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ousseau, el Aduanero, hubiera podido pintarla como la bella durmiente del bosque tropical de la noche, tendida en un lecho de helechos y rodeada de ojos encendidos como frutos entre la vegetación lujuriante.
En rigor, el llamado Aduanero tendría que meterla de contrabando en la frontera indecisa de distintos reinos.
El animal y el vegetal: sus sienes pajizas de cervato acentuaban el perfume a húmeda profundidad del bosque, a musgo y a setas, que exhalaba su cuerpo.
El masculino y el femenino: sus hombros, anchos y huesudos, sus grandes pies y su alta figura de muchacho algo desgarbado volvían aún más turbia y turbadora la sonrisa amarga de mujer perdida, fuera de lugar en esa cara infantil de barbilla suavemente redonda.
El celeste y el infernal: muchas iglesias de París recibieron de pronto la visita de aquella extraña devota americana, recién convertida al catolicismo, que alguna vez acabó arrodillada sus rezos con una risa impía. Una de sus amantes llegaría a acusarla de tener comercio con espíritus impuros.
¿Ángel o bestia?: su corto cabello claro le caía en unos rizos de querubín del Renacimiento sobre el fino arco de la ceja izquierda que contrastaban a veces con el iris cruel, de fiera, en arrebatos de ira, dilatando el misterioso azul de sus ojos.
No me extenderé ya hacia otros reinos limítrofes en donde situar en toda su ambigüedad a la, más que bella, graciosa durmiente del bosque de la noche oscura del alma, porque había zonas de su persona en las que sólo podría adentrarse un poeta con vena de místico o acaso de loco.
Dije durmiente pero la verdad es que estaba desmayada.
Así la vi por vez primera, en su habitación, la 29, de un pequeño hotel de la Place de Saint-Sulpice, frente a la mole de la iglesia. El típico hotel de clase media del Barrio Latino que realzaba sus dos estrellas con un nombre rimbombante: Hotel Récamier.
Estaba tendida con descuido en la cama, rodeada de jarrones de flores y de palmeras y diversas plantas verdes exóticas en macetas.
La vi primero como un cuadro de Rousseau pero a la visión naïf se superpuso enseguida la fina ilusión de un Magritte: la selva del Aduanero estaba encerrada en una pieza burguesa completamente empapelada, incluso en el techo, de intrincadas plantas y floripondios sobre un fondo granate idéntico al de la moqueta.
Y el rostro de la chica americana (no tendría más de veinte años) estaba enmarcado por sus manos, largas y hermosas.
Su rostro parecía sereno en la inconsciencia pero voy a detenerme ahora en sus manos porque su sensualidad también a mí (su marido no fue el único) me asustó a veces. Tocaba con la inseguridad y concentración de un ciego. La duda de sus dedos se prolongaba en un roce levísimo que se resolvía en segura avidez. Pero de nuevo volvían a vacilar, miedosos, sedosos, deslizaban suavemente las yemas explorando la superficie del placer en la dilatada caricia. Y sus caricias las había prodigado por igual a hombres y a mujeres. Por igual, no: con mayor frecuencia —y trato de imaginar la suavidad de su avidez— a las de su sexo.
Pelele descoyuntado entre almohadones, con las piernas —enfundadas en pantalones de franela blanca— abiertas como si hubiera interrumpido un paso de baile. Pero sus negros zapatos de charol estaban a punto, se diría, de reiniciar el cakewalk.
Seguiría aún de pasmarote, admirándola, si su compatriota el doctor O’Connor —que me había llevado desde el Café de la Mairie a socorrer, al otro lado de la plaza, a la desmayada— no me hubiera urgido a que le diera unos toques en las muñecas. Volvió en sí, por un instante, cuando el doctor le roció de agua la cara. Abrió los ojos, «I was all right», y no estaría tan bien como dijo porque volvió a sumirse inmediatamente en la inconsciencia.
La silueta chaparra y encorvada del doctor, haciendo extraños pases tras el biombo, tenía algo de alquimista o de mago y con habilidad de prestímano deslizó en un bolsillo el billete de cien francos que había sobre la mesa de noche. Ella no recobró el billete pero sí el conocimiento, al cabo de un rato, y hasta el reconocimiento porque el doctor le hizo caer en la cuenta de que se habían visto otras veces en el Café de la Mairie du VIe.
Al mes del desmayo, más o menos, se casó con un amigo del doctor O’Connor y contertulio del Café de la Mairie, un empleado del Crédit Lyonnais y supuesto barón austríaco, veintisiete años mayor que ella, llamado Felix, aunque no lo hizo feliz. El barón quería un varón para perpetuar el título inventado por su padre, un judío de origen italiano llamado Guido. Al poco de casarse, ya no podía parar en casa y buscaba la independencia y la soledad. Solía marcharse a pasear sola por las afueras, a veces tomaba el primer tren a la primera ciudad que le venía a la mente e incluso llegó a desaparecer durante tres días, especialmente largos para el angustiado marido. Regresaba a las tantas, como si nada hubiese sucedido, y parecía que sus fugas también lo eran de la memoria. Después de abrazar ardientemente la religión católica, cuando ya estaba encinta, a la peripatética de París le dio por recorrer iglesias, la de Saint-Germain-des-Prés, Sainte Clotilde, Saint-Merri, Saint-Julien-le-Pauvre…, esperando quizás alguna revelación.
Apuró el cáliz hasta las preces, buscó luego consuelo —o la revelación— en la bebida. El hijo crecía como un tumor en su vientre.
Dio a luz de noche —completamente borracha— al nuevo Guido. El barón debió de decirse ufano: ¡Lo he conseguido!; pero ella, que parió jurando y maldiciendo, no llegó a aceptar al hijo nunca deseado y volvió a patear las calles de noche, a ser la patética peripatética, a frecuentar los bares, a regresar a casa a las tantas. Más de una noche el marido tuvo que darse media vuelta y hacer que no había visto a aquella mujer acodada a la barra que reía sola, con el pelo sobre los ojos, mirando el vacío de la copa. Dios mío, y con qué facilidad la magreaban las manos atrevidas de los bebedores.
Y un buen día o mala noche le dijo al infeliz Félix: ¡Me largo!, arrastró el abrigo en un desplante torero y desapareció de su vida. Quizás el marido no era del todo infeliz porque conservaba al hijo, aunque resultó ser deficiente mental. Pero una tara hereditaria es el mejor certificado de la pureza de la sangre azul. Como le dijo el doctor O’Connor, con su habitual facundia, la locura es el último músculo de la aristocracia. Seguramente se refería al talón de Aquiles. Y además el barón llegaría a convencerse de que no había perdido a su mujer porque ella estaba en Guido, así que también a ella, a su manera, la consiguió.
Creo que si la he fijado en el cuadro de la primera visión rousseauniana es para encerrarla, para que no se convierta en otra fugitiva más.
Alguna noche me senté en el banco verde frente al Hotel Récamier, en la esquina más escondida de la plaza, espiando a la luz de las dos farolas de la entrada a los clientes que se recogían.
Volverá como en tiempos, me figuraba, y la ilusión era más intensa si estaban iluminadas las dos ventanas del segundo piso.
Arrullado por el rumor de la fuente. Brillaban en lo oscuro sus enaguas de agua, festoneadas de puntillas de espuma.
La alta figura de la gabardina desabrochada, con las manos en los bolsillos, que avanzaba arrastrando algo los pies junto a las columnas de la iglesia y cruzó hacia el hotel. ¿Ella? Un él, algo bebido.
Llegué a pensar que hubiera podido encontrarla en esta ronda de noche, al recorrer los pubs y cafés de Fulham Road. Incluso al venir a buscarte al Small Café.
Y por un momento creí verla, en el espejo de marco dorado del fondo, picado de viruelas locas o de cagadas de mosca, ofreciendo su fino cuello a la vampira de traje sastre negro. ¿Las tríbadas vienen en tríadas? Ahora se les unió otra gracia tocada con un gorro verde con pluma de Robín de los Bosques de la Noche, ardiendo brillantes sus ojos de tigresa, mientras las tres se besaludan efusivas.
Aún no ha llegado la maniquí bonza o bonzesse, como tú dirías. Este café parece descafeinado sin el brillo de su cabecita loca como una bola de billar. Beso raspado, casi paternal, en su cabeza rapada. Elija la lija… No preferirías, eh, que le diera el ósculo en sus morros morrones.
Demasiado humo y me abanico con el ajado periódico de esta mañana. (Guay se zampó el crucigrama. Gato cruciverbista no caza erratas…) Confío en que no seas una de los cuarenta mil turistas atrapados entre dos fuegos en Chipre. Cuando la bala o la bomba mata no sabe si es turca o griega. Cincuenta muertos esta tarde, parece, tras los ataques de los aviones turcos a Famagusta. Los hoteles no se libraron de los bombardeos.
Anoche soñé que estabas con otros refugiados, la mayoría mujeres y niños, en una cuneta polvorienta, quizás en la carretera de Nicosia a Kyrenia, y unos soldados con las caras cubiertas de ramas y hojas os obligaban a cavar una gran fosa. Me despertó el tiroteo y al incorporarme vi tu silueta como un fantasma: sólo era tu capote inglés que aún sigue colgado en la puerta de mi cuarto. Me envolví en él y bajé al Green con el gato. Soliloquio al claro de luna de una farola. Repetido why o guay bajo capa. También yo hubiera podido maullar un por qué lastimero. El caballero del gato en el pecho. Sólo me faltaba el sombrero para parecer Sandeman.
También a ella le gustaba a veces comprarse ropajes extravagantes de segunda mano, vaporosas faldas de seda o pesadas túnicas de brocado.
Al cabo de tres o cuatro meses, regresó a París, de nuevo al VIe, en compañía de una compatriota de unos treinta años, Nora, que había conocido por azar en Nueva York, durante una representación del Circo Denckman.
Se instalaron en la rue du Cherche-Midi, en un piso de una vieja casa con jardín.
Poco a poco, durante los años que vivieron juntas, ella fue aumentando la dosis de sus salidas nocturnas. Al principio su amante trataba de acompañarla, de coparticipar, de copa en camarada, de mesa en mensaje, de conocido en desconocido, pero no tardó en dejarla salir sola porque comprendió que acabaría perdiéndola si coartaba su libertad, o libertinaje, sus instintos de nómada de la noche.
Una noche en que la esperaba desvelada, como de costumbre, vio que otra mujer la abrazaba junto a la estatua del jardín.
Era una mujer madura, también norteamericana, cuatro veces viuda, y por tanto rica, llamada Jenny. Su perfil anguloso y su figura menuda hacían pensar en Olive, la mujer de Popeye.
Entre la alta Nora y la pequeña Jenny, ella pudo mantener durante un tiempo, con altibajos, el ménage o surménage à trois, o el stress, con tormentas y tormentos de celos a tres bandas. Pero acabó separándose de Nora para volver a América con Jenny. Y ésta conoció a su vez los tormentos de Nora, dando vueltas en la soledad de su cuarto, a la noria de los celos y los pre-resentimientos, mientras la de culo inquieto volvía a las andadas, a rondar por las estaciones, a subir a los trenes, a vagar por los campos.
Ronda que ronda, en círculos infernales, cada vez más estrechos.
Hasta que se acercó a la antigua propiedad familiar de Nora, a los ladridos de su sabueso que le hacía regresar a la pura animalidad de la locura.
Cuando me referí a reinos limítrofes, evité mencionar el animal y el humano. ¿Dónde empieza la zona de lo irracional?
En la antigua capilla de la familia de Nora, sobre una colina desierta, en ese sepulcro blanqueado en ruinas, ella va a encontrarse una noche cara a cara, junto al altar, con el perro de pelo erizado y lengua como un colgajo de sangre que retrocede trémulo mientras ella avanza hacia él a cuatro patas, ladrando y riendo, carcajadeando convulsa. También a mí, en otra noche de perros, me hizo gruñir, llorar, temblar de miedo y excitación la obscena perra salida.