LA PESTE NEGRA
Al regresar a Inglaterra, Philippa dio una vez más a luz. Esta vez fue un varón. Le llamaron William y, ¡ay!, el nombre era sin duda malhadado: el niño murió poco después de nacer.
Eduardo consoló a Philippa y le pidió que pensara en sus hijos sanos y fuertes: Eduardo, Lionel, John y Edmund; también estaban las niñas: su querida Isabella, Joanna, Mary y Margaret. No podían quejarse. Era cierto que habían perdido al otro William y a la pequeña Blanche, pero Dios los había bendecido con sus hijos.
Philippa debió admitir que esto era cierto, aunque, si bien se complacía en sus hijos vivos, no podía dejar de echar de menos a los que había perdido.
Más aún, debía llegar el momento en que la reina habría de separarse de sus hijas. Si Isabella se hubiera casado con Louis de Flandes, no habría estado muy lejos. Pero aquello había quedado en nada y Philippa adivinó que Eduardo no había quedado del todo contrariado. A Isabella le había molestado tan sólo la forma en que Louis se había fugado después de haberla visto. Esto era una mancha para sus notorios atractivos que su padre le había hecho creer eran irresistibles.
Ahora le tocaba el turno a Joanna. La pobre Joanna. Si Philippa tenía favoritas entre sus hijas, Joanna lo era. No dejaba de admirar a su magnífico primogénito y compartía la reverencia general, que era casi veneración por el Príncipe Negro. Pero era Joanna a quien ella más amaba. Nunca había olvidado la terrible experiencia que había tenido la niña en Austria. Desde entonces Philippa hacía todo lo posible por hacerle olvidar aquello.
Ahora había llegado el momento, como decía Eduardo, de casarla, y aunque detestaba la idea de perder a su hija, estaba irritado por las demoras de los españoles.
La demora se debía —sospechaba el rey— a la intervención de doña Leonor de Guzmán, favorita del rey de Castilla. Era la mujer más poderosa en la corte. El rey se bebía los vientos por ella, que ya le había dado tres hijos. La gran esperanza de doña Leonor era que Pedro —el hijo del rey, a quien Eduardo había elegido como marido de Joanna— muriera o no tuviera descendencia, a fin de que alguno de sus hijos pudiera heredar la corona. Era por este motivo que doña Leonor no veía con buenos ojos el casamiento entre Joanna y Pedro, y trataba de postergarlo.
Pero ni siquiera la poderosa Leonor podía impedir indefinidamente el casamiento del hijo del rey.
La Joanna que se preparó para viajar a España y casarse no era la pequeña Joanna que había ido a Austria. A la sazón tenía catorce años y sabía desde hacía algún tiempo que debía irse de su casa. Había visto a Isabella volver de Flandes y había oído el relato de la fuga apresurada de Louis. Y allí estaba Isabella, de vuelta en Londres. De tal modo que los matrimonios no podían considerarse definitivos hasta que se realizaban. Cualquier cosa podía ocurrir que los estorbaba a último momento. Pensaba en Isabella... que había estado a una sola semana de casarse definitivamente.
Mientras tanto, debía prepararse para ir a España.
Philippa no se sentía tranquila. Podía imaginar las intrigas que se tramaban en la corte castellana con el claudicante rey y su amante, que quería ver a su hijo, Enrique de Trastornara, sentado en el trono. Se preguntaba cómo le habría de ir a su Joanna en aquel ambiente. Sus hijos habían tenido una vida muy feliz, lo cual era raro en los círculos regios. Ella había gozado de su vida en Hainault, pero ¡cuán diferente había sido la infancia de Eduardo! A veces se preguntaba si una infancia serena y protegida ayudaba a un niño a abrirse camino en el mundo.
A ella no le había ido tan mal. Pero lo cierto es que se había casado con el hombre que había amado a primera vista, y Eduardo era un ser notable. Era un buen padre, que incluso tendía a amar de más a sus hijas, era un solícito esposo, aunque a veces echara una miradita a otras mujeres. Pero se aplicaba a ser un marido fiel y ella creía que lo era.
Ahora debía ocuparse de Joanna. Esta se preparaba a ir a España y Philippa rezaba todas las noches por su felicidad. La inquietaban los rumores que oía sobre las intrigas de Leonor de Guzmán y los indicios de crueldad en el joven Pedro. Se decía que se complacía en torturar animales y, cuando era posible, a sus prójimos. ¿Sería verdad? ¡Se oían tantas falsedades! En fin, Philippa rezaba constantemente por Joanna.
Joanna estaba resignada a viajar. Isabella estaba un poco envidiosa. Con cierta contrariedad pasaba el dedo por el vestido de hilo de oro con manto y sobre túnica de lo mismo que formaba parte del ajuar de Joanna. A Isabella le gustaba que todas las atenciones y la buena ropa fueran para ella.
—¡Vas a estar suntuosa! —exclamó, acariciando las túnicas de terciopelo púrpura, los armiños y los géneros adornados con piedras preciosas incrustadas—. Pero —siguió diciendo— yo prefiero quedarme en casa. Me alegro de no haberme casado en Flandes.
—Yo también prefiero quedarme en casa —dijo Joanna con énfasis.
—Sin embargo, vas a ser reina... ¡reina de Castilla. Piensa un poco.
Pero la perspectiva no alegraba especialmente a Joanna.
—Nunca pensé que Louis de Flandes fuera digno de mí —siguió diciendo Isabella—. Estoy segura de que algún día me casaré con un rey.
Joanna se volvió y reanudó su bordado. Bordar le resultaba muy reconfortante. Puntada tras puntada, soñaba con las hermosas sedas de color y recordaba los días felices que había vivido en el seno de su familia.
En enero emprendió el viaje. El rey, la reina y su hermana Isabella la acompañaron desde el palacio de Westminster hasta Morthke. Allí se dieron el adiós final. El rey y la reina estaban embargados de emoción. La reina tenía la impresión de que Isabella siempre iba a poder arreglárselas sola, pero Joanna era más vulnerable.
La princesa continuó sola el viaje hasta Plymouth, el puerto donde debía embarcarse. Allí debió esperar seis semanas, porque los vientos que soplaban hacían el cruce peligroso, y no fue antes de mediados de marzo que Joanna y su séquito salieron de Inglaterra.
Siete días después llegaba a Burdeos.
Allí fue necesario permanecer cierto tiempo, mientras se efectuaban negociaciones entre las cortes de Castilla e Inglaterra, porque Eduardo veía con ojos suspicaces a una corte que estaba bajo el influjo de la ambiciosa Leonor de Guzmán. Tan atenta estaba doña Leonor a que no naciera un hijo legítimo que pudiera hacerle sombra al suyo, que utilizaba cualquier medio para demorar el matrimonio.
Ahora intentaba convencer a Alfonso de que debía elegir otra novia para su hijo. Por otra parte la reina de Castilla, que estaba tan interesada en burlar a la querida de su marido como esta querida estaba interesada en poner a su hijo en el trono, tenía interés en una unión con Inglaterra. Entre las dos mujeres, Alfonso parecía no tener voluntad propia.
Eduardo estaba decidido a que Joanna no entrara en España hasta que todo estuviera firmado, sellado, y no hubiera ninguna posibilidad de que el matrimonio de su hija con el heredero del trono de Castilla fuera postergado o suspendido.
No quería que otra hija suya fuera desairada. No permitiría que esto ocurriera de nuevo.
Por lo tanto, Joanna debió quedarse en Burdeos hasta que el rey tuvo seguridades suficientes de que el matrimonio iba a celebrarse.
El castillo se levantaba en unos campos muy bonitos. Desde las ventanas Joanna podía contemplar las colinas arboladas y los viñedos. Después de los fríos meses en Plymouth y del cruce del Canal, no se sentía a disgusto en este agradable lugar. Se sentaba con sus damas de compañía mientras hacía trabajos de aguja y, entretenida por esta ocupación, no se sentía desdichada.
No le importaba que las negociaciones llevaran un año. No tenía en el fondo ningún interés en continuar su viaje.
De tal modo que ella y sus damas estaban sentadas y hablaban un día como solían hacerlo cuando una de ellas dijo:
—He oído ayer que una horrenda peste se está difundiendo por Europa. Empezó en Constantinopla y ya está llegando a los puertos de mar.
—Siempre corren esa clase de rumores —dijo Joanna serenamente.
—Es cierto, señora, pero dicen que ésta es la enfermedad más horrible que nunca se haya visto.
—En lugares lejanos siempre pasan cosas extrañas —dijo otra dama.
—Me gusta esta seda azul —dijo Joanna—. Pero tal vez no tenga el tono apropiado. ¿Vosotras qué pensáis?
Las damas juntaron las cabezas y se aplicaron a elegir el tono de azul conveniente.
Al poco tiempo todo el mundo estaba hablando, aterrorizado, de la horrible peste que había llegado desde Armenia, a través del Asia Menor, Egipto y el norte de África. La peste se había iniciado en Oriente y, al pasar de país en país, dejaba detrás un reguero de horror y de muerte.
La gente hablaba de la peste bajando la voz y rogando que nunca llegara hasta ella. Pero todos los días había nuevas noticias: la Peste Negra se acercaba. Ya había llegado a Grecia e Italia y seguía avanzando.
Al parecer, en cuanto un hombre o una mujer notaba los primeros síntomas —una hinchazón blancuzca en las axilas— él o ella estaban condenados y sólo un milagro podía salvarlos. Los que comprobaban estos síntomas en sus cuerpos ya no podían dudar más. En unas pocas horas aparecían nuevas hinchazones por el cuerpo y las víctimas tenían ataques de tos y vómitos de sangre; se sentía una intensa sed antes de caer en un misericordioso coma, seguido rápidamente de la muerte. El único aspecto benévolo de esta espantosa peste era la rapidez con que morían sus víctimas. No obstante, había aspectos muy penosos. No bien moría la persona atacada, aparecían manchas negras en la piel y la fetidez que emanaba del cadáver era atroz. Este hedor era el que producía el contagio. Los animales morían de sólo husmearlo: era muy infeccioso y horriblemente contagioso. Por lo tanto, se volvía muy difícil librarse de los cadáveres y la enfermedad cundía con rapidez alarmante. Una vez que aparecía en una aldea o una ciudad, el lugar ya quedaba condenado.
La peste era el comentario de toda Europa, pues el hecho de que hubiera aparecido en Grecia e Italia tenía a todo el mundo muy asustado.
Eduardo le aseguraba a Philippa que la peste no podía llegar a Inglaterra. El agua del mar los iba a salvar. En esos días estaba mareado por sus victorias. Acababa de tener a Helvoetsluys y Crécy y ahora tenía a Calais. Podía permitirse un descanso y contemplar sus éxitos.
Su afición a la pompa no disminuía con los años. Quería más torneos y justas de Mesa Redonda, en los que pudiera mostrarse como campeón de su pueblo.
Nada le gustaba más que sentarse bajo el dosel real, con su mujer y sus hijos, y asistir a un torneo. Y todavía le gustaba más participar en él y mostrar que era un campeón.
La gente lo ovacionaba. Su pueblo lo amaba. Y esto no le había resultado difícil. Había sucedido a un rey odiado por el pueblo, y todavía había personas que recordaban lo mucho que sufrieron por culpa de un indigno. Incluso su abuelo, Eduardo I, no había sido tan popular como él. Esta vanidad de Eduardo, que le hacía buscar espectáculos brillantes y entretenimientos, era del gusto de su pueblo, que los compartía. Y a los ingleses les gustaba ver a su rey con el aspecto que —ellos creían— debía tener un rey, así como les gustaba que ganara grandes victorias en Francia. Estaban contentos con Eduardo.
Por estos tiempos le dijo a Philippa que pensaba crear una orden que habría de conceder a los pocos caballeros que fueran dignos de ella. La idea había estado en su mente desde la victoria de Crécy, cuando algunos de sus súbditos se habían distinguido por sus servicios abnegados al país.
Eduardo creía que debía haber un reconocimiento de estos hombres y trataba de encontrar la mejor manera de hacerlo.
Mientras tanto, habría más torneos, más festejos cortesanos, para recordar al pueblo que todo andaba bien con el rey y el país. Sus victorias en Francia requerían celebración y había debido estar tanto tiempo fuera del país que ahora se complacía en estar con ellos. Quería ver bailes de valientes caballeros y hermosas damas.
La más hermosa de todas las damas de la corte era Joan, conocida como La Bella de Kent.
Ahora tenía diecinueve años y estaba en el apogeo de su belleza. Estaba más o menos comprometida con William, conde de Salisbury, pero era muy amiga de sir Thomas Holland, y el príncipe de Gales distaba mucho de ser indiferente a sus encantos. El Príncipe Negro era dos años menor que Joan, pero ya se notaba que, aunque parecía tener un trato amistoso con ella, se olvidaba de la beldad por largas rachas, lo cual no causaba gracia a La Bella de Kent.
Joan era de sangre real, pues su padre era hijo de Eduardo I y, aunque los príncipes debían casarse por lo general en países extranjeros para consolidar alianzas, si el Príncipe Negro hubiera querido casarse con esta dama de su parentela, era improbable que Eduardo y Philippa, siempre indulgentes con sus hijos, hubieran puesto trabas al matrimonio.
Sin embargo, la cosa no se mencionaba y el Príncipe Negro, aunque estaba evidentemente atraído por la bella Joan, y solía referirse a ella como “la pequeña Jeannette”, no daba indicios de querer casarse. Es cierto que sólo tenía diecisiete años, pero ya era edad núbil, y corrían rumores de que el joven no era doncel.
Joan era una muchacha no sólo bella, sino también inteligente. Se sentía muy atraída por Thomas Holland, que no tenía mucho que ofrecerle. No se interesaba demasiado en Salisbury y prefería al príncipe de Gales. Si este último hubiera sugerido la posibilidad de matrimonio, Joan hubiera descartado en seguida a los otros dos, pues le habría encantado la perspectiva de llegar a ser reina de Inglaterra.
Todo el mundo esperaba que se casara con Salisbury, con quien se había comprometido en sus años más tiernos; pero si el príncipe de Gales quería casarse con ella... una dispensa papal podía lograrse sin dificultades.
Festejada por el ardiente Holland y por Salisbury, Joan estaba bastante irritada por la actitud indiferente del príncipe. Su naturaleza era apasionada y muy pronto llegó a la conclusión de que ella no era la clase de mujeres que aguarda, indefinidamente, con la esperanza de pescar el pez gordo. Era la clase de mujer que tiene que conformarse con el pez menor.
Thomas Holland se había acercado a ella en uno de estos momentos de despecho, le había declarado su amor inagotable y la había abrazado con una familiaridad que a ella, evidentemente, no la chocaba. Lo cierto es que el arrogante Thomas suscitaba en ella unas emociones que, pese a toda su ambición, no lograba dominar.
No era concebible que una dama de su rango se convirtiera en querida de un hombre, de tal modo que, después de haber cedido a las instancias del joven y haber descubierto que la experiencia carnal era muy satisfactoria, había convenido en realizar un matrimonio secreto. De tal modo que al presentarse en la corte y participar en los festejos reales, ya estaba de hecho casada con sir Thomas Holland.
Sir Thomas se había visto obligado a dejarla, poco después de la ceremonia, e ir a Francia, ya que formaba parte de la guardia de caballeros que estaba al servicio del rey en Calais.
A la sazón Joan recibía las atenciones de Salisbury y, de cuando en cuando, lanzaba alguna mirada al príncipe de Gales que un buen día se mostraba amistoso e interesado y que al día siguiente parecía olvidado de su existencia.
En varias ocasiones el rey le había pedido que se sentara a su lado. Era evidente que Eduardo la admiraba mucho. Muchos hombres la admiraban y Joan estaba acostumbrada a esto, pero sin duda se sintió halagada cuando la admiración provino de este lado.
La posibilidad de llegar a ser reina de Inglaterra se le había pasado a Joan muchas veces por la cabeza, pero esto no podía ocurrir a través del rey Eduardo. Ella no estaba dispuesta a ser favorita real y tampoco las cosas habían llegado tan lejos con Eduardo. Había habido rumores en relación a la condesa de Salisbury, que ella conocía muy bien, pues en un tiempo había habido el proyecto de que esta hermosa y virtuosa dama fuera su suegra y aquella historia había quedado en nada. Eduardo, pensaba cínicamente Joan, había sido muy tonto al elegir una mujer tan virtuosa como la condesa, pero por cierto Catharine de Montacute era una mujer de belleza excepcional, aunque vieja, pensaba Joan complacientemente.
Y la reina nunca había sido bonita. Tenía un cutis fresco, una expresión agradable, y eso era todo. Además, los continuos embarazos habían echado a perder su figura, que ya estaba considerablemente ensanchada.
A Joan le encantaba la admiración de los hombres que la rodeaban y, particularmente la del rey. También estaba, por supuesto, William, conde de Salisbury, quien seguía creyendo estar comprometido con ella.
Joan se había metido en un berenjenal. Se preguntaba qué habría dicho Salisbury en caso de haber sabido que ella y Thomas vivían ya como marido y mujer.
Mientras tanto, se encogía de hombros ante el futuro, tratando de seducir al Príncipe Negro, que le resultaba más atrayente que su padre. El príncipe era el que podía ponerle una corona en la cabeza. Sí, pero ¿qué iba a hacer con Thomas? Ya inventaría algo cuando llegara el momento. ¡Cuando llegara el momento! El príncipe era un hombre extraño. Al parecer, no quería enredarse en un matrimonio, pese a que, siendo heredero del trono, estaba en la obligación de dar al país un futuro rey.
A veces Joan se enfurecía consigo misma por haber cedido a Thomas. ¡Era mucho lo que podía perder por esto! Sí, pero ella era astuta. Ya lograría librarse de esta rémora si hacía falta. ¿Cómo se libra uno de un contrato de matrimonio? Existía algo que se llamaba divorcio: una dispensa del Papa. Ella estaba segura de que podía obtenerse. El verdadero obstáculo era la indiferencia de aquel desganado admirador: el Príncipe Negro.
El rey Eduardo estaba en su elemento. La Torre Redonda que había hecho construir en Windsor era el lugar ideal para celebrar sus reuniones de la Mesa Redonda. La había hecho construir en un montículo artificial, rodeado de un foso profundo. Se llegaba al interior por una escalinata de cien peldaños, y había más peldaños en el almenado de la torre del homenaje. El aspecto era impresionante y Eduardo estaba muy orgulloso.
Permitió a David de Escocia que formara parte de los festejos. David era su prisionero y había de seguir siéndolo hasta que se pagara el enorme rescate que Eduardo pedía. Eduardo había fijado una suma excesiva porque sabía que, mientras David fuera prisionero suyo, podía contar con la paz en Escocia. De todos modos, David era de sangre real; era su cuñado y era rey. Eduardo procuraba ofrecerle todas las distracciones posibles, salvo la libertad completa. David tenía libertad para cazar en los bosques, pero siempre estaba rodeado de guardias. Al parecer, se había acostumbrado a ser un desterrado, y vivir cómodamente en el extranjero no le desagradaba. Había estado en Francia siete años, había reinado en Escocia cinco y, en la actualidad, hacía dos años que era prisionero de Eduardo. Y no había motivo para esperar el fin de este cautiverio, pues el dinero que se pedía por su rescate no había quién lo pagara.
David no se lamentaba de su destino. No carecía de lujos. Era ahora, podría decirse, huésped del rey de Inglaterra, y si se le permitía participar de las fiestas que se daban ahora en la Torre Redonda de Windsor, no iba a quejarse.
Le gustaban las justas y las fiestas, los bailes y la música.
Además, tenía varias queridas. Era un hombre muy sensual y la virtuosa Joanna, con quien se había casado, no era capaz de satisfacer sus sentidos. A menudo elegía mujeres de clase baja y gozaba con estos contactos.
En el torneo vio a una mujer por la cual se sintió inmediatamente atraído. Se llamaba Katherine Mortimer; era voluptuosa, hermosa y experta en las artes del amor.
Los dos pasaron juntos los días y las noches del torneo.
La justa había sido muy brillante. El rey estaba de excelente humor. Participaba plenamente de los banquetes y los bailes y parecía haber olvidado que sólo se estaba viviendo una tregua en la lucha por la corona de Francia; Eduardo no atendía a la terrible peste que, mientras él y sus invitados bailaban, se iba acercando más y más.
Si Philippa pensaba en estas cosas, se las arreglaba para no dejarlo ver. Eduardo se divertía tanto... y a ella le gustaba complacerlo, le gustaba verlo feliz y era tan indulgente con él como con Isabella, que estaba sentada con sus padres, refulgente en sus atavíos, y muy contenta de estar con ellos. Esto era del agrado de Philippa, que había temido que una muchacha tan orgullosa como Isabella hubiera quedado demasiado herida por el desaire que había sufrido.
Naturalmente, había de cuando en cuando rumores sobre los devaneos del rey. La misma Philippa sabía que Eduardo se sentía atraído por las mujeres bonitas. Había visto que las seguía con la mirada y, cuando se conmovía, el azul de sus ojos parecía enturbiarse. Conocía la historia de la condesa de Salisbury, la excelente Catharine de Montacute, cuyo sentido común había hecho recapacitar al rey. Philippa había oído que la pobre Catharine estaba enferma; nunca iba a la corte y, desde aquella famosa historia, seguida casi inmediatamente de la muerte de su marido, no se la había visto.
Sin duda a Catharine le había parecido más prudente esta conducta y lo cierto es que era así.
Y ahora estaba esta encantadora y sinuosa criatura: Joan de Kent. Envuelta en un halo romántico a causa del asesinato de su padre, de sangre real, la mujer más bella de la corte, no era sorprendente que Eduardo se complaciera mirándola, pues en verdad era un placer verla y hubiera llamado la atención en esa asamblea, entre damas magníficamente ataviadas, aunque hubiera estado vestida como una vaquera.
Eduardo estaba bailando ahora con ella. De repente hubo un momento de consternación. En el suelo, a los pies de Joan de Kent, se vio una liga. Hubo risitas en todo el salón. Joan se ruborizó levemente. No era excesivamente pudorosa y la gente sospechó que tal vez había dejado caer deliberadamente su liga. ¿Sería esto una invitación al rey? Philippa pensó: ¡Qué tontería! No era éste el medio que iba a elegir en tal caso.
Eduardo levantó la liga. La sostuvo en sus manos, casi la acarició, y luego echó una mirada en torno, advirtiendo las expresiones en las caras de los que estaban mirando la escena.
Durante unos segundos reinó el silencio. Luego el rey se ajustó la liga a su pantorrilla y, con una voz alta y resonante, dijo:
—¡Maldito sea el que piense mal!
Volvió a tomar de la mano a Joan y el baile continuó. Y, cuando cesó la música, se dirigió a la compañía, diciendo:
—Habéis visto la liga y yo habré de hacerle honor ahora. La liga es un antiguo emblema de honor en la caballería de nuestra tierra. Mi gran antepasado Ricardo Corazón de León ordenó a los más valientes de sus caballeros que la usaran en el ataque contra Acere. Los caballeros que se distinguieron por su valentía fueron conocidos como Los Caballeros de la Correa Azul. Es una tradición que se nos trasmite desde los principios de la caballería. Ahora habré de llamar a esta nueva orden la Orden de la Jarretera, o sea de la Liga, porque es una pieza íntima de ropa y porque he visto en vuestras caras una expresión que no me gusta. Por lo tanto, haré inscribir una leyenda en la liga, que será: “Honi soit qui mal y pense.” Este honor será el más alto en la caballería inglesa y sólo habrá veinticinco caballeros de la Jarretera que podrán aspirar a ella, incluyendo miembros de mi familia de extranjeros ilustres.
Hubo fuertes aplausos y el rey pasó unos días estudiando la forma en que habría de ser presentada la Orden.
Se decidió que las instalaciones habrían de hacerse en la Capilla de Windsor y que la insignia de la Orden sería una medalla de oro representando a San Jorge y el Dragón, colgando de una cinta azul. La liga debía ser de terciopelo azul oscuro y debía usarse en la pierna izquierda, un poco por debajo de la rodilla. Lo principal en ella era la inscripción.
Y las fiestas de la Torre Redonda se recordaron a partir de entonces, no por los campeones de los torneos o las grandes festividades consecuentes, sino porque La Bella de Kent había echado su liga a los pies del soberano, estableciendo así la más hermosa de las órdenes de la caballería.
Mientras la corte se entregaba a los placeres, una tragedia estaba a punto de golpear a la familia real.
La princesa Joanna estaba esperando que se le diera el aviso para salir de Burdeos en dirección a Castilla. Esperaba el anuncio en cualquier momento y albergaba ciertos temores al respecto. Ya sabía lo que era vivir lejos de su casa, echar de menos a su familia, el no poder encontrar en otros ambientes el calor de su propia casa, el ambiente en que había vivido con sus amados padres.
A veces oía los parloteos de las mujeres y sabía que hablaban de su futuro marido. Todas las noches rezaba para no tener que ir a Castilla. Tal vez iba a ocurrir algo parecido a lo que había sucedido en Austria y tendría que volver a reunirse con sus padres.
A veces el matrimonio resultaba algo esquivo. Bastaba pensar en lo que le había pasado a Isabella. Había estado a sólo una semana del matrimonio y su futuro marido había huido. Había la esperanza, por supuesto, de que surgiera algún obstáculo que impidiera su propio matrimonio. Había oído que en la corte había personas que no la querían.
“Tal vez el año próximo en esta misma época, estaré en Windsor”, pensaba esperanzada.
Encontraba mucha distracción en sus trabajos de aguja. La serenaba ver crecer los diseños en la seda. Le gustaban los colores suaves y los elegía cuidadosamente. Sus damas se complacían en trabajar con ella y se hablaba mientras se trabajaba.
Todas estaban muy contentas en Burdeos; los árboles eran hermosos en los meses de verano: los habían visto cubrirse de hojas y de pimpollos. A Joanna le hubiera gustado bordar un cuadro de la escena que veía por la ventana del castillo. Cuando fuera vieja, iba a recordar el tiempo en que había vivido en este lugar encantador.
—Un buen día —dijo— estaré mirando por esta ventana y divisaré a los mensajeros que llegan con órdenes de mi padre. Entonces me iré de aquí y esta etapa de mi vida habrá terminado...
—No debéis entristeceros, señora dijo una de sus damas—. Llegaréis a ser una gran dama.
Ella no contestó. Tuvo un escalofrío. De no haber sido por sus experiencias en Austria, tal vez hubiera tenido esperanzas. Pensó en Isabella en el momento en que había partido para casarse. ¡Cuán excitada había estado! Pero también se había alegrado de volver a su casa.
Había llegado un mensajero al castillo. Joanna advirtió que abajo había cierta agitación. Casi inmediatamente se presentó uno de los caballeros del séquito.
—Señoras: debéis prepararos para partir inmediatamente. La peste ha llegado a Burdeos.
Con unas pocas damas de compañía Joanna dejó el castillo y fue a la aldea de Loremo.
Se pensaba que las aldeas eran menos peligrosas que las ciudades. En todo caso, Burdeos se iba a convertir en una ciudad asolada en menos de una semana.
Las damas estaban muy perturbadas y dieron gracias a Dios por haber podido escapar. Trataron de continuar con sus trabajos de aguja, pero todo el tiempo pensaban en la terrible pestilencia que la gente llamaba La Peste Negra, porque la gente se cubría de unas manchas negras, ulceradas y supurantes, que no desaparecían con la muerte.
No era fácil trabajar con estas hermosas sedas y apartarse de los horrores de la realidad. Las personas alcanzadas por esta enfermedad morían tan rápidamente que los que quedaban no podían enterrarlos y había que arrojar los cadáveres a unos pozos. La sola vista de una persona muerta de la peste era un peligro.
Gracias a Dios, dijeron las damas, se nos ha advertido y saldremos de Burdeos.
Pero un día en que Joanna estaba sentada bordando sintió una cierta languidez. La brillante seda azul se oscureció: el tapiz que tenía entre las manos resbaló por su falda hasta el suelo.
Las damas se inclinaron sobre ella. Joanna creyó oír voces que parecían venir de muy lejos.
—Nuestra señora no se siente bien.
Luego un grito desgarrador.
—¡Oh, Dios Santo, no puede ser!... ¡No, no, no puede ser!...
La llevaron a su cama. La contemplaron horrorizadas. Había sangre en sus labios y en la cara empezaban a formarse unas manchas negras.
La peste había llegado a la aldea de Loremo y su primera víctima fue la princesa Joanna.
Philippa se sintió transida de dolor cuando le llegó la noticia. Se encerró en su cuarto para quedar a solas con su pena.
Su querida hija, su amada Joanna que siempre había sido tan cariñosa y tierna... muerta. Había tenido preocupaciones por ella, pues le habían llegado rumores sobre el carácter de quien habría de ser su marido. Y, pese a ser tan joven, ya había personas que habían empezado a llamarle Pedro el Cruel. Joanna había sufrido bastante en su infancia cuando la habían enviado a Austria. Pobrecita Joanna, parecía haber nacido bajo una mala estrella. Algo le hizo pensar a Philippa que era mejor estar muerta y no ser la esposa de Pedro el Cruel.
Pero tal vez estaba tratando de consolarse.
Eduardo fue a verla y los dos lloraron juntos. Eduardo amaba a sus hijos tanto como ella y tenía una especial debilidad por las hijas. Joanna nunca había sido tan mimada por él como Isabella, pero la había querido mucho y su muerte lo afectó profundamente.
—Debes recordar que tenemos otros hijos, amor mío —le dijo—. Dios ha sido generoso con nuestra familia.
Philippa bajó la cabeza. Era cierto. Tenían una familia. Había sido una esposa fecunda para Eduardo y estaba orgullosa de ello. Eduardo, que pensaba lo mismo, le echó un brazo sobre los hombros.
Querida Philippa, tan constantemente buena con él. La amaba tiernamente. Sí, pero su atención se sentía atraída cada vez más por las mujeres más jóvenes.
Los continuos partos habían dejado sus huellas en la reina. Se había puesto tan gorda que le resultaba difícil moverse. En otros tiempos ella había estado junto a su marido siempre que había sido posible. Ahora había ocasiones en que ya no podía acompañarlo en los viajes largos.
Él había sido siempre un hombre de fuertes apetitos, y estos no habían disminuido con los años. Su excelente esposa ya no era joven. Amaba a Philippa; le estaba agradecido; no habría elegido otra mujer en caso de tener que optar de nuevo; era su amada esposa y la madre de sus hijos; pero esto no impedía que su atención se dirigiera a otras mujeres.
Él creía en la santidad del matrimonio; quería ser un esposo fiel; pero aunque ya no era joven, seguía tan lleno de vida como siempre. Era notablemente bien parecido; en una reunión era siempre el hombre más destacado. Su afición a la magnificencia aumentaba su atractivo y, por supuesto, estaba envuelto en el aura de la realeza. La tarea de resistir a sus deseos naturales no se volvía más fácil por conocer la escasa resistencia que habrían opuesto los objetos de su interés.
Era amable y tierno con Philippa, tanto más cuánto estos pensamientos pecaminosos se le volvían cada vez más difíciles de reprimir.
Pero en los días que siguieron, poco después de haber llegado la noticia de la muerte de Joanna, no se sentía inclinado a pensar en otra cosa fuera de su intenso pesar.
La Peste Negra había llegado a Inglaterra. En un principio atacó el oeste del país, en la costa de Dorset. Había sido traída por un marinero que venía del continente. La epidemia se difundió rápidamente y en una semana ya había llegado a Brístol. En pocas semanas ya estaba en Londres.
La capital ofrecía las mejores condiciones para que una epidemia floreciera. Las casas y las calles congestionadas, las alcantarillas infestadas por las ratas eran un terreno ideal para que la peste prosperara. No había nadie para ocuparse de los enfermos, que eran abandonados a su destino. De los cadáveres emanaba un hedor tan horrendo que su sola proximidad significaba una muerte casi segura. La gente trataba de huir de las ciudades atestadas y los caminos estaban llenos de personas mayores y niños que llevaban con ellos todo lo que podían cargar en caballos y asnos. Algunos se quedaban para hacer lo que podían y ocuparse de enterrar los cuerpos. Walter de Manny compró un terreno —que se llamó Spittle Croft y que había pertenecido a los frailes y hermanos de la Cofradía de San Bartolomé. Tenía una extensión de media hectárea. Allí se cavaron fosas y se empezó a enterrar a los muertos. Al cabo de un año corría el rumor de que se habían sepultado allí cincuenta mil cadáveres. Estaba circundado de un alto muro de piedra, destinado a impedir que la peste continuara asolando a Inglaterra.
Hubo muchas personas que pensaron que el fin de la humanidad estaba a la vista. “Esta es la venganza de Dios contra el hombre”, decían los piadosos. Las ciudades estaban desiertas; en las aldeas no quedaba un alma, los barcos bogaban sin rumbo por las costas hasta que una tormenta los hacía zozobrar para siempre: la razón era que todos los marineros habían sucumbido a la peste.
La gente asustada buscaba chivos emisarios y, como suele ocurrir en estos casos en Europa, se echó la culpa a los judíos. Se dijo que ellos habían envenenado las fuentes y los manantiales con brebajes preparados a base de arañas, búhos y alimañas. Muchos fueron torturados con la esperanza de que, en el extremo de la tortura, confesaran sus crímenes.
Algunas personas más equilibradas descubrieron que eran los barcos que traían y llevaban la peste de un lugar a otro, puesto que ésta siempre aparecía primero en los puertos. Pero nadie pensó que los agentes que trasmitían la enfermedad eran las ratas que estaban infestadas de pulgas. A su debido tiempo, el comercio entre los países quedó muy rebajado a causa del empequeñecimiento de la población mundial. Entonces la peste empezó a amainar.
Pero la prosperidad que el país había conocido ya no existía. No había nadie para labrar los campos. Los labradores eran escasos y exigían salarios muy altos. Hubo hambrunas esporádicas y, a pesar de que la población había disminuido, no había bastante cereal para enfrentar las necesidades.
La creencia en la fatalidad de la muerte tenía distintos efectos en las distintas personas. Algunos se entregaban ruidosamente a la disipación sexual, adoptando aires piadosos y proclamando que era necesario fecundar y repoblar la tierra. En Hungría y Alemania surgieron fanáticos religiosos que se llamaban a sí mismos los Hermanos de la Cruz. Esta gente fue a Inglaterra y se la conoció con el nombre de Flagelantes. Declaraban que asumían sobre sus cabezas los pecados del pueblo, que habían provocado la venganza divina en forma de peste. Los Flagelantes marchaban por las calles con ropas oscuras, cruces rojas pintadas en la frente y capas negras. En las manos tenían disciplinas con nudos y púas de hierro. La gente se reunía para oír sus predicaciones y seguirlos. Les estaba prohibido tener relaciones con mujeres y, si se les sorprendía en un contacto indebido, eran condenados a recibir latigazos.
Todos los días, a una hora determinada, recorrían las calles. Cuando se despojaban de sus túnicas, la parte de arriba del cuerpo quedaba desnuda. Se daban latigazos a medida que avanzaban. Cuando llegaban a un cierto lugar se echaban uno tras otro y cada hombre daba al que estaba debajo de él un latigazo.
El pueblo los contemplaba con veneración. Muchos se unieron a ellos, pues les parecía que era muy loable asumir los pecados del mundo. Algunos aseguraban que la peste cedía a causa de los esfuerzos de los Flagelantes.
Eduardo, agradecido de que él y su familia se hubieran librado de la peste —salvo Joanna— se dedicó a restaurar la prosperidad del país.
Eduardo vio que era imposible pagar a los labradores los sueldos que estos exigían y, al mismo tiempo, había que cultivar las tierras.
El trabajo debía continuar y, como había muy poca gente para realizar estas tareas, habría sido desastroso para el país tener que pagar esos altos salarios.
El rey actuó con presteza y proclamó el Estatuto de los Labradores.
En este Estatuto se estipulaba que:
“Teniendo en cuenta que una buena parte de la población, especialmente los labradores y siervos, ha muerto de la peste, muchos, en razón de la necesidad de mano de obra, no quieren trabajar si no reciben sueldos exorbitantes y están dispuestos a vivir en la holganza en vez de trabajar para ganarse la vida. Nosotros, considerando los graves perjuicios que trae la falta de labradores y trabajadores de la tierra ordenamos:
”Que todo hombre y mujer de nuestro reino de Inglaterra, de cualquier condición que sea y de no más de sesenta años, que no ejerza ningún trabajo, sea obligado a servir en el oficio que se le requiera, y que reciba los salarios que se acostumbra dar en esos lugares.
”Que los ensilladores, trabajadores del cuero, cordoneros, sastres, herreros, carpinteros, albañiles, techeros, astilleros y carreros y otros no emprendan labores a un precio superior al que se acostumbra a pagar, y que si toman mayor paga, sean metidos en la cárcel.
”Que los carniceros, pescaderos, posaderos, cerveceros y otros vendedores de vituallas queden obligados a vender sus bienes a un precio razonable, teniendo ganancias moderadas, no excesivas.”
Gradualmente el país fue recobrando su rutina normal. La población disminuida se esforzaba por obtener la prosperidad que había reinado antes del estallido de la peste.
Muchos niños nacieron en los meses siguientes y esto se interpretó como una señal de que la cólera de Dios estaba aplacada. Los Flagelantes juraron que eran los causantes de esto y salían a las calles, golpeándose frenéticamente.
Pero como la peste cedía y había mucho que hacer, el pueblo perdió interés en los Hermanos de la Cruz.
La gente estaba ansiosa por recobrar la prosperidad. Notaban que muchas mujeres parían gemelos y, con más frecuencia que antes, había casos de trillizos.
Los malos tiempos han pasado —decía la gente—. Dios nos sonríe de nuevo.