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erry & Tom’s, creo, el antiguo nombre de estos grandes almacenes recién convertidos en Babilonia de babioles, de bagatelas multicolores, que se diría que retorna a sus mejores tiempos, a los locos veinte, con el disloque charlestonante de este té danzante que resuena hasta aquí, en la azotea babilónica de Biba. Pensé que este jardín pensil era el escenario ideal para deshojar la margarita del día y tal vez contarte el cuento del hada encantadora que se convirtió en hado. Más en serio: se me ocurrió venir a este té para dos mil al pasar esta tarde ante el Empire, incluso te busqué con la mirada en la cola de fans de Robert Redford, y me dije que a lo mejor también tú te dejas caer por aquí. (Si no estás en Londres, confío en que no andes inoportunamente por Oporto, o por Lisboa, donde, según el Times, se dieron nuevos casos de cólera.)
Agradable hoy en alto grado (unos 23°) este roof garden de las delicias. Te maravilló cuando lo descubrimos este invierno: bajo nubarrones de hollín, entre chimeneas y tejados oscuros, un edén lujuriante, con manzanos incluso, para los disfrutes prohibidos. El jardín de las esperas ahora, aunque no me hago demasiadas ilusiones. Ni un alma en aquella tarde glacial, pero se diría que temías al ojo del gran Voyeur. ¿Golden o de cera? No querías que mordiera la manzana de la discordia, ni tus labios como moras. Amoratados, amor. Y parece que sigo en Babia, y no en Biba, al evocar el beso perdido. Cuánto me costó que despegaras los labios. Hasta que al fin, para demostrarme que eras perita, se te antojó que aquel arbusto envuelto en un plástico era un peral silvestre. Oui, duchesse! Hice tantos malos juegos malabares con manzanas y peras peradisiacas, ¿recuerdas?, que tuviste que plantarte. ¡Pero bueno! Otra pirueta, no…
El gemido del saxofón afónico, blues de un lunes azul, a la hora gris del té, me hizo caer en la cuenta: vine a este bazar déco a decorar la nostalgia, para encontrarte acaso al contarte la historia de un amor de perdición en Nueva York.
Esta historia te la contaría ab ovo: Erase un verano en West Egg y East Egg, que así ahuevamos por su forma Great Neck y Glen Cove, esos dos promontorios de Long Island. Allí pude ver cómo vivían y se divertían los ricos —en mansiones con parques, piscinas de mármol y playas privadas—, tan distintos a nosotros los pobres mortales. Aquel verano ardía en fiestas fastuosas y una mujer era el foco —y la causa— de tanto fuego fausto.
Todos estos maniquíes que pasan y posan y mariposean ahora por el jardín, con sus vestidos blancos, me la recuerdan. En especial la bella del sombrero malva, con un mechón como una pincelada oscura sobre su mejilla, que se deja llevar leve y altiva en la silla de la reina por los dos galanes en trajes blancos de franela que ríen, Se ha torcido un tobillo…, y fueron a depositarla delicadamente en el diván-con-vaivén al fondo del jardín. Ella es la reina del jardín, de este té de una tarde de verano, y de vez en cuando vienen a rendirle pleitesía y a columpiarse junto a ella bellas y galanes. Pensé en la Reina de las Hadas en un cuadro victoriano de El sueño de una noche de verano que alguna vez contemplamos en la Tate. La magia de sus mejillas, muy pálidas, y los pómulos como pétalos rosados. Pobrecilla, está paralítica, creí por un momento, antes de oír las risas de los porteadores de buen porte, y recordé las primeras palabras que oí de labios de mi bella de Louisville la primera vez que la vi, un cálido y ventoso atardecer de verano, en que acudí a cenar a su mansión de East Egg en compañía de un primo lejano suyo y compañero de universidad de su marido: «I’m p-paralysed with happiness», saludó riendo a su primo, tras intentar incorporarse en el enorme sofá en que se hallaba encaramada junto a otra muchacha más delgada y de aspecto deportivo, también de blanco, que era la que de verdad parecía paralizada, aunque no de alegría, tumbada en difícil equilibrio. Recordé sus primeras palabras pero en realidad al principio fue la voz, esa voz tan suya, acariciante o desgarradora, excitante con un temblor de excitación, suave o ronca, tan modulable, que todos los que nos hemos enamorado de ella no conseguimos olvidar jamás. Apagada a veces por la emoción, avivada de pronto y cálida como una llamarada, en el clímax, lánguida y soñolienta en momentos de reposo, con un deje amargo de acidia o de aburrimiento, argentina y enseguida gorjeante en situaciones alegres, desgranando risas y tartajadeos casi infantiles, insinuante otras veces en susurros sinuosos, se diría que para obligarnos a bajar la cabeza. Una voz rica y (¿era ése su secreto?) de rica. Como bien vio y oyó su amante nuevo rico: Su voz está llena de plata… Cantante y sonante, tan cantarina, llena de resplandores y de música.
El gemido comedido, muy bajo, de un banjo. ¿Me dará llorona? Este blues se sube, traidor, a la cabeza, como tú dirías.
Aunque sólo es la hora mate del té, me gustaría que acudieras con un bourbon, hielo, azúcar, y unas hojas de menta machacadas a darme un julepe. Gusto fresco de un agosto agobiante en Nueva York. Tampoco estaría nada mal que aparecieras ahora en faldellín tableteado y con un collar de perlas de tres vueltas, contoneándote con un vaso de scotch en una mano y un ginfizz en la otra, a sacarme a brincar. Y a brindar antes por Scott Fitzgerald. Trinca, brinca y sé feliz, nuestro lema elemental. Resérvame el último vals, por favor, aunque sea a las tres de la madrugada, antes de que empiecen a embalsamar. ¿Otra danza macabra?
No me digas que no le cae bien «El prisionero de Zelda» al pobre Scott Fitzgerald, preso y presa de aquella esposa loca, su Zelda de castigo, aunque fuera ella la que acabó recluida, te dije para mis adentros hace un par de horas al pasar en Leicester Square ante el cartelón del Empire que anuncia The Great Gatsby. Imaginé cómo te revolverías, acusándome una vez más de caer en el chiste machista.
Acodado ahora en el muro de este jardín colgante, envuelto en aromas de jazz minucioso, orquídeas y orquesta, entre caballeretes y damiselas de trajes blancos que se toman por dobles de Robert Redford y de Mia Farrow, vuelvo a pensar en el desventurado Scotch «Gin» Fitzgerald, como lo alcoholizamos alguna vez, desafiando la ley seca, mientras sigo distraído desde cien pies de altura las carreras de ciempiés de la multitud por Kensington High Street. Y en realidad la reveo: su rostro triste y seductor, los ojos con mucha luz, la boca apasionada, rojo sangre, el brillo de sus cabellos oscuros que besé al amor de la lumbre de la chimenea aquella fría tarde, en vísperas de venirme a Europa, en que estuvo en mis brazos una eternidad fugaz. Esa cara era una máscara cambiante que podía adoptar una expresión aburrida, y sus labios formaban entonces un pliegue desdeñoso. ¿Persona vacía al borde del vacío?, vacilaba una vez más mirando en derredor. Adivinaba su figura en la esbelta beldad que lucía sus piernas, enfundadas en medias de seda blancas, desde el oscilante diván del fondo.
Gracias a su primo Nick empecé a saber cómo era aunque nunca llegué a conocerla verdaderamente (¿alguien lo hizo?), me enteré de algunos episodios de su pasado, de sus orígenes de hija de familia bien de Louisville. Aunque nunca estuve en Louisville, Kentucky, puedo recordar las calles en que resonaron sus pasos junto a los marciales de un enamorado de uniforme una noche de noviembre en que caían las hojas, puedo revivir de modo vicario momentos cruciales: soy yo el teniente que la besó por vez primera a pie firme en una acera blanca a la luz de la luna y bajo las estrellas; yo, el tenientucho que la poseyó otra tranquila noche de octubre, el mismo que dos noches más tarde la volvió a besar en un sofá de mimbre en el lujoso porche de su casa. Estaba resfriada y su voz, algo ronca, resultaba especialmente seductora. Aquel mes de amor no podía durar eternamente. Tras algún intento de rebelión fallido, se plegó a los deseos de su pudiente familia y dejó al soldado sin porvenir por un mejor futuro y partido: un rico heredero de Chicago que le había de dar todo lo que ella merecía.
No lo dudé, al verme en su regia mansión colonial estilo Rey Jorge, pero comprendí también enseguida que aquel marido atlético y grandullón —«Hulking», como ella lo llamaba, sacándolo de quicio— no podía aportarle la emoción sofisticada que ella necesitaría a veces. (Sofisticada, sí, ella se consideraba sofisticada, aunque sólo tenía veintitrés años.) Lujo y calma, sin voluptuosidad. Tal vez ella presintió eso mismo, cinco años antes, en un momento de lucidez, ¿o de remordimientos?, la noche anterior a la boda, cuando se emborrachó por vez primera —y última— con una botella de Sauternes, y tiró a la papelera el regalo del futuro marido: un collar de perlas de, si no taso mal, trescientos cincuenta mil dólares. (Pero ella necesitaba ser libre, que la liberasen de su posesiva familia.) Después de un baño frío y algunas inhalaciones de amoniaco recuperó el sentido y el collar, que luciría en la cena de esponsales. La boda se celebró por todo lo alto y fueron felices y…, hasta que cinco años más tarde hizo su aparición el antiguo y pobre enamorado convertido en magnate magnético, dotado de grandes poderes de atracción. Poderoso imán es don dinero. El misterioso magnate compró una sombría y colosal mansión en West Egg, el menos chic de los dos Egg, casi una extravagante réplica de algún ayuntamiento medieval de Normandía, con su torre lateral y todo, enfrente mismo, al otro lado de la bahía, de la alegre mansión roja y blanca de su amada, en East Egg. Algunas noches de verano salía a la terraza de su mansión a contemplar la estrella polar que polarizaba su atención: la luz verde en la punta del embarcadero de la casa de ella. Empecé a acudir a las fiestas multitudinarias que daba casi todas las noches el magnate de pasado oscuro y presente aún más turbio, asistí impotente a sus maniobras de acercamiento y envolvimiento para recuperar al amor perdido. Pero no tardé en comprender que no acabaría saliéndose con la suya.
Era elegante, con aires de tipo duro, y ponía excesivo cuidado en hablar con esmero. Tenía unos treinta y uno o treinta y dos años, y era de la misma generación que el rival. Aunque no de la misma clase. Ya no le faltaba el dinero, como en los días de Louisville, pero le faltaba, creo, la falta de escrúpulos y la brutalidad del marido. Y al momento veo cómo le rompió la nariz a su amante (sí, el marido también tenía su amante, una mujer casada con la que se citaba en Nueva York), de un manotazo, cuando ella se empeñó en seguir pronunciando el nombre de su mujer. La falta de escrúpulos, o quizá sería más exacto decir de conciencia, la demostraría otra vez más al intentar desembarazarse del amante de su mujer.
La rivalidad entre marido y amante se zanjó una sofocante tarde de agosto en una suite del Hotel Plaza que alquilamos, creo que éramos cinco, con la absurda idea de tomarnos unos julepes de menta. En realidad la instigadora fue ella, que propuso que alquiláramos cinco cuartos de baño en el Plaza para darnos baños fríos.
Abrimos todas las ventanas, en busca de aire, y mirando hacia las arboledas de Central Park me evadía por senderos que conducían al pasado. Ella nos dio la espalda y se puso a peinarse frente al espejo. (La veía tiempo atrás, en el dormitorio del amante, deleitada cepillándose el pelo con un cepillo de oro.)
La suite se convirtió en el ring de un largo combate, de las cuatro a las siete de la tarde, en el que ella era el bello trofeo. Y el árbitro. Ella eligió finalmente la seguridad. Y no creo que lo hiciera sólo por Pammy, su hijita de tres años. Eligió finalmente la seguridad de un marido tan sin escrúpulos como ella.
No se cruzaron más que palabras (ella reconoció de viva voz delante de todos, tras iniciales titubeos y retrocesos, que en realidad no quería a ese amante salido de las sombras del pasado y que además, según le acababa de revelar el marido, podía acabar en la sombra porque sin duda andaba metido en negocios sucios), pero fueron tan contundentes que el amante acabó fuera de combate, tan muerto como lo estaría dos días después a balazos por una serie de circunstancias y malentendidos tan rocambolescos que parecían de novela. No lo mató en realidad la artería del marido de la amante (que le hizo creer al marido de su propia amante, atropellada poco antes por el auto del amante de su mujer, que había sido éste el culpable de esa muerte cuando en realidad había sido su amante, esto es, su propia mujer, la que conducía el auto en el momento del atropello), lo mató el desamor. La pistola sólo dio el tiro de gracia. ¿Y ella, qué hizo ella? Se fue de viaje con su marido, cuando supo la muerte, y no envió ni una flor.
Al principio de ese verano de amor y muerte ella reconoció que se había vuelto demasiado cínica últimamente. Tal vez tenía razón. ¿Últimamente sólo? Guardo para el final esta imagen del principio de nuestro idilio.
Estamos sentados en los dos extremos de un largo sofá, mirándonos fijamente, y en el rostro tan blanco de ella hay un surco de lágrimas.
Es hora de irme y me acerco yo también a rendir pleitesía a la bella inmóvil en el balanceante diván del fondo. Perfecto, impasible maniquí de escaparate, tan bien vestido y tan sin alma como ella.