oluptuoso revuelo, ¡hala!, de su faldita blanca. Qué corvas pulidas, así de puntillas, y qué pantorrillas tensas, hasta que saca. Jugando esta mañana al tenis con una amiguita, aquí en Brook Green, la minifaldera linda que vi en el Rendezvous Café hace, déjame contar, ¿hace diez días? ¡Vicky! Lanzó la raqueta al aire, me miró coqueta e hizo la uve de la victoria. Admirándola tras la alambrada, hasta que acabó la partida. Colegialas que ahuecan el ala…

Y luego me vine hasta el río, a buscarte por los jardines de Embankment, espía iluso camuflado tras su Times. Hasta que se mustió…

Villiers Street arriba por la orilla izquierda, junto al túnel bajo la estación de Charing Cross que da a Craven Street (ah, aún husmeo los efluvios fluviales), ahí estaba el pub en que mi maestro mágico me reveló: Joven, todos los grandes sueños nacen en Londres.

Lo había conocido apenas una hora antes en Bedford Square, ¿azar o destino?, y ya era su ayudante. Monsieur Sosthène de Rodiencourt, Ingeniero Iniciado, según rezaba, entre otros títulos, la tarjeta de visita que me tendió. Un tipo raro, bajito, de unos sesenta y bastantes (aunque se había plantado en los cincuenta y siete), disfrazado de chino con aquella especie de sotana de seda gris. En vez del consulado francés, parecía salir de alguna sala exótica del British Museum al otro lado de la plaza. Resultó que yo era iniciable.

Aunque de momento era un tarado que no sabía nada de la Tara-Tohé.

¡La Flor de los Sueños! ¡De los Magos! ¡Del Secreto!

Chitón. Y había que cogerla en el techo del mundo, ¡sh, sherpa!, en el Tibet.

El viaje iniciático empezó realmente en ese pub, el Singapore, entre las cervezas negras y rubias que mi Maestro pedía a la robusta camarera pelirroja sorda a sus exclamaciones, Stout! Bass!, y el desgranar o graznar de nombres remotos: Mahé… Karikal… Swoboly… Penwane… Lhasa…

El viaje iba a ser largo y arriesgado pero durante la expedición tendríamos la oportunidad de combinar la devoción con el negocio colocando en los monasterios tibetanos el molinillo automático de oraciones, ¡treinta y siete mantras por segundo!, invento del gran ingeniero místico.

En realidad no íbamos a viajar al Tibet, sino, ¡ahí es nada!, a la cuarta dimensión. El sésamo ábrete nos lo daría la Tara-Tohé. La flor de los siete pétalos de siete colores. Andaríamos por las nieves perpetuas, Everest for ever!…, de pico en pico blanco hasta… —¡oh!

Ya la hemos alcanzado, la flor se abre en la palma de la mano, ¡en el alma!, el cuerpo se vuelve leve como una pluma, como la espuma, va! p’tite mousse!, ligero y transparente como el aire…

Para costearnos el viaje, el Maestro Inventor empezó a consultar los anuncios del Times (¡hay que leer el Times!, me decía), las solicitudes de ingenieros e inventores, hasta que fue a dar providencialmente con el del coronel O’Collogham, también éste de los Royal Engineers, que nos dio cama, mantel y gabinete de experimentos en su mansión de Willesden.

En esa mansión yo entré verdaderamente en la cuarta dimensión.

En su jardín, ¡adiós al Tibet!, yo encontré la Flor de los Sueños.

¿Y la desfloré?…

Virginal, y mártir por mi máxima culpa, la sobrinita del coronel O’Collogham.

(¿Era de verdad su sobrina?)

El azul-gris-violeta de sus ojos, qué iridiscencia, según la luz, y deslumbrante su sonrisa. Mi blondina, qué esplendor, el oropelo suavísimo, y bien torneadorados sus muslos de músculos largos y flexibles, tan mínima su faldita plisada, aún más breve con el saltito travieso que resalta firme sus pantorrillas, otra media vuelta, qué desenvoltura, ¡ale, ligera, alea! Es una florpajarilla, qué batir de pétalos, el hada alada del bosque, qué latir qué palpitar pit pit en su pechuguita… Le di sólo doce o trece años, ¡hadalescente!, en mi primera visión en el edén de Willesden.

¿Fue un sueño dorado? ¿Una infantasía del mundo de las hadas, mi chiquilla dorada? ¿Escapó de ese cuadro de Richard Dadd que tantas veces escrutamos con las caras juntas en la Tate? (Y volveré, ahora con la retrospectiva, ¡tate!, a ver si te sorprendo espiando al leñador liliputiense que levanta el hacha sobre la avellana gigante en el claro del bosque…) ¿Una criatura de la Corte del hada Titania?, me pregunto sentado en nuestro banco de Leicester Square, bajo el trinitronido atronador de la nube oscura que gira rauda sobre las copas de los árboles (¿te seguirían dando miedo como en aquella otra tarde de julio aquí mismo?) en este islote de náufragos y vagabundos, frente al Shakespeare de cabeza nevada de palominas y mano en la perilla que sabe Dios o el diablo lo que estará tramando.

Aquí frente al Shakesperillán hicimos mi niña bonita y un servidor nuestra primera parada en aquel viaje al fin del quinto infierno. Yo debía hacer una serie de compras, para el coronel y mi maestro, válvulas, buretes, fuelles…, y la sobrina del coronel iba a ser mi guía londinense y vigilante. Para que no me desmandara en los mandados, no dilapidara el dinero.

Ya desde lo alto del autobús, al llegar a Trafalgar Square, empecé a divisar antiguas relaciones peligrosas, algunas viejas conocidas en pleno business, non stop, y a uno que también hacía la acera, un Tiziano de la tiza, detrás de la National Gallery, acuclillado pintando en el suelo la Torre Eiffel: se lo enseñé de lejos a mi niña curiosa, que quería acercarse a ver. Dudé si hacer un alto en las escalinatas de la iglesia de Saint-Martin y finalmente me decidí por el oasis de Leicester Square. Eran las cinco de la tarde y, como podía ver desde nuestro banco, algunas mujeres estaban ya al punto en Leicester Square. Por allí iban y venían, en cascade, las francesas de un chulo francés que yo conocí al llegar a Londres.

Recadero a tus recados, en marcha, pero ella quería seguir mirando, curiosa como una gata.

(Por cierto, Why se ha escapado. Guay. Debió de ser ayer al mediodía cuando dejé un momento abierta la puerta del apartamento de Miss Rose para pasar a mi cuarto en busca del abrelatas. He pegado por casi todos los árboles de Brook Green el anuncio fotocopiado que aquí te pego: «Perdido gran gato romano negro. Responde siempre por/con Why? Contactar Emil Alia. Phoenix Lodge Mansions». Espero que aparezca antes de que vuelva Miss Rose. Mi desorden de horarios tal vez lo volvió salvaje. Ayer al mediodía estaba muy nervioso —y quizá hambriento: olvidé darle de comer desde el miércoles— y casi me dejó sin el Times. SemiTimes, lo que me quedó, apenas unas pocas hojas. Hace dos o tres días, cuando lo saqué de noche al Green, volvió a subirse a un árbol. Por qué me haces esto otra vez. Guay. Así que ahora ya no sólo te busco a ti.)

Fui demasiado débil y le concedí que siguiéramos aún un rato en nuestro observatorio. En realidad yo sólo tenía ojos para ella, prendado de sus muslos de pelusa dorada. Y de pronto, un murmullo al oído, y se me aparece Bigoudi. Su cara de colorines, balanceando su bolso dorado, y descarada como de costumbre. Vaya, que si ahora seducía a bebés, y se acerca a mi hada, le toca la falda, no sé si para bajársela o subírsela aún más, que ya le llegaba al nacimiento de los muslos. Después de reprocharme que no me deje caer por Leicester Square, se interesa por la nena, Miss por aquí y por allá, haciendo mímicas y mimos, engatusándola. Se sienta y se insinúa contra ella, me la roza, ¿me la roba?, me la soba, Qué guapa, pero qué requeteguapa, le alisa la faldita, la palpa, y sus ojos brillan de pronto como carbones encendidos, con una idea descabellada: ¿Por qué no me la chuleas?, dice, sin duda estaba algo bebida. Le prometo que la volveremos a ver otro día, tenemos que hacer recados, y seguimos nuestro camino. Los celos me hacen mella, ¿No la encuentras disgusting, asquerosa?, en cada esquina me asalta una duda, un presentimiento, yo quería saberlo todo, qué pensaba, qué sentía, ¿le resultaba simpática una furcia tan vulgar? ¡Contesta!, pero ella no contesta, indiferente a mis tormentos, caminando de lo más fresca a mi lado, ah, tan rubita y tan pueril parece un ángel, el cielo en los ojos, pero tal vez es un ángel caído, la perversidad y el demonio en el cuerpo, tan ágil e insinuante.

Al pasar delante de un portal oscuro, la empujo, la abrazo, antro adentro, la palpo palpitante, quiero besarla, la magreo un poquito; pero ella se resiste, se retuerce escurridiza, ya en un ángulo oscuro mi anguila, la tengo bien apretada, la besucosquilleo, le arranco gemidos, la castigo, le sorbeseo la cara ávido y después con la zurda la recorro de arriba abajo, bajando por su vientre, su barriguita tan tensa de satén, me refroto desatinado contra ella, su suave ingle inglesa, de seda deseada, subo y bajo, por sus muslines de muselina, la recorro y me corro me estoy corri… ¡yendo!, se me va, se me escurre y yo me tiro al cuello ¡grrgrrgrr! le doy un muerdo y ella de sopetón me sacude plaf un sopapo, ay, casi me deja caótico, y yo me revuelvo y le devuelvo paf la caricia. ¡Ya estamos en paf! Le sujeto los brazos y la aplasto contra la pared, qué plasta, entre la pared y la espada la pobre, y la vuelvo a sorbesar, la libo libidinoso, a mi rosita de pitiminifalda, la besuqueo, la sacudo, y siento que asiente, su cabecita recae sobre mi hombro, se tambalea, cae en mis brazos, pobrecilla, le arreé demasiado fuerte, le fricciono las sienes, la vuelvo a besar, la zarandeo, pego mi oído a sus te ti tas, tit-tat, respira, tartamudea algo, Vamos, mi niña, la reanimo, Upa, la animo a ponernos en marcha, no podíamos seguir así, llegaba gente, Andando, ella a mi vera y yo mula de carga que disimula, con la chatarra de las primeras compras a cuestas.

Torcemos por Wardour Street, entramos en una galería repleta de curiosas tiendas de curiosidades, casi un museo de exotismos y pacotillas de todas las latitudes, albatros y esturiones disecados, astrolabios y estrellas de mar, plantas carnívoras y animales herbívoros, víboras en frascos y cobras de cobre indias, mapas mudos y cromos de colores chillones, y yo le inventaba una historia fantástica de escaparate a disparate, otra y otra, ella siempre quería más, y de pronto de nuevo la punzada de los celos, ¿era el coronel su verdadero tío?, lo imaginaba macizo y con su cabecita de bola de billar jugando con mi niña, ¿la violaba? ¿estupro con estupor? Y yo me había dado cuenta en Leicester Square de lo bien que se llevaba ella con Bigoudi, las dos arrullándose como tórtolas como tortilleras… Maldita mocosa, hala, la arrastro bien cogidita de la mano, condenada zorrilla, mi nena mi nenúfar mi alelí, ¡ale libidinosa!, tiro de ella con más fuerza… Era la salida de las oficinas, todos nos miraban. Yo iba ido, como sonado, medio sonámbulo, la arrastraba de la mano, bien apretada, no quería que se me escapara. Voy alucinado, el amor es un alucinógeno.

Libros en un escaparate, entramos quizá para escapar, en aquella librería francesa. Suzette suce… Ella leía muy bien el francés, la aparto de las lecturas peligrosas, de Kamasutras, Dramaputas y livres cochons d’Inde, hacia libros de viajes maravillosos, nos amartelaremos de mar a mar, del mar Balsámico al mar Meliterráneo, del océano Tantálico al océano Mirífico…

A toda vela, mi veleta, a todo trapo, mi muñeca, a toda velocidad por Oxford Street. A ella le divertía la larga marcha, trotaba feliz a mi lado. Hubiéramos podido tomar el carruaje de la áurea auriga allá sobre la marquesina de Selfridges, a nuestra derecha.

He venido rehaciendo el itinerario de aquel viaje alucinante y me detuve un momento junto al verde carromato de frutas y verduras en la esquina de Old Quebec Street, frente al Cumberland. Estamos casi en Cocumberland, en el reino de Pepino el Breve, y se me hizo la boca agua ante unos amarillos melones de España a veinticinco peniques cada uno. Otras frutas, prohibidas, vienen a mi mente calenturienta. Una granada explotó anoche en un club nocturno de Salisbury e hirió a seis personas. Pero no creo que necesites irte tan lejos para poner en peligro tu vida. Cuatro bombas estallaron ayer en Belfast.

Nada mejor, para hacer otro alto y escondernos de las miradas indiscretas, que Hyde Park, verde alfombra mágica. Yo quería escaparme con mi niña duende, ¿a dónde?, vamos volando, rumbo al mar. Cruzamos desde Marble Arch a Speakers Corner. No era domingo pero aquella tarde había oradores perorando y poniendo peros a todo lo humano y divino. Y encima de pronto empezó a llover. Ella tirita en su minivestido, toda empapada, le doy el calor de mi cuerpo, la abrazo, mi friolera. Tengo una idea: desato el envoltorio, quito la lona y la pongo sobre nuestras cabezas, así estamos a cubierto. Los oigo como quien oye llover, a los speakers de pico de lores. Aunque chorrea, eso no les impide decir chorradas. «The rich must pay»… Pay or play?… El ocio del rico es el negocio del pobre. Pero no oía realmente, sólo miraba a mi niña en sus ojos de ensueño, mi niña caprichuda, que ha perdido el buen humor y se enfurruña; pero yo no la suelto, me aprovecho de que la cubro con la lona, así a cubierto, y la cubro de caricias, le descubro poquito a poco, le sorbeseo las gotitas en la punta de su naricita y de su mentón, la relamo por toda su cara bonita, como aquella tarde en Willesden en que la puntita de su barbilla temblaba, temblaba brillante de lágrimas, y yo era entonces su perrito faldero que saltaba para divertir a la huerfanita…

Y de nuevo la lameteo, ah, que llueva que llueva, la Virgen en la cueva…, mientras yo la tenga así contra mí transida de frío, mi gorrioncillo… ¿Vendrás conmigo al Mare Nostrum, vendrás por esos mares del Sursuncorda? ¡Nada! ¡Nada!, me decía burlona… Tiritaba aún, la beso, le susurro en sus rizos, le mordisqueo la oreja, hasta que se queja… Podría morderla más fuerte, bajar por su cuello (… rodeo, roedor…) y de nuevo me roen corroen los celos, me sulfuro. No se andaba con chiquitas, Bigoudi, delante de todos, a pleno día en pleno square. La reveo, a esa vampiraña, dispuesta a aprovecharse de mi niña bonita. Lo mejor sería largarnos a mi islita olvidada, lejos de todos. ¿A Solilandia? Le cuento y no acabo de mundos mejores en que las mariposas son grandes como aves y hay pájaros como moscas y peces de colorines que vuelan sobre el espejo del mar en calma perpetua… Pero creo que oí un rugir de tripas, Dios mío, dónde tengo la cabeza, ¿No tienes gazuza?, son ya las ocho. Ella tenía hambre y frío. En pie. Y vi cómo sus ojos se agrandaban de miedo. Qué ves. No me oía, despavorida, y lanzó un ¡aaah! aaahterraahdo. Allí, de pie ante nosotros, ese extraño. Pero ella parece que se recupera, quizá un vahído al levantarse brusca, mira fijamente al tipejo y le sonríe. Y éste le chamulla en inglés y en francés, anglogaliparda incomprensible, no comprendo nada, soy yo el que estoy alelado, y mi niña le charlotea animadamente, al espantapájaros con su oscuro traje de harapos, ahí plantado bajo la lluvia, mientras nosotros dos seguíamos bajo la lona. Los dos tontean, se dicen chorradas, ríen, ella embelesada mientras él baladronea con su temblorona voz de cabra. ¡Beellaco! No comprendo lo que le encuentra mi niña porque es más feo que un estropicio. El caso es que su cara de calavera, su cuerpecillo esquelético, me dicen algo. ¿Es él? Aquel maleante que vi caer a la vía, atropellado, en la estación de metro de Baker Street. ¿Resucitado? Y me tiende la mano, fría, de hierro, ¡de hielo!, que me hiela el brazo, el corazón, y pronuncia su apodo de miriápodo. ¡Mille-Pattes! También a mí me tiembla la voz, estoy helado alelado. Y mi niña rompe el hielo, propone ir a comer algo, ¿dijo realmente Shall we go to lunch? En vez de cena. Y el Big Ben, juraría, dio las seis. Son por lo menos las ocho, calculé yo, pero a lo mejor el tiempo se ha vuelto retrasado y ya no sabe ni dónde está el meridiano de Greenwich.

Chop-chop!, al trote, nos animaba ella. A la mesa, gentlemen, vamos. El tipo tenía un olor raro, a dulcedumbre, a pobredumbre, agg, ¿no lo notaba ella? Mi niña brincaba tan contenta, exhibía sus muslos, lo provocaba con sus bailoteos. Al harapiento gusaharapiento se le caía la baba, balaba, se iba de rositas: Eres nuestra roseta bajo la lluvia… Y ellos caminaban tan pimpantes del bracete, me costaba seguirlos, oía su flirteo sus ronroneos de tórtolos.

Hubiéramos necesitado una rosa de los vientos y de las lluvias, para guiarnos en el laberinto de callejas por el que nos perdía. Y yo iba cargado con mi alforja de chatarras. Íbamos derechitos de corrido, y yo más que corrido, al Corridor, ese restaurante de lujo con profusión de candelabros y brocados. Brocados de cardenal… Pese a los harapos de su frac fracturado, se pavoneaba, como un actor en su disfrac de príncipe-mendigo o de deshollinador. El maître nos hace reverencias, para nosotros la mejor mesa, con un centro de rosas. Pero no huele precisamente a rosas, un tufo a rancio, a cera y grasa, todo revuelto. Mi mocosa mueve un poquito su naricilla respingona, como el conejito que solía sentar en su regazo allá en el jardín de Willesden, pero no percibe ese olor inmundo, del otro mundo quizá, adora el lujo del restaurante, tiene un buen apetito, de lo mejor, caviar, camarones, aceitunas… Entre entremés y entremés nos habla de sus viajes a París con el tiíto… Y también bebe, chablis, muscat, se nos pone piripi la pizpireta. Se sirve champán en su copa ella sola. Empieza a hablar más de la cuenta, de nuestros proyectos, de los viajes al mar de los Sargozos…

El espantapájaros también sabe hacer el payaso, imita a Buster Keaton, la hace reír, beber más y más a mi bebita.

El champán corre a mares, pop, y yo también bebí, sobre todo para olvidar el olor, y el olvido de mi niña cruel, que se ríe ji ji da grititos ih ih se deja cosquillear entre los muslos por el corruptor, que huele a ultratumba y tiene un fulgor de luciérnagas de larvas fosforescentes, todo un fuego fatuo, en la calavera, en las órbitas profundas.

Y de pronto, ¿un gran taponazo? ¿una ilusión auditiva?, la explosión en pleno restaurante.

¿Obra suya? ¿Nos hipnotizó?

Salimos precipitadamente, su risa nos guía en la oscuridad, vamos, come on enfants de la patrie, nos lleva a un club nocturno, el Twit-Twit Club, chasquea sus dedos como castañuelas, lanza un resplandor de luciérnaga y olores de ciénaga a cada paso, para llevarnos luciferino al quinto infierno, cerca de los docks, a las profundidades del averno. Al fin nos detenemos ante una puerta negra como la noche, aporrea y tras una larga espera se entreabre: Voi ch’entrate… nos precipitamos en una oleada de luz y calor y olor (¿a verbena?) y ruido atronador. Cantes de bacantes, bailes epilépticos, calambres eléctricos, música desenfrenada, estamos en plena orgía. Atrás, vade retro… tengo que salvar a mi niñita virginal, ¿dónde?, ni rastro, apenas veo ristras de rostros, espejos que giran y danzarines que giran vertiginosos unos contra otros en la pista iluminada. Apenas distingo al espantapájaros que se hundió en el tumulto con mi adorada… Íncubos y súcubos que se sacuden en la cuba iluminada, ruge roja la marabunta de mil patas… ah, allá en el oleaje de culos y vientres mi niña hace cabriolas volteretea risacudiéndose sollozambulléndose hace Oh-uah-ooh maullora mi gatita loca. Vamos ella y yo en volandas, en la cresta de la ola de cuerpos que se ayuntan y se descoyuntan, ah, allá en el vertiginoso vals convulso de los espejos reveo a mi bailarina con la falda subida aventada por el gran huracancán, patas y manos arriba, ah se ríe la tunantuela palpada por cien manos cubierta por cien cuerpos, se revuelcan se ensañan con mi niña, me la manipulan, me la polucionan, bramo gimo y yo monto en cólera, en otra ola de cuerpos. Seguía la bacanal, anal y genital, el saxofoneo de faunos y sátiros y furias uterinas, una saturnal en urna de espejos, hasta que el son terrible de un tambor, vrom! VROMM!, marcó la entrada en escena de un barbudo alto y delgado con un disfraz de guardián de cementerio (aunque no distingo bien si en su gorro rezaba en letras de plata CEMETERY o SYMMETRY) que vino a poner fin a la orgía y a llevarse al son del tambor, dócil como un perrito, al apestoso Lord Mille-Pattes, como lo titulaba mi ángel. Y yo aprovecho la sorpresa para llevarme a rastras al ángel rebelde, que aún patalea. La hago salir del club, a la noche y a las cataratas del Niágara. Buscamos abrigo junto a una puerta oscura. Mi nena está toda empapada, casi desnuda, con la ropa en jirones. Siente arcadas, no oye mis sermoneos. Mientras vomita, la sostengo, mi mano en su frente. Leave me alone!, me suelta, después de soltar la pastilla, que la dejara tranquila, a su salvador, que la arrancó de las manos y patas de esa patulea. La alzo hacia mí, la beso, No llores, le suplico, la restriego contra mí, la caliento, reveo a trozos las atrocidades de la orgía, cómo se dejó acariciar, sus remeneos y meneos lascivos, ah, la muerdo en la yugular, quiere zafarse y la abrazo más, le manoseo las nalguitas, la aprieto contra el muro chorreante. Diluvia y bebo en su boca, en sus bucles, mi zorrilla, más que viciosa, quiero saber si le gustaba el gusaharapiento apestoso y la furcia de Bigoudi, Di, la sacudo, me encocora que no me responda, hasta que pronunció mi nombre, dulcemente, qué miel, su aliento me embriaga, me besa, sí, ella, y luego de pronto se echó a reír…, se burla sin duda, la retengo, le acaricio sus pezoncitos durillos, la aprieto aún más contra el muro, meto mi rodilla entre sus muslos, muerdo aún más fuerte, mi boca contra su hombro, y ella cede, se mueve a mi compás, ¿compasiva?, perdón mi amor, ahora el movimiento es perpetuo, no hay quien me detenga, así-muévete-más-rápido, y ella afloja las piernas, no besa ya; se resbala y la sostengo contra el muro. Qué hicimos, qué hice, un puñado de lluvia contra la cara. Le pongo mi chaqueta sobre los hombros, la hago reponerse y ponerse en camino. Vámonos ya, qué dirá el coronel, y de pronto, maldita sea, caigo en la cuenta de que olvidé el paquetón de los mandados en aquel restaurante, el Corridor, que cualquiera sabe dónde estaba.

Todo iba a resultar bastante extraño. El coronel O’Collogham no tardaría en desaparecer, sin dejar el menor rastro. Parece ser que tenía fugas…

Mi niña precoz, que tenía catorce años en realidad, a punto de cumplir quince, se quedó encinta aquella noche. Yo no tenía madera de padre.

Ni a los veintidós ni a los treinta y tres. Ecce homunculus… (Ay, me acaba de rondar un presentimiento terrible. El mes más cruel de alejamiento que te estás tomando, ¿es para reflexionar, para tomar con calma y sin presiones una decisión de vida o de muerte? Nacer o no ser, abortar o no brotar… ¡Siempre andas olvidando la píldora! ¿Es por eso? ¿Podría ser yo el futuro progenitor? ¿Vuelves a las andadas? Cuando te conocí estabas sin pasaporte, dejado en prenda en aquella clínica cínica de King’s Cross. ¿Una cruz? ¿Y raya? El pasaporte, que no te devolvieron hasta que pagaste la última mensualidad. Una vez que tocamos el tema espinoso de los derechos del hipotético padre, que también podía decidir, casi me sacas los ojos. Qu’il décide?, y estabas tan furibunda que en realidad decías Kill the seed! ¿De veras? ¡Matad la simiente! Si miente non è vero. Si el granuja no muere… Pero qué paparruchas estoy diciendo. No te puedo imaginar de mamita linda. Tampoco tú tienes madera de madre.)

Pero también ella iba a desaparecer pronto, como su tío el coronel. Después de mi intentona de embarcarme a La Plata. A los veintidós años es oro todo lo que reluce…

El pelo de mi tesoro. Saca los rizos al sol… Y su tripita insolente. Mi niña voluptuosa. La última vez que la vi, ella va de mi brazo riendo al despuntar el día, contra la ventolera, cerca del puente de Londres, y de vez en cuando trato de impedir que su faldita escocesa se le suba a la cara. Habíamos pasado la noche en el nuevo pub de Prospero Jim, en los docks, con casi todas mis amistades peligrosas de Londres, de juerga y turca libando en aquella isla sonante, llena de ruidos…

A veces he pensado si mi niña evanescente fue en realidad un hada, un ángel, ¿o un súcubo de mis pesadillas?

Acabo invocándola en un banco de Regent Park, junto al teatro al aire libre en que están representando ahora El sueño de una noche de verano. Now the hungry lion roars y, te lo juro, del zoo vecino surgieron rugidos, ¿de león hambriento?, que me hicieron dudar de las palabras. Atravesé el parque, hacia el norte, y me senté en la yerba junto a la entrada de Gloucester Gate. Acaba de pasar corriendo un pelirrojo con una cinta blanca en la frente, en camiseta roja y short blanco. Y luego un mocetón de pecho desnudo, con un bebé en brazos, camina junto a la airosa morena de larga falda rosa y chaquetilla verde. Empieza a anochecer y dudo de la realidad de este momento. No más palabras. Adopto la postura del loto y me concentro en la flor de los sueños en aquel jardín de las delicias en Willesden.