ARNING, y casi me lo llevo por delante, el pizarrón en la salida del metro de Notting Hill, que de nuevo nos previene contra bultos sospechosos. Anoche explotó un coche-bomba en el aeropuerto de Heathrow. Toma nota, si regresas volando. También anoche, estallaron dos bombas en París. Y también recoge el Times que la pasada madrugada se produjeron dos incendios en el Marine Hotel de Llandudno. Te veo ya corriendo con los otros ciento diecinueve huéspedes del hotel, en pijama y camisón… El Times sólo menciona el nombre abreviado de ese pueblo interminable del noroeste de Gales. Desde que lo vimos una vez escrito con todas sus letras en un muro de Pentonville Road, querías visitarlo, aunque fuera por unas horas. Las vacaciones más cortas en el pueblo más largo… ¿Por dónde andas?

Por aquí caminábamos, tu mano —enguantada— en mi mano, aquel frío sábado de febrero en que me abordaste en la estación de Paddington. Toda la vida…, hubiera debido decir que llevaba esperando. Una frase bonita. Y fíjate que me pareció verte de nuevo haciéndole gracias al monito del viejo organillero; pero desapareciste rauda en la riada. Creí volverte a ver, a la entrada del Electric Cinema. ¿Que no me alucine? Cuántas noches, en blanco y negro, pasamos ahí dentro.

Pero vine a Portobello y entré en el jardín del pub de Westbourne Grove, en el que alguna vez nos refrescamos, para beber y recordar otro sábado no precisamente de gloria.

Weekend de whisky y rosas, con espinas, en aquella villa florentina de Hampstead. Para mayor inri, entre risas, me dejaba cruzar la cara con un ramo de rosas sangrientes. El revuelo de la cabellera de fuego, a cada golpe, tras el velo de sangre. Lo veía todo rojo, girando rojo, en aquel aposento rojo. Me ayudan o me fuerzan a apurar un vaso, ¿roto? Sangre en el cristal, y la boca rojo sangre muerde mi boca. Otro trago, y unos sopapos, para reanimarme. Whisky y seudomasoquismo…, porque habíamos bebido demasiado y apenas lograba tenerme en pie.

Al despertar, tras un sueño agitado, me encontré convertido en Gregor.

Pero ella, la opulenta pelirroja en abrigo de pieles, no había sido un sueño. Allí seguía de pie, la belle dame sans merci, al pie de la gran cama con baldaquino de damasco rojo en la que yo estaba tumbado panza arriba. Desnudo. Y no me podía mover, atado de manos y pies a las cuatro columnas de la cama.

Vi de nuevo el brillo esmeralda de sus ojos, que me clavaban una mirada glacial. Al hacer un movimiento despectivo de cabeza, el abrigo de pieles le resbaló hasta los antebrazos y su cabellera llameó ensortijada sobre la nieve de sus hombros y de sus senos rotundos. Estaba desnuda bajo el abrigo, entreabierto, y alcancé a vislumbrar entre el pelaje oscuro la blancura marmórea de sus ingles finamente veteadas de azul. Se arremangó el abrigo hasta los codos, con enérgicos movimientos de peleona, y fue a tomar de la repisa de la chimenea un látigo enroscado como una cobra.

¡Espera! ¡Espera!, imploré impotente, al ver que ella blandía decidida el látigo hacia mí.

Reviví el trance hace un rato, en la tienda de tabacos y diarios frente al metro de Notting Hill Gate, al ver esas cartulinas en la cartelera de la entrada que ofrecen todas las sevicias y servicios del vicio inglés, todas las disciplinas de la cultura anglicaña ou anglicanne: SEATS RE-CANED, más caña, se asientan asientos…; CORRECTION SPECIALIST, tiene correa…; WHIP & WEEPS, látigo y lágrimas…; GERMAN GOVERNESS, institutriz alemana de mano dura… Miss Bottomlay sigue anunciándose, duro que te pego, y también la jugadora de blackjack con cara de póquer, la zorra del zurriago… Pero no necesitaba que ninguna de esas mercenarias sin merced me arrancase la piel a tiras para meterme en la del pobre diablo llamado Gregor.

Por el mercado de Portobello abajo, vine recordando aquel otro sábado, de un febrero cruel, en que fui a caer en las manos de la madonna mandona de las pieles.

La reconocí de inmediato, a la exuberante pelirroja bien arrebujada en su amplio chaquetón de satén escarlata ribeteado de piel blanca y arrellanada en la otomana de terciopelo rojo al fondo de aquella tienda de antigüedades en Westbourne Grove. En realidad vi antes su retrato, el gran cuadro al óleo colgado allí justo encima de su cabecita pelirroja: desnuda y blanquísima, entre las pieles oscuras que sujeta contra el pecho con la mano izquierda, descansa indolente apoyada con el codo izquierdo sobre la misma otomana roja. Era tal como me lo describió Gregor y no podía faltar el vergajo que sostiene como un cetro con la mano derecha. Y su pie derecho, desnudo, se apoyaba con descuido sobre el hombro de un joven delgado y sombrío, de oscuro, tendido como un perro, grgr, pobre Gregor…, que la mira con ojos de galgo apaleado o de mártir.

Se dio cuenta de que la reconocí, o que al menos, reconocí su kazabaika escarlata, y su mano izquierda empezó a agitar a manera de látigo el cordoncillo de su chaquetón. Después de mirarme de arriba abajo, me preguntó si era griego. Ni griego ni, aún, Gregor. Pero parece que yo le estaba predestinado porque vivía en la parte alta de Hampstead, cerca de Spaniard’s Road y del pub The Spaniard’s Inn, donde alguna vez te conté nuevas aventuras de Dick Turpin y Black Bess…; pero no fue en esa taberna casi rural donde nos tomamos las primeras copas del sábado, sino en el maremagno de The Cruel Sea, en ese recodo empinado de Heath Street, lo que me facilitó algún que otro piropo fácil: el mar cruel de tus ojos, mi martirio…

Esa misma noche, con una sonrisa irónica:

—¿Quieres ser mi nuevo Gregor?

El nombre que daba al que se ponía a su servicio, de criado para todo o —para llamar las cosas por su nombre— de esclavo.

Estábamos en su villa-museo de Hampstead, repleta de antigüedades, que era la réplica de la que ella había alquilado en Florencia durante un invierno de pasión.

Al llegar ante el muro que protegía el jardín de su casa, allí al claroscuro de luna, creí hallarme en la via San Leonardo. El aura de Florencia en las colinas de Hampstead. Ahora caminaremos en lo oscuro por el blanco paseo de camelios. Pensé con un escalofrío en el jardín de las delicias y de los suplicios de su villa en la orilla izquierda del río, di là d’Arno, frente al parque de los Coscine, que Gregor había cultivado con esmero y regado con su propia sangre. ¿No hay Florencia sin espinas? Al fondo del jardín, pellizcándose el seno izquierdo con la mano derecha y con la izquierda cubriéndose el monte de venus, la Venus blanca como una aparición. La Venere… Y tenía un aire italiano o latino el viejo criado cetrino y consumido, algo siniestro todo negro, que recogió solícito el abrigo de su señora y recibió humildemente su seca reprimenda por no haber encendido aún la chimenea del comedor.

Recorrí la villa con la extraña sensación de lo ya visto, de lo ya oído en realidad. El dormitorio enteramente adamascado de rojo sangre (suelo, paredes, cortinajes, el baldaquín de la gran cama de columnas) y en el techo la pintura de Sansón maniatado a los pies de la pelirroja Dalila en la otomana de damasco rojo…; la escalera de caracol de mármol que conducía desde el dormitorio a la suntuosa sala de baño circular, con la gran pila de mármol en el centro, bañada por la luz sanguinolenta que caía de la bóveda de cristales rojos…

Ella era mi cicerone y a veces yo completaba las informaciones, a medida que iba recordando.

Yo era, de nuevo, Gregor. El pobre Gregor sin recursos que aceptó irse a Florencia con aquella viuda rica, joven, guapa y caprichosa que lo esclavizaba. Y, al dejarse esclavizar con gusto, él la viciaba. La iba haciendo a su horma y medida. El esclavo nace pero el amo se hace…

El viaje en tren de Viena a Florencia (él, en tercera clase —y gracias a Dios que ella no encontró una clase más baja— y en primera la señorona envuelta en las pieles de su gran abrigo de viaje) lo reveo acelerado, como en una película de cine mudo: a cada parada, Gregor se baja de su vagón y corre al de su ama a recibir sus órdenes. En la Stazione Centrale hizo de maletero, acarreando el pesado equipaje de su ama hasta el coche de punto. En el Gran Hotel de Florencia ella se reservó las dos mejores habitaciones, con vistas al Arno, y Gregor se alojó en un tabuco sin ventanas y sin calefacción, en el cuarto piso. Pese a ello, los empleados del hotel pronto empezaron a murmurar que ella —la rusa, como la llamaban— tenía relaciones con su criado.

Nuevos ajetreos por las calles del centro de Florencia, ojeando el cartel de Camere ammobiliate, sube y baja escaleras y más escaleras, en busca de piso íntimo y confortable, mientras ella esperaba en el portal el resultado de sus pesquisas. Menos mal que, finalmente, su ama se decidió a alquilar una villa —más discreta para sus planes— y ordenó a Gregor que se paseara por la ciudad hasta la noche.

Fue (¿por la via de’Servi?) al Duomo, tal vez creyó flotar en el inmenso vacío de la catedral; luego lo veo bajando ligero por la via Calzaiouli hasta el Palazzo Vecchio; en la Piazza della Signoria se estremecería ante la estatua de Judith que cercena la cabezota de Holofernes y recordaría una vez más unos versículos del Libro de Judith que había leído tantas veces: «Para castigarlo, Dios lo libró a las manos de una mujer». A menos que recordase eso ante la Judith pintada por Cristoforo Allori, en la Galleria degli Uffizi, o ante la Judith dibujada por Mantegna en el mismo museo. O tal vez en ese museo sólo tenía ojos para La Venere dei Medici, que gozaba de toda su veneración, allí recogido en la Tribuna como en una capilla. Es probable que también visitara entonces el Palazzo Pitti para detenerse especialmente ante El suplido de los once mil mártires, de Pontormo, y ante ese bosque de los suplicios evocaría los gozos terribles que le producían de niño las lecturas de las vidas o más bien muertes de los mártires, sobre todo ilustradas. Y finalmente bajó al Arno (lo imagino por el lungarno Corsini, hacia los Coscine), se quedó mucho tiempo en sus orillas, sin sospechar que algunos meses más tarde desearía ahogarse en sus aguas, de reflejos acerados allá junto al Ponte Vecchio… Y divisaría en la distancia, entre tejados rojos, el Campanile y el Cupolone como el pálido Don Quijote y el sanguíneo Sancho Panza tutelares de la ciudad. Y contempló en torno las verdes colinas con sus cipreses, olivos, palacios, claustros, hasta las blancas villas desperdigadas a lo lejos, sin saber aún que en una de ellas hallaría a la vez paraíso, purgatorio e infierno.

¿Cómo prefería yo que se vistiera para la cena?

Me mostró o mejor dicho me exhibió su fastuoso guardarropa, o guardarropía, porque se trataba de las ropas de un teatro de la crueldad, y fui recorriendo cada una de las prendas que Gregor me había descrito con pelos y señales:

El vaporoso déshabillé blanco en que ella se presentó a Gregor por vez primera en la terraza, una mañana de tormenta, como su vecina de carne y hueso, tras tomarla la noche anterior por una Venus de mármol con abrigo de pieles.

El vestido de satén blanco y la kazabaika de satén escarlata ribeteada de armiño que ella llevaba cuando azotó a Gregor por vez primera, después de que él se lo pidiera de rodillas.

El gorro de cosaco de armiño con el que estaba tocada la noche en que ordenó a Gregor, después de darle un latigazo, que se arrodillara y la besara en la boca.

El traje de amazona de paño negro, con la chaqueta ribeteada de piel marrón, que resaltaba sus formas, durante el primer viaje en tren con Gregor, entretenida en introducirle caramelos en la boca o en peinarlo con los dedos, como a un perrito faldero.

El négligé de muselina blanca y puntillas con que ella recibió a su esclavo Gregor, durante la primera noche de hotel en Florencia, así como el abrigo de pieles marrón oscuro que llevaba sobre los hombros y se quitó compasiva para arrebujarlo, acariciarlo, besarlo sobre el diván, poco antes de que le soltara que la aburría y le diese un bofetón que le hizo ver las estrellas y oír su estallido.

El chaquetón de terciopelo, verde como sus ojos, orlado de pieles que acarician su garganta y su pecho contra el que ella apretó de pronto a su esclavo Gregor, ahogándolo a besos, durante la primera noche de pasión en la villa de Florencia recién alquilada, antes de hacerle copiar una declaración de suicidio: «Cansado de la existencia y de las decepciones que conlleva, he puesto fin voluntariamente a mi vida inútil».

El largo vestido de satén plateado, que moldea su cuerpo, a cada latigazo que propina a Gregor, atado a una columna de la cama de baldaquino por las tres gracias o desgracias negras, las crueles servidoras recién contratadas, que acaban desatándolo para que el esclavo se arrodille ante su ama y le bese el blanco pie que asoma bajo la orla de satén.

El vestido de terciopelo negro, de ancho cuello de armiño, con el que asiste al Teatro de la Pérgola, para recibir durante cuatro horas en su palco las visitas de sus «chevaliers servants», mientras su servidor Gregor hace guardia a la puerta.

Los zapatos de tacón alto que Gregor no lograba quitarle al regreso del teatro, arrodillado a sus pies, para ponerle las zapatillas de terciopelo, hasta que ella le propinó un latigazo. Y, de propina, un puntapié.

El abrigo de terciopelo negro en que se envolvió, y el baschlik oscuro en que envolvió su cabeza, al acudir al caer la noche a una cita con un pintor alemán en un frondoso rincón del parque de los Coscine escoltada por Gregor.

El vestido de terciopelo violeta realzado con ribetes de pieles y las botinas rusas del mismo material que llevaba ella cuando se prendó en el parque de los Coscine, en presencia de Gregor, de un apuesto oficial griego.

El vestido de muaré azul muy escotado y el abrigo de pieles blanco, sobre sus espaldas desnudas, tal como la divisa Gregor desde el patio de butacas del Teatro Nicolini mientras ella desde su palco devora con los ojos al bello griego en el palco de enfrente.

El pesado vestido de seda verdemar, que descubre sus brazos y el busto y hace un frufrú de fruición mientras baila hasta el alba en brazos del bello griego en la residencia del embajador de Grecia, seguida por los ojos llenos de lágrimas de Gregor desde la antecámara de los lacayos.

El vestido de seda gris plata sin mangas y muy escotado, que marca sus formas magníficas allí tendida en la otomana, al amor de la lumbre de la chimenea, acariciando la frente de Gregor, arrodillado lánguido a sus pies, besando sus ojos, hasta que ella se despereza y le anuncia que lo va a azotar un poco para que muestre un poco más de pasión. Luego lo ató a la columna de la cama con baldaquino, se puso la kazabaika ritual y le preguntó si quería ser azotado de verdad.

—Sí.

Entonces apareció, tras los cortinajes del baldaquino, la cabeza oscura y rizosa del griego, que empezó a azotarlo salvajemente mientras ella reía y preparaba las maletas.

El amplio abrigo de pieles de viaje que ella se puso para bajar las escaleras de la villa del brazo del griego y subir al coche que se la llevaba lejos de Gregor, atado a su columna de suplicios.

El comedor estará aún más frío, dijo tanteando los abrigos colgados en el amplio guardarropa. ¿No me importaba?, me preguntó con un brillo de complicidad en los ojos, al poner sobre mis brazos el abrigo de pieles marrón. Se lo puse sobre los hombros y acaricié su nuca al levantar los bucles de fuego sobre el cuello del abrigo. Se lo echó ligeramente hacia atrás, rozando mi cara, y sentí en los suaves pelos el calor y el perfume de su cuerpo.

Cena íntima a dos velas, servidos por el viejo criado de guante blanco. Pronto entramos en calor y nuestras bromas subían de tono. El criado iba y venía con aire cada vez más serio. Al ir a llenarme de nuevo la copa, vertió el burdeos sobre el mantel y salpicó el escote, aún más blanco, de su señora. ¡Ahora debería darle un bofetón!, exclamó ella, y ambos nos echamos a reír. El criado parecía desconcertado, en suspenso, hasta que se retiró rojo como el burdeos.

Después de la cena fría, la escena tórrida: mientras nos besábamos tendidos sobre la piel de oso blanco, al amor de la lumbre de la chimenea, descubrí en la penumbra roja del fondo de la sala la silueta sigilosa del viejo criado. Le gusta ver que me divierto, dijo ella, y se echó a reír contra mi cuello.

Algo después, sin que nadie lo hubiera llamado, se presentó de nuevo ante nosotros trayendo en bandeja vasos y una botella de whisky. Esa noche no era, por lo visto, su noche. Al arrodillarse para servirnos, rompió un vaso. Entonces, sí, ella le dio una bofetada que resonó en toda la casa. El viejo criado siguió de rodillas, impertérrito, recogiendo del suelo trozos de cristal. En esa postura, al alzar hacia su señora la cabeza (creí por un momento que le ofrecía la otra mejilla), reconocí de pronto la cara, mucho más vieja, con idéntica expresión de vejación satisfecha, del joven de perfil de galgo tendido a los pies de la dama del látigo y de las pieles en el cuadro (¿una copia?) que había visto en la tienda de antigüedades de Westbourne Grove.

Comprendí más tarde, demasiado tarde, que el viejo no era realmente un criado y que yo había sido invitado por su bella dama sin merced a esa villa o museo o teatro de la crueldad únicamente para hacerlo sufrir más.

¿Y luego yo haría de suplente, de chivo o chicote expiatorio? (The whipping playboy?…)

Habíamos o había bebido demasiado la noche anterior y ordenaba apenas mis recuerdos… El whisky, las risas, las rosas…

Su boca carnosa y muy roja, entreabierta, jadeando. Sus sienes húmedas de sudor.

Después de cruzarme y recruzarme la cara con el ramo de rosas ya rojas.

Me dejaba llevar a la gran cama roja.

Su descabellada proposición de que podíamos hacer el amor sólo si me dejaba azotar antes con un látigo de verdad.

¡Espera!, grité al ver el látigo en su mano en alto, tratando de ganar tiempo. Adivinarás fácilmente cuál fue mi elección.

Hacía fresco en el jardín de este pub de Westbourne Grove, tan cerca de donde estaba aquella extraña tienda de curiosidades, y me refugié en el humoso salón. Miré de nuevo, sobre el mostrador, el anuncio de los dedazos que apresan la dorada copa de jerez o de sol que me recuerda todas aquellas cartas comerciales o beberciales que escribía de corrido correctamente. Rectamente. In vino veritas. En vano… Al menos las leía alguien.

El látigo seguía en alto, no lo olvido, y recuerdo que antes de decidirme trataba de imaginar el dolor, la mordedura del látigo, un latigazo y otro latigazo —¡otro latiGOZO!— y acabé de un trago este mal sherry que tú llamas xérès.