LA DAMA DEL SOL Y EL VIEJO
Con la muerte de Philippa, la influencia de Alice Perrers sobre el rey aumentó. Eduardo ya no tenía escrúpulos de conciencia y empezó a hundirse cada vez más en la sensualidad. No la dejaba ni un momento; se convirtió en su esclavo; a Alice le bastaba expresar un deseo para que él se lo concediera. Se decía que era muy experta en las formas del amor físico, y que esto le confería grandes poderes sobre un hombre de edad que había tenido sofocada su sexualidad hasta entonces.
Alice era muy codiciosa de riquezas materiales. Le gustaban las joyas y nunca tenía bastantes; además era inteligente y, consciente de la edad del rey, sabía que su reinado no iba a durar mucho; en consecuencia, estaba decidida a sacar el máximo provecho mientras pudiera.
Alice buscó la manera de llegar a ser la mujer más rica del país. Había muchas triquiñuelas que podía jugar. Eduardo siempre estaba dispuesto a cederle tierras, que ella aceptaba de buen grado, aunque nunca bastaban a su insaciable apetito. Supo utilizar el hábito de la custodia, por el cual cuando unos padres ricos morían dejando herederos en edad infantil, algún miembro de la corte debía encargarse de la herencia. La atribución de un rico heredero era una apetecible concesión, ya que junto con el heredero venía una jugosa renta. Alice ya tenía tres niños a su cuidado y los resultados —se decía— eran muy lucrativos.
Era divertido en cierto modo que ella, una mujer de orígenes oscuros, se hubiera convertido en la más importante del país. Y se volvía más y más audaz a medida que afirmaba su poder. Acompañaba al rey a las reuniones de Consejo y se sentaba a su lado, dando sus opiniones, que él escuchaba con aire respetuoso. Había tomado la costumbre de ir a Westminster y ocupar un asiento junto al juez, para decirle qué veredicto debía dar. Y ese veredicto dependía de que el acusado la hubiera recompensado lo bastante generosamente como para que ella creyera apropiado dictar su absolución.
Usaba las joyas de la difunta reina cuando se sentaba junto al rey en los banquetes. Las alhajas le gustaban con locura y sus túnicas refulgían de piedras preciosas: sólo el borde de pieles de cada una de sus vestiduras valía una fortuna. Eduardo no podía haber elegido una mujer más distinta de Philippa y, del mismo modo que el pueblo amaba a la reina, los sentimientos que le inspiraba esta mujer, a la cual llamaban La Ramera, tenían la misma intensidad, pero en sentido opuesto.
El nombre de Alice Perrers se pronunciaba con odio en las calles de Londres y era execrado en todo el país.
La muerte de Philippa había acarreado sin duda un gran cambio al país. Ella y Eduardo se habían presentado como columnas de fuerza y virtud. Eduardo, por cierto, no merecía esa calificación ahora. En vez del gran guerrero y el digno caballero que había sido, era un viejo delicuescente que no podía contenerse, ni siquiera en público, de acariciar a la impúdica Ramera. El pueblo lamentaba profundamente la muerte de la reina. Cuando ella estaba viva, ellos habían conocido sus virtudes, aunque no habían reconocido su fuerza.
Sí: había un gran cambio. En algún tiempo parecía seguro que la guerra con Francia iba a tener un fin victorioso, cuando el rey de Francia fue capturado y se obtuvieron honorables condiciones de paz.
El Príncipe Negro —ídolo del pueblo— había logrado éxitos en el continente, donde seguía viviendo con su esposa. Tenía dos hijos, Eduardo y Ricardo, y al parecer todo indicaba un futuro próspero.
Después llegaron noticias turbadoras. El Príncipe Negro tenía mala salud. Sufría ataques de una fiebre intermitente, que lo obligaba a guardar cama por largos períodos.
Además, en Francia había surgido una oleada de patriotismo. El rey Juan había muerto y su hijo Carlos había llegado al trono. Carlos estaba decidido a rescatar lo que había perdido su padre y los franceses recordaban a quién deban obediencia. El Príncipe Negro, dándose cuenta de lo que pasaba, se vio forzado a enviar refuerzos. Hubo ataques en Aquitana, que él logró desbaratar, pero mientras estaba ocupado en esta tarea estallaban nuevos disturbios en otros lados.
Joan habría sido completamente feliz de no haber sido por las constantes ausencias de su marido y por los temores que le inspiraba su salud. Su hijo mayor, Eduardo, adorado por el padre, era enfermizo. Joan ansiaba volver a Inglaterra y a la vida de la corte. Sólo pedía a los cielos que su marido recobrara la salud. Pero empezó a darse cuenta de que si uno de esos deseos era concedido, esto significaba que el otro no podría realizarse, porque su marido sólo volvería a Inglaterra si le fallaba la salud y, si se sentía bien y fuerte, estaba forzado a permanecer en Francia.
Ella era una mujer realista y no esperaba una satisfacción total. Amaba profundamente al Príncipe Negro. Él era el héroe nacional, el hombre más caballeresco del mundo, el heredero del trono. Él habría de convertirla en reina y en madre de reyes. Joan sentía que la horrible muerte de su padre había sido vengada.
Pero siempre estaba presente la ansiedad que le inspiraba la salud del Príncipe Negro. Y cuando oyó que el gran amigo de él, John Chandos, había sido asesinado, el Príncipe Negro quedó sumido en la melancolía y sufrió un nuevo ataque de fiebre. Joan misma lo atendió y, cuando estuvo un poco recuperado, se trató el tema de la vuelta a Inglaterra.
—De nada vale seguir viviendo de este modo —dijo ella—. Estos ataques son cada vez más frecuentes. Alguien tiene que relevarte de tus deberes.
—¿Quién? —preguntó el príncipe.
—El más indicado me parece tu hermano: John de Gaunt.
—Mi hermano John es un hombre muy ambicioso.
—Todos los hijos de reyes son ambiciosos, especialmente los menores.
—John es el más inteligente de todos.
—Y si llegara a ocupar tu lugar querría aprovechar todas tus victorias. No lo dudo —dijo Joan astutamente—. Aun así, tu salud es más importante para mí que tu gloria.
El príncipe sonrió ante esta impetuosidad.
—Has sido una buena esposa, Joan —dijo.
Ella le dio un beso rápido.
—Había mucho tiempo que recuperar —contestó—. Tú anduviste revoloteando y no quisiste casarte conmigo hasta que yo te forcé.
Él convino en que así era.
—Y ya ves —le dijo Joan—. Soy capaz de manejar los problemas mejor que tú.
Él estaba demasiado cansado para discutir el punto; ya sentía que su temperatura estaba aumentando.
¡Malditas guerras!, pensó Joan. ¡Eran una verdadera calamidad! Recordó la actitud de Philippa ante las guerras y pensó que tenía mucha razón. La diferencia entre ellas consistía en que Philippa se guardaba su irritación y no la manifestaba. Joan no estaba hecha así.
El episodio de Limoges había perturbado a Eduardo más de lo que él quería reconocer. Había sido un error —Joan lo sabía— el haberse metido en la guerra de Castilla. Pedro era odiado por sus súbditos; muchos decían que no tenía derecho al trono que había arrebatado al hijo de su hermano mayor, Carlos de la Cerda. Su hermanastro, Enrique de Trastamara, hijo ilegítimo del padre de Pedro y de su amante, Leonor de Guzmán, trataba ahora de obtener la corona. Y cuando Pedro apeló al Príncipe Negro, éste le respondió.
Un gran error, repetía Joan. Esto había dado a los franceses la oportunidad que estaban buscando.
Y ahora, con la muerte del querido Chandos y las fiebres que se repetían... ya era tiempo de que hubiera cambios.
Joan mandó buscar a los médicos y les hizo preguntas.
¿Qué eran estas fiebres que atacaban a su marido y parecían aumentar a medida que pasaba el tiempo?
La respuesta fue que la enfermedad había sido contraída a causa de la clase de vida que llevaba el príncipe, acampando en sitios húmedos en países extranjeros. El pronóstico de la enfermedad era que debía empeorar necesariamente con el paso de los meses.
—Debéis insistir en que vuelva a Inglaterra —dijo Joan a los médicos.
Ellos estuvieron de acuerdo con ella en que había que prescindir de la vida de campamento y de la silla de montar: esto sería beneficioso para el príncipe.
El príncipe, debilitado por las fiebres, entristecido por la muerte de su amigo Chandos y comprendiendo que las victorias en Francia se escapaban de las manos inglesas, dejó que Joan hiciera todos los preparativos para su partida.
Sabía que estaba muy enfermo. Tenía pesadillas y en ellas solía aparecer el sitio de Limoges. La ciudad había estado en manos inglesas y había sido entregada traicioneramente a los franceses por Jean de Cros, el obispo de Limoges, que el príncipe había considerado su amigo. ¡Qué furia había tenido! Incapaz de montar a un caballo, habían tenido que llevarlo en litera. Juró que tomaría a Limoges y ¡ay de aquel traidor cuando él llegara!
Y no había tenido consideraciones consigo mismo, aunque la fiebre casi lo enloquecía. La ciudad fue tomada y la población fue pasada a cuchillo. Él mismo dio la orden. Que no hubiera piedad. Todo ser vivo debía ser exterminado. Había atravesado la ciudad sobre un carro de cuatro ruedas porque estaba demasiado enfermo para montar un caballo. En todas partes se veía sangre. Cadáveres amontonados en las calles. Temblando de fiebre, contemplaba la carnicería. Se sentía vencido por circunstancias que iban más allá de su poder de control.
El obispo que había entregado la ciudad a los franceses fue llevado ante él.
—Quiero que me traigan su cabeza —gritó.
Fue su hermano, John de Gaunt, quien le pidió que tomara en cuenta que el obispo era un hombre de la Iglesia. Era cierto que había entregado la ciudad a los franceses, pero tal vez lo había hecho para evitar la matanza. Eduardo debía recordar que la Iglesia lo iba a tomar a mal. Y no podían permitirse esto.
Al llegar a este punto la ira del príncipe se había desvanecido. La sangre caliente que le inspiraba estas masacres se había enfriado; tenía escalofríos y anhelaba la tranquilidad del lecho.
—Llévate al obispo —dijo a su hermano—. Haz con él lo que quieras.
Lo llevaron junto a John.
Haz lo que quieras. Sí, John iba a hacer lo que se le diera la gana.
John era un hombre ambicioso, que sufría por no ser el primogénito.
“Aunque yo tengo dos hijos”, pensaba el príncipe, “mi Eduardo debe venir después de mí y, está también Ricardo.”
Y volvió a la paz de su hogar, donde siguió rememorando a Limoges, una mancha en su historia gloriosa. En un tiempo había sido un gran príncipe que no necesitaba recurrir a la matanza de mujeres y niños para demostrar su fuerza.
Joan y los médicos dijeron: “Hay que volver a Inglaterra. Hay que descansar.”
En un principio él protestó, aunque sabía que ellos tenían razón. Un guerrero no debía ir a la batalla en litera; no se podía cruzar una ciudad capturada en un carro de cuatro ruedas.
De tal modo que los preparativos continuaron. En cuanto se aplacaran los tumultos, partirían.
Una mañana, cuando ya se estaba a punto de terminar el cargamento de los barcos, Joan fue a verlo, muy consternada. Eduardo estaba enfermo.
Los médicos no sabían con certeza qué tenía, pero estaban alarmados por el estado del niño.
La preocupación estaba bien motivada. A los pocos días el pequeño había muerto.
Este fue el peor de los golpes.
Limoges, el resurgimiento del poderío francés, la merma del poderío inglés, la muerte de Chandos... y ahora el primogénito.
Joan quedó abrumada por el pesar. El pequeño había sido su orgullo; ella había contemplado el futuro distante y lo había visto sentado en un trono. Faltaba mucho para eso, se decía, pero el día habría de llegar.
Y ahora... todo había desaparecido.
Pero ella era una mujer ambiciosa y enérgica. Después de mucho esperar había logrado casarse con el príncipe de Gales, había perdido a su amado hijo, pero podía haber más hijos; se lo prometió a sí misma. Por lo pronto, ya tenían a Ricardo. Era un niño de poco menos de cuatro años, alto, rubio, con el físico de un Plantagenet.
El niño, que llevaba el nombre de Ricardo de Burdeos, por ser éste el lugar en que había nacido, estaba en la línea directa de sucesión del trono.
La corte estaba muy cambiada. Todo el mundo echaba de menos la presencia de la reina Philippa, que nadie había notado cuando estaba viva.
En vez de ella gobernaba una impúdica mujerzuela, que se sentaba en el trono de la reina, se ponía sus joyas, se envolvía en el manto real orlado de armiño y era apoyada en todo por el rey.
Lo que más había cambiado era el rey mismo. Ya no estaba alerta, ya no se interesaba en el bienestar del país, sólo quería los placeres que le daba su amante, sin importarle que la gente lo supiera.
El príncipe se dio inmediatamente cuenta de la situación. El rey había cambiado. Su mente se había debilitado; probablemente padecía una enfermedad. Esta ya no era la gran figura dominante que había guiado al país durante más de treinta años.
El rey recibió afectuosamente a su hijo, se lamentó de la muerte de Eduardo y dio muestras de cariño a su nieto Ricardo.
Pero en él había algo ausente, una especie de distracción. Y el Príncipe Negro se negó a dar audiencia a Alice Perrers.
Muy pronto se le hizo notar que, si persistía en esta actitud, no iba a ser bien visto en la corte.
El príncipe aprovechó la primera oportunidad que se presentó para hablar con su hermana Isabella, que había estado más cerca del rey que ninguno de ellos.
Isabella estaba desconcertada. No había manera de hacer ver a su padre lo que estaba haciendo. Estaba totalmente embrujado por aquella mujer.
—Durante toda mi vida me bastaba decir que quería verlo y ya estaba ante él —dijo Isabella—. Pero si esa mujer dice que yo no debo pasar, no se me permite.
—Supongo que terminará —dijo el príncipe.
—No hay indicios de tal cosa. Ella se pone cada día más insolente, pero él siempre la tiene a su lado. Sólo le importa ella. Creo que el cerebro se le está reblandeciendo.
—Se diría que sí —dijo el príncipe—. No quiero seguir en este lugar. No puedo permitir que Joan sea tratada de este modo por una mujer de esa calaña. Supongo que volverás a Francia... ¿no?
Isabella guardó silencio. Las personas que la trataban decían que era otra mujer después de su casamiento. La imperiosa princesa se había convertido, curiosamente, en una esposa más bien humilde. El hecho era que su juvenil marido estaba menos interesado en ella que ella en él, y que estaba muy contento de dejarla en Inglaterra e irse a Francia. Él encontraba trabas para pelear contra el rey de Francia y, por otra parte, no era muy decente que lo hiciera contra su padre y cuñados. El hermoso señor de Coucy estaba menos contento con su matrimonio de lo que había creído estarlo en un principio. La tragedia de Isabella era que cada día se enamoraba más y más de su marido.
Esto tuvo el efecto de someterla e introducir en su naturaleza cierta humildad que nunca había conocido antes. Ahora se mostraba muy cariñosa con sus hijos y descubría el gran cariño que tenía a su padre, justamente ahora, cuando él ya no estaba dispuesto a complacerla en todo.
—Me aflige —le dijo a su hermano— verlo en este estado. Hay momentos en que pienso que me iré de la corte, pero de algún modo llego a la conclusión de que me debo quedar. A él le hace falta uno de nosotros a su lado, y yo soy la única hija que le queda, y su favorita. No, Eduardo, me quedaré aquí en la corte. Incluso he hecho un esfuerzo por adular a Alice Perrers. No puedo decirte hasta qué punto le gusta esto a nuestro padre. Por otra parte, esta actitud me da oportunidad de observarlo y ayudarlo a librarse de esta pasión... embrujamiento... o lo que sea.
Eduardo quedó muy sorprendido de que Isabella fuera capaz de un sentimiento altruista, pero estaba demasiado enfermo para pensar en algo que no fueran sus propios problemas. Además, allí estaba Joan, que se apresuró a llevarlo a Berkhamstead, mimándolo y consolándolo por las dolorosas muertes de Chandos y el pequeño Eduardo.
El reinado de Alice Perrers no daba muestras de debilitamiento. El rey parecía estar cada día más hechizado. Alice había dado a luz una niña a la cual había puesto el nombre de Jane y, aunque el odio del pueblo se intensificaba con el paso del tiempo, ella mantenía firmemente su poder.
Eduardo hacía celebrar grandes justas en su honor. Ella asistía vestida con un lujo que nunca se había permitido Philippa.
El rey mostraba cada vez más su edad y muchas personas pensaban que sus días ya estaban contados. Hasta la muerte de Philippa había parecido más joven de lo que era, más vigoroso que muchos hombres con la mitad de su edad. Pero la vida que llevaba con Alice empezaba a dejar ver sus efectos. La misma Alice se preocupaba, pensando cuánto tiempo duraría.
Si él moría, iba a ser el fin de su gloria. Y, como le dijo de pasada a un caballero más bien pobre por quien sentía cierta debilidad: “Una mujer tiene que ocuparse de su futuro.”
Alice era de una inobjetable diligencia en este sentido. En cuanto sus ojos se fijaban en una joya, la joya tenía que ser suya. Muy pronto se divirtió encontrando nuevas maneras de enriquecerse. Su situación era cada vez más próspera. De todos modos, debía pensar en el futuro.
El hombre que le interesaba se llamaba William de Windsor. No era noble de nacimiento y tampoco tenía fortuna, pero ¿acaso podía ella esperar que un caballero se casara con ella? Naturalmente que no. Su matrimonio tenía que ser secreto, porque si se hubiera llegado a saber que estaba casada, inmediatamente habría sido acusada de adulterio, lo mismo que el rey. La gente iba a movilizar a prelados que empezarían a amagar con la excomunión... e incluso el viejo Eduardo, con toda su chochera, habría tenido que recapacitar.
William de Windsor no era nada indolente. Vio que su futuro con Alice era mucho más brillante de lo que podía esperar sin ella. Por otra parte, era una mujer muy experta en la cama, que podía poner un poco de pimienta en su descolorida existencia.
De tal modo que se casaron... en absoluto secreto y, cuando Alice dio a luz otra hija, no fue difícil hacerla pasar por hija del rey.
Era una vida bastante agradable y el dinero entraba en los bolsillos de Alice.
El amor del rey no disminuía: cuanto más viejo, más esclavo era de su querida.
En Smithfield organizó un gran torneo en honor de ella. Alice debía ser La Dama del Sol. Se presentaría allí como una reina y todos debían rendirle honores. Debía cabalgar desde la Torre de Londres hasta Cheapside, enfundada en vestiduras sacadas de los guardarropas reales.
Fue un gran día para Alice que marchó a la cabeza de la comitiva, con una túnica roja y blanca, orlada de armiño y adornada con hilos de oro. Bajo la toca de cuero, sus hermosos cabellos oscuros bajaban hasta los hombros; los grandes ojos pardos, llenos de excitación, relucían y la multitud la contemplaba maravillada de que esta mujer de bajo nacimiento hubiera sido capaz de ganar el corazón de un gran rey.
Inglaterra estaba en un estado deplorable y los franceses aprovecharon la situación. El Príncipe Negro estaba cada día más débil. No había tenido más hijos y el heredero del trono era ahora Ricardo de Burdeos.
John de Gaunt había vuelto a Inglaterra y casi todas las conquistas inglesas en Francia habían vuelto a manos de los franceses. El astuto John aduló a Alice Perrers para ser bien visto por su padre y, en consecuencia, actuaba como regente en el gobierno del país.
El marido de Isabella la había dejado en Inglaterra y no hablaba de volver a reunirse con ella. Isabella estaba triste y seguía en la corte, aunque sabía que para estar cerca de su padre debía cortejar a Alice.
Lionel había muerto en Italia; Edmund y Thomas no demostraban talentos particulares; los hechos grandes y heroicos de los primeros años del reinado de Eduardo parecían haber pasado en vano.
El Príncipe Negro seguía los acontecimientos con creciente melancolía. Aunque al volver a Inglaterra las fiebres habían disminuido un poco, los ataques habían vuelto y eran ahora más frecuentes. Se sentía muy intranquilo cuando contemplaba a su hijo Ricardo. ¿Qué habría de ser de él?, se preguntaba. ¿Cuánto tiempo viviría aún el rey? Su salud se deterioraba rápidamente... y, él mismo... ¿hasta cuándo? Él sabía que la enfermedad que había contraído iba a matarlo pronto. Parecía inevitable que Ricardo llegara a ser rey antes de la mayoría de edad. John de Gaunt apetecía la corona y era astuto y hábil. ¿Qué podía hacer un niño inocente contra él?
“Dame fuerza para vivir hasta que mi hijo esté en edad de reinar”, rezaba. “Dame tiempo para enseñarle lo que debe saber.” Mientras tanto, el viejo rey era gobernado por una mujer disoluta que no tenía ningún sentido del honor y cuya única idea era embolsar todo el dinero que pudiera. El pueblo estaba inquieto. ¿Cuánto tiempo iba a aceptar el estado en que se estaba sumiendo el país?
¡Si el rey hubiera sido como en un tiempo... justo, fuerte! Nadie podía negar que Eduardo había sido uno de los más grandes reyes ingleses, antes de ser vencido por los años. ¡Si Philippa estuviera viva! ¡Ah, sí, tan sólo era necesario que Philippa hubiera estado viva! O que el Príncipe Negro, el héroe de Crécy y de Poitiers, hubiera conservado sus fuerzas.
Era casi imposible creer que Inglaterra hubiera caído tan bajo a consecuencia de una serie de circunstancias inesperadas. La muerte de la reina; el dominio que tenía Alice Perrers sobre un rey que había pasado de la grandeza a la senilidad; un príncipe de Gales victima de las fiebres; un John de Gaunt intrigante y un heredero del trono que era poco más que un niño de pecho.
El príncipe se había curado de las fiebres y ya se sentía un poco mejor cuando William de Wykeham, obispo de Winchester, fue a verlo apresuradamente a Berkhamstead. William de Wykeham siempre había sido amigo del Príncipe Negro y con él se lamentaba de la forma en que Inglaterra estaba declinando.
El obispo le expuso inmediatamente al príncipe los motivos de su visita.
—Creo, señor —dijo que lo que necesitamos ahora es interrumpir esta relación entre el rey y esta mujerzuela. He descubierto que esta mujer está casada; por lo tanto, es adúltera.
El príncipe se interesó.
—¿Es verdad lo que me decís? ¿Puede eso probarse? El asunto podría ser llevado ante el Parlamento.
—Y lo será, señor. El adulterio de esta mujer debe ser considerado, junto con sus nefandas prácticas de soborno y corrupción. Esto nos da una oportunidad.
—Debemos sacarle provecho —contestó el príncipe.
Se sentía mejor. Había una posibilidad ahora. El rey iba a tener que librarse de Alice Perrers. La sola idea le hacía sentirse mejor. Iba a levantarse de la cama, iba a ser de nuevo el hombre fuerte. Su padre, libre de aquella mujer, volvería a su antiguo estilo de vida. Tal vez tenía por delante muchos años de vida y, después de él, vendría el Príncipe Negro. Y después de muchos años más, vendría Ricardo, que sería instruido por hombres de experiencia y que, al ceñirse la corona de Inglaterra, tal vez lo hiciera en un país próspero una vez mis.
El Parlamento se reunió. Sus miembros estaban dispuestos a contrariar los deseos del rey y el pueblo se regocijaba, porque, lo mismo que el Príncipe Negro, creía que este Parlamento habría de traer el retorno a las buenas costumbres antiguas. El pueblo llamaba a este Parlamento el Buen Parlamento. El Parlamento era apoyado por el ídolo del pueblo, el Príncipe Negro, e iba a trabajar contra el odiado John de Gaunt. Y además, sacaría a la luz las prácticas malvadas de Alice Perrers.
El Parlamento estuvo a la altura de las esperanzas del pueblo. Alice fue convocada y se la acusó de haber cometido actos nefandos en los tribunales, de haberse inmiscuido en asuntos que no le concernían y de haber embelesado al rey con artes mágicas.
Alice dio muestras de una insolencia que no la favoreció. El resultado fue que se la despidió y fue amenazada con la excomunión.
El rey estaba desolado. Una delegación encabezada por el obispo de Winchester lo visitó y le dijo que Alice se había casado con William de Windsor y que, por lo tanto, él y ella practicaban el adulterio.
—Me niego a creerlo —exclamó el rey, angustiado—. Ella nunca se ha casado con nadie.
Le probaron que así era y él quedó inconsolable.
—También es culpable de fraude y robo —se le dijo.
—Ella nunca ha hecho nada sin mi consentimiento.
—Majestad, de todos modos es culpable.
No hubo nadie presente que no quedara consternado ante el estado al que había llegado este gran rey. Pocos años antes nadie se hubiera atrevido a plantarse ante él y decirle lo que debía hacer.
Pero ahora escuchaba humildemente.
Eduardo dijo:
—Os ruego que seáis buenos con ella.
Y el gran Eduardo los dejó, se dirigió a su dormitorio y se echó a llorar.
Cuando el Príncipe Negro oyó que Alice había sido echada de la corte, se puso muy contento.
Sabía que en todo el país la gente ponía sus miradas en él. Ellos sabían que él era su apoyo y su fuerza, que había dado al Buen Parlamento el valor necesario para desafiar al rey y echar a Alice de la corte. Pero lo que a todo el mundo lo asombraba era que Eduardo lo hubiera permitido.
Lo cierto era que debía ser un hombre muy enfermo.
Durante las semanas que siguieron, la salud del príncipe empeoró rápidamente.
El príncipe pidió que le trajeran a su hijo Ricardo, un niño de nueve años, hermoso, despierto, vivaz. “Que Dios lo guarde”, oró. ¡Una pena que no tuviera unos años más! ¡Si hubiera vivido su hermano Eduardo!
¿Qué podía decirle a Ricardo? ¿Cómo podía meter dentro de aquella cabeza joven la noción de la importancia del destino que se abría ante ella?
Pidió que el rey fuera a verlo, porque estaba demasiado débil para presentarse ante él.
Eduardo fue y se sentó junto a la cama de su hijo. Su aflicción era muy grande.
Este hijo suyo, este noble caballero... ¡era ahora un hombre gastado y enfermo! ¿Cómo podía Dios ser tan cruel con él? Recordó los tiempos en que su hijo había nacido, recordó a Philippa y su alegría al darlo a luz, la forma en que, al alcanzar la edad de hombre, este hijo había realizado todos sus sueños.
Crécy. Entonces era un muchacho. “Que el muchacho gane sus laureles”, había dicho él. ¡Y cómo los había ganado! ¡Cómo lo había amado el pueblo! Había sido el caballero perfecto, el símbolo de la caballería. El pueblo bajaba la cabeza reverentemente al oír mencionar el nombre del Príncipe Negro.
—Hijo mío, hijo mío —balbuceaba el rey, sollozando—. ¿Es posible que éste sea el fin? No puede ser. Te recuperarás. Volverás a ser fuerte. Te necesito, Eduardo. El país te necesita.
El príncipe meneó la cabeza.
—Me estoy muriendo, padre. Lo sé muy bien. Siento dejaros... dejar Inglaterra. Hay tres deseos que quiero pediros. Confirmad los regalos que he hecho, pagad las deudas de mis estados y, por encima de todo, proteged a mi hijo de sus enemigos... Todavía es muy pequeño... apenas un niño... Tengo miedo por él, padre.
—Vivirás para reinar después de mí, hijo mío, y yo todavía no me he muerto.
—Oh, padre, debéis vivir, no os muráis... todavía... todavía no.
El rey prometió que haría todo lo que su hijo le pedía y, muy conturbado se retiró.
Joan se dio cuenta de que el fin estaba próximo, y ya no se podía hacer nada por evitarlo. Había atendido a su marido durante toda su enfermedad y, desde hacía ya mucho tiempo, se había preparado para el fin.
Lo único que le quedaba ahora a ella era el niño. Una gran responsabilidad, ya que cuando el padre muriera, el niño pasaba a ser el heredero del trono.
Estaba la gente que quería destronarlo. Siempre era así cuando un niño llegaba a ser rey.
Pidió a Dios que le diera fuerzas y supo que Dios iba a concederle su deseo.
Mientras tanto, haría todo lo posible por mantener vivo a su marido.
Llegó el día en que el Príncipe Negro pidió que le llevaran al obispo de Bangor. Su familia se congregó en torno a la cama.
El príncipe pidió perdón a todas las personas a quienes había hecho daño y a Dios por sus pecados. En el momento de expirar tenía la mirada clavada en el niño Ricardo, que no podía entender lo que el futuro le reservaba.
El rey quedó transido de dolor. Dio órdenes de que su hijo fuera enterrado con grandes honores en la catedral de Canterbury, con su yelmo, su escudo y guanteletes por encima de la tumba, a fin de que nadie olvidara que allí yacía el más grande de todos los guerreros.
Con la muerte del Príncipe Negro, Eduardo disolvió al Buen Parlamento. La estrella de John de Gaunt ascendía: al parecer, tenía un total ascendiente sobre su padre.
En connivencia con este último, Eduardo volvió a llamar a Alice, que regresó con redobladas fuerzas.
El pueblo se indignó, pero dado que el rey tenía a la sazón una salud frágil, no se insistió en privarlo de Alice.
Ella, sin duda, le caía en gracia al rey, que se sentía feliz, pues su amante era capaz de hacerle olvidar que la prosperidad del país, que había logrado con tantos esfuerzos y una vida entera de atención al deber y al trabajo, se esfumaba. Ella no le recordaba que dejaba atrás un reino tambaleante a un niño que no tenía experiencia del gobierno. Eduardo cerraba los ojos ante las ambiciones de John de Gaunt y se sumía en un estado eufórico.
Alice estaba de vuelta. Alice lo consolaba. Ella no aceptaba el hecho de que él tenía poco tiempo por delante.
—Tonterías —decía—. No estás moribundo. Tú y yo habremos de ir juntos de cacería. Tengo un nuevo halcón. Te lo mostraré. Debes darte prisa en recuperarte para que podamos cazar juntos.
Hablaba con tanta pasión, reía tan ruidosamente, que él creía lo que ella decía.
—Alice, amor mío, vamos a andar juntos a caballo. ¿Habrá una nueva justa en Smithfield? Nunca te olvidaré como la Reina del Sol. Eres la Reina del Día y la Reina de la Noche, Alice mía. Nunca hubo nadie como tú.
A veces caía en un estado de somnolencia y evocaba el pasado. El vibrante físico de Alice contrastaba tristemente con su aspecto viejo y apagado. Con ella se sentía de nuevo joven. Estaba convencido de que iban a cabalgar por los bosques, que abrían un nuevo torneo y que llevaría la insignia de ella en su yelmo. Una vez más, iba a ser el campeón y el vencedor, como en el pasado.
Estaba tan debilitado que tenía que guardar cama. Poca gente lo veía. Pero a él no le importaba mucho, siempre que Alice estuviera allí.
—Vamos a tener un torneo —decía ella— en cuanto puedas levantarte. Y será pronto.
—¿De veras, Alice? ¿Crees que lo habrá?
—Lo sé. Debo ponerme una túnica cuajada de perlas y orlada de armiño. Me van a hacer falta esmeraldas y rubíes... como contraste. ¿Puedo encargarlos?
—Por supuesto —decía él—, por supuesto.
Ella lo besó calurosamente.
—Eres el mejor hombre del mundo —le dijo.
La tela cuajada de esmeraldas y rubíes debía hacerse a toda velocidad. Alice estaba enterada de que no debía haber demoras. Sabía, incluso cuando hablaba de cacerías y justas, que ya no le quedaba mucho tiempo.
Toda la corte lo sabía. Ya no era necesario demostrar respeto por el rey. ¿Por qué habría de ser necesario, cuando esto significaba rendirle pleitesía a La Ramera, como la llamaban?
Alice ordenó a los sirvientes que llevaran al rey la comida que él, en razón de su debilidad, no podía comer.
Alice observaba todo juiciosamente. No podía durar mucho.
Llegó la mañana en que él ya no pudo hablar y en que las señales de la muerte pudieron ser vistas claramente en su cara.
Ya no habría de hablar más con ella. Ya no habría de sonreírle.
Ella se dio cuenta de que, mentalmente, él estaba muy lejos. Ahora estaba con Philippa de Hainault, recordaba la primera vez que la había visto: una muchacha lozana, de mejillas rosadas, junto a sus hermanas en el gran vestíbulo. Él había sabido inmediatamente que ella era la única y ella se había dado cuenta. Recordó que había estallado en llanto cuando él se despidió... delante de toda la corte reunida. Fue entonces que él la había amado y había decidido casarse con ella...
Habían sido felices los dos juntos... había sido un matrimonio ideal. Fecundo, feliz, y él había sabido que ella era la mejor de todas las mujeres.
Solo una vez le había faltado... al morir. Y, en seguida, todo se había echado a perder.
Las luces se iban apagando, la oscuridad se cernía sobre él. Iba a reunirse con Philippa ahora... Sintió que le tocaban las manos, pero no estaba seguro... estaba demasiado cansado para mirar.
Era Alice, que se apresuraba a sacarle los anillos de los dedos. Y llegó el momento en que también ella se fue.
Sólo había quedado un sacerdote junto a su cama. Ahora había levantado una cruz delante de sus ojos.
—Jesu miserere —masculló Eduardo.
Y éste fue el tránsito a mejor vida del Gran Eduardo III. Lo enterraron, como él había ordenado, en la Abadía de Westminster, junto a los restos de Philippa.