LA MUERTE DE PHILIPPA
A Philippa le resultaba cada vez más difícil ocultar sus achaques a las personas que la rodeaban. Tenía dolores internos y sufría de una hidropesía que le hinchaba brazos y piernas al extremo de que le resultaba difícil levantarse de su silla. Sólo podía moverse ayudada por sus servidoras. Y esto siempre implicaba un trastorno.
Eduardo, que era un año mayor, parecía mucho más joven. Todavía se mantenía activo y no parecía haber perdido mayormente su antiguo vigor.
Philippa sabía que él le tenía mucho afecto, pero los días de la juventud, cuando tanto se habían dado el uno al otro, habían pasado.
A la corte había llegado una mujer que inspiraba inquietudes a Philippa. Ella tenía la sensación de que había algo maligno en esta mujer.
Alice Perrers no era exactamente hermosa y, si la examinaba detenidamente, Philippa no podía entender por qué motivo había suscitado el interés del rey. Tal vez era una sexualidad latente no demasiado aparente, pero que Philippa había empezado a percibir. A veces había intercambio de miradas entre las damas de compañía y ella notó que tenían una actitud algo brusca con Alice, que no lo advertía en lo más mínimo, al parecer. En la mujer había una especie de suspenso, un aire secreto y reflexivo.
La verdad era que el rey había cedido finalmente a la tentación.
Eduardo había notado a Alice Perrers desde el primer momento y ella se había percatado de este interés.
Alice no era de familia noble. Eduardo no sabía en qué forma se las había arreglado para trepar hasta la casa real, pero prefirió no averiguarlo. Era una mujer que sabía medir los favores que concedía, de tal modo que tal vez había conseguido su posición gracias a alguna persona bien colocada en la corte. Eduardo no quiso averiguar más. Bastaba con que Alice estuviera allí.
Alice había sorprendido la mirada del rey y le había sonreído complacientemente. Otras mujeres habían hecho lo mismo, por supuesto, pero él nunca le faltó a Philippa. De todos modos, Philippa era ahora una mujer enferma. Él seguía queriéndola tanto como siempre, pero era un hombre de fuertes apetencias, era rey, y Philippa ya no podía apartarlo de la tentación.
Durante cierto tiempo luchó con su conciencia. Después de una vida de fidelidad matrimonial no era fácil quebrantar los mandamientos conyugales. Pero Alice era distinta de las otras mujeres: era muy decidida. Una noche se las arregló para metérsele en la cama y él se vio ante la alternativa de decirle que se fuera a hacer lo que tenía ganas de hacer. Prefirió la última opción.
Después de esa noche Alice se convirtió en su querida y ya nada pudo separarla de él. Fue para el monarca una experiencia intensa, diferente de todo lo que había conocido hasta entonces y que lo dejó deslumbrado, sorprendido y, según algunos cortesanos, embrujado.
Había ocurrido al fin: el rey tenía una querida. Una mujer de baja extracción social. “No va a durar mucho tiempo”, pronosticaron algunos. No conocían a Alice.
Después de haber dado un paso en dirección a la indulgencia sensual, Eduardo ya no supo detenerse. Fue como si hubiera querido compensar los años perdidos. Por momentos se sentía asaltado por los remordimientos. Pero aparecía Alice y se burlaba de sus escrúpulos. Era rey... ¿acaso no lo era? Y los reyes debían actuar como se les diera la gana.
Él trataba de explicarle el profundo afecto que tenía por la reina. A Alice esto le parecía muy bien, y opinaba que la reina entendería. Después de todo, era una dama entrada en años, achacosa, y que ya no podía ser su mujer.
—Es más joven que yo —le recordaba Eduardo.
—¡Ah, sí... pero tú, rey mío, eres inmortal!
A veces él trataba de entender en qué radicaba la fascinación de Alice. No era hermosa, como lo había sido la condesa de Salisbury. Sin duda no se parecía a La Bella de Kent, pero había en Alice algo irresistible, algo sensual que coordinaba con su propia naturaleza, una naturaleza que él había estado dominando todos esos años.
Sus hijos estaban diseminados por el país y el extranjero. La situación había cambiado. Ya no eran los días en que los niños estaban en sus cuartos y representaban una fuente continua de interés para los reyes. Philippa, enferma, deformada por su penosa hidropesía, ya no tenía nada que ofrecerle. Lo cierto es que él la eludía, principalmente, porque estar con ella le traía remordimientos de conciencia.
Su único consuelo era Alice. Y Alice tenía mucho que darte.
Alice no hacía ostentación de las generosidades de él. En secreto, tenía cierto respeto por la reina. En Philippa había una especie de sereno poder, y Alice adivinaba que no convenía que la reina actuara. El rey tenía una gran veneración por su mujer. Alice sabía mejor que él hasta qué punto Philippa aparecía en el lecho de ellos: había la sombra de una restricción, cierta inhibición ante las expansiones. Oh, sí, el espíritu de Philippa siempre iba a estar con el rey hasta que ella muriera.
Y que Philippa no podía vivir mucho tiempo, era cada día más evidente.
Philippa sabía que su fin estaba próximo. Estaba en cama con sus achaques hidrópicos y le resultaba muy incómodo moverse.
Había sido una vida bien vivida, una vida feliz, y ella acariciaba todavía el recuerdo de su primer encuentro con Eduardo en la corte de su padre. Sin duda el matrimonio de ellos había sido uno de los matrimonios regios más felices. Hasta el momento. Trataba de no pensar en aquella impúdica mujer que iba de un lado a otro con una expresión secreta en sus ojos. Una pena haberse enterado de su existencia. Pero la cosa era evidente y no podía negarse. Ella siempre había sabido que Eduardo era un hombre de fuertes pasiones. Un hombre de su naturaleza tenía que estar hecho de este modo. Sabía que había habido tentaciones. Le habían llegado cuentos sobre la bella condesa de Salisbury y, en ocasiones, él había lanzado alguna mirada concupiscente a Joan de Kent. Pero hasta ahora no había cedido a la tentación. Hasta ahora. No había que tomarlo muy a pecho. Él era un hombre y ella se había convertido en un pobre ser, demasiado enferma para hacer otra cosa que estar tendida en la cama y esperar el fin, rememorando el pasado. En su vida había mucha felicidad para recordar y podía estar orgullosa de la familia que había producido.
Eduardo, el primogénito, el más querido, era ahora padre de dos niños, Eduardo y Ricardo, y parecía contento de su vida en Burdeos con Joan de Kent. Tal vez era cierto que Joan siempre lo había amado. Extraño que él no le hubiera hablado en el momento oportuno. Entonces ni ella ni Eduardo habrían puesto ninguna objeción al enlace. Isabella, por lo menos, estaba casada felizmente. La pobre Joanna no había podido sacar mucho de la vida, y sus dos Williams y la pequeña Blanche no eran olvidados, a pesar de haber vivido tan poco tiempo. Además estaban allí Lionel, alto y bondadoso, el audaz John de Gaunt, Edmund y Thomas. Trataba de no pensar en Mary y Margaret: nunca había podido recuperarse de sus muertes.
Sus hijos amados, que ya vivían sus propias vidas, que a ella no la tocaban. Eduardo estaba contento con los hijos que había tenido. En ese sentido no tenía nada que reprocharse.
Y ahora se acercaba el fin.
Una mañana se despertó en sus aposentos de Windsor y supo que el fin estaba próximo. Envió un mensajero al rey pidiéndole que fuera inmediatamente a su dormitorio. Y cuando él llegó y vio hasta qué punto estaba ella enferma, se sintió muy apenado y su mala conciencia se hizo sentir con más fuerza que nunca.
Ella le sonrió benévolamente.
—Eduardo —le dijo—, este es el fin.
Él se arrodilló junto a la cama y, tomándole una mano, se la besó. Mantuvo la cabeza baja: no se atrevía a mirarla.
—No debe ser así —dijo.
—Eduardo querido —dijo ella—, señor y rey amado. No podemos oponernos a la voluntad del Altísimo. Él ha decidido que me ha llegado la hora y lo tenemos que aceptar. Nuestra unión ha sido larga y me has hecho muy feliz.
Eduardo apenas podía escuchar. Seguía pensando en Alice Perrers y se hacía dolorosos reproches. “¿Por qué no esperé? ¿Por qué le hice esto a Philippa? Y lo sabe. Todo el mundo lo sabe. Estoy viviendo esta vergüenza.”
—Señor —dijo Philippa—, te ruego que cumplas con mis compromisos, expuestos en mi testamento. En él nombro a las damas que deben recibir una recompensa.
—Todo lo que digas habrá de hacerse, reina amada.
—Eduardo, cuando te llegue el momento, ¿te harás poner junto a mí en la tumba, en los claustros de Westminster?
—Así se hará —dijo Eduardo.
—Entonces demos gracias a Dios por los años felices que hemos vivido, por los niños que hemos tenido.
—Le doy gracias a Dios por todo esto —dijo Eduardo— y le ruego ahora que no me prive de ti.
Le estaba rogando a Dios. “Que ella viva, que viva, y no volveré a ver más a Alice.” Pero incluso en ese momento supo que la atracción de Alice era demasiado fuerte para él. Se sintió vencido por su impotencia y lleno de remordimiento.
¡Si por lo menos hubiera esperado!, pensó. ¡Si por lo menos ella no hubiera sabido!
Philippa cerró los ojos.
Era el fin. La larga unión con la reina había terminado. Se sentía perdido y desconcertado. Su hijo Edmund, junto a la cama con él, le puso una mano en el brazo.
—Señor —dijo— venid. Nos ha dejado para siempre.
Eduardo luchó con su conciencia. “Ella no sabía. Yo siempre soy tan atento. Ella nunca hubiera adivinado lo que pasaba.”
Seguía viéndola como la muchacha de mejillas rosadas que ella había sido cuando acababan de casarse. Entonces él había tenido la certeza de que nunca iba a mirar a otra mujer mientras estuviera vivo.
Pero ella nunca supo, se dijo. Hasta el fin creyó ser la única.
Sin embargo, cuando leyó el testamento que enumeraba los legados a las damas de su dormitorio notó, inmediatamente, que faltaba un nombre: el de Alice Perrers.