Capítulo 4
La Faluya anterior a Blackwater
Los extraños deben saber comportarse.
Dicho de Faluya
Mucho antes de que Blackwater se desplegara en Irak (más de una década antes, en realidad), una serie de hechos sobre los que Erik Prince y sus colegas no tenían control alguno pusieron en marcha la cadena de acontecimientos que llevarían a la espantosa emboscada del 31 de marzo de 2004, cuando combatientes de la resistencia iraquí asesinaron a cuatro vigilantes contratados de Blackwater a plena luz del día en el centro de Faluya. La muerte de aquellos estadounidenses acabaría cambiando el curso de la guerra de Irak, incitaría múltiples asedios del ejército de Estados Unidos a Faluya y envalentonaría al movimiento de resistencia antiocupación.
Pero si comenzáramos el relato de lo que les sucedió a los hombres de Blackwater aquel día por los detalles concretos en torno a la emboscada de la que fue objeto su convoy (o siquiera por los sucesos de las jornadas y las semanas inmediatamente previas a los asesinatos), ignoraríamos más de una década de historia que desembocó en aquel incidente. Habrá quien diga que la historia se remonta aún más atrás, a la feroz resistencia de Faluya frente a la ocupación británica de 1920, cuando la rebelión contra los ocupantes que estalló en la ciudad se cobró las vidas de un millar de soldados británicos casi un siglo antes de que Estados Unidos invadiera Irak. Independientemente de todo ello, no hay apenas duda de que la ciudad de Faluya ha sufrido como ninguna otra en Irak desde que la invasión estadounidense se iniciara en 2003. Las fuerzas norteamericanas han atacado la localidad en diversas ocasiones y han matado a miles de personas y forzado el desplazamiento de sus hogares de decenas de miles. Además, las tropas de ocupación han abierto fuego varias veces sobre manifestantes desarmados. Desde la invasión, las autoridades estadounidenses han tratado de infligir un castigo ejemplar a esta población rebelde. En la prensa norteamericana y en los círculos de los expertos, los decisores políticos y los altos mandos militares, Faluya ha quedado caracterizada como un caldo de cultivo de resistencia favorable a Sadam y como refugio de combatientes extranjeros indignados por el derrocamiento del régimen y por la ocupación estadounidense. Pero ésa es una forma muy limitada, incompleta y engañosa de presentar la historia, que no sirve más que para justificar los planes de Washington. Tal como señaló el corresponsal del Washington Post (y ganador de un premio Pulitzer) Anthony Shadid, «los vínculos históricos [de Faluya] con el gobierno anterior constituían sólo una parte de la historia. Aquélla es, además, una región muy influida por las tradiciones rurales y por un nacionalismo reflexivo, elementos aunados en una implacable interpretación del islam y en la certeza que ésta trajo consigo. Esta identidad fundamental y los valores que conlleva se hicieron aún más importantes a medida que en la comunidad fue cundiendo la sensación de que se le estaba privando de su derecho de representación política, como tan pública y frecuentemente se denunció desde esta franja de territorio suní». Lo que rara vez se admite en los medios de comunicación es que antes de que los primeros contingentes de tropas estadounidenses llegaran a Irak, antes de los asesinatos de los empleados de Blackwater y de los consiguientes asedios a los que fue sometida la ciudad, y antes de que ésta se convirtiera en un símbolo de la resistencia iraquí, el pueblo de Faluya ya sabía lo que era sufrir a manos de Estados Unidos y sus aliados.
Durante la guerra del Golfo de 1991, Faluya fue escenario de una de las mayores masacres atribuidas a las bombas «errantes» (las que no acertaban en el blanco previsto) durante un conflicto bélico que fue descrito como el nacimiento de la nueva era del armamento «inteligente». Poco después de las 3 de la tarde del 13 de febrero de 1991, los aviones aliados sobrevolaron con gran estruendo la ciudad y dispararon sus misiles sobre un enorme puente de acero que atravesaba el río Eufrates y conectaba Faluya con la carretera principal hacia Bagdad. Como no habían conseguido derribar el puente, las aeronaves regresaron a Faluya una hora después. «Vi ocho aviones», recordaba un testigo presencial. «Seis volaban en círculos, como si estuvieran cubriendo a los otros dos, que fueron los que llevaron a cabo el ataque.» Aparatos Tornado británicos dispararon varios de los tan cacareados misiles «de precisión» guiados por láser contra el puente. Pero un mínimo de tres fallaron su supuesto blanco y uno de ellos cayó sobre una zona residencial que estaba a unos 250 metros del puente, estrellándose contra un bloque de pisos habitados hasta los topes y atravesando por la mitad un mercado que estaba abarrotado de gente en aquel momento. En total, las autoridades hospitalarias locales declararon que más de 130 personas murieron aquel día a consecuencia del impacto y que otras 80 resultaron heridas. Muchas de las víctimas eran niños. Un mando aliado, el capitán David Henderson, dijo que el sistema de láser de los aviones no había funcionado bien. «Para nosotros, el puente era un objetivo militar legítimo», explicó Henderson ante los periodistas. «Por desgracia y por lo que parece, algunas bombas cayeron sobre la población a pesar de nuestros esfuerzos.» Tanto él como otros oficiales acusaron al gobierno iraquí de hacer publicidad de la bomba «errante» como parte de su particular guerra de propaganda. «No deberíamos olvidar las atrocidades cometidas por Irak contra Irán recurriendo a la guerra química y contra [sus] propios compatriotas, los kurdos.» Mientras los miembros de los equipos de rescate y los supervivientes apartaban los escombros del edificio derruido y de los comercios de las inmediaciones, un vecino de Faluya gritaba a los reporteros: «¡Miren lo que ha hecho Bush! Se ve que para él Kuwait empieza aquí».
Fuese o no aquélla una bomba «errante», lo cierto es que durante la década siguiente a aquel ataque, el incidente se recordó en Irak como una masacre que influiría profundamente en la impresión que la población de Faluya iba a tener de las fuerzas estadounidenses invasoras a las órdenes de un nuevo presidente Bush. Para empezar, la población de Faluya, suní en su inmensa mayoría, era ya una de las más leales a Sadam Husein en Irak y cuna de muchos de los soldados de élite de la Guardia Revolucionaria. «Aunque Sadam Husein sabía que Faluya era una ciudad que había apoyado a su régimen, el gobierno iraquí no pudo aislar los hospitales y las clínicas de la ciudad de los efectos devastadores de las sanciones económicas inspiradas por Estados Unidos», recuerda la veterana activista de los derechos humanos Kathy Kelly, fundadora de Voices in the Wilderness (Voces en el Desierto). «Antes de la invasión, visitamos salas de hospitales de Faluya que parecían "corredores de la muerte" para los niños pequeños por culpa de la escasez ocasionada por las sanciones.» Kelly ha ido a Irak muchas veces tras su primer viaje al país durante la guerra del Golfo de 1991. Según explica, durante una visita que realizó a Faluya antes de la invasión de 2003 junto a un grupo de activistas británicos en un intento de que Estados Unidos y el Reino Unido reconocieran su culpabilidad por el bombardeo del mercado de 1991 y para entrevistar a supervivientes de aquel ataque, ella se separó del grupo y, según recuerda, «un hombre empezó a gritarme en inglés: "¡Eh!, americanos, europeos, vengan a mi casa y les enseñaré un agua que ustedes no se atreverían a dar siquiera a sus animales para beber. Y eso es todo lo que tenemos. Ahora quieren volver a matar a nuestros hijos. Pues, miren, a mi hijo no lo podrán matar. A mi hijo ya lo mataron en la primera guerra de Bush"». Kelly recuerda que, tras gritarle de aquel modo, el hombre se tranquilizó y, ya en su casa, le ofreció un té. A ella aquello le pareció prueba suficiente de que, «incluso en Faluya, había una posibilidad de construir unas relaciones justas y amistosas, pese al sufrimiento que se les ha infligido a los iraquíes de a pie. Pero esa posibilidad se fue desperdiciando con cada nuevo día de mantenimiento de las sanciones económicas y, finalmente, con el bombardeo de las zonas de exclusión de vuelos». Cuando las fuerzas estadounidenses invadieron Irak en abril de 2003, no tardaron en arrojar gasolina sobre la ya de por sí volátil indignación antiamericana que había nacido en Faluya, al menos, doce años antes.
Las fuerzas especiales de Estados Unidos tomaron Faluya en abril, al principio de la invasión, pero pronto abandonaron la ciudad. Los iraquíes del lugar dijeron haber accedido a rendir la ciudad (bastión del conservadurismo suní) sin oponer resistencia a cambio de que las tropas estadounidenses no la ocupasen durante más de dos días. Como en numerosas localidades iraquíes, la población de Faluya empezó a organizarse por sí misma y a evaluar las consecuencias de las transformaciones radicales a las que estaba siendo sometido su país. Llegaron incluso a organizar una asamblea para constituir un nuevo consistorio municipal. Al extenderse la ocupación por todo el país, diversos mandos estadounidenses fueron enviados a las diferentes regiones de Irak; la finalmente destinada a Faluya fue la 82* División Aerotransportada. Como sus compatriotas de otras localidades, la población de Faluya no inició de inmediato una resistencia a las fuerzas ocupantes, sino que optó por esperar y ver. Pero pronto empezó a crecer el resentimiento: los americanos se desplazaban por las calles de la ciudad a toda velocidad en sus Humvees; en los controles se humillaba a los habitantes locales y se invadía su privacidad, y había incluso quejas de que los soldados miraban a las mujeres del lugar de forma inapropiada. También hubo denuncias de que los soldados orinaban directamente en la calle. En Faluya cada vez era más generalizado el consenso en torno a que los estadounidenses debían retirarse, cuando menos, hasta más allá de los límites municipales. Fue sólo cuestión de días que la situación en la ciudad diese un giro decisivo y sangriento hacia lo peor. Cientos de soldados de la 82ª División se desplegaron rápidamente por todo Faluya y el viernes 25 de abril, pocos días antes del cumpleaños de Sadam Husein, ocuparon la escuela Al Qaed («del Líder») en la calle Hay Nazzal y convirtieron el edificio de dos plantas en el cuartel central de los ocupantes en la localidad.
La toma de la escuela, a la que asistían alumnos de primaria y de secundaria, desató de inmediato las iras de los vecinos por diversas razones. Una de ellas era que los padres y los maestros se habían estado esforzando por que sus pequeños y pequeñas recuperaran cierta sensación de normalidad, y la escuela se consideraba un elemento central de esa iniciativa. Pero también se extendieron rumores crecientes de que los soldados estadounidenses utilizaban sus gafas de visión nocturna para espiar a las mujeres iraquíes a través de las ventanas desde la azotea de la escuela y las contemplaban embobados cuando ellas llevaban la cabeza descubierta en la privacidad de los patios de sus casas. Dirigentes iraquíes locales se reunieron con soldados estadounidenses durante todo ese fin de semana instándoles a que se fueran de la escuela. Las horas pasaron y el lunes 28 de abril, día del 66° cumpleaños de Sadam Husein, unos 150 soldados seguían ocupando el centro escolar.
Esa noche, en plena escalada de la tensión en la ciudad por la presencia de las tropas, un imán local predicó contra la ocupación estadounidense desde el púlpito de su mezquita durante los rezos vespertinos y condenó la continuación de la ocupación de la escuela. Ante la fuerte presencia estadounidense en su ciudad, los clérigos locales habían recordado en repetidas ocasiones a sus fieles el dicho «mejor ser fuertes que débiles». Una vez concluidas las oraciones, la gente empezó a congregarse en la que se convertiría en la primera manifestación organizada contra Estados Unidos desde que las tropas entraron en Faluya. Una semana antes, fuerzas estadounidenses habían matado a diez manifestantes en la ciudad norteña de Mosul, pero aquello no disuadió a la población de Faluya. Hacia las 6.30 de la tarde del 28 de abril, un grupo de personas empezó a concentrarse en el exterior de la antigua sede del partido Baaz, de la que también se habían apropiado las fuerzas estadounidenses para convertirla en un puesto de mando. El edificio contiguo era el del despacho del alcalde, apoyado por Estados Unidos, donde el comandante estadounidense local estaba celebrando una reunión en aquel momento. La multitud entonaba eslóganes como «¡Dios es grande! ¡Mahoma es su profeta!» o «¡No a Sadam! ¡No a Estados Unidos!». Algunos mandos militares aseguran que entre la muchedumbre hubo quien empezó a disparar al aire, una práctica habitual en las manifestaciones iraquíes. Los residentes locales dicen que eso no es cierto y que son muchos los testigos iraquíes que afirman que no se disparó ninguna arma. El comandante estadounidense en Faluya, el teniente coronel Eric Nantz, dijo que sus fuerzas advirtieron a los manifestantes para que se dispersaran, anunciándoles en árabe a través de un altavoz —según sus palabras— que aquella concentración «podría ser considerada un acto hostil y podría ser respondida con fuerza letal». La multitud se marchó de las inmediaciones de la alcaldía y se fue desplazando por las calles de Faluya, adquiriendo cada vez mayor fuerza y tamaño. Cuando llegó a la escuela, eran ya cientos de personas. Entre los manifestantes, alguien sostenía una gran foto de Sadam, quien, según los vecinos, era el símbolo más evidente de oposición a las fuerzas ocupantes. «No hay más Dios que Alá y América es enemiga de Alá», cantaban los manifestantes en la calle Hay Nazzal, mientras los estadounidenses los vigilaban desde posiciones de tiro, apostados en el tejado de la escuela. «No queremos a Sadam y no queremos a Bush», dijo Mohamed Abdalá, un contable jubilado. «Los estadounidenses han acabado su trabajo v deben irse.»
Lo que sucedió aquella noche es motivo de enconada discrepancia entre las fuerzas de ocupación estadounidenses y los habitantes de Faluya. Según un gran número de iraquíes locales entrevistados por importantes medios de comunicación en aquel entonces, ningún iraquí disparó contra la escuela ni contra los soldados norteamericanos. Algunos vecinos hablan de tiros disparados aleatoriamente al aire, mientras que otros dicen que ningún manifestante disparó tiro alguno, pero todos los testigos iraquíes niegan categóricamente que se disparase contra las fuerzas estadounidenses. Todos los testigos y los manifestantes iraquíes entrevistados posteriormente por Human Rights Watch declararon que en aquella manifestación nadie llevaba armas. Varios afirmaron que había habido tiros en otros barrios de Faluya, pero no en las inmediaciones de la escuela. Nantz, sin embargo, dijo que la manifestación empezó a hacerse más violenta y la multitud se mostró «hostil, empezó a lanzar piedras y, de vez en cuando, se efectuaron desde ella disparos al aire con diversas armas». Un soldado estadounidense fue alcanzado por una de aquellas piedras, según Nantz. A partir de ese momento, según su testimonio, la escuela empezó a ser atacada por tiradores situados entre la multitud. Los iraquíes que estaban allí aquella noche dicen que eso no es verdad. Los mandos estadounidenses afirman que sus tropas lanzaron granadas de humo y, posteriormente, recibieron órdenes de responder con fuego real. Al instante, la multitud se vio sorprendida por una lluvia de balas. Los estadounidenses dicen que llevaban gafas de visión nocturna y que, por tanto, sólo apuntaban allí donde veían fogonazos de disparos. Los iraquíes aseguran que el tiroteo no tuvo provocación previa y fue incontrolado. «Nosotros sólo gritábamos No hay más dios que Alá», recordaba Ahmed Karim, un habitante local que recibió una herida de bala en un muslo. «Habíamos llegado al edificio de la escuela y esperábamos hablar con los soldados, y ellos empezaron a dispararnos indiscriminadamente. Yo creo que sabían que no íbamos armados, pero querían hacer una demostración de fuerza para impedir que nos manifestáramos.»
«Llevábamos una foto de Sadam, sólo una», dijo Hasán, un joven de 19 años. «No estábamos armados y no se arrojó nada. Se habían oído algunos disparos al aire en las proximidades, pero eso había sido bastante antes y no allí. No sé por qué empezaron a disparar los americanos. Cuando se iniciaron los tiros, nosotros simplemente salimos corriendo.» Un adolescente de quince años, Ahmed Al Esaui, que recibió disparos en un brazo y una pierna, dijo: «Allí todos intentábamos huir a la carrera. Y ellos disparaban directamente sobre nosotros. Los soldados estaban muy asustados. No hubo tiros de advertencia y yo no oí aviso alguno por los altavoces».
En un momento, la manifestación de la calle Hay Nazzal se convirtió en un baño de sangre. Muchas personas describieron la escena como un panorama horroroso de personas heridas —niños entre ellas— tiradas por la calle mientras las fuerzas estadounidenses disparaban sobre quienes trataban de rescatarlas. «Empezaron a dispararnos de repente», recordaba Falah Nauar Dhahir, cuyo hermano fue asesinado ese día. «No cesaron de disparar hasta que la gente huyó de allí. Dispararon sobre la gente que trataba de sacar a los heridos del lugar. Y luego hubo disparos aislados, más bien como de francotiradores.» Mutaz Fahd Al Dulaimi vio cómo las fuerzas estadounidenses disparaban a su primo Samir Alí Al Dulaimi: «Había cuatro [soldados estadounidenses] en la azotea, los vi con mis propios ojos. Allí había una ametralladora pesada. Las ráfagas automáticas de disparos duraron diez minutos sin parar. Algunas personas cayeron al suelo. Si alguna se levantaba, volvían a dispararle». Los conductores de las ambulancias también comentan que las fuerzas estadounidenses les dijeron «¡Márchense!».
«Estábamos sentados en casa. Cuando empezaron los disparos, mi marido trató de cerrar la puerta para que los niños no salieran; en ese momento le dispararon», explicó Edtesam Shamsudeim, de 37 años, que vive muy cerca de la escuela y también recibió un disparo en la pierna. Aquella noche, más de 75 personas resultaron heridas y, al menos, 13 murieron. Entre los muertos, había seis niños. «La acción fue nítida y precisa», comentó Nantz. Los soldados, según dijo, «devolvieron los disparos contra quienes les estaban disparando, y si otras personas resultaron heridas, lo lamentamos mucho». La versión estadounidense de los hechos fue puesta en cuestión casi desde el momento mismo en que los periodistas visitaron la zona. En una crónica desde Faluya, el corresponsal del rotativo londinense The Independent, Phil Reeves, escribía lo siguiente:
No hay orificios de bala visibles en la fachada de la escuela ni marcas reveladoras de un tiroteo recíproco. De hecho, en el lugar no hay marca alguna. Sin embargo, las viviendas que hay al otro lado [...] están salpicadas de señales de ráfagas de ametralladora que arrancaron pedazos de hormigón del tamaño de una mano y dejaron agujeros tan profundos como un bolígrafo. A la pregunta de por qué no había orificios de bala, el teniente coronel Nantz respondió que los disparos iraquíes habían ido dirigidos por encima de las cabezas de los soldados. Nos llevaron a ver dos agujeros de bala en una ventana superior del edificio y unas marcas en una de las paredes, pero se hallaban en un flanco distinto de la escuela.
Se plantean, además, otros interrogantes preocupantes. El teniente coronel Nantz dijo que las tropas habían recibido disparos procedentes de una casa situada al otro lado de la calle. Los estadounidenses nos enseñaron varias ametralladoras ligeras que, según dijeron, habían sido recogidas del escenario del tiroteo. De ser cierto, ésta fue una misión suicida de los iraquíes: nadie que hubiese atacado el edificio desde una posición fija a menos de 40 metros de distancia habría tenido posibilidad alguna de sobrevivir.
La afirmación estadounidense de que entre la multitud había 25 pistolas también daría a entender que los manifestantes habían ido allí a morir o eran simplemente estúpidos. Y los iraquíes han aprendido en las últimas semanas que si no detienen inmediatamente sus vehículos al llegar a un puesto de control estadounidense, tienen muchas posibilidades de ser acribillados a tiros.
En la investigación que realizó sobre el terreno, Human Rights Watch (HRW) descubrió que «las pruebas físicas halladas en la escuela no concuerdan con la hipótesis de un ataque real contra el edificio como el descrito por las tropas estadounidenses». La versión de éstas «contrastaba frontalmente», afirmaban los investigadores de HRW, con las pruebas descubiertas en las viviendas situadas justo enfrente de la escuela, que tenían «marcas de más de 100 balas —tanto de calibre pequeño como de calibre grande, como el del fuego de las ametralladoras pesadas— disparadas por soldados estadounidenses. Las fachadas y los muros perimetrales de siete de las nueve viviendas situadas enfrente de la escuela mostraban desperfectos importantes ocasionados por balas, y seis de aquellas casas habían sido alcanzadas por más de doce impactos cada una. [...] No se halló marca alguna de disparos en los niveles superiores de las viviendas, pese a las declaraciones de los soldados estadounidenses, que afirmaban que habían apuntado a tiradores que les disparaban desde los tejados del otro lado de la calle».
Toda esperanza que Estados Unidos hubiera podido tener de que su retórica sobre «ganarse los corazones y las mentes» de aquellas personas hubiese podido hallar cierto eco en Faluya se perdió para siempre aquella noche sangrienta. La mañana después de los disparos, se celebraron funerales por los fallecidos conforme a la tradición islámica. Una bandera iraquí ensangrentada ondeaba en el exterior de la sala de urgencias de un hospital local, que se esforzaba por atender a los heridos al tiempo que las noticias sobre la masacre se extendían como la pólvora por todo Faluya y el resto del país. «No nos quedaremos callados ante esto», dijo Ahmad Husein, sentado en un hospital de Faluya junto a su hijo de 18 años, a quien los médicos pronosticaban una muerte segura por culpa de la herida de bala que tenía en el abdomen. «O se van ellos de Faluya o los echamos nosotros.» En la prensa internacional, hubo comparaciones de aquel suceso con la masacre del «Bloody Sunday» (o «domingo sangriento») de 1972, cuando soldados británicos abrieron fuego contra unos manifestantes católicos irlandeses y mataron a 13 de ellos, un acto que contribuyó a popularizar y a movilizar al Ejército Republicano Irlandés (el IRA).
La mañana del miércoles posterior a los asesinatos, un millar de personas se lanzaron a las calles de Faluya para protestar contra la masacre y para exigir que las tropas estadounidenses abandonaran la ciudad. Se concentraron delante de la antigua sede central del partido Baaz, tomada —al igual que la escuela— por los estadounidenses. La agencia de noticias UPI informó que «el panorama en la calle era caótico: soldados estadounidenses apuntando con sus armas hacia la multitud desde edificios que Estados Unidos ha venido utilizando como campamento base, mientras un par de helicópteros de ataque Apache sobrevolaban el escenario en círculos apuntando con sus armas a la muchedumbre allí congregada durante toda la mañana». Una vez más, la protesta acabó en derramamiento de sangre, ya que las fuerzas estadounidenses dispararon y mataron a cuatro personas e hirieron al menos a otras quince. Como ya ocurriera con el incidente de la escuela, los mandos militares estadounidenses declararon que sus fuerzas actuaron en defensa propia. Pero los periodistas de medios informativos de prestigio que acudieron posteriormente al escenario contradijeron esa versión. El corresponsal de UPI en Faluya, P. Mitchell Prothero, informó que «ninguno de los muertos ni de los heridos del incidente del miércoles parecía ir armado y ninguno de los manifestantes allí congregados exhibió ninguna clase de arma. En más de una docena de entrevistas realizadas a testigos del tiroteo, los iraquíes han negado que se hubiera disparado tiro alguno contra las tropas estadounidenses. Los únicos casquillos de bala hallados en la zona fueron los de calibre de 5,56 milímetros utilizados por los soldados de Estados Unidos, pero ninguno de los de calibre de 7,62 milímetros que se emplean habitualmente con las AK-47, el arma preferida de los iraquíes».
Los testigos afirmaron que un hombre recibió disparos en la cara y el pecho. Sus amigos dijeron que era padre de cuatro hijos. Las personas entrevistadas por el Washington Post dijeron que las fuerzas estadounidenses que patrullaban los barrios de Faluya «disparaban sin que les importaran mucho las vidas de civiles». «Esto es exactamente igual que lo que sucede en Palestina», explicó al diario Ahmed Yaber Saab, profesor de geografía cuyos dos sobrinos habían sido heridos por las fuerzas estadounidenses. «Yo no me lo creía hasta que lo he visto por mí mismo.» Mientras preparaba un cuerpo para su entierro tras los asesinatos, el jeque Talid Alesaui, un clérigo suní, ironizó sobre la retórica estadounidense: «Entendimos que la libertad significaba que podíamos manifestarnos —dijo—, pero los disparos con los que fuimos recibidos no eran libertad. ¿Es que acaso hay dos tipos de libertad, una para ustedes y otra para nosotros?» Ése era un sentimiento muy extendido en la ciudad. «¿Es ésta la libertad y la liberación de Bush?», preguntaba Faleh Ibrahim, un vecino de Faluya, mientras desfilaba junto a centenares de personas camino de un cementerio acompañando los ataúdes de dos de los muertos. «No queremos a Bush y no queremos ser liberados. Los iraquíes traeremos nuestra propia liberación.»
Unas horas después de que se produjera aquella segunda tanda de asesinatos en Faluya, aterrizaba en el aeropuerto de Basora el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, lo que, en aquel momento, lo convertía en la autoridad estadounidense de más alto rango que visitaba Irak. «Lo que importa ahora es que un gran número de seres humanos inteligentes y llenos de energía han sido liberados —proclamó a su llegada—. Se han despojado del yugo de un régimen auténticamente brutal y despiadado, y eso es bueno.» En Faluya, los soldados estadounidenses abandonaron la escuela Al Qaed y establecieron definitivamente su cuartel general en las oficinas de la delegación del antiguo partido Baaz en la ciudad. Cerca de allí, alguien colgó una pancarta que rezaba: «Tarde o temprano, asesinos americanos, os echaremos a patadas».
Ese mismo día, también se publicó una carta de Sadam (por entonces, aún oculto en la clandestinidad) en la que llamaba a los iraquíes a «olvidar todo lo demás y resistir a la ocupación», y declaraba: «No hay mayor prioridad que la de expulsar al ocupante infiel, criminal y cobarde. Ninguna mano honorable puede estrechar la suya; sólo la de los traidores y los colaboracionistas». Entretanto, la Casa Blanca anunció que el presidente Bush declararía, al día siguiente, el fin de las principales operaciones de combate en Irak a bordo del USS Abraham Lincoln (el tristemente famoso momento en el que pronunció su «misión cumplida»). Lo cierto, no obstante, es que la guerra de verdad no había hecho más que comenzar y los acontecimientos de las 48 horas previas iban a desempeñar un papel decisivo. Esa noche, se lanzó una granada contra el nuevo cuartel general estadounidense en Faluya que hirió a siete soldados estadounidenses. Tras reunirse con representantes de Estados Unidos en un esfuerzo por impedir un mayor derramamiento de sangre, el imán Yamal Shaqir Mahmud, de la Gran Mezquita de Faluya, declaró que los americanos argumentaban que la presencia de las tropas era necesaria porque proporcionaban seguridad, «pero la gente de Faluya les ha dicho que ya tenemos seguridad». Para los habitantes de Faluya, su ciudad había pasado a estar oficialmente ocupada. «Tras la masacre, ya no creemos que los americanos hayan venido aquí a liberarnos, sino a ocuparnos, a quitarnos nuestra riqueza y a matarnos», dijo el líder local Mohamed Farhan.
La noticia de las masacres de Faluya no tardó en difundirse por todo Irak y el mundo árabe. En unas pocas semanas, ya había canciones populares en la radio ensalzando a la población de Faluya por haber hecho frente con valentía a las fuerzas de ocupación. También salieron al mercado copias de DVD con imágenes filmadas de los momentos posteriores a las masacres intercaladas con imágenes de ataques de la resistencia contra patrullas estadounidenses y escenas de películas épicas árabes. En uno de esos DVD, las imágenes de la película Black Hawk derribado, en la que se mostraba una matanza de soldados estadounidenses en Somalia, aparecían acompañadas de la voz del cantante de Faluya Sabeh Al Hashem, quien cantaba: «Faluya, ataca a sus tropas y nadie podrá salvar a sus soldados heridos. ¿Quién te trajo a Faluya, Bush? Te serviremos el elixir de la muerte». En otra canción, Hashem proclamaba que «el pueblo de Faluya es como una manada de lobos cuando ataca al enemigo».
Todo esto acabaría resultando inquietantemente profético cuando, menos de un año después, cuatro soldados de Blackwater se disponían a cruzar por el centro de Faluya a bordo de sus todoterrenos. Pero, mientras tanto, en las afueras de Washington, D.C., un neoconservador y «experto en terrorismo», L. Paul Bremer, se preparaba para un viaje a Bagdad, donde asumiría la dirección de la ocupación en nombre de la administración Bush. Erik Prince tampoco iba a tardar en tener a sus soldados privados preparados para prestar servicio como guardaespaldas personales de élite del hombre de Bush en Irak.