ella samaritana con expresión de ángel inclinada sobre mí para ayudar al taxista a levantarme de la acera. Maternal y majestuosa a la vez. Vi aureolada, al resplandor de una farola, la verdadera faz de mi buena diosa protectora. Ya en el taxi, que me conducía a casa por las estrechas calles del centro de Viena, más bien desiertas, dudé por unos instantes si no habría recuperado aún el conocimiento tras la pelea con los tres matones y quizá ladrones (¿y mi billetera?, ¿se me caería?), pero la confusión se desvaneció al sentir en la perfumada oscuridad la sensual presencia de la elegante belleza —treinta años, calculé— sentada solícita a mi lado. Me recobré enseguida y nuestra conversación, cada vez más animada, giró en torno al boxeo, que llegué a comparar con la teología y el amor. Ella se asombró de que, después de lo sucedido, yo defendiera los deportes brutales. También el cuerpo a cuerpo del amor, contraataqué, puede estar lleno de brutalidad… La conversación seguía triunfante por los derroteros de Eros y ella se echó prudentemente hacia su rincón, con la respiración agitada, y juraría que el leve colorete de sus mejillas se había avivado. Pero el taxi paró a la vera de la verja sombría y abandoné toda esperanza al entrar en casa. Mi bella benefactora no quiso darme ni su nombre ni sus señas, y se fue en el taxi.

A la mañana siguiente se presentó por sorpresa en casa para saber cómo me encontraba y resultó que acabamos encontrándonos la una en brazos del otro. La bella desconocida se convirtió así, de la noche a la mañana, en mi amante. Aunque en honor a la verdad o a la complejidad de la naturaleza femenina, debo reconocer que en muchos aspectos siguió siendo una desconocida para mí y tardé bastante en irla conociendo poco a poco en otros. Claro que a veces ella presentaba los hechos y las cosas tan distorsionados, o bajo un prisma tan subjetivo, que era difícil hacerse una idea exacta de la realidad. Por ejemplo, al principio, cuando se refería a su marido, conocido jurista y presidente de tribunal, mucho mayor que ella, lo presentaba como un monstruo brutal. En realidad, como descubrí poco después, era un hombre apacible y bonachón, gran cazador y eficiente jurista, que había cometido la equivocación de casarse con una mujer de temperamento demasiado exuberante con la que mantenía relaciones esporádicas. Para ella se trataba de un matrimonio de conveniencia —«conveniente», por cierto, era una de sus expresiones favoritas— y creía que lo engañaba para escapar de él, pero se engañaba también a sí misma porque al hablar del marido o de los dos chicos que le había dado —el mayor, cómo pasan los años, tenía ya doce años—, en los momentos más inoportunos, incluso cuando ya me había echado los brazos al cuello, volvía a reanudar o anudar con más fuerza aquellos lazos matrimoniales que ella pretendía cortar o al menos aflojar con cada nueva aventura. Un sentido innato de la respetabilidad —mayor incluso que el de la responsabilidad— la forzaba a llevar una doble vida y en periodos de crisis y remordimiento, por lo general en el vacío o vaciedad que media entre dos amantes, se despreciaba a sí misma por tantas mentiras, las sucesivas degradaciones a que se exponía y su debilidad, incapaz de resistir a sus «inclinaciones», como ella las llamaba, que le hacían caer cada vez más bajo; pero el llanto acababa lavando las culpas o las arrastraba hacia su inconmovible marido, culpable, por su abandono y falta de sensibilidad, decía ella, de arrojarla en brazos de otro hombre.

Ese otro fui yo durante un tiempo a veces difícil, no exento de altibajos, lágrimas, rupturas y reconciliaciones. Dije que se me apareció como mi buena diosa y así seguí apodándola, no sin una pizca de ironía mitológica, lo cual me permitió apreciar su majestuosa y tranquila belleza y su sensualidad natural sin quedar totalmente deslumbrado. La sensualidad formaba parte de su naturaleza, emanaba de ella como otros transpiran o despiden olores.

La veo aún tendida medio desnuda o medio vestida en el diván de las reflexiones —y efusiones—, mostrando el tierno vientre materno que bajaba-subía suavemente entre blancuras de batista. En dulce abandono, mirando al techo, se dejaba llevar por sus ensueños.

Habíamos acordado una señal secreta —nuestro patito feo: un pato de madera medio despintado en el alféizar de la ventana— para que ella supiera que estaba solo. En realidad ella esperaba de mí que estuviera siempre solo, porque era tan posesiva como celosa. Los ataques de celos aumentaban su belleza. Los tormentos de los celos solían concluir en una tormenta en la cama a la que seguía la calma, y nunca dejaba de maravillarme la prodigiosa transformación que experimentaba tras la agitación y el frenesí previos. Aquella tranquilidad suya parecía no haberla abandonado nunca, aunque se me antojaba pachorra a veces, por ejemplo al irse vistiendo a ratos o a poquitos, y lograba al fin impacientarme sobre todo si se acercaba la hora de otra cita. La veo, por la rendija de la puerta, aún a medio vestir, sentada mirando tan tranquila las láminas de una historia del arte que sostenía sobre sus rodillas —también con hoyuelos—. Se diría que había salido de una de aquellas láminas de la antigüedad clásica. Aquella vez además llevaba un peinado casi griego. Sólida diosa de blancas espaldas, de un brillo de perla. Aunque otras formas menos clásicas saltaban inmediatamente a la vista. Sus senos, gruesos y redondos, sobre todo, que ella apretaba a veces tiernamente entre sus brazos como si fuera a acunarlos.

Y podría repasar otra escena, después de un periodo de separación en el que había sufrido mucho, llorado mucho, tenido muchas aventuras y muchas decepciones, para acabar volviendo a reconciliarse conmigo. Allí, sentada frente a mí, era deliciosa, melancólica, bella, aunque con algo de estómago.

De repente se apoderó de mi mano, que colgaba desprevenida, y la besó. Presa de la emoción, estuvo a punto de caer desfallecida de rodillas y entonces la rechacé suavemente sobre la silla. Me apresuré a traer un whisky y encendí —maniobra de diversión— un cigarrillo. Su sentido de la respetabilidad le hizo sostener contra viento y mareo que una dama no bebe jamás un whisky por las mañanas. Whisky & Sodoma, se le antojaría.

A veces la miraba arreglarse, admiraba siempre su pulso de buen pintor al subrayar el fino arco de las cejas, el leve esfumado de polvorete en los pómulos, con toques precisos, el arreglo casi floral de los ricitos sobre la frente, no muy despejada, oscuros capullitos mustios o enhiestos, según los vaivenes de la moda.

Conociendo su predilección por las citas y lugares comunes, convendría conmigo en que el amor es ciego. Qué diferentes vemos a la mujer amada y a la que ha dejado de serlo, a la deseada y a la que ya ha satisfecho nuestros deseos. Reveo su rostro en un primerísimo plano después de hacer el amor: sus pupilas agotadas, sin brillo, la nariz morena con sus dos fosas rojas de las que salían, observé con repugnancia, algunos pelos…

Cuando nuestras relaciones se enfriaron llegó a recurrir a argucias más bien ingenuas para intentar conseguir sus propósitos. El zapato que perdió para que tomara en mis manos el pie, de tibios y redondeados dedos… Cenicienta halló la horma de su zapato… El gritito, al sentir de pronto la picadura. Y tuve que ayudarla a buscar la pulga, a irla desnudando para inspeccionarla minuciosamente de arriba abajo. Empezando por la blusa, que abrí sobre el escote profundo, para acabar en la media y el zapato. Una pulga conoce los escondrijos de un cuerpo tan bien como el mejor amante. ¿Olvidé alguno? A lo mejor fue una falsa sensación, aventuré, al comprobar que la pulga no aparecía. No comprendo qué pudo ser, dijo, y mi sonrisa fue de verdad amable. Entonces se echó a llorar, como un niño cazado en su travesura.

Seguir la moda era su única fidelidad, y su mejor forma de ser veleidosa. La búsqueda de un vestido o adorno podía ser la más excitante aventura. Por eso no me sorprendió demasiado encontrármela hoy en Harrods. Aunque el primer día de rebajas no fuera el tiempo más apropiado. Vi en azogado espejo a mi buena diosa de Viena. El temblor del velo del sombrerito que intentaba encasquetarse. Pero el espejismo duró apenas unos instantes, hasta que la viuda negra se quitó aquella toca con mosquitera y mosca incluida, y dio paso a otro quizás: juraría que al fondo te estabas probando una enorme col o gorro de Bruselas. ¿Estaba en una galería de espejismos? ¿En la loca sombrerería del Sombrerero Loco? ¿O salías de la chistera de ese tío tuyo mago en Los Angeles? ¡El Gran Karman! Me has hablado tanto de él que acabaré por creer que existe. Mandrake y Houdini en una sola pieza. Además ventrílocuo. Espero que no en armenio… Atravesé tropezando el tropel para atraparte, pero te escapaste por los pelos, alcancé sólo a ver el revuelo de tu melena negra entre dos puertas del ascensor. Intenté correr escaleras abajo pero llegué demasiado tarde. Bajé hasta El Palacio de la Alimentación, «le Palais du Palais», ¿recuerdas?, me adentré en los reinos del Rey Salmón y la Reina de Sábalo, y por entre las salomónicas columnas de salami. Incluso le compré unas lonchas al gato de la vecina. La pobre Miss Rose «La Rousse» no sabe que lo bauticé Why. Mejor que el ridículo nombre chinesco que le había puesto su ama. ¿Acaso podía llamarse de otro modo un gato que siempre maúlla guay y levanta una interrogación con el rabo? Ahora aquí lo tienes nuevamente con su guay plañidero, porque se acabó lo que se daba, el salchichón de Harrods, sin dejarme leerte el Times de hoy, que no tengo que olvidar apilar con los otros para que cuando Miss Rose regrese de Grecia se los encuentre bien ordenados en la cocina. Tampoco le doy de comer al gato a sus horas. Aunque no para de maullar si tardo demasiado en pasar a darle de comer. Y aún no le he cambiado la arena. He llegado a pensar que estás con Miss Rose de vacaciones en las playas de Ulises. Espero, en cualquier caso, si no estabas en Harrods, que no viajases ayer en el autobús que chocó contra un camión al norte de Jyvaskyla, en el centro de Finlandia. Murieron doce turistas, pero el Times de Miss Rose no dice de qué nacionalidad. Primum vivere, los víveres: a partir del lunes suben los precios del queso, del chocolate y de la cerveza. Dos peniques más la libra de Cheddar irlandés, diecisiete peniques más la libra de chocolate Cadbury’s, y un penique más la pinta de cerveza. ¡Cuánto cuesta vivir!

Ya verás cuando vuelvas… También he llegado a pensar si no te habrás ido con nuestro mentor Reis de vacaciones o evocaciones hugolátricas a Guernesey. Los trabajadores del mar… Recibí anteayer una postal suya de la Hauteville House. Su Hugolatría no tiene límites… Parece que estuviéramos ya en agosto. Todos se largan. Rimbaudelaire se reposa en Lieja escribiendo haikus etilíricos… Reynaldo se fue un poco más lejos, de profesor de español a una colonia de verano en Colonia. Albert Alter hace gárgolas y pinta monalisas en París. ¿Y tú? ¿Te habrás ido de intérprete a algún congreso en el tercer mundo o quinto infierno? ¿O a Los Angeles? ¿Dónde estás? Una interrogación grande como un pelo tuyo que me dejaste una vez en el lavabo: ?

Y ahora repantingado en el diván casi freudiano de Miss Rose, para ver el Brasil-Polonia, recordé de pronto otra escena de diván con mi buena diva de Viena, o, para ser exactos, con un vestigio de su paso por mi vida. Hacía ya tiempo que no la veía y otra mujer ocupaba mi corazón y, de momento, aquel diván junto a mí, del que fue a sacar de sus profundidades una horquilla (una de las que mi buena diosa utilizaba para sus peinados griegos) que exhibió roja de celos.