EL CASAMIENTO DE ELEANOR

Eduardo estaba perplejo. Había descubierto los nombres de los sospechosos de haber asesinado a su padre. Él creía que el acto había sido llevado a cabo por William Ogle. Cuando Eduardo pensaba en esto, sentía náuseas y horror y el temperamento que había heredado de sus antepasados se hacía sentir: estaba a punto de estallar de furor y hubiera querido tener entre sus manos a Ogle. Nada le parecía demasiado horrible para este hombre. “Lo juro por Dios: ese va a sufrir” se decía Eduardo.

Había también otros. Sir John de Maltravers y sir Thomas Gurney. Los dos habían huido al continente al día siguiente de la matanza; esto sólo era una prueba de culpa.

Serán encontrados, se decía Eduardo, y cuando lo sean, mi padre será vengado.

Pero los culpables habían desaparecido. Mortimer había pagado por sus pecados y la reina Isabel estaba recluida en el castillo de Rising, del cual no podía salir sin consentimiento de su hijo. Le habían dicho que estaba sumida en la melancolía y que padecía ataques de locura.

“Justo castigo”, pensaba Eduardo. “Pero es mi madre y no me corresponde agravar sus pesares. Sus pecados le han creado un infierno en la tierra y en este infierno debe vivir.”

También había problemas caseros. Eduardo quería que su hermana Eleanor fuera a vivir con Philippa.

Muchas cosas negativas habían ocurrido, pero los puntos luminosos en su vida eran la reina y el niño.

El pequeño Eduardo crecía y demostraba ser el más bonito y más inteligente de todos los niños. Philippa era una esposa y una madre feliz y, cuando el rey necesitaba reconfortarse, iba a verla. En una ocasión la encontró leyendo, muy contenta, una carta proveniente de la corte de Hainault. Ella siempre había sido muy apegada a su familia y el intercambio de cartas entre las dos cortes era constante. Philippa se mantenía informada de la salud, las alegrías y las tristezas de los suyos.

—¡Escribe tan bien! —dijo Philippa—. Leer las cartas de mi madre es como estar en casa.

Esta vez estaba más excitada que de costumbre.

—Espléndidas noticias, Eduardo. Mi madre quiere visitarnos.

—Una gran alegría para ti.

—Yo le cuento que me siento muy feliz, que tú eres maravilloso y que nos llevamos divinamente.

—Supongo que también hablas de los méritos de tu hijo.

—Naturalmente. Ella quiere que le hable de Eduardo.

—¿Qué ha estado haciendo ese pícaro últimamente?

—Se pone a gritar para llamarme la atención. También berrea si la niñera lo levanta, porque prefiere a su madre.

—No es tonto —dijo Eduardo cariñosamente.

—Sabe muy bien lo que ocurre a su alrededor.

—Estoy seguro de que está enterado de nuestras dificultades con los escoceses, con los franceses y de todo el resto.

Philippa advirtió la tristeza en la voz de él y adivinó que estaba pensando en su madre.

Ella se apresuró a decir:

—Todos dicen que Eduardito es extraordinario. Se parece cada día más a ti.

—En ese caso está a punto de convertirse en un parangón de todas las virtudes... por lo menos a los ojos de su madre. Háblame ahora de esas visitas prometidas.

—Mi madre quiere ver con sus propios ojos.

—Entonces debemos prepararle una gran recepción.

—¡Oh, Eduardo, qué bueno eres conmigo!

Él sonrió con cierta amargura. Las fiestas se iban a pagar con la dote que ella había traído al país. El tesoro estaba flaco. ¿Cuándo no lo estaba? Estos Plantagenet eran muy dispendiosos. Algunos gastaban en sí mismos y en sus familias, como Enrique III, otros en sus favoritos, como Eduardo II. O en guerras, como su abuelo. Él, por su parte, no se negaba cierta prodigalidad en la vestimenta. Le gustaba vestirse bien. Después de todo, un rey debe presentarse con galas refulgentes para dar gusto a sus súbditos e impresionar a sus enemigos... de lo contrario la gente podía preguntarse si era un rey de veras.

—Debemos darle una recepción suntuosa. ¿Tu padre no viene con ella?

—Hainault no puede quedar solo. Isabelle se queda con él. Es la única de nosotras que no se ha casado.

—Dudo de que siga soltera mucho tiempo.

—Debe sentirse muy sola... ahora que todas nos hemos ido. Yo la primera, contigo, después Margueritte con el emperador Luis de Baviera y finalmente Jeanne que ha ido a la corte de Julliers. Debe ser muy distinto ahora.

—Ya que hablamos de familias: quiero que mi hermana Eleanor esté contigo.

—¿Conmigo? ¿Vivir aquí?

—Sí, quiero que venga a esta casa. Ya te das cuenta, Philippa, de que para nosotros ha sido un gran golpe esta historia de nuestra madre. No sé cómo se siente Eleanor, porque no quiero preguntárselo. Tú eres buena y amable y quiero que te ocupes de ella. Quiero que la consueles.

La mirada de Philippa se enterneció.

—Eduardo: puedes contar conmigo. Haré todo lo que esté en mi poder para que sea feliz.

Eduardo, emocionado, la miró.

¿Qué hombre tuvo alguna vez una esposa más perfecta?

 

 

 

La princesa Eleanor se sintió muy a gusto en casa de su cuñada. Philippa le dio una cálida bienvenida y la atmósfera amistosa y doméstica que sabía crear la reina era exactamente lo que necesitaba Eleanor en ese momento.

Se había llevado varios sustos en su vida. No había tardado en saber que sus padres se detestaban. Había oído cuchicheos y referencias que no había entendido sobre los Despenser. Recordaba haber visto un cuerpo que se bamboleaba de una soga, que ella y Joanna se habían apretado la una contra la otra, con miedo de mirar por la ventana y sin poder resistir la tentación, pese a saber que sus sueños iban a quedar invadidos por aquella atroz imagen durante mucho tiempo. Luego su padre había desaparecido y la madre había vuelto de Francia con el conde de March; después el padre había muerto y, lo más aterrador de todo, Joanna había sido alejada de ella y casada con un príncipe de Escocia. Nunca había logrado recobrarse de este golpe, porque ella y Joanna habían estado siempre juntas, compartiendo la misma casa. Lady Isabella de Valence había sido su niñera y Johanette Jermyn su gobernanta; John de Tresk se había ocupado del guardarropas de las niñas. Habían sido felices así y luego, gradualmente, ella había notado que una preocupación se apoderaba de ellos. En esos tempranos días Eleanor no había imaginado la vida sin Joanna; sin embargo, su hermana le había sido arrebatada. Pobrecita Joanna, tan asustada, que se abrazaba a ella de noche y proclamaba que nunca, nunca se iría. Pero el día había llegado y todos se habían ido a Escocia... salvo Eduardo. Él no había querido ir y la gente decía que no estaba contento con la partida de su hermanita.

Y desde entonces Eleanor se dio cuenta de que ella hubiera podido ser la elegida para ser enviada a aquel frío país, para vivir entre extraños, lejos de su hogar, de Eduardo, de Philippa, de lady de Valence y los demás. Tal vez hubieran permitido a Johanette ir con ella, pero después de un tiempo los compatriotas y las damas de las princesas eran siempre enviados de vuelta. El séquito de Philippa también había vuelto, pero ella no lo echó de menos porque tenía a Eduardo y era lo único que le importaba; además, ahora tenía a su hijito.

Fue para Eleanor un día feliz aquel en que supo que, en vez de ser enviada a un país extranjero, iba a vivir en el palacio de la reina. Fue una buena noticia que casi compensaba la pérdida de Joanna; y Philippa tenía intenciones de que no la echara de menos.

El niño estaba allí para ser admirado, pues Philippa no se comportaba en lo más mínimo como se había comportado la madre de Eleanor. Esta había visto pocas veces a la reina Isabel en su infancia y, cuando la veía, había que prestar atención: hacer las cortesías en la debida forma, dar las respuestas justas a las preguntas que se le hacían y, aunque no se le hacían muchas, debía estar preparada para el caso. Philippa era muy distinta. Le gustaba sentarse con el niño en brazos y Eleanor a su lado para hablar del niño y solazarse con él.

Eleanor hubiera querido que Joanna estuviera allí para gozar de esta vida antes de ser llevada a Escocia.

Philippa hacía un gran esfuerzo por atenuar los miedos de Eleanor. Le decía que tenía la certeza de que se iba a casar con alguien que amara, como ella había amado a Eduardo. Y nunca se cansaba de contarle la forma romántica en que Eduardo había aparecido en la corte de su padre, cómo se habían prendado las cuatro muchachas de él, pese a que entre ella y Eduardo había habido algo especial. Le hablaba del miedo que había tenido de no ser la elegida.

Con el paso del tiempo los sueños de Eleanor empezaron a ser menos aterradores. Los días eran agradables. Veía a Eduardo mucho más que antes y se consideraba feliz de tener un hermano como él y una nueva hermana, que era bondadosa y que la ayudaba a entender lo que de ella se esperaba.

El acontecimiento ahora era la próxima llegada de la condesa de Hainault. Philippa no había visto a su madre desde la boda. Su alegría era contagiosa y Eleanor participó de ella.

Eduardo se juntaba con ellas y comentaban los arreglos que harían para recibir a la condesa. Eduardo estaba decidido a que se le rindiera el debido homenaje a la madre de su reina. Le gustaban los torneos porque siempre había sobresalido en los ejercicios corporales. Sus brazos y piernas, muy largos, le daban una ventaja y desde la muerte de Mortimer y la reclusión de su madre había adquirido un aire regio. Cada día se parecía más a su abuelo, aunque le gustaba mucho más la pompa que a Eduardo I. Eduardo sin duda se complacía en mostrar su espléndida figura envuelta en delicados atavíos, presentándose ante su pueblo como un campeón; era una vanidad disculpable y el pueblo la festejaba.

—Habrá torneos en Londres y los alrededores —dijo—. Empezaremos en Dartmouth y Stepney, pero los mejores los tendremos en Cheapside. Recorreré las calles con quince caballeros escogidos y desafiaremos a cualquiera.

—Será magnífico —exclamó la reina.

—Levantaré una tribuna en el camino y tus damas verán desde allí las justas.

—Mi madre agradecerá mucho tu amabilidad al recibirla con tanto lujo —dijo Philippa, pero pensaba en el gasto, porque había quedado sorprendida ante la pobreza de Inglaterra (que todavía padecía los efectos de las prodigalidades de Gaveston, de los Despenser y de Mortimer) comparada con la prosperidad de Hainault, tan pequeño e insignificante comparado con Inglaterra. Philippa quería hacer algo para mejorar esto. Pero en este momento, cuando el rey estaba lleno de expectativa ante las diversiones cortesanas, no era el momento de hablar de la pobreza del país.

La felicidad de Philippa se vio colmada cuando llegó la condesa. Ella y su hija se abrazaron y se mantuvieron separadas un buen rato de los demás; era evidente que la condesa deseaba estar a solas con su hija. Cuando lo estuvieron, la madre dijo:

—Ahora puedo mirarte a mi gusto. Se te ve radiante, hija mía. ¿De tal modo que todo es tan maravilloso como me lo describes en tus cartas?

—Me siento sumamente dichosa — replicó Philippa.

—Lo supuse. Tú no eres capaz de engañar a nadie, Philippa. No está en tu naturaleza y me regocijo de ello. Eduardo es un buen marido, ¿verdad?

—No podría ser mejor. Lo supe desde el momento en que lo vi.

—Hay muy pocas que hayan tenido tu buena estrella, niña querida. Tu padre quedará encantado cuando vuelva y le cuente como son las cosas aquí. Dicen que Eduardo tiene intenciones de reclamar la corona de Francia.

—Tiene derecho a ella por su madre —contestó Philippa.

La condesa meneó la cabeza.

—Felipe VI nunca va a ceder. Sería una guerra larga y encarnizada.

—Creo que Eduardo se da cuenta de esto. Él dice que tiene derecho por su madre.

—Ya sabes que podéis contar con el apoyo de Hainault si vais a la guerra, pero espero que no suceda. Me temo que no haya mucho que ganar con una guerra, que significaría una larga separación. Nunca es bueno que un marido y su mujer estén separados mucho tiempo. Sin embargo, en el caso de los reyes, es necesario. En cuanto a las guerras...

—No temas, madre querida —dijo Philippa—. Eduardo es prudente. Ya no está guiado por su madre y Mortimer. Ha cambiado mucho. ¡Era tan joven! Tampoco es viejo ahora.

La condesa asintió.

—Un fardo muy pesado sobre unos hombros tan jóvenes.

—Eduardo es capaz de soportarlo. De eso no me cabe la menor duda.

La condesa besó a su hija.

—Y ahora, ¿en dónde está ese niño maravilloso? —dijo.

Trajeron al pequeño Eduardo. Las dos declararon que el niño manifestaba un lúcido interés en su abuela.

Hablaron de la corte de Hainault y de las hermanas de Philippa. La condesa estaba un poco triste por haberse quedado sin sus hijas.

—Es inevitable, pero todavía nos queda Isabelle. Aunque no dudo de que le llegará el turno. Tu padre y yo os echamos de menos a todas. Pero, cuando vuelva y le cuente lo dichosa que eres, será para él un gran consuelo.

Siguieron días de festejos y el punto culminante de las fiestas fue el torneo en Cheapside entre la calle Wood y la calle Queen. Los hombres habían estado trabajando varios días, preparando el lugar y se había levantado una hermosa tarima de madera, siguiendo las órdenes del rey. La tarima iba de un extremo al otro del camino y tenía un palco que permitía a las damas asistir al torneo en las mejores condiciones.

Philippa tenía mucho interés en que Eleanor gozara de los festejos e insistió en tener a su cuñada junto a ella. Así fue que se la vio a menudo junto a Reynald, conde de Gueldres y Zutphen. El conde, un hombre bien parecido y encantador, quedó impresionado por la lozana inocencia de la muchacha. Philippa se alegró mucho de que la tomara en cuenta y notó que Eleanor parecía estar muy contenta en su compañía.

—Pobre niña —dijo a su madre— ha tenido una infancia desdichada. Como la mía ha sido tan feliz, creo que debo hacer todo lo que pueda por ella.

—Tú siempre has sido la más buena en nuestra familia —le dijo su madre cariñosamente.

Philippa prosiguió.

—Al parecer, le gusta la compañía de Reynald. Creo que él la admira. Me parece bien que Eleanor aprecie a un hombre como él. Ella sabe que tiene demasiados años para que se piense en él como posible marido. Tiene cuatro hijas, creo... como tú y mi padre.

—Acaba de quedar viudo —añadió la condesa—. De tal modo que tal vez esté buscando esposa.

—Si Eleanor fuera mayor, y él menor... se me ocurre que podrían enamorarse.

—Eres tan romántica —dijo la condesa—. Te enamoraste de Eduardo a primera vista y nunca olvidaré el terror que tenías de que se eligiera a una de tus otras hermanas.

—Mis temores eran infundados. Nunca hubo cuestión de que se eligiera a otra. Eduardo envió al obispo para que eligiera, es cierto, pero me ha dicho que le hizo una advertencia: si apreciaba su vida, debía elegirme.

—Me imaginé que así había sido —dijo la condesa—. Eres muy afortunada. Me alegro de que lo entiendas, hija querida, y rezaré para que tú y Eduardo continúen como hasta ahora.

Durante tres días el rey recorrió las calles de Londres con sus caballeros escogidos, desafiando a los paseantes a una justa en el torneo. Eduardo tenía un aspecto espléndido. Contaba diecinueve años y había alcanzado toda su estatura, tenía piernas tan largas como su abuelo, los mismos cabellos color de lino, luminosos ojos azules y cutis blanco. Tenía el aspecto que debe tener un rey, y esta era la opinión de su pueblo, que se sentía orgulloso de él. Parecía un dios al avanzar por las calles con su capa verde bordada con flechas de oro y con franjas de seda roja. Sus escuderos cabalgaban detrás de él, con jubones blancos de mangas verdes. Como decía el pueblo, era un espectáculo espléndido. El brillante sol de septiembre alumbraba benignamente la escena y en las ventanas de todas las casas la gente contemplaba pasar a los jinetes. Ovacionaban al rey, estaban encantados con él. Finalmente había alcanzado el poderío y la hombría. Había destruido al brutal y codicioso Mortimer, a quien todos habían odiado. Y había obrado discretamente en el caso de su madre: no había olvidado que era su madre y, aunque sabía que era culpable de nefandos crímenes, la había recluido en el castillo de Rising, donde permanecería hasta que el tiempo le enseñara al rey qué debía hacer. Se decía que no toleraba que nadie le hablara mal de ella, lo cual era indicio de su lealtad. Por otra parte, no la había visto desde la muerte de su amante; ella no había salido del castillo de Rising.

Y allí estaba la reina: de mejillas sonrosadas, más bien robusta, bondadosa y espléndidamente ataviada, con la corona en la cabeza, la túnica de seda bordada con perlas y oro, y la capa de terciopelo salpicado de armiño. Tal vez careciera de la impresionante belleza de la última reina, pero nadie quería acordarse de Isabel, y si bien había algo casero en el aspecto de Philippa, lo compensaba con la dulzura y la bondad de su naturaleza. Ella había hecho feliz al rey, había dado un príncipe al pueblo y éste recordaba pequeños actos bondadosos y la niña que había sido salvada del patíbulo.

El pueblo de Londres estaba contento con Eduardo III, su reina y su principito. De modo que acudió a ver las justas a fin de ver el triunfo de su rey.

Se hubiera dicho que habían vuelto los días del gran Eduardo I.

Philippa, acompañada de su madre, de Eleanor y de algunas de las nobles de más rancia prosapia, subieron a la torre, se sentaron y se prepararon a contemplar el espectáculo.

Sonaban las trompetas; la multitud lanzaba vivas; se inició la regia procesión.

Los músicos marchaban delante de los jinetes, tocando sus instrumentos. Estos eran seguidos por los escuderos de la Casa del Rey, refulgentes en sus libreas. Luego el rey en persona. El amor de Eduardo a la ropa era muy evidente: en cada día del torneo se puso distintos trajes. Ese día había decidido que él y sus caballeros habrían de disfrazarse de tártaros. Tenían un aire muy feroz con sus largas capas de piel y sus altos tocados.

La primera mirada de Eduardo, al salir al torneo, fue para la reina, sentada en la galería con su madre, su hermana y las damas de la corte. El rey hizo una profunda reverencia y la reina se levantó inmediatamente para devolver el saludo: al hacerlo, todos se levantaron en la tribuna; cuando se sentaron se oyó un crujido, seguido de un grito proferido por una de las damas. La galería se desmoronó, rajándose y cayendo a tierra envuelta en una nube de polvo.

Hubo un momento de silencio antes de que estallara el tumulto. El rey se precipitó hacia la construcción derribada. Philippa, con el vestido cubierto de polvo y las mejillas manchadas de barro, se puso de pie. Estaba ilesa. La estructura de la galería era de madera liviana, demasiado frágil para el peso de las damas, y no había sido ensayada para cerciorarse de que podía aguantar a tantas personas.

—Philippa —gritó el rey—, ¿estás herida?

Ella rió.

—No, señor. Un poco sacudida. Fue muy repentino. No me lo esperaba.

Fue un alivio descubrir que nadie estaba herido. La gente se amontonaba en torno a la escena y Eduardo les gritó, ordenándoles que no se acercaran. Estaba evidentemente turbado y preocupado por las damas, principalmente por su mujer.

—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —preguntó.

—Bueno, estamos sanas y salvas —dijo Philippa tranquilizándolo—. Un poquito sacudidas y con la ropa sucia. Oh, Eduardo, espero que esto no te arruine el día. No debes dejar que te lo arruine.

Había visto que el ceño de Eduardo empezaba a fruncirse y sabía lo que esto significaba. Estaba encolerizado y ella tenía miedo de su cólera. Pocas veces la había visto y nunca dirigida hacia ella, pero había oído hablar del mal genio de los Plantagenet. Al parecer, la mayoría lo tenía, y en algunos era peor que en otros. Enrique II y el rey Juan se tiraban al suelo y mordían los juncos en sus delirantes accesos de furor; Enrique III apenas sabía contenerse, y Eduardo I se dominaba, como el Eduardo actual; pero había ocasiones en que estallaba y ésta era una de ellas.

—Quiero que vengan aquí los hombres que construyeron este entarimado —dijo. Hubo una breve pausa—. ¡Buscadlos —gritó— y traédmelos sin demora!

Philippa, en voz baja, insistió:

—Ya ha pasado. Estamos ilesas. Son accidentes que ocurren.

—Son accidentes que sólo pueden ocurrir una vez en mi reino —replicó él.

Miró la risueña cara, sucia de barro, la túnica rota. Su Philippa, que podía haber muerto fácilmente. La idea de lo que podía haber ocurrido a Philippa lo enfureció aún más.

—¿Por qué esta demora? —vociferó—. ¡A ver si encontráis a esos hombres! ¡Traédmelos aquí! ¡Van a tener deseos de no haber nacido!

Philippa le posó una mano en el brazo, pero él la apartó de un ademán. Ahora sólo quería dar rienda suelta a su ira.

Los hombres fueron encontrados. Entraron aterrados y, al ver la galería derrumbada y las damas mal trajeadas, se pusieron a temblar. El rey, que tenía un aspecto feroz con su disfraz tártaro, quiso saber por qué había ocurrido esto.

Los hombres se limitaron a abrir mucho los ojos.

—¿Por qué no se hizo una prueba para saber si aguantaba el peso?

—Majestad... no tuvimos tiempo —dijo el vocero—. Sólo pudimos terminar una hora antes de que empezara el torneo.

—¡Imbéciles! ¡Canallas!... ¿Sabéis que esto podría haber costado la vida de la reina?

Philippa se apresuró a decir:

—Señor: era frágil y ligera. En el peor de los casos, habría sido un golpe y nada más. Podéis ver: estoy intacta.

Pero el rey no quiso escuchar. Cada vez se enfurecía más, exageraba el percance, decidido a infligir el máximo castigo a estos hombres negligentes, cuyo trabajo descuidado había arruinado el día para él y casi había lastimado a la reina.

—Sacadlos de aquí —gritó—. Echadles una soga al cuello y que bailen hasta que mueran.

Hubo un silencio ominoso en la muchedumbre. Uno de los carpinteros, sólo un niño, se echó de rodillas y empezó a sollozar.

El rey apartó la cara y gritó:

—¡Fuera de aquí! ¡Que se haga lo que he ordenado!

Philippa quedó horrorizada. Pensó en las familias de estos hombres, privados de la persona que les daba el pan, pensó en el amor de estas esposas por sus maridos y de las madres por sus hijos, y decidió que esto no podía ocurrir.

De repente se arrodilló delante del rey. Le tomó la mano y dijo:

—Señor: has dicho que me amas y que me respetas. Me has hecho muchas dádivas. No hay nada que yo quiera más ahora que las vidas de estos hombres. Si mueren ahorcados lo recordaré toda mi vida. No he sufrido ningún daño. Tampoco han sufrido estas damas. La galería fue construida con poco tiempo. Por favor, señor, te ruego, si me amas, que perdones a estos hombres.

El rey la miró. Tenía los cabellos sueltos hasta los hombros y los bondadosos ojos estaban llenos de lágrimas. El vio el dolor en una cara que tenía costumbre de ver alegre y contenta.

Eduardo vaciló y ella esperó, observándolo.

Luego dijo:

—Señor: si no me concedes este pedido, nunca volveré a ser de nuevo enteramente feliz. Siempre recordaré lo que se ha hecho a estos hombres que no me quieren mal y que son tus leales súbditos.

El rey dijo:

—Dejadlos en libertad. La reina ha intercedido por ellos con tal pasión que no puedo resistirla.

La reina se cubrió la cara, porque lágrimas de alegría bajaban por sus mejillas. Se oyeron atronadoras ovaciones. Las calles se llenaron; la gente salía de sus casas.

—¡Dios bendiga a la reina! —gritaban—. ¡Dios bendiga a la buena reina Philippa!

 

 

 

La condesa regresó a Hainault muy contenta de su viaje a Inglaterra. No cabía duda de la felicidad de Philippa, que en verdad parecía la más dichosa de las princesas, por haber disfrutado de una infancia dichosa y haber pasado tan fácilmente a un matrimonio dichoso.

Había un motivo de preocupación para Philippa. Sabía que los festejos por la visita de su madre habían sido muy costosos y su concepto austero de la vida no le permitía aceptar este dispendio. Comparaba su propio país con Inglaterra. Era un país pequeño con una economía próspera. Llegó a la conclusión de que el pueblo de Hainault era más laborioso que el inglés.

Le habló a Eduardo de esto y él, al principio, se rió un poco, pero al cabo de cierto tiempo pensó que era razonable lo que ella decía. Era cierto: la economía del país no estaba floreciente. Había mucha pobreza en algunas zonas. Durante el reinado de su padre y el de Mortimer nadie se había preocupado de utilizar debidamente los recursos del país: la riqueza era absorbida y aprovechada por los favoritos, que no la usaban en bien del país, sino para darse los gustos.

Philippa se había dado cuenta de que la lana de Inglaterra, que pasaba por ser la mejor del mundo, habría de ser más ventajosa para el país si se fabricaban con ella telas, en vez de mandarla en bruto a los Países Bajos, donde era trabajada y llevada de vuelta a Inglaterra, en forma de géneros.

Eduardo reflexionó y vio que había lógica en eso.

—Los ingleses no son tejedores —dijo—. Y no les gusta matarse trabajando, como los flamencos. Les gusta apacentar sus ovejas, vigilarlas y esperar la temporada de la esquila.

—Serían más prósperos si trabajaran más. La prosperidad hace falta a un país, Eduardo. Es más feliz entonces.

Él reconoció que así era.

—Dime lo que piensas —dijo.

—Querría mandar buscar tejedores, hacerlos venir a Inglaterra y establecer aquí una colonia. Así podríamos fabricar nuestras propias telas... al principio un poquito, y luego aumentar. Me gustaría que las telas inglesas... no sólo la lana... fueran las mejores del mundo.

—Bien, mi sabia reina, ¡adelante!

—¿Me das entonces tu permiso para escribir a un hombre que conozco y que es muy notable en este trabajo?

—Amada esposa y reina: lo tienes.

Philippa escribió en seguida a un tal Jean Kempe, de Flandes. Si se decidía a ir a Inglaterra con sus criados, aprendices y todo lo que le hacía falta para la práctica de su oficio, podría contar con la protección del rey. El deseo de éste era crear una floreciente industria textil en Inglaterra.

Philippa estaba encantada, pues estaba plenamente convencida de que no hay prosperidad sin trabajo firme.

Jean Kempe pidió muchas aclaraciones antes de dar el gran paso. Pero el proyecto se había puesto en marcha y, aunque llevó más o menos un año el ponerlo en acción, la visión de Philippa fue la causa de que se instalara en Norfolk una industria textil que habría de traer prosperidad, no sólo a Norfolk, sino a toda Inglaterra.

 

 

 

La princesa Eleanor iba a casarse. Extrañamente, la perspectiva la excitaba. Algo había en el conde de Gueldres que la fascinaba. La causa tal vez fuera que había oído hablar tanto del romántico encuentro entre Philippa y Eduardo, de la forma en que se habían enamorado a primera vista y de comprobar con sus propios ojos que la pareja nadaba en la felicidad.

Eleanor sólo tenía trece años, pero muchas doncellas se casaban a esa edad; Philippa misma no había sido mucho mayor y al parecer el rey aceptaba al conde de Gueldres como marido de su hermana.

Philippa se preguntaba a veces si Eduardo seguía pensando en conquistar la corona de Francia. Si ese era el caso, iba a necesitar amigos en el continente. Su propio matrimonio se había producido como resultado de una alianza entre dos países. Si la reina Isabel y Mortimer no hubieran necesitado un ejército, jamás habrían aceptado un enlace entre Hainault e Inglaterra. Philippa se estremecía al pensar hasta qué punto su felicidad había dependido de un hecho casual.

Eleanor hablaba de Reynald con Philippa, y ésta la alentaba, pues sabía que Eduardo estaba a favor del matrimonio; en consecuencia, si Eleanor se enamoraba de su futuro marido, Philippa iba a quedar encantada.

—Tiene algo muy interesante —dijo Eleanor sonriendo.

Philippa estuvo de acuerdo.

—Es verdad que es un poco viejo...

Eleanor esperó a que Philippa saliera en defensa de los años. Y así fue.

—Hay mucho que decir a favor de la experiencia —comentó.

—¿Lo habrías querido a Eduardo en caso de haber estado casado antes?

—A Eduardo siempre lo habría querido —dijo Philippa con vehemencia.

—¿Y sí hubiera tenido cuatro hijos?

—Los habría querido como si fueran mis hermanos.

—Supongo que las hijas son distintas de las hermanas.

—No hay tal diferencia —afirmó Philippa—. Si uno ama, todo es igual.

—¿Lo encuentras hermoso?

—Muy hermoso —dijo Philippa.

—En su país lo llaman Reynald de Swerte. Es decir, Reynald el Moreno. ¿Verdad que tiene la piel muy oscura?

—Tanto más atractivo. Le da un aire de fuerza, de fiereza... como debe tener un hombre.

—Pero tú prefieres los rubios. ¡Eduardo es tan rubio!

—No es por el color del pelo que lo amo.

—No, tienes razón. Lo cierto es que un poco de negrura es bastante atrayente.

—Lo mismo pienso —dijo Philippa—. Pero no se lo digas a Eduardo.

Eleanor rió. ¡Cuán reconfortantes eran estas conversaciones!

Philippa favorecía estas charlas e iba preparando así a Eleanor para su matrimonio. En privado se mostraba un poco reticente y analizaba a Reynald con Eduardo. Una vez le preguntó si realmente pensaba que el matrimonio era conveniente.

—Tengo que encontrarle marido a Eleanor —dijo él—. Como sabes he tanteado a Alfonso de Castilla y al hijo y heredero del rey de Francia. También he hecho averiguaciones acerca del hijo del rey de Aragón. Todo esto se ha examinado y ha quedado en nada. Eleanor ha sido desechada tres veces. Empiezo a pensar que esto puede perjudicarla. Creo que conviene casarla pronto, pues corre el rumor de que hay un hechizo que actúa en su contra. No quiero que se quede soltera.

—No me parece bien que se case con este hombre porque los otros proyectos quedaron en nada. Esto sólo ocurre en los círculos de la realeza.

—Por cierto que sí, pero quiero casar a Eleanor y puedo hacerlo con ayuda de Reynald. Es sorprendente que estas diminutas provincias abunden en las cosas que a mí me hacen falta... dinero... armas… hombres... todo lo que es necesario para triunfar en una conquista. Y es posible que, si no tengo que pelear por la corona de Francia, deba ir algún día a Escocia. Voy a necesitar ayuda, Philippa, y es más probable obtenerla dentro del círculo de mi familia.

—Reynald es un hombre más bien ambicioso.

—Todos los gobernantes dignos de ese nombre lo son.

—No me gusta la forma en que se portó con su padre.

—Dulce Philippa, eres demasiado buena para vivir en este mundo. Siempre he dicho que el padre de Reynald era un hombre débil. En caso de haber seguido reinando, a Reynald no le habría quedado nada para heredar. De modo que se adelantó al destino: eso es todo.

—¡Poner preso a su propio padre! He oído que lo tuvo en un calabozo seis años. Y era un hombre viejo.

—Debemos admirar a Reynald. Heredó una provincia que se estaba tambaleando... Si no hace lo que hizo no habría tenido nada.

—Su padre no salió del calabozo hasta que murió.

—Sí, sí. Pero, ¿cuál es su obra? Ha gobernado bien, con habilidad y energía. Como resultado, Gueldres, a pesar de su tamaño, es uno de los países menores más importantes de Europa. Lo que ha hecho es admirable, Philippa, aunque para hacerlo haya debido poner a un lado a su propio padre. Lo único que hizo fue adelantarse seis años a tomar lo que era suyo, y antes de que se echara a perder del todo. Ha demostrado ser un buen soldado y un gobernante prudente. Es muy respetado en Europa y te diré: hasta el rey de Francia debe pensar dos veces antes de discrepar con él. Estaría muy contento de tenerlo de cuñado.

—Creo que Eleanor está de acuerdo.

—No dudo de que tú has contribuido a que reconozca su buena suerte.

—Así es. En fin... espero que sea bueno con ella.

—Sin duda será bueno con mi hermana.

—Es un hombre ambicioso y ella todavía no tiene quince años. Creo que eligió a su primera mujer por su fortuna, me dicen que esa fortuna estaba muy por encima de su rango, y que el matrimonio se celebró cuando los padres de la novia se comprometieron a pagar todas las deudas de su yerno.

—De una cosa podemos estar seguros. El hermano de Eleanor no podrá hacerle el mismo favor.

—Esta vez se casa con una princesa de Inglaterra.

—Ah, Philippa, eres demasiado tierna y buena para este mundo de ambiciones. Por cierto que no querría que fueras de otro modo. Eleanor, como su hermana, debe hacer el casamiento que más convenga a su país. Estoy encantado de que no le desagrade nuestro héroe moreno. Pero si no le gustara, no habría remedio. A Gueldres debe ir, como debió ir a Escocia la pobrecita Joanna. Es el destino de las princesas, amor mío.

—Lo sé muy bien, y agradezco a Dios haber podido seguir a mi corazón. Nunca me cansaré de agradecer al destino o a Dios, o a quien lo haya decidido, por ese día en que llegaste a caballo, atravesando el bosque de Hainault. Te vi y te amé.

—Como yo al verte. En cuanto te vi me dije: “Esa es mi reina.” Y me decidí ya en ese instante.

—Rezo para que Eleanor sea tan feliz como nosotros.

—Sabes muy bien, querida, que eso no es posible.

 

 

 

Eduardo estaba decidido a que su hermana fuera a su nuevo país bien provista. Había gran excitación en los aposentos de la princesa mientras se preparaba su ajuar. Philippa presidía las actividades. Hizo que Eleanor se probara su ropa y comentó risueñamente que la inversa era impracticable: ella era demasiado gorda, muy distinta de la etérea Eleanor. Muy bellas eran la capa de tela de azul Bruselas bordeada de armiño, la túnica de tela de oro de Esparta que la muchacha habría de usar el día de la boda; también había batas bordadas en hilo de oro y refulgentes de cuentas plateadas; sobrefaldas de terciopelo y tela de plata. El rey le había regalado valiosas joyas. Había diademas con perlas y diamantes incrustados, y artísticos trabajos en rubíes y esmeraldas.

No sólo iba a viajar con ropas y alhajas, sino también con muebles, entre los cuales el principal era una cama de matrimonio. Una magnífica pieza con cortinados de seda de Trípoli, exquisitamente bordados en oro con las armas enlazadas de Inglaterra y Gueldres. También un carruaje, otro regalo de su hermano, con el escudo de armas de ella y tapizado de terciopelo rojo salpicado de estrellas de oro; había sillas, mesas, alfombras, cortinas y vajillas de oro y plata; también jarros, cuchillos de mesa, fuentes y cucharas.

Eduardo quería que se presentara en su nuevo país con el ajuar de una princesa de casa real. Y no sólo llevó ropas y muebles. Se prepararon para Eleanor tres toneladas de provisiones, que incluían canela, azafrán, arroz, dátiles, ciento veintisiete libras de pan de azúcar y doscientas libras de azúcar de Chipre, para dar satisfacción a sus gustos más bien golosos.

Eleanor también se aseguró una cantidad considerable de madera de sándalo, que finamente pulverizada adquiría un suntuoso tono rojo, ya que era muy pálida y, como admiraba las mejillas naturalmente rosadas de su cuñada, le gustaba usar cosméticos que le conferían un saludable color rosado.

Fueron necesarios varios barcos para llevar todo por mar. Los barcos se estaban cargando en Sandwich.

Llegó el día de la partida. Eleanor, llorosa y muy enternecida, se despidió de su hermano y de Philippa. A último momento ésta le regaló un magnífico abrigo de piel y Eduardo le entregó seis manteles de altar para que fuera donando a las iglesias por las que pasara en el viaje a su nuevo país.

La espléndida cabalgata tomó el camino de la costa. Eleanor iba al frente, con una comitiva de ciento treinta y seis criados varones: pajes, criados de comedor, polleros, palafreneros, camareros, lavanderos, mayordomos y escuderos.

La gente se acercaba a la ruta para ver pasar la procesión, muy distinta de la que había acompañado a la hermana de Eleanor, Joanna. Aquel matrimonio no había sido aprobado por el pueblo. Pero Eleanor, evidentemente, no era desdichada.

El pueblo estaba contento con el nuevo rey y hubo ovaciones para su hermana y su enlace con el conde de Gueldres.

 

 

 

Philippa extrañó a su joven cuñada, pero estaba profundamente absorbida por su propia vida, porque, para su dicha, había descubierto que estaba otra vez encinta.

Había ido una vez más a Woodstock, donde el primogénito Eduardo había hecho su aparición.

—Se me ocurre —dijo— que Woodstock me trae suerte.

Y Eduardo, naturalmente, se complacía en ceder a los deseos de ella.

Se hicieron los preparativos para el nacimiento del niño: dos cunas estaban listas, a la espera del infante. Una de ellas, la principal, era muy lujosa y sólo se usaba en las ceremonias públicas, cuando la nobleza deseaba ver al niño. Esta cuna, con las armas de Inglaterra y Hainault, estaba bellamente festoneada de tafetán dorado, y se cubría con una colcha fabricada con seiscientas setenta pieles, y que solo habría de usarse cuando el niño tuviera unos meses y ya fuera invierno.

El 16 de junio de ese año 1332, Philippa dio a luz a su segundo hijo. Esta vez fue una niña, tan bella y perfecta físicamente como su hermano.

El rey quedó encantado y, aunque hubiera preferido otro varón, no lo dejó ver. Quiso a esta niña tanto como a su hermano y ningún niño pudo ser mejor recibido.

Últimamente el rey había estado pensando mucho en su madre. En una ocasión la había visitado en el castillo de Rising, donde se le dijo que sufría de períodos de locura y que su depresión era tan intensa que a veces temían que hiciera algo desesperado. Él le habló con dulzura, pues no podía olvidar lo que en un tiempo había sido para él, y dio órdenes de que nunca se la tratara con menos respeto del debido a su rango. Nadie debía olvidar que era su madre.

Era necesario, naturalmente, que siguiera en el castillo de Rising, y él no quería verla con frecuencia, aunque su conciencia lo perturbaba, cuando recordaba que era prácticamente una prisionera. Siempre que la veía, tenía atroces pensamientos e imágenes en relación a la muerte de su padre. Todos los esfuerzos para encontrar a los verdugos habían sido inoperantes, pero él no abandonaba la esperanza de encontrarlos; y, una vez que hubiera vengado a su padre, iba a quedar con la conciencia aliviada.

Los sentimientos de pena e incertidumbre que le inspiraba su madre lo llevaron a poner a su hija el nombre de ella. De pasada mencionó la cosa a Philippa, que inmediatamente entendió sus sentimientos.

—Es un bonito nombre —dijo—. Sí, me gustaría que nuestra primera hija se llamara Isabel.

La joven Isabel. Isabella, como le decían, crecía y fue puesta al cuidado de sir William Omer y su mujer, además de una muchacha llamada Joanna Gaunbun, que debía mecer la cuna y dormir a su lado, a fin de atender a la niña a cualquier hora de la noche.

Philippa misma dio el pecho a su hija. Era una tarea que no podía confiar a ninguna otra mujer y, a diferencia de su predecesora, pasaba muchas horas felices en los cuartos de los niños.