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eurótico o quizá Nervio óptico, dijo o leyó en francés con acento (¿eslavo?) la «reina de corazones» —por su llamativo suéter negro con corazones rojos encendidos—, una rubia delgada de revueltos mechones cenicientos y cara larga con grandes ojeras sombrías como sus ojos, sola a esta mesa de la izquierda en el Mardi Gras, aunque no es martes de carnaval sino jueves y 18 (fiesta nacional, con el matador aún cojo, sin poder hacer el paseíllo…), ante un libro abierto de tapas de tela azul, una taza de café vacía y el cenicero con un cigarrillo que se consume enroscando su humo en el aire. Casi como la cobra de neón rojo ahí al otro lado de la calle, en esa tienda india de Bute Street, que se va realzando a medida que se hace de noche.
Naja naja. Ardiendo brillante…
Parpadeos rápidos.
Lee cabizbaja desde hace un buen rato, con las manos entrelazadas y tensas como un sujetador de fuerza sobre el pecho, hundido, y de vez en cuando murmura algo incomprensible.
¿Nervio óptico?
Miré abstraído una vez más ante mis narices, a través de la cristalera gris, hacia la casa demolida de Queensberry Place, de la que ya no queda ni el letrero de DEMOLITION IN PROGRESS, ya casi nada queda en pie de aquella casa, en la que vivimos en tiempos menos destemplados, y templando nostalgias al contemplar un trozo de lienzo de pared con restos de empapelado de lirios azules y vestigios de la chimenea como un marco rosa y negro, delirios coloreados al amor de la lumbre de gas, sentada desnuda en el suelo secándote el pelo con una toalla, rosa-negro-blanco, en otro cuadro aún no desgastado en mi memoria, no, no te me despintas, vuelven a dibujarse y desdibujarse recuerdos mucho más antiguos, un relámpago que traza una mano en la noche y apuntaba maniática con el índice hacia las rayas bifurcándose en el cielo lívido, l’amour foudre en la rue de Seine, y se repitorreaba de cómo arrastraba mis erres atormentadas, «Ton erre»…, sí, mi aire malhumorado a veces, que no comprendía su humor loco.
Por ejemplo, o verbigracia verbívora, aquella tarde de apetitos desenfrenados en que callejeábamos por el boulevard de la Chapelle y el Faubourg St. Denis y ella se paraba ante cada restaurante a deletrear o desmenuzar cada menú:
—Haddock cru aux peines perdues.
Abadejo ad hoc sin abadía.
—Maquereau aux orages amères.
Cachalote con chulos.
—Gigolo rôti aux flageolets.
Y venga.
—Canard de Barbarie à la Presse.
Pato por patraña o notición fresco…
—Confiteor de porc aux hommes confondants.
Confusión auricular.
—Espoir Belle Haleine.
Llegamos, aleluya, a los postres.
—Phare breton.
Y la luz (éclair au café) se hizo…
Te dirás que soy têtu comme un bretón, terco como un aragonés, pero no puedo quitarme de la cabeza que, estés donde estés, estás corriendo peligro. ¿Tú no le harías caso a tu horóscopo?
Al abrir esta mañana el Times de Miss Rose te vi de nuevo con tu camiseta de camuflaje, con manchas verdes y negras, esperándome a la puerta del WC de la Torre de Londres. Nunca se me había ocurrido visitarla y reconozco que hiciste bien el papel de guía en aquel Tour histórico-turístico. Te emperrabas en que pasara por la Puerta de los Traidores, anunciándome o denunciándome a la horda de turistas: Avanti, signore Traduttore… Pero el que avisa, no es traidor. Corres serio peligro. ¿Dónde? Hubieras podido ser tú la mujer que mató la bomba en la Torre de Londres, ayer a las dos, o una de las treinta y siete personas heridas. O yo mismo, me podrías decir, si hubiera tenido el pálpito de encontrarte en la Torre. Mejor enrocarse en otro sitio.
Volviendo a mi lectora o lectriz electrizada, que parece despedir rayos por esas pupilas fijas, o como si fuera a radiografiar la página en la oscuridad de la noche, tal como se refleja en esta vidriera ya negra, empiezo a preguntarme si te hablé alguna vez de la divagadora, que se creía un alma errante, y de sus vidas y milagros en el París de las maravillas.
—¿La ves, allá, aquella ventana? —y con la mirada, más que con el dedo, indicaba hacia la otra orilla de la Place Dauphine: una ventana tan oscura, a esa hora, como las otras ventanas de enfrente.
Acabábamos de cenar, en la pequeña terraza entoldada de nuestro bistrot de la plaza, y ella, con su vestido rojo y negro demasiado ligero para el otoño, temblaba como las hojas de aquellos plátanos plateadas a la luz de la farola o como el resto de flan bretón que toqueaba nerviosa con la cucharilla.
—¿La ves? —y señalaba ahora con la cucharilla.
La veía, negra, con los postigos abiertos.
—Pues dentro de un minuto va a iluminarse y será roja.
Volvía a rondar nuestra mesa, el borracho constante, y a farfullar sus verborragias:
—Un vers blanc omme un verre luisant…
(¿Un verso blanco como un vaso o un vidrio brillante? Los vasos de noche comunicantes…)
Y la ventana se encendió en punto, roja, con sus cortinajes rojos.
Ella apenas esbozó una sonrisa misteriosa y el borracho, chut!, se llevó un dedo a los labios.
—Tu viens, Jules? —volvía a llamarlo, bajo los árboles, la vagabunda renegrida.
Por fin su Jules le hizo caso.
¿Le había entrado miedo, como a mí, o quizá había llegado a presentir algo, pese o gracias a la borrachera, que a mí aún se me escapaba?
Pero también había un fulgor de alarma o de angustia en los ojos brujos de ella, enrojecidos, y cercados por aquel antifaz negro de maquillaje.
Más valía salir de ese triángulo inquietante, así es, y mientras apretábamos el paso por el Quai de l’Horloge, ella temblaba de frío junto a mí, alborotado su pelo trigueño; pero de golpe, con otra ráfaga, se le antojó volver hacia el Palais de Justice.
Se detuvo sobrecogida junto a un muro de la prisión del Palais, la Conciergerie, de siniestro pasado.
Había un brillo húmedo en sus ojos, color de helecho, aferrada como ausente a la reja de una ventana baja condenada, junto a la capilla.
—Pobre, pobre…
Apenas contestaba a mis preguntas, como si recordara sola.
—Quién.
—Me pone su echarpe negro sobre los hombros.
—Quién.
—Una dama de negro, muy pálida. Se parece a Marie-Antoinette. Me pasa la mano por la cabeza, sacudiendo unas pajas, y me arregla la cofia.
—¿Quién eres tú? ¿Dónde estás?
—Soy una de sus doncellas y ella me está consolando en un cuarto oscuro de húmedos muros de piedra. Acaba de atarme los lazos de la cofia y me dice sonriente: Esto no lo aprobaría Madame L’Etiquette.
—¿Quién es Madame L’Etiquette?
No sabe o no contesta, pero ahora llora murmurando algo incomprensible o rezando.
El destello de sus dientes muy blancos y perfectos.
Por fin conseguí arrancarla de ese pasado y posición incómodos, con un beso apasionado, y seguíamos paseando, hacia el Louvre, cuando ella se detuvo en seco y se asomó a la rampa de piedra para mostrarme la mano de fuego que ardía en las aguas del Sena. Inútil hacerle ver que las luces hacían brillos caprichosos en la corriente oscura. A medianoche hicimos otro alto en las Tullerías, esta vez para contemplar un surtidor más bien fálico, que parecía fascinarla, casi tanto como el hombre que pasaba y repasaba descaradamente ante nuestro banco.
Era su galán de noche de las Tullerías, que ella encontraba ahí una que otra medianoche, y podría ser un buen padre para su hijita. Alguna vez dudé de si esa hija existía sólo en su imaginación calenturienta, pero aquella noche fría de comienzos de octubre me sacó de dudas con un detalle que daba entidad definitiva a la criatura: su hijita era tan curiosa, vaya con la niña, que siempre le arrancaba los ojos a las muñecas para ver qué hay detrás de ellos.
¿Nervio óptico? Un vago parecido con la maga de París (que era de Lille en realidad), ya envejecida, aunque su edad es indefinible. Entre treinta y cuarenta. O quizás aparenta más edad de la que tiene.
Su silueta frágil se refleja en esta ventana oscura y sigue leyendo ensimismada (ahora se frota los antebrazos, ¿de frío?) mientras nosotros ya íbamos por la rue Saint-Honoré hacia un bar que aún tenía encendidas las luces: Le Dauphin.
Y ella, después de volver a andar los pasos perdidos del pasado, se cerciora con buen humor negro de que hemos ido desde la Place Dauphine al Dauphin. De la Delfina al del fin. Pero un trapecio rojo de mosaicos que va desde la barra al suelo, le levanta una oleada de recuerdos sangrientos, «Monsieur, couvrez-moi», con los ojos desorbitados, haciendo como si se arrebujara con un chal, Tápeme, y tenemos que salir a escape, antes de que se ponga en marcha la máquina del tiempo y vuelva a caer la guillotina.
En una excursión a Versalles volvió a hablarme de los tiempos de Maricastaña, de Marie-Antoinette y hasta de Madame Elisabeth, de gritos y aplausos cuando rodaban cabezas, y recordaba con tal convicción, en trance, que yo procuraba no perder la mía y el camino, en la neblina nocturna, mientras conducía de regreso a París. Al atravesar el bosque de Fausses-Reposes me besó, impulsiva, me tapó los ojos con las manos y apretó con su pie mi pie sobre el acelerador. Aceleramos aceleramos, hasta que yo me hice el amo. Acelerar el amor o hacer la muerte. Yo no pude, no me atrevía a seguirla. Ella tenía otras vidas. Todas las mías están en ésta.
Tampoco podía seguirla en todas sus locuras y devaneos y olvidos, cada día y noche en aumento, en esas esperas por horas o siglos en que se fundían todos los relojes, tic-tac taquín, sí, el tiempo es el Gran Guasón, en tantos encuentros y desencuentros y cortejos al azar de los callejeos por París, aunque su silueta delgada volvería a hacer su aparición en el Pont des Arts en otro avatar culminante, y tampoco pude pasarme de la raya (o de La Haya, cuando intentó allá empezar a traficar con cocaína…) y seguirla finalmente al manicomio de Vaucluse.
No había palabras de color oscuro en la entrada, ni siquiera el andante con motto Abandonad toda esperanza…
¿Qué hay en un nombre?
¿Nada de nada?
Espoir Belle Haleine…
Beso otra vez sus dientes y de nuevo dentella de frío en la noche.
Y vuelvo a ver como en el sueño de anoche un gran anuncio luminoso de la bombilla MAZDA en el que giraba como un aspa de fuego la Z, MAZDA, MAZDA, ardiendo brillante…, y unas veces era MAZDA y otras MANDA, con la Z en N de un nuevo giro.
¿Círculo mágico o mandala vicioso?
MANDA ya.
¿Y mi lectriz electrizada? Se acaba de esfumar, desapareció, como un espíritu del aire, sin ser notada.
—Viene muchas tardes —me informó la camarera—, y algunas mañanas a desayunar. Es doctora, creo.
¿Nervio óptico?