habían detonado una especie de artefacto explosivo que había hecho que las calles se vaciaran de gente y que los comerciantes echaran el cierre a sus tiendas. Desde el momento mismo en que el convoy atravesó los límites exteriores de la ciudad, se convirtió en un objetivo fácilmente detectable. De hecho, es muy posible que todo fuese un complot desde el principio. En un vídeo realizado supuestamente por un grupo de la resistencia iraquí, los insurgentes afirmaban que habían sido informados previamente de los movimientos del convoy de Blackwater, en el que ellos creían que iban agentes de la inteligencia estadounidense. «Un muyahidín leal, que actuaba como espía para el Ejército de la Yihad Islámica», explicaba en el vídeo un insurgente con el rostro tapado, «acudió a nuestro comandante y le dijo que un grupo de la CIA iba a pasar por Faluya de camino a Habaniya». Ese mismo insurgente añadió: «Sus miembros no llevarían guardaespaldas y vestirían como civiles para evitar ser capturados por los muyahidines, porque, como saben, todo estadounidense que pase por Faluya será asesinado». Los representantes de Blackwater alegaron más tarde que agentes supuestamente pertenecientes a la policía iraquí instalada por Estados Unidos habían escoltado a sus hombres hasta la ciudad. Un alto cargo de la inteligencia estadounidense «con acceso directo a esa información» declaró posteriormente al periodista Thomas Ricks que había habido una filtración desde la Zona Verde acerca de los movimientos del convoy de Blackwater. Las alegaciones sobre la supuesta participación de la policía iraquí se vieron posteriormente desmentidas en las conclusiones de una investigación de la APC remitida al Congreso.

Como llevaban mucho más tiempo que Helvenston en el país, Zovko y Batalona iban en el vehículo de cabeza, al que seguían dos camiones de plataforma vacíos (y listos para ser cargados con material de cocina al otro lado de Faluya) y conducidos por iraquíes. Al cargo de la retaguardia iban Helvenston y Teague en el Pajero rojo. Al poco de entrar en la ciudad, el convoy empezó a aminorar la marcha. A su derecha había tiendas y mercadillos; a su izquierda, espacio abierto. En el momento en que se detuvo la comitiva, según cuentan algunos testigos, un grupo de cuatro o cinco muchachos se aproximaron al vehículo de cabeza y empezaron a hablar con los hombres de Blackwater que viajaban en su interior. Finalmente, los vehículos se detuvieron y, en ese mismo momento, los testigos dicen que alguien lanzó una granada al todoterreno de Helvenston. Antes de que él o Teague pudieran hacerse siquiera una idea de lo que estaba sucediendo, el estruendo inconfundible de las ráfagas de ametralladora empezó a rugir por las calles de Faluya. Las balas rasgaron el costado del Pajero como si fuera mantequilla.

Aquello era lo peor que podía sucederle a alguien de las Fuerzas Especiales: darse cuenta de que estaba atrapado. Nadie sabe a ciencia cierta qué fue lo último que vio Scott Helvenston antes de exhalar su último aliento, pero no cabe duda de que debió de ser horrendo. Posiblemente vivió lo suficiente como para darse cuenta de que iba a perecer de una muerte espantosa. Cuando su cuerpo, herido de muerte, se desangraba en el todoterreno, una multitud de hombres saltó sobre el capó del Pajero y empezó a descargar cartuchos enteros de munición sobre el interior del vehículo y a romper el parabrisas delantero. Junto a Helvenston yacía Mike Teague, de cuyo cuello no dejaba de brotar sangre. Las exclamaciones de «Alá u akbar» («Dios es grande») llenaban la atmósfera de aquella mañana. Los atacantes se habían movido con gran presteza, como halcones sobre una presa fatalmente herida. Enseguida, más de una docena de jóvenes que habían estado observando la escena delante de un local de kebabs se unieron a la carnicería. Según un testigo presencial, uno de los hombres de Blackwater sobrevivió al ataque inicial tras haber sido alcanzado en el pecho por los disparos, pero entonces la turba lo sacó del vehículo y, mientras él suplicaba por su vida, «la gente empezó a arrojarle ladrillos y a saltarle encima hasta que lo mataron». Según ese mismo testigo, «le cortaron un brazo, una pierna y la cabeza, y allí siguieron gritando entusiasmados y bailando».

Para cuando empezaron los disparos sobre el vehículo de Helvenston, Jerry Zovko y Wes Batalona ya se habían dado cuenta de que les habían preparado una emboscada. Batalona apretó el acelerador y se saltó la mediana, tratando de rescatar a los otros dos o de salir a toda prisa de allí. Según un ex operario de una compañía militar privada, Blackwater entrena a sus hombres «para que no ayuden a los demás cuando uno de los vehículos es alcanzado en una emboscada. Les enseñan a salir de allí pitando. La propia supervivencia es la meta última». Pero, dado el escaso blindaje de su todoterreno y puesto que contaban con un único tirador, Batalona y Zovko podían darse a sí mismos ya por muertos. Casi al momento, su vehículo colisionó contra otro y sobre él cayó una lluvia de balas de ametralladora. Las ráfagas volaron la cabeza de Zovko. La camisa hawaiana de Batalona quedó llena de orificios de bala; su cabeza se desplomó sobre ella. A unos metros, la muchedumbre estaba destrozando el Pajero de Helvenston. Tras saquear las armas y la ropa de los muertos, alguien trajo gasolina y roció con ella los vehículos y los cuerpos, y les prendió fuego. La estremecedora banda sonora de la masacre, captada en vídeos realizados por combatientes de la resistencia, estaba compuesta por una mezcolanza de estruendo de cláxones y gritos ocasionales de «¡Alá u akbar!».

En plena carnicería, unos periodistas llegaron al escenario y captaron imágenes que no tardarían en convertirse en tristemente célebres. La multitud allí congregada aumentó hasta superar las 300 personas, al tiempo que los atacantes originales desaparecían por las travesías laterales de la ciudad. Los cadáveres carbonizados fueron extraídos del todoterreno calcinado para que hombres y niños empezaran literalmente a desmembrarlos. Había hombres que golpeaban los cuerpos con las suelas de sus zapatos, mientras que otros despedazaban partes quemadas de los cadáveres con cañerías de metal y palas. Un joven se dedicó metódicamente a dar patadas a una de las cabezas hasta seccionarla del resto del cuerpo. Ante las cámaras, alguien sostuvo un pequeño cartel en el que, bajo la típica estampa pirata de la calavera y los dos huesos cruzados, se podía leer: «¡Faluya es la tumba de los americanos!». La turba estalló en cánticos: «¡Con nuestra sangre y nuestras almas nos sacrificaremos por el islam!». Al poco tiempo, la multitud ató dos de los cuerpos al parachoques trasero de un sedán Opel de color rojo y los arrastró hasta el puente principal sobre el río Eufrates. Otro de los cuerpos fue atado a un coche que llevaba un póster del líder de Hamás asesinado, el jeque Yasín. Por el camino, alguien ató un ladrillo a la pierna derecha desmembrada de uno de los hombres y la arrojó por encima de unos cables del tendido eléctrico. Al llegar al puente, unos cuantos hombres se encaramaron a las vigas de acero y colgaron de ellas los restos calcinados y sin vida de Helvenston y de Teague, que quedaron suspendidos sobre el río, formando una imagen sobrecogedoramente simbólica. Sus cuerpos pendieron sobre el Eufrates durante casi diez horas, como «ovejas sacrificadas en el matadero», según las palabras textuales de un habitante de la ciudad. Posteriormente, unas cuantas personas los descolgaron y los colocaron sobre una pila de neumáticos para volver a prenderles fuego una vez más. Extinguido éste, unos hombres sujetaron lo que quedaba de algunos de los cuerpos a un carro gris tirado por burros y los exhibieron en desfile por Faluya, hasta arrojarlos finalmente ante un edificio municipal. Decenas de iraquíes siguieron aquel carro en una especie de macabra procesión mientras exclamaban: «¿Qué te hizo venir aquí, Bush, y meterte con la gente de Faluya?». Uno de aquellos hombres advirtió: «Esto es lo que les espera a todos los americanos que vengan a Faluya».

Aquél fue, en la guerra de Irak, el momento que Mogadiscio representó para la intervención estadounidense en Somalia, pero con dos diferencias cruciales: los hombres asesinados no eran militares estadounidenses, sino mercenarios, y, a diferencia de lo acaecido en Somalia en 1993, Estados Unidos no se retiró del país, sino todo lo contrario. Las muertes de aquellos cuatro soldados de Blackwater dispararían un violento asedio estadounidense que provocaría, a su vez, un periodo de resistencia a la ocupación sin precedentes, casi un año después de la fecha de la caída de Bagdad.