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uardo un recuerdo tan intrincado e intrigante de mi último fin de semana en Newmarch —último y no más, se acabaron mis expediciones de bon snob a la jungla de la alta sociedad inglesa— que he vuelto al punto de partida para tratar de desenredarlo. Desde este mismo andén de la estación de Paddington partí aquel apacible mediodía de verano hacia una nueva frontera —¿una Inglaterra incógnita?— que no sé aún qué límites trazaba, acaso los de mi propia marcha por el laberinto (salas, corredores, galerías, escaleras de caracol, terrazas, cenadores, alamedas: hipótesis, especulaciones, presunciones, dudas…) de Newmarch. En aquella mansión circundada por un parque de senderos que se bifurcan, apenas a una hora de Londres, creí entrever una nueva dimensión, inquietante, en la que tal vez se producían extrañas mutaciones.
Como para prepararme a los cambios que me esperaban, se destacó en el andén la cabeza ensortijada, hermosa pero sin seso, de Gilbert el Estólido. Seguro de que no me reconocería, di media vuelta y me alejé hacia otro vagón. Habíamos coincidido alguna vez en Newmarch y no hace falta ser Sherlock Holmes —por cierto, el gran sabueso partía con frecuencia de esta estación hacia sus aventuras— para deducir que no viajaba a Birmingham y que era uno de los invitados a nuestro retiro en el campo.
Leía hace un momento el gran panel negro de los destinos (me gustaría ir algún día a Land’s End) y me dije que del mismo modo que todos estos trenes partirán rápidos hacia Birmingham, Cardiff, Reading, Penzance…, mis recuerdos también pueden partir en direcciones distintas desde la estación de Paddington. Si retrocedo hasta el fondo de esta nave de hierro y cristal, y unos cuantos años, hasta aquella mañana del primer sábado de febrero, y subo hasta el andén elevado de la línea Metropolitan, me encontraré solo allí zapateando en el suelo —de hielo, se diría— a la espera del metro que no acababa de llegar para llevarme a Ladbroke Grove; pero en realidad esperaba sin saberlo a la esbelta viajera de melena y ojos negros, bien protegida en una canadiense, algo usada, todo hay que decirlo, que al cabo de unos minutos vendría resuelta a preguntarme en inglés si llevaba mucho esperando.
Toda la vida, hubiera debido contestarte entonces, y tú te habrías echado a reír, desaprobando con la cabeza, como harías ahora, si me leyeras, barriendo con tu pelo mis palabras.
Pero vuelvo sobre mis pasos, para no hacer esperar más a Gilbert, que ya no era estólido, y vino a mi encuentro para saludarme, entabló conversación conmigo y hasta me propuso, dando muestras de buen juicio, cambiarse a mi vagón.
Volvió acompañado de una atractiva desconocida que resultó ser la irreconocible, tanto había rejuvenecido, cuarentona o cincuentona, nunca estuve seguro de su edad, que se había casado cinco años atrás con el hombre de treinta años y cara de bebé que yo —y ella— habría de llamar el pobre Guy.
Guy tomaría luego otro tren a Newmarch, escoltando a la brillante Lady John (estos cambios de pareja se estilan mucho en Newmarch), y su mujer viajaba en nuestra buena compañía. Qué suerte, le dije riendo a Gilbert, que, con el marido fuera de circulación, seamos tú y yo los que disfrutemos de ella. Lo que entonces dije en broma sé ahora que escondía, de veras, mi deseo más profundo.
Horas más tarde, en Newmarch, me topé en un corredor con un desconocido de unos sesenta años que era en realidad, o en irrealidad, porque no daba crédito a mis ojos, el pobre Guy. Su cara pulida de bebé era ahora una máscara pálida y apergaminada. Pude examinarlo con más detenimiento durante la cena, aún más deslucido, ajado, cabizbajo, junto a la altiva joven de unos veinte años, resplandeciente de lamé de plata y pedrería, que era su mujer. Toda ella, sus ojos azules dilatados, su bello pecho escotado, titilante, su espalda tersa, irradiaba una juventud y vitalidad triunfantes.
Calculé veinte años pero si se hubiera vestido o disfrazado adecuadamente hubiera podido representar igualmente quince años a la perfección.
Cambiamos cada siete años, me dijo una vez, pero yo cambio cada siete minutos.
La donna è mobile…
En realidad, bromeó, tengo noventa y tres años.
Llegué a preguntarme, al final de mi estancia en Newmarch, si no estaría diciendo la verdad.
¿Sería posible remontar el curso de la vida hasta su fuente secreta?
¿Juventud, belleza, inteligencia…, eran fluidos vitales que podían ser transfundidos de un ser a otro? ¿De qué modo? ¿Por alguna alquimia amorosa? ¿Qué ósmosis existía entre Guy y su mujer?
Fue ella misma la que alentó mis conjeturas iniciales y quizá las sembró, desde nuestro encuentro en la estación de Paddington. Me explicó que el cambio que había experimentado Gilbert se debía a que últimamente había entrado en su vida una mujer muy inteligente…, Lady John.
Pero poco después, al comienzo de ese fin de semana, pude comprobar que la brillantez de la vanidosa Lady John era meramente mundana y superficial, carecía de la consistencia necesaria para poder metamorfosear a un tonto congénito en un hombre de ingenio. Por otro lado, su vivacidad y listeza de relumbrón no daban muestras de apagarse o al menos de irse atenuando para que siguiera brillando Gilbert.
Dar juventud, belleza o inteligencia a otro —y ahí tenía ante mí al pobre Guy y a su mujer— significaba inevitablemente irlas perdiendo. Sin sacrificio, voluntario o involuntario, no se producía el milagro.
La mujer del pobre Guy parecía compartir mis deducciones aunque aparentaba (¿para protegerse?) no comprender el alcance de mi teoría.
A la mañana siguiente de mi llegada a Newmarch, cuando paseaba con ella por la terraza, descubrió de pronto, en un rapto de intuición, o fingió descubrir de pronto a la víctima secreta de Gilbert. (Víctima, según mi teoría, benefactora en el eufemismo de ella.) Bella, espiritual y enigmática, de cándidos ojos claros, Mrs. Server (qué hay en un nombre, Dios mío: he ahí a la sierva del señor…) irradiaba abnegación y hasta cierta avidez por ser sacrificada. Su timidez quizá disimulaba (¿iba de un invitado a otro buscando a alguien que pudiera descifrar en su mirada cada vez más triste y en su sonrisa cada vez más leve que necesitaba ayuda?) la tormenta y el tormento interior, las pruebas (¿y oprobios?) a que estaba siendo sometida. Tuve la impresión de que, más que los otros invitados, avanzaba enmascarada.
La recuerdo de modo especial en el salón de los retratos, con Gilbert y el pintor Obert, ante el hombre de la máscara en la mano. Un joven de cara blanqueada y sin cejas, como la de un payaso siniestro, con un paletó oscuro, que sostenía en la diestra una bella máscara quizá de cera.
La máscara de la Muerte, interpretó dramática Mrs. Server.
O la de la Vida, aventuré, que va a enmascarar la horrible de la Muerte.
O la del Arte que va a embellecer la cara sin cera y lívida de la Vida.
¿El hombre iba a ponerse la máscara o se la acababa de quitar?
¿Su cara blanqueada era en realidad otra máscara? ¿Y debajo había otra máscara? ¿Qué ocultaban en definitiva esas máscaras superpuestas?
El pintor Obert vio oportunamente que la encantadora cara de cera en la mano se parecía a la de Mrs. Server.
Y Gilbert observó, con tino, que el hombre de la máscara se parecía al pobre Guy.
Doble juego de máscaras superpuestas, de la Vida y la Muerte…
Mucho después llegaría a desarrollar una teoría cebollina —«oniontológica», digamos— para pelar el ser o no ser y la nada, llegar al corazón del problema. Vamos quitando máscaras, caras, capas sucesivas, y al final no hay nada, no hay secreto.
Pero yo estaba convencido, en Newmarch, como si fuera un nuevo Ponce de León, de que habría de descubrir la fuente secreta que secreta vida.
No sé si estaba en realidad en un laberinto de Creta o de cretino, de secreta obsesión, siguiendo los hilos cada vez más enmarañados de mis conjeturas, o delirios, que descartaba y sustituía con creces gracias a la ayuda de la mujer del pobre Guy. Yo era el sabueso que ella azuzaba convenientemente, en su propia conveniencia, sin duda. Observaba, más bien espiaba, a los invitados, sus movimientos, gestos, miradas, aventurando distintas posibilidades que me ayudaran a establecer qué relaciones mantenían unos con otros, estableciendo hipotéticos lazos que deshacía a la vista de algún nuevo indicio para anudar otros nuevos que quizás no eran menos ilusorios.
Conocía perfectamente el quién es quién de aquella alta sociedad pero no quién era de quién.
¿El pobre Guy era sólo de su mujer, o quizá tenía o aspiraba a tener relaciones con Lady John, o con Mrs. Server? ¿O con todas ellas?
Según Mrs. Server, a Guy no le importaba ella, sino Lady John, a la que sólo le interesaba Obert. Y Obert, si yo no era corto de vista, andaba detrás de Mrs. Server.
La mujer del pobre Guy llegó a acusarme de ver demasiado. No estoy seguro. ¿Qué relaciones tenía ella con Gilbert? ¿Y éste, con Lady John, con Mrs. Server? ¿Usaba como pantalla a la vistosa Lady John para ocultar sus relaciones —quizá inconfesables— con Mrs. Server? ¿O trataba de ocultar con torpeza manifiesta sus fingidas relaciones con Mrs. Server para mejor encubrir las reales con Lady John?
La víspera de mi partida, a altas horas de la noche, la mujer de Guy vino a verme sola (¿por indicación de Gilbert?) y nuestro encuentro fue un duelo.
Venció ella, pero no me convenció.
Hace un rato, en uno de los andenes centrales, vi a un energúmeno de uniforme que iba dando portazos, cerrando las puertas de los vagones del tren que iba a partir a Bristol. Un hindú barbudo de turbante azul, solo en su compartimento, leía imperturbable el Times que, por cierto, hoy habla de muertes por fuego y por agua en la India.
Supongo que no se te habrá ocurrido ir tan lejos ni menos aún acudir a alguna cita en Multan. Veinticuatro personas se quemaron vivas ayer al chocar dos autobuses cerca de Multan, a doscientas millas al sur de Lahore. Y doce personas se ahogaron ayer cuando su barco zozobró en el Indo, también cerca de Multan.
Las puertas de los vagones se iban cerrando violentamente y pensé que de modo parecido la mujer de Guy fue cerrando mis salidas, una tras otra, abatiendo las defensas de mi castillo de hipótesis. Yo había ido demasiado lejos, según ella, era un egoísta enmurallado en mi propia obsesión, y hasta me trató de loco.
Todo lo que ella había dado a entender al principio, incluso las deducciones que habíamos llegado a compartir, lo negó de plano.
¿Todo era invención mía, proyección de mis propios fantasmas?
¿Vivía vicariamente unas relaciones que no había tenido el valor de establecer? ¿Adjudicaba a los otros lo que yo deseaba cometer?
Y sin embargo…
Un hecho real, y verificable: nunca vi sonreír al pobre Guy.
Tal vez estaba enfermo y su mujer, al final, temió que yo le revelara su mal aspecto, su envejecimiento prematuro. ¿Por qué, entonces, me alentó al principio en mis pesquisas?
Demasiado tarde aventuro esta hipótesis: ella me dio pie y alas, desde el primer momento, pensando que mi loca teoría de la ósmosis secreta y la fuente de la juventud (¿venero venéreo?) era un medio de hacernos cómplices y emprender una «nueva marcha» en Newmarch, quizá nupcial, por qué no, iniciar un idilio que acabó en duelo realmente al comprobar ella que yo era un incorregible egoísta chiflado al que sólo le interesaba la resolución de un enigma (no hay mayor aventura que la intelectual), resolver el crucigrama que tenía ante los ojos, sin ver a la admirable persona sentada a su lado.
Para concluir mis recuerdos de Newmarch, o contrastarlos, me vine al caer la noche desde la estación de Paddington al Wimpy de enfrente, en Praed Street. Descifro el neón al revés, «Open All Night», y desdoblo el Times de Miss Rose. Hasta es posible que empiece a hacer el crucigrama.
Aquí no encontraré la fuente de la juventud. Acaso sólo el Leteo de un té aguado para viejos. Me mira aletargado el viejo de la nube en el ojo. Te leo, en este mantel de letras, de otros vejámenes: el generalísimo Franco con flebitis en la pierna derecha y el papa con artrosis en la rodilla derecha. Al menos ya sabemos de qué pie cojean.
Los taxis bajan rápidos por la rampa de la estación.
Chirrido, chillido, topetazo.
Aquí enfrente, junto al puesto del vendedor de periódicos.
El pobre Guy, destrozado, bajo las ruedas del taxi, y apenas conseguí apartar a su mujer, abrazada al cadáver. Al estrecharla entre mis brazos, por vez primera, su cara fue adquiriendo la máscara apergaminada de sus noventa y tres años.
Fue una visión que se desvaneció rápidamente, mucho antes de que la ambulancia del hospital de St. Mary llegara a llevarse al melenudo atropellado. Sentado en el suelo un buen rato con una pancarta medio desplegada en la que se leía NUT. Maestro, sin duda. Ojalá leve, la lesión del maestro.
Apuro el té, y mi teoría, hasta las heces.
No, creo que si Guy muere ella ha de seguir conservando por mucho tiempo su juventud infundida, quintaesenciada, que seguirá enmascarando el paso de los años, de los días y de las horas.