EL TORNEO DE WINDSOR

Había cierta tristeza en el palacio de la Torre de Londres. Philippa había dado a luz una niña. La habían bautizado con el nombre de Blanche, pero apenas había tenido tiempo de abrir los ojos cuando ya había muerto.

Una profunda tristeza invadió a Philippa. Tenía ya muchos hijos sanos y hermosos, pero no podía soportar la pérdida de uno. Y éste era una niña. A Eduardo le gustaban las niñas.

Habían corrido ciertos rumores inquietantes que la habían perturbado. Nadie se lo había dicho, por supuesto, pero ella había oído alguna que otra palabra, por aquí y por allá, había sorprendido alguna mirada. Y, finalmente, no pudo dejar de enterarse de que Eduardo había concebido una gran pasión por la condesa de Salisbury, y que la condesa, una columna de virtud, había rechazado sus avances. Sólo por esto, el asunto no había tenido consecuencias. Pero todo había cambiado ahora. A menudo ella se había sorprendido de la fidelidad de su marido. Era consciente de que ella no era una mujer bella, y los frecuentes embarazos no habían mejorado su figura. En los últimos años estaba muy gorda, y siempre había tenido tendencia a ensancharse. Era característico de las mujeres de su raza. Eduardo, en cambio, se mantenía muy hermoso. No era tan alto como su abuelo, Eduardo Piernas Largas, pero sobrepasaba en mucho la estatura mediana y, con sus ojos azules, sus cabellos rubios y su amor a la buena ropa presentaba siempre una magnífica figura al mundo. Además, estaba envuelto en un aura de realeza que, para muchas mujeres, era irresistible. Al parecer, no para la condesa de Salisbury.

Eduardo, gran rey como era, a menudo le parecía a ella un niño. Sus entusiasmos, sus impulsos, sus corazonadas... la forma en que Robert de Artois lo había incitado a luchar por la corona de Francia eran un ejemplo de esto... su amor a los espectáculos, su entusiasmo por los torneos, en los cuales quería que todos lo vieran como campeón... todo esto le parecía a ella actos de un niño encantador. Y este deseo por Catharine Montacute formaba parte del cuadro. Catharine era una de las mujeres más bellas de Inglaterra. A Philippa se lo habían dicho. Bueno, lo cierto es que la mujer de Eduardo no lo era.

¡Pobre Eduardo! No había obtenido su trofeo.

Para ella, él era como uno de sus hijos. Y su naturaleza era tal que siempre trataba de encontrar sus propias deficiencias, no las de él.

Ella le había fallado. Le había fallado al no ser hermosa como Catharine de Montacute.

Lo perdonaba. Pero era la primera vez que él se había desviado, o que había tratado de desviarse, y tuvo la sensación de que esto marcaba el fin de cierto estilo en sus relaciones.

Ahora ella había perdido a su hija.

Eduardo llegó al palacio.

Era la primera vez que ella lo veía desde la toma del castillo de Wark.

Él se acercó a la cama de ella, se arrodilló y le besó las manos fervorosamente.

—No debes preocuparte, amor mío —dijo él.

Ella se preguntó a qué se estaría refiriendo: ¿a la muerte de la niña o a su amor no correspondido?

—Una niña —dijo él—. Philippa querida... He estado muy preocupado por ti.

En sus ojos había auténtica preocupación. Remordimiento, por supuesto. Ella trató de consolarlo, de decirle que olvidara lo que había ocurrido. Ellos habían sido demasiado felices el uno con el otro, habían vivido demasiado tiempo juntos para echar a perder el pasado común.

Hablaron de la niña que había muerto.

—Tendremos más, Philippa. Dios se ha mostrado muy generoso con los que ya tenemos.

Hablaron un rato de los niños y ella entendió que él le estaba diciendo que, en realidad, siempre la iba a amar. Aunque él hubiera visto a la mujer más bella de Inglaterra, y ya no pudiera olvidarla, eso no hacía diferencia en su amor por Philippa.

Blanche fue enterrada en la capilla de St. Peter, en la abadía de Westminster. Toda la familia estuvo presente en la ceremonia: el príncipe de Gales, Eduardo, Isabella, Joanna, Lionel, John y Edmund.

Sobre la tumba se tendió una tela de oro y hubo plegarias para que el alma de la niña fuera al cielo.

Eduardo se quedó cierto tiempo con su familia. Estaba inquieto en relación a Philippa y quería demostrarle su afecto.

 

 

 

Philippa había acertado al adivinar que había ciertas razones por las cuales su cuñada no le había escrito desde Gueldres.

En un principio, Eleanor había sido muy feliz en Gueldres. Había habido ciertas dudas sobre este matrimonio, ya que el marido era viudo y mucho mayor, pero Eleanor había encontrado en él un marido bondadoso y considerado. Y cuando nacieron sus hijos, Eleanor se consideró ampliamente realizada.

Durante una infancia más bien desolada, oyendo insinuaciones y chismes en los cuartos de los niños, Eleanor no había sido muy feliz. Y luego su hermana Joanna había tenido que partir a Escocia para casarse con David Bruce. La vida no había sido muy generosa con ellas. De tal modo que cuando llegó a Gueldres gozó de una paz y un contentamiento que no había conocido antes.

Cuando el mayor de sus hijos, Reynald, nació, hubo mucha satisfacción en el reino, ya que el duque sólo había tenido mujeres de su primer casamiento. Ella tenía entonces dieciséis años. Habían pasado ocho y desde su casamiento sólo había tenido otro hijo más.

Todo anduvo bien hasta que se enfermó de una extraña afección a la piel que confirió un color muy encendido a su tez naturalmente pálida. No pudo entender qué había ocurrido y ninguno de los ungüentos que usó le sirvieron de nada.

Luego notó cierto enfriamiento en la actitud de su marido hacia ella. Rara vez lo veía y, cuando se encontraban era por breves instantes durante el día.

Un día que cabalgaba junto con sus acompañantes, estos le pidieron que mirara una casa que estaba a cierta distancia del palacio ducal.

—¿Con qué fin? —preguntó ella. Y pudo darse cuenta, por las miradas incómodas de su séquito, que había hecho una pregunta embarazosa.

El chambelán del duque, que formaba parte de la expedición, se lo explicó.

—El deseo del duque es que os instaléis aquí, señora.

—¿Que me instale aquí? ¡Mi lugar está en el palacio!

—Ese es el deseo del duque... la orden del duque, señora.

Ella quedó anonadada, transida de miedo.

—¿Y mis hijos? —preguntó.

—Deben venir a vivir aquí con vos.

Eleanor no pudo entender qué significaba esto, y tampoco se le permitió ver a su marido para preguntarle cuáles eran sus intenciones. No escribió a Philippa y Eduardo, como era su costumbre. No hubiera sabido qué decirles, pues no tenía idea del carácter del crimen que se suponía que había cometido.

Nunca había tenido amantes, de tal modo que no era por causa de infidelidad. Siempre había sido una esposa solícita. Era incomprensible.

La leve infección de la piel había desaparecido ya, y su piel había vuelto a ser blanca y perfecta, como siempre. La ansiedad la había hecho adelgazar, y su único consuelo eran sus hijos.

Sus fieles damas de compañía no sabían si era prudente comentar con ella los rumores que corrían sobre sus relaciones con el duque o callarse. Pero una de ellas decidió hablar.

—Señora, no debéis permitir que esto ocurra.

Eleanor quiso saber a qué se refería.

—Dicen que el duque intenta divorciaros y desheredar a sus hijos. Tomará una nueva esposa y espera que ésta le dé hijos.

—No puede ser. ¿Por qué no me dice él mismo que ha dejado de amarme?

—Al parecer, no es ese el caso. Dicen que le causa mucha pena hacer lo que tiene que hacer.

—Tal vez tendría que escribir a mi hermano. No entiendo. El duque y yo nunca hemos reñido. Hasta ahora parecía contento de nuestra unión. Y mis hijos... ¿dices que van a ser desheredados?

—Corren muchos rumores, señora. Como sabéis, la lepra inspira mucho miedo.

—¿La lepra?

—Sí, señora. Están convencidos de que padecéis esta enfermedad, que comenzó con el cambio de color de vuestra piel. El duque desea separarse de vos antes de que la enfermedad avance y se vuelva contagiosa. También dicen que una madre trasmite esta enfermedad a sus hijos. Es por esto que el duque quiere un divorcio e hijos de otra madre, que le pueda dar herederos sanos que mantengan el linaje.

—¿De tal modo que ésta es la explicación del misterio? ¿Por qué no me lo dijeron? ¡Leprosa! ¿Tengo aire de leprosa?

—No ahora, señora. Vuestra piel es tan clara y tan limpia como siempre lo fue.

—Sólo tuve un sarpullido. Finalmente se fue con las hierbas y lociones. Se ha ido completamente. Voy a pedir al duque que venga a verme.

La mujer pareció vacilante, pero Eleanor persistió.

Envió un recado al duque, pero éste no quiso tender la mano para cogerlo; hasta tal punto temía a la infección.

—Ya veo —exclamó Eleanor—. Se me pone de lado sin darme una oportunidad de mostrar la verdad.

Así parecía ser.

No tenía amigos en Gueldres: sólo la gente de compañía. Por lo menos, ahora sabía cuál era la causa de todas estas rarezas.

El duque, su marido, había sido un partidario leal de los derechos de Eduardo al trono de Francia, pero había muchos nobles en Gueldres que se inclinaban por los franceses. Si podían librar al duque de su esposa inglesa, que además era hermana de Eduardo, podían arreglar un matrimonio con una novia presentada por el rey de Francia y lograr así lo que muchos de ellos buscaban: romper los lazos con Inglaterra y forjar nuevos con Francia.

Era necesario poner, fin a esto. ¿Cómo se atrevían a decir que ella era leprosa? Habían alarmado hasta tal punto al duque que éste se negaba a verla. Esto indicaba de pasada que su amor por ella nunca había sido muy fuerte. Pero ella creía que podía reavivarlo en caso de llegar a verlo.

Eleanor pensó que, si apelaba a Eduardo, esto podía tener un efecto contraproducente. Ella sola debía hacer lo que era necesario por sus hijos, por ella misma y por su hermano.

Había oído que iba a haber una reunión de nobles en palacio la semana venidera y, en consecuencia, hizo sus propios planes.

El día en que se celebraba la reunión se puso una tenue túnica, que dejaba ver su cuerpo desnudo; por encima se echó una capa y, acompañada de sus dos hijos, se dirigió al palacio.

Nadie intentó detenerla. Hasta tal punto quedaron todos sorprendidos al ver a la duquesa, que atravesaba la sala del consejo donde estaban reunidos los nobles. El duque estaba sentado en una silla en forma de trono. Ella, llevando a cada uno de sus hijos de la mano, se despojó de su capa y dejó ver la piel blanca y limpia de su cuerpo. Entonces gritó:

—¡Señor! He venido a mostrar que los cuentos que corren sobre mi supuesta enfermedad son falsos. No soy leprosa. Si lo fuera, ¿no podrían verlo claramente todos? Mírame, señor, miradme vosotros, nobles, miradme incluso los que habéis difundido estos cuentos sobre mí. Estoy limpia y en perfecta salud. Insisto en que me examinen los médicos. Aquí están tus hijos, señor. No puedes negar que son tuyos: se te parecen. Y si permites que estas calumnias empañen la verdad, entonces, señor, te diré esto: habrás de lamentar nuestro divorcio y traerás la ruina sobre tu linaje.

Hubo silencio en la sala. Todos los ojos se habían fijado en la duquesa que, con su túnica transparente, era una viviente negación de los rumores que sobre ella corrían.

El duque se levantó, fue hacia ella y le puso las manos sobre los hombros. Luego levantó la capa y se la echó encima.

—Tienes razón —dijo—. He estado oyendo calumnias. He temido a la lepra y al efecto que podría tener sobre ti y nuestros hijos. No me atrevía a correr el riesgo de una infección. Pero todo ha sido mentira... No deseo divorciarme. Al proceder así, pensé que era mi deber, ya que debo tener herederos.

—Tienes tus herederos —gritó ella — y aquí están.

—Es cierto. La reunión ha terminado —dijo él, dirigiéndose a los nobles—. Llevaré a mi esposa a mis aposentos.

Él salió entonces con ella y los niños del salón y, mientras subían las escaleras, le dijo que estaba muy contento de tenerla de vuelta, que había lamentado la necesidad de divorciarse, que muchos de sus nobles le habían obligado a considerar.

Había muchas preguntas que ella hubiera querido hacer, pero no quiso. Por el momento, bastaba con que hubiera terminado la pesadilla. Estaba de vuelta en el palacio y el duque hacía todo lo posible por demostrarle que estaba encantado de que hubiera pasado aquel incidente enojoso.

Eleanor se sentó a una mesa y escribió a Philippa, contándole este extraño episodio, que había tenido buen fin.

Pobre Eleanor, pensó Philippa. Y se reprochó el resentimiento que tenía porque Eduardo había tenido una pasajera preferencia por otra mujer.

 

 

 

Eduardo demostraba claramente que no deseaba separarse de Philippa. Se aplicaba mucho a demostrar su afecto por ella, lo cual la conmovía. Ella nunca le había mencionado que conocía sus sentimientos por la condesa de Salisbury, y él nunca le había hablado de esa dama. A todas partes adonde él iba, quería tenerla a su lado, y siempre insistía en que fuera magníficamente ataviada, pues se complacía en la buena ropa y quería que los dos tuvieran un aspecto suntuoso.

Eduardo decidió celebrar un gran torneo en Windsor, al cual habría de invitar a todos los grandes campeones de Europa. Esperaba que, entre éstos, hubiera caballeros franceses. Le divertía pensar en el chasco del rey Felipe al enterarse de que sus nobles estaban midiéndose con otros caballeros en un campo inglés.

Eduardo, como su abuelo, siempre había tenido mucho interés en las leyendas del rey Arturo y sus caballeros. En esta ocasión decidió que debía haber una Mesa Redonda. A esta mesa habrían de sentarse las más hermosas damas del país, encabezadas por la reina. Estarían acompañadas de sus caballeros, cuya meta debía ser el ejercicio de la caballerosidad.

Se dieron salvoconductos a todos los caballeros, sin tomar en cuenta su procedencia. Esto se aplicó especialmente a los franceses. Empezaron a llegar caballeros de toda Europa.

Este habría de ser el torneo más espléndido de todos los tiempos. Las princesas Isabella y Joanna iban a estar presentes. En sus aposentos reinaba mucha animación, mientras se probaban los brillantes atavíos que iban a usar. Sentadas con la reina en la galería de las damas, debían elegir a los caballeros que más admiraran. Tal vez alguno de ellos declarara cuál era la dama que honraba.

Una prima de Eduardo, Joan, estaba con ellas. El hecho de que tuviera doce años —cuatro más que Isabella— le daba cierta autoridad y le hacía parecer más sabia que las dos princesas. En torno a Joan flotaba un aura romántica. En primer lugar, era notablemente bonita. Isabella había advertido muy contrariada, que siempre que estaba Joan presente, la gente la miraba, le sonreía y estaba dispuesta a mimarla. Esto irritaba a Isabella, que había notado que incluso su padre tenía debilidad por la niña. ¡Era tan bonita!

Lo cierto es que se la conocía como La Bella de Kent. Otro motivo de su aura romántica era que su padre, el duque de Kent, de nacimiento real —por ser hijo de Eduardo I— había sido ejecutado antes de los treinta años por orden de la antigua reina y Mortimer. Joan no se acordaba de él, pues a la sazón sólo tenía dos años... pero ese hecho y su belleza la convertían en una notable personalidad.

Joan estaba muy consciente de sus encantos y ya tenía admiradores. Uno de ellos era William de Montacute, hijo mayor del conde de Salisbury; pero cuando Joan conoció en su casa a sir Thomas Holland, mayordomo de su padre, ya no supo a cuál de los dos prefería.

—Mi hermana Joanna está comprometida y casi casada —recordó Isabella a Joan— y ya se está en tratativas por mí.

Joan echó hacia atrás sus hermosos cabellos rubios y sonrió con aire tolerante.

—Pobrecitas princesas —dijo—. Tendréis que casaros con príncipes que otros eligen para vosotras. Tendréis que ir a países extraños y mostraros dóciles. A mí, por suerte, esto me ha sido evitado.

No era necesario decirlo. Era evidente que Joan siempre iba a salirse con la suya.

Luego les habló de William de Montacute, cuyo padre era prisionero de los franceses, y cuya madre tenía reputación de ser una de las mujeres más hermosas del país.

—Naturalmente, es una vieja —añadió Joan.

Como les dijo a las princesas, no sabía muy bien con quién se iba a casar. Si se casaba con William de Montacute iba a ser condesa de Salisbury cuando el padre de él muriera, y estar en una cárcel francesa... no está hecha para prolongar la vida de nadie... ¿verdad? Por otra parte, podía elegir a sir Thomas Holland, que sería muy rico. De tal modo que la elección que se le presentaba era difícil. Por lo general, creía preferir a Thomas. Para ellas, princesas reales, el título de condesa no hacía mucho ruido.

Isabella quedó un poco desconcertada de que los asuntos de Joan formaran el tópico principal de la conversación. Era fastidioso que cuando Joan se ponía sus lujosos atavíos, pareciera más atrayente que ellas. Joan estaba bien enterada de esto y no podía dejar de llamar la atención sobre sus propios encantos.

Isabella dijo en voz baja a su hermana que no creía estas historias de Joan y sus admiradores. Se iba a casar con quien se le dijera, como ellas, y no iba a tener ninguna elección que hacer.

Pero entonces el hermano de ellas entró a los aposentos y, atraído inmediatamente por Joan, se sentó en el alféizar de una ventana y se puso a charlar con la muchacha, que daba a entender que le hacía un gran honor al dirigirle la palabra.

—Se da muchos aires —dijo Isabella—. Se diría que es hija de un rey.

Sin embargo, el joven Eduardo la encontraba muy atractiva al parecer y, finalmente, resultó que Joan tuvo tres pretendientes: el príncipe, William de Montacute y Thomas Holland.

No había dudas de que Joan, La Bella de Kent, era un ser fascinante.

Un nuevo personaje se hizo presente en el torneo, se dirigió directamente al rey y, cuando Eduardo lo vio, quedó embargado de emoción.

—¡William! —exclamó, abrazando a su amigo.

El conde de Salisbury dijo que no pensaba perder tiempo en presentarse a su soberano que, como él sabía, había hecho grandes esfuerzos por ponerlo en libertad.

—Sólo me tomé tiempo para ver a mi familia y, al saber que mi hijo había venido a la justa, supe también que vos, señor, deseabais que yo participara en ella.

—Así es, William. Me complazco mucho en veros —dijo el rey, vacilando—. Decidme, ¿ha venido con vos la condesa?

—La condesa solicita vuestra indulgencia, señor. No se sentía bien.

—¿Algo serio?

—No, señor, me ha asegurado que no. Pero no se sentía bastante bien para hacer el viaje.

El rey no supo si estaba decepcionado o aliviado. Ella había hecho, sin duda, lo mejor que debía hacer, como su tacto y discreción siempre se lo indicaban. Tenía muchas ganas de verla y, al mismo tiempo, en caso de que ella hubiera venido, la situación habría sido embarazosa, con un marido que acababa de llegar del cautiverio y los chismes que corrían, aunque nadie se hubiera atrevido a hablarle directamente.

—Venid —dijo— debéis presentaros ante la reina. Ella ha estado muy preocupada por vuestro encarcelamiento. Y debéis contarnos la forma en que fuisteis tratado... No demasiado mal, a juzgar por vuestro aspecto.

—No; Felipe dio órdenes de que se me tratara bien. Pero, como sabéis, debí jurar que no habría de levantarme de nuevo en armas contra él.

—Lo sé. Formó parte del convenio. Hablaremos de esto más adelante. Vayamos ahora a ver a la reina.

 

 

 

Nunca había habido una justa como ésta.

Era enero, y el frío en el aire quemaba. La reina, con sus hijas y sus damas, estaba sentada en la galería. Era una refulgente figura, con su túnica adornada con perlas y piedras preciosas y su capa de terciopelo orlada de finísima piel. El rey, a su lado, estaba vestido de terciopelo rojo. El grupo resplandecía.

La figura más refulgente iba a ser Eduardo. Él era el campeón del torneo. Nadie iba a sobrepasarlo. Y no sería fácil hacerlo, pues había llegado a ser un maestro en el campo. El acento se había puesto esta vez en la caballerosidad. Como su abuelo, quería volver a los días en que la caballería significaba caballerosidad. En ninguna parte había sido subrayado esto tanto como en los relatos legendarios del rey Arturo y la Mesa Redonda. Los verdaderos caballeros —proclamó Eduardo— debían respetar a todos los que eran menos fuertes que ellos, apiadarse y defenderlos, y esto significaba la glorificación del sexo que pasaba por ser el más débil. Todo caballero deseaba contar con el favor de una dama en el certamen. Un verdadero caballero debía creer en la Iglesia y defenderla, demostrar estricta obediencia a su señor, salvo en los casos en que hubiera conflicto entre este deber y el deber a Dios. Un caballero siempre debía luchar contra las fuerzas del mal.

Eduardo quería ostentar la divisa de la reina y hacerlo conspicuamente, para acallar todas las habladurías y dar a entender al público que le molestaba que corrieran calumnias sobre sus relaciones con la condesa de Salisbury.

¡Y el público aplaudió su victoria! Eduardo gozó corriendo por el campo, deteniéndose frente al balcón regio y haciendo una profunda reverencia a la reina. Philippa, sonriendo tiernamente supo lo que esto significaba: arrepentimiento. Tal vez él había cometido un desliz en sus pensamientos, pero ella era su reina, la madre de sus hijos, y él la amaba tiernamente.

Tenía al conde de Salisbury a su lado y era claro que lo consideraba su mejor amigo. Esto no sorprendió a William de Montacute que siempre se había considerado amigo íntimo del rey; habían compartido muchas aventuras y le parecía natural que, al volver de su cautiverio, después de haber servido al rey, Eduardo le demostrara su aprecio.

A su debido tiempo, William hizo su aparición en las listas. Tal vez había quedado debilitado por la cárcel. Con mucha pena del rey, fue vencido por su adversario. Un profundo silencio cayó entre los espectadores. Muchos se apresuraron a socorrer al conde caído.

El rey dio órdenes de que fuera llevado al castillo y que los médicos de palacio lo atendieran. En el aire reinaba una tensión especial. No era desusado que ocurrieran accidentes en estas ocasiones, accidentes que a veces se resolvían en una muerte. Pero esta vez, parecía un acto del destino que la víctima fuera el conde de Salisbury.

El conde no murió, pero estaba malherido y con varios huesos rotos. Los médicos dijeron que, si descansaba debidamente, había una leve esperanza de que pudiera recuperarse.

El rey dijo:

—No es viejo —tenía cuarenta y tres años— y sin duda se va a recobrar.

Había sido la justa más magnífica que se recordaba. Y el placer de Eduardo aumentaba al pensar que Felipe de Francia estaba furioso porque muchos de sus caballeros habían concurrido. Felipe había intentado organizar un torneo semejante en su corte, y el torneo resultó un fracaso. Esto era inevitable, ya que muchos de los campeones franceses habían recibido salvoconductos para Inglaterra y estaban en Windsor.

—De no haber sido por el accidente de Salisbury —dijo Eduardo a Philippa— todo habría sido perfecto.

—Pobre hombre —contestó la reina— tal vez deberíamos mandar buscar a su esposa.

Eduardo rehuyó su mirada.

—Oh, no va a ser necesario —se apresuró a decir— estará bien en una semana, más o menos... No ha sido más que una caída.

“En realidad está arrepentido”, pensó Philippa. “Y ha creído que no es conveniente que Catharine esté aquí para tentarlo.” Eduardo era joven, directo, y ella lo quería mucho. Deseaba consolarlo, tranquilizar su conciencia y decirle que ella sabía que no tenía la fascinación de las mujeres como Catharine de Salisbury, y que entendía la admiración y el deseo que suscitaban. No debía atormentarse. Ella lo iba a amar más, puesto que había resistido por ella a la tentación... ¿Sería verdad eso? ¿Sería la virtud de la condesa que lo había salvado de la infidelidad o su propia conciencia? No lo sabía y no quería saberlo.

—Voy a convertir estas justas en una celebración anual —dijo el rey—. Traeré carpinteros, constructores, y haremos una Mesa Redonda, con capacidad para trescientas personas. La mesa quedará aquí, en Windsor, en conmemoración de esta fiesta.

La reina pensó que la idea era excelente. Había que fomentar la caballería. Era conveniente recordar al pueblo los legendarios días del rey Arturo, cuando la tarea de los fuertes era defender a los débiles.

—Sólo cosas buenas pueden salir de aquí —declaró Philippa.

Inmediatamente se iniciaron los trabajos de la construcción de una gran Mesa Redonda en Windsor.

El rey se lanzó con entusiasmo a la tarea. Era muy positivo proyectar algo que no tuviera nada que ver con la guerra. La reina estuvo de acuerdo con él. Una tregua con Francia, una tregua con Escocia. Era un arreglo satisfactorio. Debía celebrarse una Mesa Redonda una vez al año, declaró el rey: él ordenaría a todos los caballeros que concurrieran; nadie podría celebrar torneos mientras estuviera congregada la Mesa Redonda, de tal modo que nadie tendría un pretexto para no asistir.

La corte estaba muy excitada con el proyecto. Para ese entonces se supo que las heridas del conde de Salisbury eran más serias de lo qué se había pensado.

Su estado se agravó y, a los pocos días, murió. Según el informe médico, “a causa de las heridas”.

 

 

 

De tal modo que la bella Catharine era ahora viuda. Eduardo solía pensar en ella, e imaginaba que ahora, libre de los votos matrimoniales, podía ceder a sus instancias sin infringir ningún código. Pero en el fondo de su corazón sabía que las ideas morales de Catharine no le permitían practicar el adulterio.

Philippa estaba de nuevo encinta y él pasaba mucho tiempo con ella. No recordaba ningún otro período en sus vidas en que hubiera pasado tanto tiempo con su familia.

Se afanaba mucho para que Philippa fuera bien atendida, como si no quisiera que ella llegara a creer que su corazón no estaba ya puesto en ella.

Se le ocurrió pensar que, en el caso de que Philippa muriera, hubiera podido casarse con Catharine, y trató de imaginar la reacción del país en ese caso. Pero la vida sin Philippa sería intolerable. No, por nada del mundo quería que ella no estuviera a su lado. No olvidaba un instante lo que le debía; pensaba que, si algunos la consideraban simple, Philippa tenía la simplicidad de la sabiduría, pues él nunca había conocido a nadie tan capaz de ser feliz y de hacer felices a los otros como su reina; sin duda, la felicidad estaba en el corazón de cualquier logro.

Tal vez estos no fueran pensamientos de rey. Pero eran la verdad.

Robert de Artois había sido herido gravemente en Francia y lo habían traído a Inglaterra a morir. Fue enterrado con grandes ceremonias en la catedral de Saint Paul, y el rey se mostró muy afectado. Robert, desde su nacimiento, había sido un ser insatisfecho; siempre había creído que el destino estaba en contra de él; había sido un agitador, pero era dueño de un gran encanto y el rey se complacía en su compañía. Eduardo solía pensar que, de no haber sido por Robert, él nunca se habría embarcado en la inmensa tarea de recobrar la corona de Francia. A veces, al reflexionar en estas cosas, veía que la guerra se extendía a lo largo de todo el siglo y que nunca se llegaba a un resultado definitivo. Muchas vidas se iban a perder en la lucha y ¿cuál habría de ser el fin? El éxito para Inglaterra significaba un cambio de coronas; el éxito para Francia era retener una corona.

Este año lo había pasado en Inglaterra, rodeado de su familia, viviendo uno de los años más prósperos y felices que había conocido.

Llegó el mes de octubre. La reina se había retirado a Walton, cerca de Winchester, a esperar el nacimiento de su hijo.

A su debido tiempo, Philippa dio a luz. Hubo muchos festejos, porque la niña era muy saludable y, después de la muerte de la pequeña Blanche, la familia se había puesto un poco aprensiva.

El rey quedó encantado de tener una hija más y la reina lo acompañó en su alegría.

La bautizaron con el nombre de Mary.

Fue un día maravilloso el día en que los niños entraron al cuarto de su madre para conocer a su nueva hermana. Incluso Edmund, de dos años, entró y contempló, azorado, a la niña en pañales. Tenían ahora siete hijos en buena salud y habían perdido sólo dos: William y Blanche.

—Un buen número, dijo Eduardo.

Estaba contento con su familia y la unión con la condesa de Salisbury no era nada más que un sueño irrealizable.